José GARCÍA MARTÍN: "El problema del tiempo: a propósito de Kierkegaard y Heidegger"
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(Universidad de Málaga - España)

Introducción

Cuando me propuse abordar el tema de las presentes jornadas, Kierkegaard y la Contemporaneidad, tuve la intención de considerar la influencia de Kierkegaard en la filosofía contemporánea. El abanico de posibilidades era interesante, tanto en el campo teológico como en el filosófico, pasando por el psicológico. En ese sentido, recordando mi época de estudiante en la universidad me vino a la memoria mi interés por Heidegger. Es conocida la influencia de Kierkegaard en él, quitando la más determinante de Husserl; precisamente fue a través del filósofo alemán como llegué a conocer en parte a Kierkegaard. Con posterioridad a la finalización de mis estudios en la universidad, en una etapa de angustia y desesperación, me puse a escribir un pequeño trabajo que llamé “Reflexiones tanatológicas” pero que en principio titulé “Papeles higiénicos”. Parte de dicho trabajo es lo que me van a escuchar a exponer a continuación, aunque no inédito ya que se encuentra publicado en la revista Ars brevis (Anuari de la Câtedra Ramon Llull Blanquerna 2008, Universidad Ramon Llull, Barcelona) con el nombre de “Filosofía del sentido o del malestar contemporáneo”.

Por tanto, no es ésta una ponencia sobre Heidegger; ni siquiera sobre Kierkegaard. Sino sobre una preocupación metafísica-existencial que intentaba comprender: el problema de la muerte junto con el del ser. Con ello quise encontrarle un sentido a la existencia humana; en especial a la mía. Heidegger y Kierkegaard, pues, han sido tomados aquí como mero pretexto y excusa de este texto. El cual, sin embargo, no se puede entender sin ellos; así como tampoco sin comprender cómo he llegado a ser el que soy.

En definitiva, la presente ponencia se podría considerar como una especie de “viaje en el tiempo” con el que mostrar cierta contemporaneidad, quizá no por pasada menos presente.

  

1. Conciencia y valor existencial de la realidad: la muerte como problema

 

Es evidente que la muerte nos ha preocupado, o nos preocupa, más o menos a cada uno de nosotros: todos nos tenemos que morir. Sin embargo, pocas veces le prestamos atención; pocas veces en nuestras vidas nos paramos a pensar sobre ella. Aprendemos a vivir y a convivir con ella como algo que está ahí, que tiene que ocurrir; sin embargo, cuando sucede  nos sorprende, nos asombra, nos congestiona y nos paraliza. Parece que ante la muerte de los demás tomáramos conciencia de que también nosotros moriremos algún día.

Vivimos como si no nos tuviéramos que morir. Hacemos planes y proyectos como si la muerte, mi muerte no fuera real. No obstante, si estuviéramos constantemente preocupados por nuestra muerte no podríamos hacer nada; necesitamos desocuparnos de ella si queremos comportarnos con normalidad. Porque no es lo mismo la muerte de los demás que mi muerte; puede que no me preocupe lo primero, pero sí lo segundo. Aunque, ¿para qué pre-ocuparnos de una cosa de la cual nunca nos vamos a ocupar? Pero mi muerte es algo real, segurísimo y cierto; algo tan radical que su propia experiencia destruye al experienciante. Algo tan absoluto que es incomunicable e intransferible.

Soy un ser mortal, es decir, temporal. Puedo des-ocuparme de ello, pero no puedo dejar de pre-ocuparme. En este sentido, mi muerte me produce angustia como la negación de mis posibilidades. Mi muerte, en cuanto pre-ocupación, hace que mis posibilidades existenciales sean negadas como ocupaciones. De aquí que mi existencia se angoste, se estreche (la angustia), incluso de que se ahogue. Además, la muerte es negación de mis posibilidades en cuanto que, como hecho (posible), destruye la base misma de su realización: mi existencia.

Con todo, ¿qué es la muerte?; entonces ¿qué es la vida?, o aun mejor, ¿qué es la existencia?; ¿adquiere significado la vida/existencia por la muerte, o es al contrario?

El significado es algo añadido, extrínseco —como justificación. ¿Tiene sentido, pues, la muerte, o la tiene acaso la vida/existencia? ¿No es más bien la muerte lo que da sentido a la vida/existencia, su verdadero sentido ─si es que lo tiene en todo caso?

Creo que ambas cuestiones y realidades (vida/existencia y muerte) son indisolubles. El sentido de una implica la de la otra; hay que plantearse ambas a la vez. ¿Es ello posible? 

