Anna FIORAVANTI: "Kierkegaard y la religión, Simone Weil y Raymond Panikkar"
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                                                                                                                                         (Biblioteca Kierkegaard Argentina - UBA)

            Kierkegaard nunca habló de sí mismo como poeta ni filósofo ni teólogo (aunque muchos lo juzgan un poco de todo eso), sino que se consideró sobre todo y exclusivamente un escritor religioso. De manera que ya al presentar su elección de vida aparece la palabra “religión” en forma de adjetivo. Por tanto, habrá que desentrañar el significado de esta palabra que no es cualquier palabra sino la que define y da sentido a su existencia, tal como le pasaba a  Sócrates con el arte de la mayéutica.

            Como escritor religioso, Kierkegaard mantiene, tanto en su obra seudónima como en la firmada con su propio nombre, un diálogo permanente con los libros sagrados, los Biblia, como habría que decir en realidad para respetar el plural del término griego, y que están formados por el Antiguo y el Nuevo Testamento. En griego, “testamento” se dice “diatheke” que significa “disposición”, “arreglo”y, en el mundo occidental, pasó a indicar la “última disposición o última voluntad” por la cual alguien  decide ceder legalmente los bienes propios a otro. Sin embargo, lo que fue traducido así por los griegos, en hebreo, se dice “berit” o “burit” que significan “cadena” y “encadenado”. De manera que el sentido hebreo se encuentra emparentado mucho más con la palabra latina “alianza”, que viene del verbo “liar”, atar, y de éste se deriva “liarse”, atarse, y  de este último “aliarse”, atarse con otro. De manera que creo que el sentido más apropiado para la palabra “testamento” sería el de “lazo de unión”.

            En tiempos remotos, entre familias, tribus, pueblos, las alianzas eran muy comunes y podían deberse a distintas causas: políticas, económicas, militares, etc. Pero, lo fundamental era que, a través de las alianzas, cada parte se comprometía con la otra por un juramento de fidelidad.

            En el Antiguo Testamento o más bien Antigua Alianza, como habría que decir, se describe el modo en que se hacían justamente las alianzas. Se consagraba algún animal a Dios. Se lo partía en mitades y se colocaba cada mitad una frente a la otra a una distancia que cada uno de los aliados tenía que cruzar en sentido contrario. El significado de ese acto era que el que quebraba la alianza debía ser partido en dos por la divinidad tal como ellos habían partido en dos al animal. Una fórmula de juramento que recuerda la que consigna el dramaturgo español Alejandro Casona en su obra “Corona de amor y muerte” y que conserva el viejo sentido: “Dos para uno, uno para dos y el que no cumpla maldito de Dios.” Pero, la Sagrada Escritura, cuando ya estamos en el tiempo de los profetas, a través de Jeremías, dice: ”Maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, mientras su corazón se aparta del Señor”.[1]

            Ese texto contiene un doble indicio revelador: por un lado, confiar en el hombre y en la carne y al mismo tiempo, por el otro, apartarse del Señor, testigo y garante del sentido de esa alianza. Si Él no está presente, la alianza se vuelve imposible y los aliados avanzan irremediablemente hacia su propia maldición, porque el acercamiento mutuo, sólo puede estar bendecido en la presencia de Dios.

            Ahora bien, el Antiguo Testamento, da cuenta de la fidelidad incondicional del Señor y de la inconstancia y la doblez permanentes de los hombres. Basten, entre muchísimas, dos citas de Oseas para sintetizar las recurrentes imágenes de las nupcias y del vínculo paterno-filial de Yahvé con Israel, que dan idea de la mayor intimidad posible en la relación de alianza.

            En Oseas, 2, 22, dice:

            “Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y juicio, en amor y en compasión; te desposaré conmigo en fidelidad y tú conocerás a Yahveh.”

            Y en Oseas, 11: cuando eras niño yo te amé, me incliné sobre ti y te di de comer, te tomé de los bracitos y te ayudé a caminar, pero no conociste que yo te cuidaba”. “Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer.

            “Conocer”, en hebreo, consiste en aceptar una relación, entrar en ella para tener una experiencia íntima y personal, una experiencia que no se quiebra ni siquiera en el caso de la infidelidad de Israel. Cuando habla con el hombre, Dios entabla una relación. Conocerlo significa entrar interiormente en esa relación que Él ofrece y por ese ofrecimiento tengo que sentirme aludido, convocado. Si no entro en esa relación, nunca voy a conocerlo, y por más “doctrina” o “verdades” que yo sepa, va a ser imposible conocerlo. Aquí la verdad no es una doctrina sino un actuar de acuerdo con esa relación, con esa alianza, con ese “ligarse con”. Ni siquiera es una búsqueda porque la verdad de la alianza ya está ahí para todos y cada uno desde la eternidad y lo único que tiene que decir cada uno es “sí” o “no” a la invitación que implica la alianza. La verdad es la fidelidad a esa alianza y mentir es no ser fiel y desconfiar de esa alianza.

