(Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro - Brasil)
“Yo quiero misericordia y no sacrificios”
Mt. 9:13
Malestar, asco, espanto, perplejidad. Los tiempos son de furia. Chronos sigue devorando a sus hijos.
Un fenómeno recurrente en los Estados Unidos acaba de llegar o, más bien dicho, ser reproducido allí en Brasil. Lo que de lejos ya era asombroso, se vuelve todavía más temible visto de cerca. El día 07 de Abril de 2011, un tirador entró en una escuela y, armado con dos revólveres, quitó la vida a doce alumnos para poco después, ya arrinconado por la policía, suicidarse. Toda la acción ocurrió en un barrio del suburbio carioca. El mismo barrio en que nací y en el que todavía vivo: Realengo. Cuando supe la noticia estaba en una otra escuela, también pública, una escuela secundaria y ubicada en un barrio vecino al de la tragedia – ¿habrá otro sustantivo más desgastado y, a la vez, más adecuado para aquello que pasó? Estaba en la escuela dando clases de filosofía.
¿Y qué es lo que la filosofía tiene a decir sobre eso? ¿O deberíamos dejar las explicaciones, las ponderaciones y la palabra final a la criminología y a la psiquiatría forense? Seguro que estos campos son apropiados para cuidar del caso, a lo mejor con más competencia con que un filósofo lo haría. Pero ¿el filósofo debe, por eso, callarse, callar su perplejidad, su susto, su asco y malestar? ¿Debe, en una única palabra, fingir que no se espantó?
No intentaré acá investigar cualquier supuesto estatuto ontológico del mal ni problematizar los límites del espacio escolar. En cambio, para intentar pensar sobre aquel evento que causó una conmoción tan grande entre nosotros, brasileños, recurrí una vez más a Kierkegaard.
Kierkegaard escribió un libro llamado “Las Obras del Amor”. Hay un capítulo que me interesa especialmente en esta ocasión y que puede, a lo mejor, indicarnos algún camino para la reflexión. Se intitula “Misericordia: Una obra del amor, aunque ella no puede dar nada ni consigue hacer nada”. Hablaré entonces sobre la misericordia.
Estamos fácilmente tentados a pensar que pasaremos los prójimos minutos hablando y escuchando sobre porqué deberíamos tener misericordia de aquel asesino, de aquel monstruo, de aquella figura inhumana quien, por cierto (y eso es todavía más fácil de olvidarse), hasta tenía un nombre: Wellington. Tener un nombre no es, ciertamente, prueba de humanidad, pero llamarle por su nombre nos ayuda a acordarnos y, por tanto, a conservar esta incómoda cercanía que él, Wellington, guarda con todos nosotros: en rigor, solamente un ser humano es capaz de monstruosidades – y llamar monstruosas a algunas de sus acciones es ya una forma de esquivarse a sí mismo y de no admitir su propia miseria.
Wellington era un miserable, un desafortunado, un desamparado: sufría bullying en la escuela, era el inadaptado, el extraño y, en consecuencia, el despreciado por el grupo; sus apodos no eran los cariñosos, no contó con palabras de ánimo o de consuelo; fue tirado a un tacho de basura por “broma”; era el objeto fácil (y frágil) de constantes humillaciones por parte de quienes deberían haber sido o, por lo menos, que él debía haber esperado que fueran sus colegas y amigos. Abandonado por su madre biológica, quien sufría de trastornos mentales, tuvo al menos la suerte de haber encontrado una familia que lo acogiera. El contacto con su familia adoptiva – que más tarde dejaría que él fuera sepultado como indigente en una tumba rasa – tal vez haya sido la única cosa que más se asemejó al amor para Wellington. A lo que parece y por lo que podemos deducir de los fragmentos de su biografía, el pobre Wellington – porque él era, al fin y al cabo, miserable de muchas maneras – es, de hecho, un candidato perfecto a la misericordia ajena.
