Leyendo acerca de la relación entre existencia y conocimiento en Kierkegaard vino a mi mente un artículo que en Colombia fue publicado hace un poco más de un año acerca del débil o precario papel que desempeñan los filósofos en la esfera pública y política en Colombia. En una de las frases iniciales del artículo el autor afirma que “[l]los filósofos, en su mayoría, parecen encontrarse en la torre de marfil de la academia, distanciados de una realidad compleja y fecunda para el pensamiento” (Restrepo, 2011). En lo que sigue del artículo vienen una serie de reclamos que no preciso exponer con mayor detalle, ya que podrían entorpecer el eje central de la discusión que aquí nos reúne. Así iré al punto más general en el que el autor arguye que el filósofo colombiano se ha dedicado a orientar su pensamiento a una esfera académica que lo aleja de lo que realmente debería pensar, esto es, la vida misma y sus problemas comunes.
He querido introducir mi texto con el relato de esta experiencia porque encuentro en el autor del artículo el mismo interés kierkergaardiano de, por un lado, rechazar un tipo de conocimiento que hace de los filósofos pensadores abstractos, y por otro lado, mostrar la necesidad de hacer compatibles el sujeto que piensa con el sujeto que existe, que se enoja, que come, que se baña etc. Con esto, no se busca entonces alejar al hombre del pensar sino de considerar una forma de conocimiento que no se eleve sobre la humanidad misma del sujeto que piensa sino que por el contrario su mayor interés sea esta.
Con lo dicho hasta aquí parece que, hablar de la relación entre conocimiento y existencia en un pensador como Kierkegaard implica de entrada familiarizarnos con la ambigüedad que la noción de conocimiento tiene para este pensador. Así surge la necesidad de aprender a movernos entre lo que por un lado podríamos llamar el conocimiento puro o abstracto y por otro el conocimiento de la existencia, el del yo concreto o yo subjetivo. De este último tipo de conocimiento más que del primero me interesa ocuparme, y lo haré teniendo en cuenta la estrecha relación entre Kierkegaard y el conocedor más ignorante –o seriamente ignorante- de Grecia. Así pues hablaré de la relación que tiene el conocimiento y la existencia en Kierkegaard en una constante referencia a Sócrates, donde éste se mostrará como la figura ideal del pensador al que Kierkegaard llama subjetivo y que en pocas palabras yo describiría como aquel que, sabiéndose ignorante, tiene el mayor conocimiento de todos: el de sí mismo.
Una vez introducidas las dos clases de conocimiento a las que nos referiremos en relación al pensamiento kierkergaardiano, dedicaré un par de líneas a hablar de aquella en la que se mueve el pensador abstracto. Inmediatamente abordaré aquella en la que la figura de Sócrates refleja la idea de un filósofo que destruye la torre de marfil de la sabiduría para promover la tarea del conocerse a sí mismo.
…El pensador abstracto
Kierkegaard ve en el pensamiento abstracto el lugar en el que un sujeto adquiere conocimiento a costa de perderse a sí mismo, pues “si se supone que el pensamiento abstracto es lo más elevado, se sigue de esto que la científica erudición y los pensadores abandonan orgullosamente la existencia” (Kierkegaard; 2008, VII 258). El pensador abstracto –que para Kierkegaard tiene como máximo exponente a Hegel o al hegeliano- concibe el sujeto como un yo puro, uno que no se enfrenta a las dificultades de la existencia, y que por tanto, el yo del que se ocupa el pensador abstracto es libre de dichas dificultades pero no porque las resuelva sino porque las evade. Al evadirlas la existencia del pensador abstracto pierde todo sentido, pues es un sujeto capaz de ejecutar acciones como cualquier otro pero no de sentirse movido por las más profundas pasiones ni sentimientos. Así, absorbido en el pensamiento puro se olvida de que es un sujeto existente, sus acciones y sus relaciones con otros se hacen impersonales, su existencia carece de finalidad, y en pocas palabras, la vida del pensador abstracto es –en tanto que existente- la vida de un pobre diablo (ibídem, 259).