            Lo importante es que esta relación es una relación libre. Como dice la autora francesa Nelly Viallaneix, se trata de una relación de amor en la que el que escucha (Shemá, Israel) se vuelve libre. “Amarás...” es la primera palabra o, más precisamente, el primer verbo de los Deca-logos. Esa palabra o ese verbo se dirige a y no la puedo escuchar con el oído de otro, ni siquiera con mis propios oídos corporales y terrestres. El “oído del espíritu” es el único que puede oír “la llamada que no se puede olvidar una vez que se ha escuchado”[2], dice Kierkegaard en uno de los Cuatro discursos edificantes de 1843. Y  ya se sabe que “el viento sopla donde quiere y y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va”.[3]  Así presenta Cristo al Espíritu en la Nueva Alianza. Sin embargo, anota Kierkegaard en su Diario del 1º de mayo de 1835: “La enorme masa de exégetas en su conjunto daña más de lo que favorece a la comprensión del Nuevo Testamento. Por eso, es necesario [….], en la medida de lo posible, pasarla por alto — o intentar entrar por un camino que aún no esté bloqueado.”[4]   

            La cuestión central, entonces, es que muchos caminos se fueron bloqueando a lo largo de la historia y siguen bloqueados. Se trata ahora de ver cómo se intenta entrar por un camino que no esté bloqueado. Unos cuantos habrá que desconocemos. Pero, de entre los más actuales, ya que de la contemporaneidad de Kierkegaard se trata, me decidí por dos nombres cuyos escritos, cada vez que los leo, casi siempre me remiten a él: uno es el de Simone Weil y otro el de Raymond Panikkar.

            Supongo que Simone Weil no necesita demasiada presentación. De familia judía, nació en París el 3 de febrero de 1909 y murió en agosto de 1943, a los 34 años, en Inglaterra, donde De Gaulle lideraba el gobierno francés en el exilio desde que los nazis habían ocupado Francia.  Su primer biógrafo, Jacques Cabaud, cuenta que Simone Weil no podía leer a Kierkegaard sin sentirse conmovida y hasta tal punto se consideraba cercana a su espíritu que no creía necesario ni siquiera mencionarlo en sus escritos .[5] De las muchas cosas en común con Kierkegaard, sólo me voy a referir, por supuesto, a sus reflexiones sobre la religión. Tras haber militado en el marxismo, y luchado del lado de los pacifistas y los anarquistas en la Guerra Civil Española, la “virgen roja”, como la llamaban, se atrevió a decir que “el opio de los pueblos”, en realidad, no era la religión, según pensaba Marx, sino justamente la “revolución” con la que él había soñado.                                                                                                                                                                                                          

            “Inaceptable” es el término con el que Oscar Cuervo calificó alguna vez a Pier Paolo Pasolini. Y creo que ese término también se ajusta perfectamente a Kierkegaard y a esta autora no querida por los judíos, rechazada por los teólogos, molesta para muchos cristianos y para sus antiguos compañeros marxistas. 

            En su libro “Carta a un religioso”, dirigida a Joseph Marie Perrin, un sacerdote dominico por quien sentía una profunda amistad, cuenta los motivos de su “dolorosa situación espiritual” en la que se manifiestan en contradicción los lazos que la unen a la fe católica y los pensamientos que la alejan de la Iglesia.

            Cuando los va enumerando, comienza por el Antiguo Testamento y dice que en muchos pasajes los judíos sustituyeron al Dios de bondad, conocido por los egipcios (en el “Libro de los muertos”) y por los griegos (que creían en el “Zeus suplicante”) por el Dios de los ejércitos y denuncia que la acusación de idolatría a los pueblos paganos era en realidad un pretexto para exterminarlos debido a la codicia y a sus ansias de poder. Y agrega que, si bien los hebreos no hicieron ídolos de metal o de madera, hicieron un ídolo de algo igualmente terrestre como es su raza o su nación.