Según Kierkegaard, la misericordia es una obra del amor que consiste en sentir simpatía por la miseria de los otros (cf. p.363), una especie de sacrificio del corazón (cf. p.362) en relación con una desgracia que no es la mía. La misericordia no alcanza solamente el próximo, nuestro próximo, aquel que mantiene semejanzas y afinidades con nosotros. Ella va todavía más lejos, ella es todavía más subversiva. La misericordia se extiende hacia el otro, al extraño, hacia aquel en quien no me reconozco y que a veces, además, me causa odio, indignación o repulsa. El sacrificio que es acercarme al otro es ya expresión de misericordia y amor. El corazón se sacrifica al intentar vencer su propio egoísmo y superar sus reservas, y de ese autosacrificio amoroso brota la misericordia.
Wellington también hablaba de sacrificio en los mensajes que dejó grabados y que fueron trasmitidos por la televisión, literalmente, ad nauseam. Pero su sacrificio no fue motivado por amor, sino por resentimiento. No fue una obra del amor, sino del rencor. Además de los videos, hay una carta en la que, entre otros deseos, Wellington manifiesta su voluntad de ceder su casa a una institución que cuidase de animales abandonados, alegando que estos últimos, siendo menospreciados, necesitaban de mucha más protección y cariño que los seres humanos. Wellington parecía ser capaz de enseñar misericordia después de todo. Kierkegaard dice que la falta de misericordia es, en verdad, expresión de inhumanidad: “la inhumana ausencia de misericordia” (cf. p.364). Ahora bien, ¿por fin empezamos a divisar un rasgo de humanidad en Wellington? No aquella humanidad rastrera, nivelada hacia abajo, maculada por las pasiones viles del hombre – y que ni por eso deja de ser humanidad –, sino una humanidad elevada, nivelada desde arriba y que atañe a todo aquello que es loable y admirable en nuestros semejantes. Entonces ¿Wellington no sería sólo un objeto de misericordia, sino también un sujeto misericordioso?
Kierkegaard trata de insensatos y monstruos a quienes no observan en su corazón la misericordia (cf. p.362). ¿Cuántos de nosotros se juzgan de veras monstruos por no demostrar misericordia por el difunto Wellington? Y acaso haya todavía alguien que se sienta mal por no nutrir ese tan elevado sentimiento, ¿no se reservaría el derecho de no juzgarse tan abominable cuanto el monstruo que él propio abomina? Sin embargo, si la reprimenda del filósofo debe ser llevada en serio, entonces no solamente nosotros, sino también los que humillaron y dieron la espalda a aquel pobre miserable mientras aún estaba vivo no deberían haberle enseñado alguna misericordia y, con ella, su humanidad y sensatez? “Y eso es lo que choca: que dado que el hombre renunció a la misericordia, tuvieron que aparecer los perros para que fuesen misericordiosos” (p.365). Sin nadie que se compadeciera de su miseria, sin nadie que se solidarizara con su sufrimiento, se volvió hacia los perros y, de manera más precisa, hacia los perros abandonados, a lo mejor por identificación. “El hombre rico tenía más que suficiente en su poder para conseguir hacer algo […], los perros nada podían hacer; y sin embargo, es como si los perros ejercieran la misericordia” (p.365).
Nosotros, los ricos, los afortunados, nosotros que no nos dejamos contaminar y que nos juzgamos inmunes a la perversión del otro difícilmente nos detenemos ante o ni siquiera vemos la pobreza ajena – y es que lo que uno gana en amplitud al contemplar la vida desde las alturas, lo pierde en nitidez. Sin duda, Wellington es un candidato perfecto a la misericordia, al final la misericordia es una obra del amor y un acto de compasión. No se trata, con todo, de un amor natural o sensual que busca satisfacer sus propias preferencias y demandas, pero de un amor basado en el deber, en la obligación y en una deuda para con el otro, quienquiera que sea y lo que quiera que haya hecho. Igual, la compasión se destina a los más pobres, a los menos afortunados, a los desamparados y, de un modo general, es promovida por el reconocimiento de la desgracia o infelicidad ajena. Habiendo sido Wellington aquel pobre miserable que fue, y una vez que la misericordia parte desde el más perfecto hacia al menos perfecto (el ofendido, porque es superior, perdona al ofensor), nada más justo entonces – y, por otro lado, nada más difícil y repugnante – que lo amemos como a nuestro prójimo, como nuestro prójimo. ¿Qué sacrificio podría ser más grande que este para personas de bien, humanas y sensatas como nosotros?