Habría que diferenciar entre sentido y significado. Entenderemos por sentido el término propio de las cosas a las que les pertenece como algo intrínseco a ellas mismas. El significado, en cambio, comporta entendimiento, conciencia, justificación, valor; hace referencia al hombre, es algo añadido, extrínseco a las cosas mismas. De esta manera, la muerte es el sentido de la vida, pero es un sinsentido para la existencia; sin embargo, por otro lado, la muerte es significante desde el punto de vista existencial y asignificativa para la vida en sí misma. ¿Tiene sentido, pues, la muerte? De ninguna manera; es ella el sentido, pero por ello carece de él.

Me atrevería a afirmar que el verdadero sentido/significado de la vida/existencia es la muerte. Pero es significado en nosotros como conscientes. Entonces, la muerte es significado en la existencia y no en la vida ─o si se quiere en la vida consciente, es decir, en los hombres como conscientes. La muerte es un problema de conciencia, más aún, la conciencia ha creado el problema de la muerte. La muerte no es ningún problema o cuestión en sí. Es un hecho natural.

La muerte en el hombre tiene una dimensión distinta. Y ello porque su nivel y riqueza psicológica es superior al del resto de los seres vivos. Esto hace que su anima, su actividad psicológica, no sea puramente flexiva, sino también re-flexiva. Es decir, el hombre se da cuenta de las cosas, posee, mejor dicho, es conciencia. De este modo, puede darse en él una muerte de la dimensión reflexiva, es decir, de la conciencia, sin que por ello deje de estar vivo. El hombre antes de dejar de vivir puede dejar de existir; sin embargo, una vez que deja de vivir, deja también necesariamente de existir. Es decir, el hombre puede dejar de existir y vivir, mas no puede dejar de vivir y existir.

En consecuencia, podemos sufrir dos clases de muerte, lo mismo que tenemos dos clases o modos de vivir, esto es: vida y existencia ─vida sin conciencia, inconcienciada, y vida consciente. Así tenemos: una muerte vital y otra existencial. La muerte vital engloba a la existencial, es decir, cuando ocurre la muerte vital también se da la existencial. La muerte vital es la radical.

Lo mismo pasa con la vida. La vida vivida es la radical y primaria. La vida existida es solo propia del hombre, lo mismo que la muerte existencial. La vida-existida es lo que llamo propiamente existencia.

Pero, ¿qué sentido tiene la existencia humana?; ¿lo tiene verdaderamente? Creo que la conciencia de la vida es lo que hace que le demos un sentido a la existencia. Y es así porque tenemos que darle una justificación a la existencia.

El término, el fin de la existencia no es la muerte, porque en sí misma la existencia no se ve dirigida ni impelida hacia ella. La muerte no forma parte de la existencia como sentido ─que sería el caso  de lo que es meramente vida, sino como significado. La existencia es significante, o si se quiere, el hombre consciente, o también la vida-existida, da significado a las cosas, las valora, da razón de ellas, las justifica. Pero con ello no hace sino intentar fundamentarse a sí mismo; ahora bien, ¿es él el fundamento o no?

  Esa actividad valorativa, racional, justificativa, alcanza también a la muerte. Más aún siendo ésta una ultimidad que compromete en su raíz a la existencia misma.. Así, indudablemente, la muerte no solo es fuente de sentido, de todo sentido (en la vida), sino también de todo posible significado (en la existencia).

El hombre, pues, en cuanto ser mortal se plantea constantemente el problema de un asidero por el que su existencia cobre significado. La muerte, por su carácter, se convierte en el máximo anhelo justificativo y justificante del ser finito del hombre, por lo que la temporalidad puede adquirir un elevado valor. Es decir, el tiempo se convierte en una cuenta atrás, en una moneda de valor de primer orden para esa vida-existida en el que el cuándo de la muerte permanece en una interrogación apremiante y angustiante.

Por otra parte, la muerte como preocupación y como espera nos deja solos ante nosotros mismos, en la más pura y absoluta soledad. El hombre, cada hombre, se encuentra sólo ante su muerte, y no hay nada ni nadie que le quite "pasar ese trago". Este hecho hace que se pueda hablar de una espera en sentido positivo (p. ej. en un cristiano), pero también en sentido negativo, es decir, de una desesperación, que se puede convertir en algo obsesivo, enfermizo (p. ej. en Unamuno). Hay que ser consciente de nuestra mortalidad y de lo que supone y pre-supone, sin que eso nos quite, dicho familiarmente, "vivir la vida". Sin embargo, muchas veces es inevitable sucumbir, aunque sea momentáneamente, a una cierta desazón y desesperación.

 

Recapitulemos: Puede decirse que en la existencia la muerte no puede tener sentido más que como significado. Siendo la muerte el sentido de la vida, no lo es de la existencia. Y  por ello debe justificarse. De este modo, le damos un significado a la muerte y, además, a la existencia. Con lo que el significado de la muerte pasa a ser el sentido de la existencia.