            Por otra parte, cuando se refiere al Nuevo Testamento, afirma que si el contenido del cristianismo es eterno, entonces la Revelación fue posible  para distintos pueblos y que hubo un servicio de Dios fuera del pueblo judío, como lo muestra el hecho de que Melquisedec fuera cananeo. Del mismo modo, Osiris, Apolo, Hermes, Prometeo, Dionisos, el Fuego y el Logos heraclíteos, el Tao chino, Krishna, Buda y, agregaría yo, el Quetzalcoatl de los aztecas, entre otros, serían anuncios reveladores de Cristo a todos los pueblos del mundo. Por lo tanto, “es inútil enviar misiones para invitar a la gente de Asia, África u Oceanía a que entre en la Iglesia.”[6]

            Para no abundar en referencias, voy a citar este pequeño párrafo: “La extrema importancia actual de este problema proviene de que se ha hecho urgente remediar el divorcio que existe desde hace veinte siglos y continúa agravándose entre la civilización profana y la espiritualidad en los países cristianos.”[7]

            Ya en 1834, a los 21 años de edad, escribía Kierkegaard en su Diario: “La idea de la condenación de los paganos tiene, con respecto al cristianismo, las consecuencias contrarias a las que creyeron sus defensores, pues con ella se reduce claramente el valor del cristianismo, que ya no podría ser considerado como una disposición universal de lo divino, como un punto de apoyo para todo el mundo, sino como una disposición determinada a un tiempo y lugar precisos.[8] Y “ese arquimédico punto desde el cual levantar el mundo entero, ese punto que precisamente por eso tiene que estar fuera del mundo, fuera de los límites del tiempo y del espacio”[9], que es el amor de Dios, es lo único firme e inquebrantable en la vida. Para Simone Weil, el punto de apoyo que pedía Arquímedes también puede considerarse como una profecía de la Cruz que es intersección del tiempo y de la eternidad. Sin embargo, agrega más adelante Kierkegaard, los cristianos tuvieron miedo y levantaron un muro supremo e infranqueable contra los bárbaros.[10] Es decir, se hicieron especialistas en bloquear caminos.

            Cuando Cristo dijo a sus apóstoles que que fueran a todas las naciones a llevar la noticia buena, posiblemente quería que esa buena nueva fuera agregada a la religión del paías adonde llegaran, no que la impusieran con crueldades y violencia. Los propios “misioneros, aun mártires, van acompañados demasiado de cerca por los cañones y barcos de guerra para ser verdaderos testigos del Cordero”[11], dice Simone Weil, y agrega: “Me han afirmado que los hindúes no tendrían dificultades con su propia tradición para recibir el bautismo, si los misioneros no les impusieran como condición renegar de Visnú y Siva.”[12]

            En este mismo sentido se mueve el pensamiento de otro cristiano, el sacerdote católico Raymond Panikkar, que nació en Barcelona en 1918, de madre catalana y padre hindú, vivió en la India durante 18 años y murió el año pasado. En uno de los muchos libros que escribió y cuyo título es “Los dioses y el Señor”, se refiere especialmente a este hecho. Después de citar en el epígrafe de la Introducción el Salmo 52, 1 que dice: “Dios se levanta en la asamblea de los dioses, juzga en medio de los dioses” y más adelante el Salmo 56, 2: “pues Javé, vuestro Dios, es el Dios de los dioses y el Señor de los señores”, Panikkar afirma que “ni siquiera una religión tan exclusivista y seleccionadora como lo es la del pueblo de Israel en el Antiguo Testamento discute la existencia de muchos dioses. Allí se admite expresamente que cada pueblo posee su propio Dios, que los dioses son poderosos y que en otros países deben de invocarse otros dioses.”[13]

            Conocedor como era de las religiones de la India, dice que apenas existen otras donde haya tal proliferación de dioses y que, sin embargo, es difícil encontrar un pueblo que haya enfatizado más la unicidad del Innominado que el hindú. Porque mientras Él mismo, el Innominado, no revele su propio nombre, permanecerá oculto en la oscuridad. Y en el Rig Veda se lee que en el Señor “todos los dioses son uno solo.”[14] De modo que aquí también vemos que aparece un Dios que se autorrevela, que no es una sustancia ni una esencia, con un nombre exclusivo y determinado, sino el Dios de la Revelación.