Sí, que sí: Wellington merecería, lo repito, nuestra misericordia una vez que reunía todos los atributos necesarios para ello. Asimismo, merecía la misericordia de quienes contribuyeron para la formación de sus traumas y sus penas. Igual, habría merecido la misericordia de quienes no le dirigieron la palabra para herirlo, pero que tampoco se dignaron a ofrecerle una palabra amiga cuando tuvieron la ocasión para eso: la indiferencia también es falta de misericordia. Una simple palabra de aliento es ya una obra del amor y en la ausencia de palabras una mirada, una expresión por contenida y sutil que sea, pero que revele compasión, ya es también una obra del amor, pues “podemos ser misericordiosos incluso cuando no podemos hacer ni siquiera lo mínimo. Y eso es de gran importancia, ya que hay una perfección mucho más grande con poder ejercer la misericordia que con poder hacer alguna cosa” (p.365).
Con todo, aun así, aunque hayamos, en esta ocasión, restituido la humanidad de Wellington, aunque lo hayamos benévolamente acogido en nuestro corazón generoso y lleno de amor, aun así seguiríamos excluyéndolo, “pues justo en el momento en que estamos tan celosos por socorrerlo, cometemos la peor de las injusticias contra él” (p.355). Pero ¿qué falta, entonces, para que la justicia sea finalmente hecha? Falta ajustar el discurso, invertirlo, dirigirlo a quien debe escucharlo. “¡Este discurso se dirige entonces a ti, que eres pobre y miserable! ¡Oh! ¡Sé misericordioso! ¡Guarda en tu pecho ese corazón que, pese a la pobreza y la miseria, no deja de tener simpatía por la miseria de los otros, ese corazón que, delante de Dios, reconoce francamente que se puede ser misericordioso, sí, que se puede serlo en el más alto grado, en el sentido excelente y eminente, cuando no se tiene nada para dar!” (p.363).
Pero, si somos aquellos seres superiores que tienen la prerrogativa de liberar la misericordia al pobre y al miserable, ¿para quién están siendo dichas esas palabras? Para aquel que no pudo dar nada ni hacer nada y que, irónicamente, no escuchará jamás ese discurso. El más miserable de toda esa historia: es pensando en él que estas palabras están siendo dichas. “Y por eso empleamos un lenguaje más correcto cuando decimos al pobre, al más pobre de todos: ‘Oh! Sé misericordioso!’” (p.363). Y, sin embargo, él desgraciadamente no lo fue, no pudo serlo a tiempo.
La misericordia es, no lo olvidemos, una obra del amor incluso cuando ella no puede dar nada ni consigue hacer nada. El más miserable de todos es justo aquel que desamparado, desafortunado, abandonado a su extrema pobreza, no está en condiciones de dar nada ni de hacer nada. Por tanto, desde la pobreza y la miseria, y sobre todo allí, es posible escuchar el clamor de la misericordia – y no sólo por la misericordia, como estamos acostumbrados a pensar. “La misericordia no tiene nada para dar. Es evidente que, si el misericordioso tiene algo para dar, él lo da de todo corazón”, dice Kierkegaard, pero no sin dejar de recordar “que se puede ser misericordioso sin poseer la mínima cosa para dar” (p.357).
El miserable se vuelve todavía más miserable cuando es llevado a creer que está privado de la posibilidad de ejercer la misericordia, de ser misericordioso, porque en lugar de amenizar su miseria, no hace más que conservarla e incluso agravarla. Al final, la misericordia sería un lujo propio de los afortunados, que por su condición privilegiada son los únicos aptos para distribuir amor y perdón. “Esa manera de ver hace del pobre un carente, en su miseria, otra vez abandonado por la opinión del mundo de que él pudiera ejercer la misericordia, así es designado, abandonado como el lamentable objeto de misericordia, capaz de, como mucho, inclinarse y dar las gracias – cuando el rico tiene la bondad de ejercer la misericordia. Dios misericordioso, ¡qué falta de misericordia!” (p.363).
