MARÍA J. BINETTI: "La superación teleológica de la ética en la deconstrucción del siglo XX"
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Doctora en Filosofía por la Universidad de Navarra - Becaria del Conicet

1) La cuestión de la subjetividad

Bajo la rúbrica de la subjetividad singular existente, el pensamiento kierkegaardiano se ha internado en la historia de la filosofía contemporánea, para señalar el curso ineludible del devenir especulativo. La cuestión de la subjetividad se impuso a Søren Kierkegaard como la herencia obligada del pensamiento moderno, cuyo espiritualismo reflexivo él mismo quiso continuar. Sin embargo, una vez que el desarrollo del espíritu había alcanzado el principio de la reflexión[1] y mostrado la importancia absoluta del yo[2], Kierkegaard le impuso al pensamiento la cuestión de la existencia individual, como futuro inaplazable de la especulación. En este sentido, podría decirse que el pensador danés prolonga esa vieja tradición moderna que ve en el sujeto autoconsciente y uno el contenido y fin del pensar. Pero su prolongación implica la novedad radical de la existencia concreta como centro de gravedad especulativa, con lo cual él contribuye al desplazamiento de la conciencia absoluta en la conciencia humana.

En oposición a la tradición moderna, el pensamiento contemporáneo ha declarado la disolución del sujeto en la diferencia infinita de un devenir ilimitado, sin presencia ni presente. Su propuesta dice ser el desenlace de una historia que ha concebido al “hombre como ente pensante representador"[3], y le revela ahora su radical impotencia para fijar cualquier identidad o nombre propio. La actual crisis del sujeto, propuesta en los términos de un debilitamiento ontológico o metafísico, resulta coherente con cierta lectura de la subjetividad, definida en los límites de una racionalidad clara y distinta, y dispuesta al dominio de la totalidad objetiva de lo existente[4].

Si efectivamente se entiende por sujeto la arbitrariedad del individuo abstracto, sometido a la ley del entendimiento finito y al albedrío de su voluntad, entonces no sólo se comprende su crisis actual sino también el hecho de que –como afirma M. Heidegger– la subjetividad no haya sido ni sea nunca la auténtica posibilidad humana[5]. No obstante, esta interpretación contemporánea que declara la nulidad del sujeto no sólo parece ignorar algunos elementos históricos sino también cierto presente especulativo, más próximo a la subjetividad absoluta de Kierkegaard que al individuo sin rostro de la post-modernidad.

En primer lugar, cabría preguntarse si ciertamente la modernidad nos ha legado una concepción del sujeto como ente inmediato, representador y dominador o si, más bien, no fue precisamente ella quien primero se esforzó por superar esta idea. En efecto, la historia parece indicar que el sujeto moderno abandonó el ámbito de lo inmediato para ocupar el lugar de la reflexión, y venció las representaciones del entendimiento abstracto para ubicarse en esa zona puramente racional, donde el sentido desborda las oposiciones finitas en virtud de una totalidad indiscriminada e inagotable, a partir de la cual es posible pensar el principio dialéctico que invierte los sentidos. Además, la filosofía moderna fue la primera en romper la identidad inamovible de lo real y en asumir la diferencia como principio esencial de un dinamismo absoluto.

En segundo lugar, cabe preguntarse si la crítica del sujeto no pasa por alto algunos intentos contemporáneos por reconstruir un sujeto fuerte, más allá de la seducción y el flujo. Tal nos parece –al menos en parte– el intento de Jacques Derrida, inspirado en el pensamiento de S. Kierkegaard. Después de haber deconstruido la impotencia de una subjetividad inmediata o abstractamente universal, Derrida vuelve a Temor y temblor a fin de descubrir el sentido de la individualidad y el valor absoluto del singular existente.

El simple hecho de que J. Derrida se acerque al texto de S. Kierkegaard para retomar y confirmar su pensamiento, parecería aprobar la tesis –sostenida por varios intérpretes– de que “Kierkegaard, como el pensador original del otro, del secreto y la inconmensurabilidad residual, prepara el margen para el maestro de la deconstrucción del siglo XX”[6]. Al menos en una primera aproximación, tanto Temor y temblor como Donar la muerte coinciden en la primacía del sujeto por encima de lo general. Ambos defienden un principio de individuación irreductible a lo público e inaccesible a la racionalidad abstracta. Tanto para el uno como para el otro, el misterio de lo absoluto habita la subjetividad y trasciende su finitud.

La insistencia de Kierkegaard o Derrida en la subjetividad singular existente nos plantea la pregunta de si en verdad asistimos a un debilitamiento ontológico del sujeto o si, más bien, presenciamos su fortalecimiento. En lo que sigue, intentaremos mostrar algunos elementos en el pensamiento de estos autores, que nos parecen determinantes de una subjetividad fuerte: heredada del espiritualismo moderno, concretada por Kierkegaaard en la existencia singular y asumida por la cultura contemporánea como liberadora del auténtico rostro humano.

