Guadalupe PARDI: "Un modo de existencia impropio: la admiración"
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(Universidad de Buenos Aires)
I

“¡Mi querido lector!, ¡lee, en lo posible, en voz alta! Si lo haces, déjame agradecértelo; si no sólo lo haces tú, sino que mueves a otros a lo mismo, ¡déjame agradecérselo a cada uno de ellos y a ti una y otra vez! Al leer en voz alta, recibirás con más fuerza la impresión de que tendrás que habértelas únicamente contigo mismo, no conmigo, «que no tengo autoridad», ni tampoco con otros, lo que sería distracción”.[1]

De “habértelas únicamente contigo mismo” trata Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo (1851). En el Prefacio citado, Kierkegaard se dirige en seguida al lector singular con el objetivo de que se distancie del autor, quien “no tiene autoridad”, y que evite convertir los tres sermones que componen la obra en algo objetivo, evaluándolos de manera impersonal. Por el contrario, dirá a continuación, la propia vida debe expresar lo que uno ha entendido; ésta es la verdadera seriedad. Pero, para actuar de acuerdo con lo comprendido debe despertarse en uno una inquietud con vistas a la interiorización.[2] Según Kierkegaard, desde el punto de vista cristiano esto significa, en primer lugar, estar a solas con la Palabra de Dios. Al oír y leerla, lo que obliga a cumplir de inmediato su deseo, mandamiento u orden no son los pasajes oscuros e incomprensibles sino los que cada uno ha podido entender; sólo así se puede obrar según la Palabra de Dios. En términos del apóstol Santiago, ella es el espejo en el que uno tiene que contemplarse a sí mismo, antes que al espejo.[3]

             En segundo lugar, al verse uno mismo en el espejo se debe involucrar la propia personalidad y recordar que “es a mí a quien se habla, es de mí a quien se habla” (Para un…, p. 54). Esto es lo subjetivo y lo que me asegura que la Palabra se apodere de mí al entrar en una relación personal con ella. De lo contrario, se transforma en lo impersonal, en una doctrina, y me relaciono con ella de manera objetiva, sin comprenderla ni pudiendo actuar en consecuencia. Dice Kierkegaard: “Sin duda es cierto que poner siempre primero al propio yo y su personalidad de un modo egoísta es vanidad; que aprovechándose de esto, se ha logrado convertir en vanidad lo que en relación con la Palabra de Dios es justamente la seriedad” (Para un…, p. 58). Lo serio en el cristianismo es que para contemplarse en el espejo se requiere una personalidad, un yo, lo único con lo cual se llega a ser un hombre,[4] ya que la impersonalidad (objetividad), la cual no es ni más ni menos que falta de conciencia,[5] no puede entrar en relación con la Palabra de Dios.

Desde el punto de vista cristiano, hay solamente un camino: Cristo. Este camino es angosto desde el comienzo y hasta el fin, con la muerte. Desde un punto de vista humano, en cambio, hay muchos caminos angostos, hay demasiados sufrimientos –enfermedad, pobreza, incomprensión. Pero, estos caminos no son Cristo ni conducen a Él. “Lo que distingue el camino angosto cristiano del camino angosto humano común es: lo voluntario” (Para un…, p. 85). La existencia de aquellos que, como testigos de la verdad, no opusieron reparos y optaron por abandonarlo todo para seguir a Cristo lleva la marca de la “imitación”. En ésta consiste realmente la prueba de lo cristiano: el imitador no se distrae con dudas ni razones sino que elige esforzarse en la dirección de los sufrimientos, de la muerte de las esperanzas meramente terrenales y la confianza humana en el propio auxilio.

“¡Oh –dice Kierkegaard-, quién ha podido aprender lo que significa morir al mundo y a sí mismo, como los apóstoles!” (Para un…, p. 98). Ellos han muerto a su egoísmo, pues es sólo por éste como el mundo tiene poder sobre uno. “Pero no hay, naturalmente, nada a lo que un hombre se aferre con tanta fuerza -¡sí, con todo su ser!- como ¡a su egoísmo!” (Para un…, p. 98). Los apóstoles decidieron sufrir y soportarlo todo en conformidad con el “camino”, pero, al hacerlo, no se olvidaron de sí mismos. Este es el último punto crucial al momento de verse al espejo que es la Palabra de Dios: no olvidarse nunca de cómo uno se ve.