La existencia se caracteriza por carecer de sentido. Nosotros, cada uno, debemos darle un sentido, es decir, un significado a nuestra propia existencia, la cual llene verdadera y enteramente ese vacío. Hay que justificar, pues, la existencia para seguir existiendo; porque también la muerte necesita ser justificada de forma existencial.

En esto estriba el absurdo existencial, de peligrosas consecuencias si se da un desarraigo total con lo que nos une existencialmente al significado. La existencia absurda es aquella en la que su significado ha dejado de tener sentido. Se produce entonces una separación, un abismo entre el sentido y el significado por el que se precipita la existencia hacia la muerte. He aquí la explicación de todo suicidio. Cuando la existencia pierde su significado, su asidero, pierde también su sentido. Entonces la muerte pasa a ser el único sentido posible para la existencia absurda, en el intento de recobrar su significado. A este respecto, el suicidio constituye un problema filosófico, como querían Albert Camus y E. M. Cioran. Y cabe pensarlo de ese modo si el problema principal de la filosofía es la existencia, y el de esta el de su significado.

Pero dado que la existencia, o la vida-existida, se basa en el hecho de darse cuenta, en la conciencia, el absurdo de la existencia no es sino el absurdo de la conciencia. Para comprender lo que acabo de decir, no tenemos más remedio que indagar aún más sobre la conciencia.

Hablar de conciencia significa hablar del sujeto poseedor de conciencia y del objeto sobre el que recae esa conciencia. Esto es, no se puede hablar de conciencia sin el enfrentamiento sujeto-objeto, lo yo con lo no-yo, con lo otro. Consecuentemente, la conciencia se caracteriza por su alteridad. Alteridad que puede darse, a su vez, en su referirse a sí misma. De aquí que, desde este punto de vista, la conciencia sea “intentio”, intencional. Y en este enfrentamiento, el sujeto toma conciencia de sí mismo, discierne, se diferencia de las demás cosas; por otra parte, toma conciencia de lo otro, de las cosas, y las ve como algo distinto de él. Por esta razón se puede hablar de la realidad; por esto se puede decir  ─con X. Zubiri─ que el hombre ve las cosas no como simples cosas, como estímulos, sino como realidades; por esto, el hombre se ve, se conoce como una realidad.

Cuando antes había definido la conciencia como el darse cuenta de las cosas, había querido decir ─precisando aún más: dar-se cuenta de las cosas (entes). Este “se” hace referencia a sí mismo, esto es, dar cuenta de las cosas a sí mismo. Lo cual no es más que, en principio, sopesar la realidad. Pero razón en latín es ratio, cuenta, cálculo. En este sentido, una forma de dar cuenta la conciencia a sí misma es la razón, razonar. Y en tanto que ocurre así, la conciencia no hace sino justificar-se y buscar los porqués a su fundamento (Grund).

Por otra parte, como comentaba líneas más arriba, la conciencia es intencional en tanto fenómeno psíquico. Y estos fenómenos psíquicos son vivencias intencionales. Pues bien, desde este planteamiento fenomenológico, el objeto viene asegurado inteligiblemente en cuanto puede darse sentido de él como constituido por la intencionalidad. De este modo, la conciencia es constituyente de su término intencional, de su objeto inteligible, ya que la conciencia es siempre conciencia de algo. La conciencia responde por su objeto, pero ¿qué responde por la conciencia misma? La conciencia queda sin sentido, sin fundamento.

Pienso que existen varios tipos de conciencia, desde el sentir o percibir hasta el inteligir. Lo que ha ocurrido es que, en la historia de la filosofía, unas veces ha primado una más que otra, siendo la conciencia una unidad de todos ellos[1]. Considero que sería mejor hablar de actos conscientes diversos que de conciencia, dada su amplitud y ambigüedad. Sin embargo, para mi es fundamental (y en gran medida aquí me refiero a esta) la averiguación perceptiva y aperceptiva del acto consciente ontológica y axiológicamente considerado.

En definitiva, ¿dónde reside el absurdo de la conciencia, de los actos conscientes? Pues en su gratuidad, en su falta de fundamento ab radice, en su vacuidad, en su cegadora transparencia, en su refleja translucidez. A este respecto, y de manera gráfica, el acto consciente se asemeja a la imagen o representación que se contiene a sí misma ad infinitum; sería como un espejo que se espejea a sí mismo, por sí mismo y en sí mismo, contemplándose en la realidad con la cual mantiene una relación asimétrica en cuanto imagen reflejada.