2) El Temor y temblor de lo absoluto

En Donar la muerte[7], J. Derrida relee Temor y temblor a la luz de las categorías del sacrificio y la responsabilidad absoluta del individuo. La lectura deconstruccionista del pensador francés descubre en la historia de Abraham una estructura esencial de la existencia humana, repetida cada día en el secreto de la intimidad responsable. Ese silencio interior que hizo de Abraham un individuo significa para Derrida el mysterium tremendum de la mirada divina clavada en la subjetividad. Porque el Absoluto mora en la interioridad humana, ella puede mantener una relación secreta consigo misma, fundada y fundida en Dios.

El Dios al que Derrida se refiere es, por una parte, “en mí, él es el absoluto ‘yo’ o ‘sí mismo’[...] Él es la estructura de interioridad invisible que se llama, en el sentido de Kierkegaard, subjetividad”[8]. Por la otra parte, Dios es también “el nombre del otro absoluto como otro y como único”[9], de manera que su intimidad tan próxima se oculta en el mysterium de lo trascendente. Como único, Él habita la subjetividad y se identifica con ella. Como otro, se manifiesta silenciosamente, a fin de hacer espacio a la subjetividad y darle, desde el silencio, el sentido fundamental de la palabra. Entre Dios y la interioridad hay entonces una suerte de unidad sin mezcla ni confusión, propia de esa identidad diferenciada, en cuyo seno el hecho de que “yo me llamo a mí mismo Dios –es una frase difícil de distinguir de ‘Dios me llama’”[10].

Pero la alteridad absoluta no es exclusiva de Dios, sino que se prolonga a toda individualidad, tan trascendente, oculta y secreta como Él. “Tout autre est tout autre”[11] reza la fórmula escogida por Derrida para expresar la absoluta singularidad de cada individuo. Dicho de otro modo, “cada otro es Dios” o “Dios es cada otro”[12], en la medida en que Él habita la subjetividad. Porque toda persona esconde un misterio inaccesible e irreductible, son posibles la libertad y la responsabilidad. Este carácter irreductible de la persona no se identifica con la abstracción arbitraria de la subjetividad estética, cuyo egoísmo la cierra herméticamente frente al otro. No, se trata aquí de una incomunicabilidad metafísicamente constitutiva de la realidad personal, a partir de la cual cabe pensar el deber absoluto del amor.

La diferencia inconmensurable que separa al hombre del otro se traduce en una suerte de pecado original, que hace al hombre siempre responsable y culpable a la vez. Derrida retoma aquí el paradigma abrahámico: “día y noche, a cada instante, en todos los Montes Moriah del mundo, yo estoy haciendo esto, levantando mi cuchillo sobre lo que yo amo y debo amar, sobre aquellos a quienes yo debo absoluta fidelidad”[13]. Frente a la alteridad convocante del otro, la finitud es siempre culpable.

El sacrificio, en tanto que estructura esencial de subjetividad, paga el precio de la existencia finita. La culpa está de antemano decidida, y sin embargo no hay otro responsable. Somos reos por herencia divina, pero también, por lo mismo, somos salvos. Esta estructura sacrificial del individuo derrideano se asemeja al pensamiento edificante de Kierkegaard, cuando afirma que “delante de Dios somos siempre culpables”[14], de manera que hagas lo que hagas, “en todos los casos te arrepentirás de ello”[15]. En el fondo, tanto Kierkegaard como Derrida están repitiendo con esto esa vieja idea dialéctica sobre la negatividad de lo finito. Si, efectivamente, toda determinación es negación, entonces “donar la muerte” resulta la consecuencia inevitable width=100% de los mejores actos, que sólo un Dios puede salvar.

Frente al otro, hay un deber y una responsabilidad absolutos, constitutivos de la singularidad y precedentes a toda ley social y positiva. Desde este punto de vista, la permanencia unilateral en el amparo de la legitimación ética es una cómoda irresponsabilidad, que disuelve lo individual y evade el esfuerzo de su ab-solución liberadora. Precisamente así lo entendió Abraham, para quien lo ético significó una tentación, desafiada al poder de lo imposible, de lo incalculable, de lo impensable para el entendimiento abstracto.

A propósito de este reto a la superación de la inteligencia, Derrida plantea la “aporía de la responsabilidad”[16], según la cual el entendimiento abstracto, con todas sus razones objetivas, no añade ni un codo a la responsabilidad personal. Mientras que para la conciencia inmediata y ética, el ejercicio del libre albedrío y la acción responsable dependen de la claridad y distinción del conocimiento representativo; para la conciencia refleja y singular, el acto libre que es el yo depende de la incertidumbre temblorosa, bajo la cual se supera la discriminación abstracta del intelecto y se arriesga el salto trascendente de la fe.