II

La sección VI de la Tercera Parte de Ejercitación del cristianismo –obra firmada por Anti-Climacus y de la que Kierkegaard se presenta como editor-,[6] se inaugura con la siguiente oración:

Señor Jesucristo, no viniste al mundo para ser servido, ni tampoco para ser admirado o en este sentido adorado. Tú mismo eras el camino y la vida –y Tú has deseado solamente ‘imitadores’. Por eso despiértanos si estamos adormilados en este engaño, líbranos de esta equivocación: que queramos admirarte o adorándote te admiremos, en vez de imitarte y asemejarnos a Ti”.[7]

La vida y la predicación deben expresar lo mismo. Mas, con el tiempo la predicación se fue convirtiendo en meras “consideraciones” y el cristianismo en el objeto de las mismas. El discurso religioso se hizo objetivo y, expresando lo contrario de lo que predica, se alejó de lo verdaderamente cristiano, es decir, de lo personal. En la predicación, entonces, tanto quien habla como aquel a quien se habla permanecen personalmente alejados y, con esto, dejan de ser subjetivos; ya no confluyen en el esfuerzo de una vida. En sentido propio, el cristianismo no puede convertirse en objeto de “consideración”, porque exige una tarea: la de ser sí mismo, ser verdadero, es decir, ser lo que se predica o esforzarse por serlo. Por el contrario, ahora se fuga el yo de quien predica pasando a ser una cosa, la consideración, y con él se anula el tú a quien se habla. Esta transmutación que, según Kierkegaard, eliminó el cristianismo también expresa el hecho de que en la Iglesia y la cristiandad establecida los imitadores de Cristo hayan sido reemplazados por sus admiradores.

Respecto de la “majestad” y si Cristo sólo fuera para nosotros en la majestad, sería una enajenación mental, entre otras cosas, el pretender ser imitadores en lugar de no contentarnos con admirar adorando. Pero, Cristo no era un maestro de doctrina que esperaba seguidores que aceptaran dicha doctrina y siguieran viviendo como si nada, sino que, en cuanto camino, Él era el ejemplo de vida y sus seguidores debían ser imitadores de una vida. Viviendo en la humillación y la pequeñez, quien es el “modelo” y solamente busca imitadores, debe estar detrás “pisando los talones de los hombres como una exigencia para ellos” (Ejercitación…, p. 322), empujándolos hacia adelante.

En la situación de confusión que es la cristiandad establecida, en cambio, cada individuo admira y adorando admira, pero expresa precisamente todo lo contrario de la vida en la humillación y la pequeñez tal como, en cuanto “modelo”, fue la de Cristo en la tierra. De otro modo, Él no habría sido el modelo: si hubiera vivido en la majestad y gozado de todas la ventajas mundanas y temporales, se habría convertido en objeto de admiración quedando anulada la exigencia, pues al estar el ser humano en condiciones muy distintas, despojado de ventajas y beneficios terrenales, le resulta irrisorio e imposible que se le exija lo mismo y se contenta con admirarlo, siempre que esto se haga sin envidia. No obstante, es mentira desentenderse de la exigencia alegando que el modelo corre con ventaja, y la admiración se desvanece inmediatamente cuando lo que le queda para admirar es la pobreza, el escarnio y la burla, es decir, cuando no le queda nada.

 

III

“¿En qué consiste, pues, la diferencia entre “un admirador” y “un imitador”? Un imitador es o se esfuerza por ser aquello que admira; un admirador se queda personalmente fuera y consciente o inconscientemente no descubre que lo admirado encierra una exigencia para él, la de ser o esforzarse por ser lo admirado” (Ejercitación…, p. 324).

En el Prólogo del Editor de esta obra, Kierkegaard aclara que la exigencia que debe ser oída, i. e., ser cristiano, es forzada por el seudónimo, Anti-Climacus, hasta el más alto grado de idealidad,[8] aunque también cuando se trata de lo común-humano, es decir, de lo propio ético que está en poder y deber de todos, la admiración representa un autoengaño y pereza, en una palabra, un fraude: el admirador se mantiene fuera personalmente y olvidándose de sí mismo para admirar va perdiéndose en lo admirado. La admiración reproduce, entonces, un modo de existencia impropio y el admirador existe de forma inadecuada, ya que al limitarse a la mera contemplación de algo exterior a sí mismo qua objeto, como cuando se considera un cuadro o una vestimenta, se enajena haciéndose él mismo objetivo, dejando de ser subjetivo. De esta manera, el yo que debe elegir responsablemente y actuar con moralidad en el mundo, lo cual es decisivo respecto de lo común-humano, dista de ser un esforzado volviéndose extraño a la exhortación y al estimulo deontológico. En lo propio ético, tanto el oyente como el hablante, tanto el admirador como el admirado deben empeñarse constantemente en no alejarse de sí mismos sino ayudarse a retornar a sí confluyendo en el sentido de un esfuerzo, una vida. Ante cualquiera en el que yo advierta un rasgo distintivo digno de admiración, lejos de admirarlo debo esforzarme inmediatamente por asemejarme a él.