Ahora bien, la crítica que Kierkegaard hace al pensador abstracto no debe entenderse como una crítica al pensar, pues no busca anular el pensamiento de la vida del sujeto, por el contrario su crítica busca rechazar la idea de igualar el individuo al pensamiento, cuando lo que debería hacer el pensador en su condición de existente es realizar la síntesis entre la idealidad del pensamiento y su existencia. Aquí, entonces, se busca abandonar aquella idea de identidad entre el hombre y el pensamiento que hace del hombre pensamiento puro, y en su lugar entra en consideración la idea de que el hombre que piensa no es distinto al hombre que existe, que lucha con sus pasiones, que se enoja, que se enamora, que duerme, etc.
El mayor problema con el pensador puro es que al elevarse por encima de lo concreto no es capaz de comprender su existencia en el devenir propio de esta, sino que una vez elevado en el pensamiento puro su visión es solo la de la eternidad, no la de la temporalidad en la que él vive. El pensador abstracto se hace eterno en el pensamiento y nunca está lo suficientemente junto a su existencia como para ver y comprender de cerca su humanidad. Así, nos dice Kierkegaard en una de sus notas al pie del postcriptum:
“no hay manera de que un hegeliano se comprenda a sí mismo con el auxilio de su filosofía; podrá comprender sólo aquello pasado y concluido, pero el hombre que aún vive no está muerto ni terminado. Probablemente hallará consuelo en la noción de que, si es posible comprender a China y a Persia y 6000 años de historia universal, no será entonces necesario preocuparse del individuo singular, incluso si se trata de uno mismo. Yo opino distinto, y entiendo esto mejor en un sentido contrario, es decir, que si una persona no puede comprenderse a sí misma, entonces, ciertamente, su comprensión de China, Persia, etc., no es más que una rareza” (ibídem, 264; nota al pie).
Aquí Kierkegaard es enfático en querer realizar el vuelco: dejar la visión abstracta y sub specie aeterni para ir hacia la concreta, la de la existencia, la del devenir, la del sujeto que piensa pero que no es pensamiento. Este sujeto es el que Kierkegaard llama pensador subjetivo y que Sócrates bien personifica al tomarse en serio su ignorancia y al promulgar la conocida sentencia délfica del “conócete a ti mismo”.
…Sócrates el ignorante
Aunque la ignorancia de Sócrates fue cuestionada por sus contemporáneos hasta el punto de, contrario a ser considerado como ignorante lograr la fama del hombre más sabio de todos –fama que por cierto proviene de las palabras del oráculo de Delfos y de su proceder refutatorio-, Sócrates muestra en la Apología su defensa por lo que Kierkegaard llamará su seria ignorancia. ¿En qué consistía que Sócrates fuera seriamente ignorante aún cuando el oráculo –que no puede equivocarse- le había considerado como el más sabio de todos los hombres? Esto solo puede responderse cuando tenemos en cuenta que hay, por decirlo de alguna manera, dos clases de saber, una de ellas que supera la sabiduría propia del hombre (Platón, Alcibíades 20e), la cual Sócrates no sólo afirma no poseer sino que en sus conversaciones con los grandes sabios se dedica a ir en contra de ella. La otra, es una clase de sabiduría en la que el oráculo tendría toda la razón en considerar a Sócrates como el más sabio de todos, esta es el saber que nada sabe.
La Apología muestra como la posesión de la segunda clase de saber se manifiesta en su constante tarea de preguntar y refutar a los reconocidos sabios. Este método puede ser entendido, según Kierkegaard, de dos maneras: una consiste en el preguntar a fin de alcanzar respuestas significativas; la otra es preguntar a fin de derrumbar un conocimiento que sólo es aparente, en donde el saber que se logra es un saber negativo: el saber que nada sé. Esta última forma de ver la tarea socrática de preguntar es la que Kierkegaard reconoce como propiamente la de Sócrates, en donde reconoce que el proceder de Sócrates es como el de Sansón: “Sócrates abraza las columnas que sostienen el saber y hace que todo se derrumbe en la nada de la ignorancia” (Kierkegaard; 2000, 102[1]).