            Y hay algo más todavía. Según Panikkar, el cristianismo como fe en Cristo, no es una religión junto a otras religiones porque “Cristo no fundó una religión y mucho menos una nueva religión, de la misma manera como Mahoma fundó por ejemplo el Islam o el buddhismo comenzó con Buddha. No vino a abrogar la ley y los profetas, sino a consumarlos. Además se preocupó de ser sacerdote, no según Aarón o Leví, sino según el orden del ‘pagano’ Melquisedec y quiso consumar su sacrificio fuera de la ciudad santa”[15], fuera de los muros de Jerusalén. La buena nueva del cristianismo no es que haya aparecido como una nueva religión que vino a reemplazar a las demás, sino como continuidad y consumación, el fin y el destino de todas ellas. Y, como Simone Weil, también Panikkar sostiene que Cristo tiene profetas y mensajeros fuera de Israel justamente porque su exigencia de catolicidad o universalidad consiste en llevarlas a la plenitud. Pero el cristianismo actual es el paganismo convertido de las religiones griega, latina, celta y gótica, dice Panikkar, y haberlo identificado con ese paganismo convertido fue nefasto para su universalidad auténtica. Cristo no es un nuevo avâtar, una nueva encarnación de una serie de encarnaciones, sino el Señor de la creación y de los dioses. Tanto el Evangelio como el Gitâ afirman que nadie puede decir “Señor” más que el Espíritu Santo, de manera que cuando eso sucede alude al Señor Jesús aunque no lo sepa. Sólo que este señorío no es el de los poderosos sino un servir y ponerse en el último lugar. Por eso, en el Día del Juicio, los que reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo será para quienes pusieron el amor por obra.[16]

            Si, como dice Juan, “el que cree que Jesús es Cristo es hijo de Dios”[17], entonces el cristianismo no está atado a ninguna cultura “especial” porque el Reino está preparado desde el origen del mundo, precisamente. Pero lo que ha hecho y sigue haciendo la cristiandad es “colonialismo teológico”, como lo llama Panikkar, para dominar, someter y, en infinidad de ocasiones, destruir toda la rica experiencia religiosa de Oceanía, América, África y Asia.

            Para terminar, baste señalar que la contemporaneidad de Kierkegaard, en algún punto, quizá vaya todavía más lejos que los autores con los que se había entablado este diálogo, porque lo que san Pablo llama “misterio de iniquidad”, es posible que tenga que ver no sólo con que los caminos estén bloqueados para los hindúes, musulmanes, aborígenes americanos, chinos o australianos, sino también para quienes nos llamamos cristianos y no hacemos más que huir de la contemporaneidad con Cristo; es posible que tenga que ver con no querer recibir y responder, como Abraham, a “la llamada que no se puede olvidar una vez que se ha escuchado” y que nos permitiría retomar, recuperar (gjentagelse, en danés) lo que la palabra religión significa: el re-ligarnos, el renovar la alianza con la firme seguridad de que Dios es amor, aun en los momentos en que estemos hundidos en nuestra propia incertidumbre y en un abismo de sufrimientos.

 

 

BIBLIOGRAFÍA


- Nelly Viallaneix, Kierkegaard –El único ante Dios, Editorial Herder, Barcelona, 1977.

- Simone Weil, Carta a un religioso, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1954.

- Søren Kierkegaard, Los primeros diarios – 1834-1837, vol. I, Universidad  

   Iberoamericana, traducción María José Binetti, México, 2011.

- Jacques Cabaud, Simone Weil: A Fellowship in Love, Harvill Press London, 1964.

- Raymond Panikkar, Los dioses y el Señor, Editorial Columba, Buenos Aires, 1967.

- Biblia de Jerusalén, Editorial Española Desclée de Brouwer, Bilbao, 1976.

 

 

[1] Jer. 17, 5.

[2] Cita de Nelly Viallaneix, Kierkegaard –El único ante Dios, Editorial Herder, Barcelona, 1977, pág. 31.

[3] Juan, 3, 8, Biblia de Jerusalén

[4] Søren Kierkegaard, Los primeros diarios – 1834-1837, vol. I, Universidad Iberoamericana, traducción María José Binetti, México, 2011, pág. 53.

[5] Jacques Cabaud, Simone Weil: A Fellowship in Love, Harvill Press London, 1964, pág. 117.

[6]  Simone Weil, Carta a un religioso, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1954, pág. 22.

[7]  Idem, pág. 15.

[8]  S. Kierkegaard, op. cit., pág. 48.

[9]  Idem, pág. 70.

[10] Idem, pág. 95.

[11] S. Weil, op. cit., pág. 24.

[12] Idem, pág. 24.

[13] Raymond Panikkar, Los dioses y el Señor, E ditorial Columba, Buenos Aires, 1967, págs. 7 y 9-10.

[14] Idem, pág. 11

[15] Idem, pág. 14.

[16] Mateo, 27, 31-45.

[17] I Juan, 5, 1.

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