Qué falta de misericordia es acusar el miserable de la peor de las miserias y, tal vez, la única de veras irremediable: ¡la de ser incapaz de obrar conforme el amor! Y no obstante, como la misericordia es un poder que se distingue con tanta más claridad cuando proviene de aquel que, aunque sin poder dar ni hacer nada, sacrifica, aun así, su corazón, Kierkegaard puede todavía aconsejar al miserable: “No abuses de ese poder; ¡no seas tan sin misericordia clamando por el castigo de los cielos sobre la falta de misericordia del rico!” (p.363). Entonces, ¿es el rico quien debe rogar misericordia al pobre? ¿Es el desamparado que debe, finalmente, perdonar a quienes le volvieron el rostro? ¡Qué inversión más escandalosa y absurda! ¿Cómo es posible que aquel que puede más reciba de quien puede menos? “Si me cortan las manos, no puedo tocar cítara; y si me cortan las piernas, no puedo bailar; si estoy tirado y estropeado en la orilla, no puedo lanzarme al mar y salvar la vida de una persona; y si estoy en el suelo, brazos y piernas rotos, no puedo precipitarme a las llamas para salvar la vida de otros: pero, yo puedo ser misericordioso de todas maneras” (p.365).
Que uno pueda ser misericordioso de todas maneras, a pesar de todo y de todos los contratiempos, a pesar incluso de su condición inferior, es lo que hace que sea posible que el ofendido ame al ofensor, incluso con todas las divergencias y con toda la discordia. Pero, como Kierkegaard nos indica, no siempre es la discordia la causa de la separación: a veces el hombre afortunado, movido por un auténtico espíritu de amor y conciliación, se lía y en su ansia y verdadera disposición de querer ayudar, acaba perjudicando. No sabe ni aprendió a reconocer en el otro, por muy miserable que él aparente ser, su fuerza. Lo trata como a un pobrecito y se mantiene a sí mismo en una posición superior, lo que acaba por aumentar la lejanía entre ellos. Con todo, si el miserable puede entender eso, si él puede entender que no es del todo vulnerable, sino que también es capaz de ser superior e incluso de ponerse en una posición todavía más elevada que la de quienes lo miran desde arriba – ya con ojos condescendientes, ya reprochadores, pero siempre desde arriba –, entonces él podrá finalmente dar cabo de su sufrimiento.
“Pero, si nunca viste, tú por lo menos te representaste la miseria, o la miseria de quienes, desde la infancia o más tarde, fueron víctimas de accidentes tan infelices o de una repartición tan mala que ellos no pueden hacer nada, absolutamente nada, tal vez ni siquiera expresar su simpatía [con relación al sufrimiento ajeno] en palabras inteligibles: deberíamos todavía agregar a su miseria esta nueva crueldad de negarles el poder de ser misericordiosos – solamente porque tal vez eso no se deje representar, dado que dicha persona no podría ser bien representada ¡a no ser como objeto para la misericordia! Y sin embargo, es cierto al final que justo la misericordia de dicho desafortunado es la más bella y la más verdadera y que ella posee un mérito más, el de no haberse embotado en su propio sufrimiento, perdiendo de esa manera el sentido de simpatía por los otros” (p.366).
Que uno sea misericordioso cuando está en condiciones de serlo es algo de veras maravilloso, pero que uno supere el propio sufrimiento y saque fuerzas de donde no tiene para ejercer la misericordia, ¡eso es inigualable! Que uno ame al necesitado es una de las más bellas e inspiradoras actitudes que un ser humano puede tener con relación a otra vida, pero que uno consiga amar aquel que lo desdeña ¡es verdaderamente magnífico! Que uno se acerque de su semejante demuestra cuidado y aprecio, pero que uno se vuelva prójimo y acoja quien le causa aversión, ¡eso es amor!