Ahora bien, Sócrates era realmente un ignorante, y su refutación a políticos, poetas y artistas le llevo a mostrar que muchos de ellos no sólo no conocían su campo tanto como ellos creían, sino que tampoco poseían el saber que sobrepasaba la sabiduría humana y que es el más importante de todos: el de la virtud. En esto era Sócrates más sabio que ellos, pues si bien aquellos no sabían nada de lo que creían saber y Sócrates tampoco, por lo menos éste sabía que nada sabía al respecto. Lo que Kierkegaard busca mostrar en consideración a la seriedad de la ignorancia socrática, es que: “Sócrates no era ignorante al declararse ignorante, puesto que sabía de su ignorancia, y que de todos modos, su saber no era un saber acerca de algo, es decir, que no tenía ningún contenido positivo, y que en este sentido su ignorancia era irónica” (ibídem, 306). Que fuera irónica lo mostraba el que se dirigiera a donde aparentemente había algo y finalmente mostrara que sólo había el vacío de la ignorancia.
Ahora bien, aunque la ignorancia de Sócrates cumpliera esa labor destructiva de derribar todo lo que entonces tenían por conocido y dejara a cada quien en la nada de su propia ignorancia, cumple a mi parecer con una función mayor. En palabras de Rötscher, quien es citado por Kierkegaard:
“el hecho de que Sócrates sepa que nada sabe no consiste, como suele pensarse en una suerte de nada pura y vacía, sino en la nada del contenido determinado del universo establecido. El saber de la negatividad de todo contenido finito es su sabiduría, y a través de ésta es impelido a retornar sobre sí; entendido como meta absoluta, este descubrimiento de su interioridad es el comienzo, precisamente, pues esta conciencia no se ha consumado todavía, sino que es sólo la negación de lo finito y lo establecido” [8] (Ibídem, 222).
El reconocimiento de la ignorancia no es sino el paso que permite volverse sobre sí mismo, en otras palabras, bajar de la torre de marfil del conocimiento puro o abstracto que es establecido, diría yo, académicamente. Y tras bajar de esta torre de marfil el conocimiento debe volver sobre la propia existencia y así cumplir el adagio délfico de conocerse a sí mismo.
…“conócete a ti mismo”
Llegados aquí es importante ver como la figura de Sócrates no es solo la muestra de aquel proceder negativo en el que se derriba todo conocimiento positivo y que deja tan solo el saber de la ignorancia. Sócrates es también la imagen del pensador interesado en su existencia y que busca que los demás se interesen en la propia.
Para examinar un poco más esto me referiré al Alcibíades en donde Sócrates le muestra a Alcibíades que antes de poder gobernar a otros debe instruirse a sí mismo y perfeccionarse. Este perfeccionarse o hacerse mejor implica cuidar de sí, tal como mejorar nuestro cuerpo depende de que cuidemos de él, y a este cuidado le es propio un arte, a saber, el de la gimnasia. Luego, lo primero a lo que Sócrates lleva a Alcibíades es a reconocer que debe distinguir entre el arte que hace mejor su cuerpo del arte con el que él ha de ser mejor. Y así como el zapatero para conocer el arte de hacer zapatos debe conocer en primer lugar qué es un zapato, quien quiera conocer el arte por el cual perfeccionarse debe primero conocerse a sí mismo (Cf. Platón, Alcibíades).
Así, mientras el pensador abstracto se preocupa por un conocimiento sub specie aterni y luego quizá por el conocimiento de su existencia donde ésta no puede ser más que dejada de lado o supuesta bajo la idea de un yo puro, Sócrates enseña que antes de lograr otro conocimiento se debe tener el conocimiento de nuestra propia existencia.