Dicho de otro modo, la libertad emerge de un trasfondo de indeterminación e indecidibilidad, que es el requisito fundamental de la decisión auténtica. La indecidibilidad aquí mencionada no equivale a la indecisión entre alternativas contrarias o consecuencias dispares. Ella no significa tampoco la mera ausencia de una planificación racional o una casuística procedimental, como no es comparable con el decisionismo carente de toda deliberación. La indecidibilidad ha superado –en el estricto sentido de anular y conservar– el espacio de la intelectualidad abstracta, para ubicarse en esa zona silenciosa e indiscriminada, a partir de la cual el bien y el mal son separados. En este sentido, Derrida asegura que ella “marca la interrupción de la deliberación-cognitiva, jurídica o ética o política que la precede, que debe precederla. El instante de la decisión es una locura, dice Kierkegaard”[17]. A lo cual podría añadirse que esta locura hace posible la cordura del mundo.

Por superar las discriminaciones finitas, la acción libre pertenece a la temporalidad atemporal del instante[18]: ese átomo de eternidad[19] capaz de concentrar la totalidad del tiempo. En el instante que une lo temporal y lo eterno, la presencia excede la presentación y el sentido desborda lo representable. La indecidibilidad derrideana indica así una exhuberancia de realidad, que vence las fronteras conceptuales del entendimiento. Porque la libertad es este instante de locura y plenitud, el filicidio se hace vida.

La misma locura por la que Abraham se arriesgó contra todo cálculo y probabilidades humanas, se repite en cada decisión y en cada acto de fe. La existencia propiamente personal sólo puede respirar en ese espacio, donde vivir es sacrificio y donación amorosos. Se trata de un espacio que no cuestiona ni demanda, sino que afirma lo real sin llevar la cuenta y sin por qué, abandonando la preocupación egoísta al cuidado providencial. Esta zona silenciosa es la materia constitutiva de lo que Derrida denomina deconstrucción, en tanto respuesta a la llamada del otro.

La deconstrucción no es falta de sentido, sino plenitud del mismo. Ella es ausencia para el entendimiento abstracto, pero es plena presencia para la libertad personal. Lo que la inteligencia abstrae y opone, la deconstrucción lo invierte, a fin de mostrar el trasfondo inagotable de lo real. Lo que el entendimiento fija y circunscribe, la deconstrucción lo perturba, para mostrar ese devenir inagotable  que alterna los sentidos. Si por una parte ella lo vuelve todo ambiguo e incierto, por la otra parte su indefinición abunda en una exuberancia de realidad, que elimina la abstracción unilateral del intelecto. El exceso de inteligibilidad sobre el cual se asienta la deconstrucción hace que Derrida llame “la experiencia de lo imposible”[20], es decir, la experiencia de lo siempre posible, en su apertura infinita hacia un futuro improgramable e incalculable, ofrecido a la decision[21].

La deconstrucción de la fe, que por un lado significa la ausencia del conocimiento crítico y representativo, por el otro lado indica una potenciación de lo real, en cuyo seno se determina el bien (como plenitud amorosa) y el mal (como defecto del amor). Sin este exceso de realidad íntima, no habría parámetros para medir la gran impotencia del mal ni la gran fuerza del amor. Sin esta indeterminación singular capaz de crear desde la nada, toda ética y legislación social serían derogadas.

Dicho de otro modo, en una conciencia ética meramente finita e inmediata no puede haber nada bueno porque, según Kierkegaard, “si se hace del bien y del mal el objeto de la libertad, se entrega a lo finito tanto la libertad como los conceptos de bien y de mal. La libertad es infinita y no proviene de nada”[22]. Según Derrida, “si se abandona la infinitud de la responsabilidad, no hay más responsabilidad”[23]. En ambos casos, la autonomía de la libertad se apodera de su propia infinitud creadora, por la llamada apremiante de un otro trascendente.

3) La inconmensurabilidad del individuo singular existente

M. Taylor[24], J. Caputo[25] y M. Dooley[26] han sostenido que el pensamiento post-moderno –especialmente en la línea trazada por Derrida– no tiene tanto que ver con un nihilismo neo-nietzscheano como con el impulso religioso heredado de Kierkegaard. Al hilo de esta interpretación, podría leerse el pensamiento contemporáneo en los términos de una filosofía del individuo singular existente, que tiene en sus manos lo real.