Otra cosa sucede si lo que es objeto de mi admiración está circunscrito por alguna condición particular relativa a las diferencias existentes entre hombre y hombre, es decir, diferencias que los seres humanos no se han dado a sí mismos sino que les han sido dadas, en cuyo caso no se puede contener ninguna exigencia sobre mí para que me asemeje a ello, por lo que puedo limitarme a admirarlo sin siquiera desear asemejármele, de lo que, por otra parte, estoy impedido. Así, se puede admirar, de manera auténtica,[9] “la belleza, la riqueza, los dones extraordinarios, las hazañas señaladas, las obras maestras, la dicha, etcétera” (Ejercitación…, p. 325). Según Kierkegaard, es bello que el admirador auténtico se olvide de lo que le ha sido negado y, con esto, de sí mismo, para admirar a otro. Lo feo sería que, al querer inmensamente asemejarse a lo deseado, su admiración se convierta, de inmediato, en envidia.

En La enfermedad mortal, el mismo seudónimo, Anti-Climacus, señala que los extremos opuestos de la admiración y de la envidia en la relación entre seres humanos son reemplazados por la adoración o por el escándalo en la relación entre Dios y el hombre.[10] El admirador que no puede obtener felicidad de aquello que admira, se le enfrenta envidiándolo y se pone a hablar mal como si no le significara nada. Es por esto que Anti-Climacus insiste en que la envidia es una admiración disimulada. “La admiración –dice- es un abandono feliz, la envidia, en cambio, no es más que una desgraciada reivindicación personal” (La enfermedad…, p. 114). Ahora bien, cuando la admiración es inauténtica,[11] al compararme con otro –objeto de mi admiración- vuelvo hacia mí pero sin poder olvidarlo, puesto que el otro permanece como una exigencia para mi vida empujándome hacia delante. Soy, en rigor, un imitador. En cuanto al envidioso, comienza a pensar y a ocuparse más y más en sí mismo olvidando u odiándolo completamente a medida que se descubre diferente de él.

“En el primer caso [el de la admiración auténtica] desaparezco más y más, perdiéndome en lo admirado –lo admirado me devora; en el segundo caso [admiración inauténtica], el otro desaparece más y más, en tanto que se va hundiendo en mí o en tanto que yo lo asumo, como se hace con una medicina, lo devoro –pero bien entendido: puesto que él es una ‘exigencia’, tengo que rebotarle en mí compensadamente y voy haciéndome mayor y mayor cuanto más y más me asemejo a él” (Ejercitación…, p. 326).

 

IV

Quisiera ahora detenerme en la admiración, tal como la describe Kierkegaard, en relación con lo común-humano que está al alcance de todos –se sea cristiano o no-, ya que considero que sirve “para un examen de uno mismo recomendado a éste, nuestro tiempo”. Siempre estamos dispuestos a aplaudir y admirar con satisfacción a aquellos que, según entendemos, se dedican y esfuerzan por algo que consideramos valioso, despotricando, a su vez, contra quienes se oponen o confabulan contra él. “Pero -diría el autor danés- hasta aquí y nada más” (Ejercitación…, p. 327). En lo corriente, si no se tolerase nuestra admiración y se nos instara a ser lo mismo que el admirado, se evidenciaría todo nuestro enojo y debilidad. En relación con lo moral, si pretendemos admirar en lugar de asemejarnos, nos quedamos personalmente fuera, relacionándonos al admirado únicamente a través de la fantasía, como en un espectáculo, y olvidamos la exigencia que para nuestra propia existencia contiene lo admirado. Hacia el año 1850, Kierkegaard escribía:

“En ese bajío han encallado muchos esfuerzos éticos en sus comienzos. Un tal hombre se había superado a sí mismo en la búsqueda del bien, pero chocaba de un modo desabrido con la humana admiración. Quizá pensó al principio que ésta era algo hermoso, amable –quizá no comprendió al pronto cuánto fraude y falsedad se ocultan en ella. Mas cuando se dio cuenta de ello, y además notó que fácilmente la admiración –que es frágil y falsa en sí misma- puede revelar otra cosa muy distinta: entonces no se atrevió a romper con ella. La admiración lo trabó a él y a su esfuerzo en sus redes para adorno de sus círculos y festejos –y ya estaba perdido para la verdad” (Ejercitación…, p. 329).