Este rechazo de Sócrates a todo conocimiento anterior al de sí mismo parece encontrar lugar dentro del pensamiento kierkergaardiano bajo la idea de que la comprensión de la existencia es el fundamento de cualquier otro conocimiento. Y en este sentido quisiera enfatizar en la idea de que la crítica de Kierkegaard al pensador abstracto y la de Sócrates a los aparentes sabios de su época, no puede verse como una lucha contra el conocimiento, sino sólo contra la idea de sobrepasar la existencia misma en virtud del conocer. Kierkegaard y Sócrates parten del sujeto para entablar la que sería la correcta relación entre el sujeto y el conocimiento, la síntesis entre lo finito de la existencia y la infinitud del pensamiento.
Kierkegaard explica la realización de esta síntesis haciendo que lo infinito del pensamiento y lo temporal de la existencia se asemejen a dos caballos que el sujeto, el yo concreto, debe conducir. Así, afirma que:
“La eternidad es infinitamente veloz, justo como el corcel alado; la temporalidad es como un viejo rocín, y el sujeto existente es el cochero, esto mientras la existencia no sea aquello que la gente suele llamar existencia, pues en este caso, el sujeto existente no es un cochero, sino un campesino ebrio que se echa a dormir en el carruaje y deja que los caballos anden por sí solos” (Kierkegaard; 2008, 207)
Este conocerse a sí mismo responde al reclamo que lo ético le hace al pensador abstracto cuando éste abstraído en el pensamiento puro se ha olvidado de sí y lo ético parece recordarle su existencia. El dirigir el conocimiento hacia sí mismo deja de situar al sujeto en el plano de lo abstracto y lo conduce al plano de lo ético en el que lo ético le reclama al sujeto interesarse infinitamente por su existencia. De esta manera el sujeto que también es un pensador pero un pensador subjetivo, se comprende en el devenir propio de su existencia: en el choque de sus pasiones, en el sentir de sus emociones, en el compromiso con sus acciones y por ende en el compromiso con el otro.
Que Sócrates sea expuesto aquí como una figura ideal de este pensador subjetivo se debe a que:
“Seguramente Sócrates era un sujeto pensante, pero uno que situaba todo otro conocimiento en la esfera de la indiferencia, y enfatizaba infinitamente el conocimiento ético, el cual guarda relación con el sujeto existente infinitamente interesado en su existencia” (Ibídem, VII 272).
Concluyo volviendo al artículo que en principio aludí, porque aunque el reclamo del autor de dicho artículo tuviera cierto tinte político y público que en Kierkegaard no es tan fácil reconocer, el llamado a que el filósofo baje de la torre de marfil del pensamiento abstracto y dirija su conocimiento al de la existencia parece ser el mismo. Y entonces me parece ahora que lo que el autor clamaba a gritos en su artículo es un nuevo Sócrates capaz de poner por sobre todo conocimiento el conocimiento de sí mismo. De esta manera la figura del filósofo no sería la del sujeto sumergido en su pensamiento puro sino la del sujeto que piensa la vida misma y los problemas más comunes de su propia existencia.
Bibliografía
· KIERKEGAARD, Sören. Sobre el Concepto de Ironía. Ed. Trotta, 2000.
· KIERKEGAARD, Sören. Postcriptum no científico y definitivo a migajas filosóficas. Universidad Iberoamericana, 2008.
· PLATÓN. “Apología” en Diálogos I. Biblioteca Clásica Gredos, 2008.
· PLATÓN. “Alcibíades” en Diálogos VIII. Biblioteca Clásica Gredos, 2008.
· RESTREPO, Rodrigo. ¿Dónde están los Filósofos? En Revista Arcadia, 2011: http://www.revistaarcadia.com/impresa/filosofia/articulo/donde-estan-filosofos/24577