La misericordia remedia la miseria, no sólo porque el miserable pasa a contar con la simpatía de los otros, sino sobre todo porque él mismo, el propio miserable, se vuelve a erguir al descubrirse capaz de una obra del amor. Al ser misericordioso, al ejercer la misericordia, el miserable remedia su propia miseria. Es verdad que la misericordia es más bien reparada cuando parte de alguien que no teniendo nada para ofrecer se sacrifica a sí mismo. Sin embargo, la misericordia no es exclusividad ni de un grupo ni del otro, ni de los afortunados ni de los miserables, sino que está al alcance de todos aquellos que no se volvieron (no quieren volverse) indiferentes al clamor del otro, a quien aun estando lejos es todavía su prójimo. “¿Será la misericordia cuando aquel que puede hacerlo todo, hace todo por el miserable? No. ¿Será misericordia cuando aquel que no puede hacer casi nada hace esta nada por el miserable? No. Misericordia depende de cómo es hecho ese todo y esa nada. Pero entonces, yo puedo igualmente ver la misericordia en ese todo y en esa nada” (p.369).
Toda acción, sea grandiosa o chiquita, evidente o imperceptible, si es realizada por amor, si es una obra del amor, traerá con ella la marca de la misericordia. La misericordia no exige sacrificios, todo lo contrario: se sacrifica a sí misma para el provecho del otro. El amor no quiere el sacrificio, sino la misericordia. El amor se sacrifica para que no haya sacrificios. Wellington no tuvo misericordia de sus detractores, y por ello sacrificó a personas inocentes – quienes, de alguna manera, representaban para él aquellos que le hicieron daño. Sus detractores, sus perseguidores, no tuvieron misericordia de Wellington, fustigándolo día y noche. Nosotros no tenemos misericordia de Wellington: él no la merece – y nos olvidamos así que la misericordia es obra del amor, no del merecimiento, y que es tanto más digno de misericordia quien no la merece. En toda esta historia, nadie enseñó (nadie quiso o quiere enseñar) misericordia por nadie. A nadie le importó (a nadie quiso o quiere importarle) la miseria del otro. Y, a lo mejor por eso mismo, un gran mal no fue capaz de ser evitado, pues donde no hay espacio para la misericordia hay la exigencia del sacrificio.
Tomamos conocimiento, en Las Obras del Amor, de la esperanza de Kierkegaard: “que la condición magnífica, feliz, la más repleta de felicidad sea el ejercer la misericordia” (p.371). Yo, cuando inicié esta reflexión, dije que lo que había motivado mi presentación fue el malestar, la perplejidad, mi espanto ante el suceso. “Pero cuando tú estás así asombrado,” comenta Kierkegaard, “puedes estar seguro de que no es la misericordia lo que tú ves, pues esta no despierta espanto” (p.371). De un lado, la promesa de una felicidad que no pudo ser cumplida; del otro, un asombro a ser exorcizado… pero con la condición de que escuchemos atentamente esta amonestación: “¡Sé misericordioso para con nosotros, los más afortunados!” (p.367). “Así, este discurso se dirige entonces a ti, a ti, que eres miserable, que nada puedes hacer: ¡no te olvides de ser misericordioso! Sé misericordioso; este consuelo, de que tú puedes serlo, para ni siquiera mencionar que tú lo eres de hecho, es mucho más grande que si yo pudiera garantizarte que el hombre más poderoso del mundo te mostrará misericordia” (p.367).
Wellington murió sin conocer la misericordia, no supo darla ni tuvo de quien la recibiera: hasta el sepulturero se quejó de haber tenido que cargar su cuerpo. Pero esto es problema suyo, no nuestro; al final, nosotros sí sabemos ser misericordiosos, nosotros, los afortunados y los superiores, nosotros, personas de bien, sensatas y, a lo mejor, buenos cristianos; nosotros, los esclarecidos, que hasta aprendimos a ensayar a movernos más allá del bien y del mal, y que por algún engaño pasamos los últimos veinte minutos escuchando un discurso que nada tenía que ver con nosotros, que no era para nosotros: los miserables son los otros.
Bibliografía:
KIERKEGAARD, Søren. As Obras do Amor. Algumas considerações cristãs em forma de discursos. Trad. Álvaro L.M. Valls. Petrópolis: Vozes, 2005.