No sólo Kierkegaard ha penetrado la historia de la filosofía como el pensador del individuo singular existente, sino que también Derrida ha orientado su pensamiento hacia una reconstrucción de la subjetividad individual. Así lo expresa el autor francés: “yo nunca he dicho que el sujeto debe ser omitido. Sólo que debe ser deconstruido. Deconstruir el sujeto no significa negar su existencia. Hay sujetos, operaciones o efectos de la subjetividad. Este es un hecho incontrovertible [...] Mi trabajo no es entonces destruir al subjeto; es simplemente tratar de resituarlo”[27].

El individuo que Kierkegaard y Derrida proponen es más alto que lo general y más grande que el universo de los hechos. Su silencio “habla en lenguas”[28] lo que ningún lenguaje logra expresar, aun expresándolo en cada palabra. Él contiene el devenir irrefrenable de la existencia en un instante de eternidad, y asume la multiplicidad de los fenómenos en la repetición infinita de lo dado. Porque “la subjetividad es inconmensurable con la realidad”[29], el temor y temblor de la existencia no teme la pérdida de lo finito ni el cumplimiento de la ley. No, Abraham solo teme su propia grandeza.

Si hubo un tiempo en que la filosofía pretendió instaurar el reino de Dios en la historia universal, hoy parece ser el tiempo de ese instante, en que cada individuo singular existente se decide al lugar de lo divino.


[1] Cf. S.Kierkegaard: Søren Kierkegaard´s Papirer, ed. P. A. Heiberg, V. Kuhr - E. Torsting, 2ª ed., 20 vol., Gyldendal, København 1909-1948, VIII1 A 482.

[2] S.Kierkegaard: Pap., VIII1 A 9.

[3] M. Heidegger: Sendas perdidas, trad. J. Rovira Armengol, Buenos Aires, Losada, 1969, p. 96.

[4] M. Heidegger: Sendas perdidas..., cit., p. 82.

[5] Cf. M. Heidegger: Sendas perdidas..., cit., pp. 97-98.

[6] M. Dooley: «Kierkegaard on the margins of Philosophy», Philosophy & Social Criticism, n° 21, 1995, p. 92.

[7] Cf. J. Derrida: The Gift of Death, trad. David Wills, Chicago-London, University of Chicago Press, 1995. Título original: Donner la mort, en L’éthique du don, Jacques Derrida et la pensée du don, Paris, Métailié-Transition, 1992.

[8] J. Derrida: The Gift.., cit., p. 109.

[9] J. Derrida: The Gift.., cit., p. 68.

[10] J. Derrida: The Gift.., cit., p. 109.

[11] J. Derrida: The Gift.., cit., p. 78.

[12] J. Derrida: The Gift.., cit., p. 87.

[13] J. Derrida: The Gift.., cit., p. 68.

[14] Cf. S.Kierkegaard: Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift til de philosophiske Smuler, en Søren Kierkegaards Samlede Værker, ed. A. B. Drachmann, J. L. Heiberg, H. O. Lange, A. Ibsen, J. Himmelstrup, 2ªed , 15 vol., Gyldendal, København 1920-1936, VII 254; cf. también Enten-Eller, SV2 II 366 ss; Pap. IV A 73.

[15] S.Kierkegaard: Pap. III A 117.

[16] J. Derrida: The Gift.., cit., p. 24.

[17] J. Derrida: «Force of Law: The Mystical Foundation of Authority», Cardoza Law Review, n° 11, 1990, p. 967.

[18] J. Derrida: The Gift.., cit., p. 65.

[19] Cf. S. Kierkegaard: Begrebet Angest, SV2 IV 395.

[20] J. Derrida: «Force of..., cit., p. 947.

[21] Cf. J. Derrida: Afterwords: or, at least, less than a letter about a letter less, en Nicholas Royle (ed.), Afterwords, Tampere-Finland, Outside Books, 1992, p. 200.

[22] S.Kierkegaard: Begrebet Angest, SV2 IV 420.

[23] J. Derrida: Deconstruction and Pragmatism, en Chantal Mouffe (ed.), Simon Critchley, Jacques Derrida, Ernesto Laclau and Richard Rorty, London, Routledge, 1996, p. 86.

[24] Cf. M. Taylor: Deconstructing Theology, New York, Crossroads, 1982; Altarity, Chicago, University of Chicago Press, 1987.

[25] J. Caputo: Demythologizing Heidegger, Bloomington, Indiana University Press, 1993.

[26] M. Dooley: The Politics of Exodus: Søren Kierkegaard’s Ethics of Responsibility, New York, Fordham University Press, 2001.

[27] J. Derrida: Deconstruction and the Other, en Richard Kearney (ed.), Dialogues with Contemporary Continental Thinkers: The Phenomenological Heritage, Manchester, Manchester University Press, 1984, p. 125.

[28] S. Kierkegaard: Frygt og Bæven, SV2 III 178.

[29] S. Kierkegaard: Frygt og Bæven, SV2 III 176.

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