Así como en la cristiandad que Kierkegaard critica se debería recordar todos los domingos que, en relación con la vida de Cristo -el camino y la verdad-, es falso admirar en vez de imitar, en la mundanidad se debería recordar día a día que la auténtica admiración humana es tan sentimental y egoísta como el amor propio. Ante un peligro o ante la constatación de que todo lo grandioso esperado no se realiza, la admiración fácilmente se transforma en todo lo contrario, en celos, odio o traición. Estos son peligros reales –en este caso, no ligados a la confesión de Cristo- capaces de revelar con justeza hasta qué punto uno no es más que un admirador, a diferencia de lo que sucede en la favorecedora calma de la cristiandad establecida, donde es dificilísimo distinguir entre un admirador y un imitador.

Mientras que uno asegure muy convencido, mediante la palabra y los gestos, que se acepta fervientemente una doctrina, pero esto no signifique la mínima influencia para la propia vida, “mayor patente de payaso alcanza, mostrando ser o un payaso o un engañador” (Ejercitación…, p. 334). Aunque a simple vista no haya ninguna diferencia esencial entre un admirador y un imitador más que en el discurso pomposo del primero, hay, no obstante, una diferencia infinita, ya que el último es o se esfuerza por ser lo que admira mientras que el primero se mantiene personalmente fuera. Sólo el peligro de la realidad aparejado a la negación de sí mismo en sentido mundano, sin una vuelta “en serio” a la propia interioridad, puede revelar esta diferencia con precisión.

Tanto en la obra edificante –Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo- como en la obra seudónima –Ejercitación del cristianismo-, a las que me he limitado en esta oportunidad, Kierkegaard señala con el mismo hincapié esta diferencia fundamental para cualquier ámbito de la vida y expresión de la propia existencia. En términos religiosos, el imitador es el verdadero cristiano, al igual que, en términos éticos, el admirador, indiferente e inconstante, es la mentira. Incapaz de asemejarse a aquello que admira, sus “consideraciones” especiales hacia una cosa u otra pueden modificarse de inmediato en los sentimientos más negativos de odio y envidia.

 

Bibliografía:

KIERKEGAARD, S., Ejercitación del cristianismo. Trad., prólogo y notas de Demetrio Gutiérrez Rivero, Madrid: Ediciones Guadarrama, 350 pp.

-----------------------------, La enfermedad mortal. Trad. y notas de Demetrio Gutiérrez Rivero, Madrid: Trotta, 2008, 171 pp.

-----------------------------, Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo. Trad., introducción y notas de Andrés Roberto Albertsen en colaboración con María José Binetti, Carlos Raúl Cordero, Óscar Alberto Cuervo y Ana María Fioravanti, Madrid: Trotta, 2011, 109 pp.

 

 

 


[1] KIERKEGAARD, S., Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo. Trad., introducción y notas de Andrés Roberto Albertsen en colaboración con María José Binetti, Carlos Raúl Cordero, Óscar Alberto Cuervo y Ana María Fioravanti, Madrid: Trotta, 2011, 109 pp.

 

[2] Cf. Ibídem, p. 38.

[3] Cf. Ibídem, pp. 42-43.

[4] No es objetivo del presente trabajo investigar ni describir la naturaleza del yo en la antropología filosófica kierkegaardiana. Se recomienda al lector interesado en este tema que recurra, entre otras obras, a KIERKEGAARD, S., La enfermedad mortal. Trad. y notas de Demetrio Gutiérrez Rivero, Madrid: Trotta, 2008, 171 pp.

 

[5] Cf. Para un…, op.cit., p. 58.

[6] Cf. KIERKEGAARD, S., Ejercitación del cristianismo. Trad., prólogo y notas de Demetrio Gutiérrez Rivero, Madrid: Ediciones Guadarrama, 350 pp. La Tercera Parte de esta obra lleva como subtítulo: “Desde la altura los atraerá a todos hacia sí. Desarrollos cristianos”.

[7] Ibídem, p. 314.

[8] Cf. Ibídem, p. 31.

[9] Cf. Ibídem, p. 325.

[10] Cf. KIERKEGAARD, S., La enfermedad mortal. Trad. y notas de Demetrio Gutiérrez Rivero, Madrid: Trotta, 2008, p. 114. Para el tema del “escándalo” véase el Apéndice al capítulo I, Libro primero de la Segunda parte, titulado: “La definición del pecado implica la posibilidad del escándalo. Una anotación general acerca del escándalo” (p. 110 de la presente edición). 

 

[11] Cf. Ejercitación…, op. cit., p. 326.

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