Con estas últimas explicaciones sobre la conciencia, he puesto la atención no ya en el contenido de todo acto consciente, sino en el acto mismo. En este sentido, dicho acto se caracteriza por su autopresencia; presencia de una conciencia en acto, actual y objetivante de sí misma. Es lo que A. Millán-Puelles denomina reflexividad sensu stricto, la cual forma parte y supone, dentro de la tautología subjetiva, la reflexividad originaria y la tautología inobjetiva o meramente concomitante (cf. Millán-Puelles 1967, La estructura de la subjetividad. Madrid: Rialp). O expresado con otras palabras: se trata de diferenciar lo que sería la conciencia de la conciencia (autoconciencia), de la conciencia temática y de la consectaria.

Pues bien, si tomamos ese acto consciente reflexivo en tanto que objetivante de sí mismo, nos hacemos presente ante nuestra subjetividad lo que ya era constitutivamente objetivo, aunque de una forma implícita y no explícita como sucede ahora. Lo que tenemos, pues, ante nosotros es la verdad como ámbito en el que el pensar y el ser se encuentran y manifiestan: la presencia de lo presente.

Según mi propia experiencia y reflexión filosóficas pasadas, la conciencia-realidad de la cosas, de lo otro, me revertía o se convertía en lo que llamaba conciencia de Nada. Entonces ocurría que las cosas desaparecían como reales: las cosas, la realidad se evaporaba y perdían su valor existencial. No obstante, están ahí y yo las percibo. Esto es lo que constituye el momento que llamaba de arrealidad: las cosas, sin dejar de ser reales, me aparecían como irreales.

Ahora bien, ¿qué es lo real? Pues todo aquello que está, vive o existe. A su vez, esto puede significar: a) lo real-real, es decir, la vida-existida, el hombre existente; b) lo real-irreal, esto es, aquello que es real pero no existe o no poseemos conciencia de ello, y c) lo real-arreal, aquello que es real pero no posee significado al haber perdido su sentido; es decir, la conciencia de lo irreal. Precisamente, es en este último aspecto de lo real en donde se debe encuadrar aquellas reflexiones sobre el absurdo de la conciencia y su relación con el problema del suicidio y de la muerte.

Por otro lado, admitiendo la diferencia ontológica de Heidegger entre ser y ente (que se reduce a la disyuntiva ontológica de ser o nada), habría que decir, siguiendo las argumentaciones precedentes, que las cosas en cuanto entes son pero finitas, por lo que cesan de algún modo. Y las que viven o existen mueren, entre ellas el hombre. Las cosas son y el ente es un ser-siendo, es algo óntico. Pero el ente en cuanto ser-siendo se divide en: a) un ser-siendo-estando (estante); b) un ser-siendo-viviendo (viviente); y c) un ser-siendo-existiendo (existente). Este último es el más importante y el que caracteriza al hombre como su ser óntico. Así pues, ser un ente puede significar estar o vivir o existir (disyunción inclusiva). En general, desde el punto de vista de su término, el ente no es sino una unidad de sentido, y su ser el sentido de esa unidad que, en su forma concreta, constituye la anteriormente mencionada triple disyunción óntica.

Retomando de nuevo el concepto de lo real, había dicho líneas más arriba que el momento de arrealidad consistía en que las cosas, sin dejar de ser reales, se me aparecían como irreales. Pues bien, lo que he querido significar es lo siguiente: la ilusioridad de su ser-siendo como existente. De esta manera se podría explicar lo que denomino Nada: sería el sentimiento originado al ser consciente de ello; esto es, cuando lo percibo conscientemente. Por otra parte, conciencia de Nada (genitivo objetivo), sería la conciencia de ese sentimiento, que se da precisamente por ser yo consciente; y esto es lo que constituye la conciencia de la conciencia de Nada (genitivo subjetivo), o bien Yo. Yo sería, valga la expresión, un percibir percibiéndome lo que percibo, un escribir escribiéndome lo que escribo. 

2. Temporalidad y eternidad 

A continuación quisiera apuntar esquemáticamente una teoría del tiempo que, en cierta forma, nos haga comprensible tanto la existencia como la muerte. A la par, pretendo plantear el marco del problema del ser siguiendo la línea heideggeriana.

Se podría afirmar que el tiempo posee una doble cara: absoluto y relativo. El tiempo absoluto sería el tiempo físico, es decir, cósmico. Se trata de un tiempo, en definitiva, estante, por sí mismo indefinido, puramente material y estático. Pero este tiempo absoluto debe manifestarse fenoménicamente si de alguna manera quiere ser real, concreto y dinámico; así tenemos el tiempo relativo. Este tiempo es vital, de la vida; pero dentro de las clases de vida se encuentra la humana y, a este respecto, el tiempo pasa a ser existencial.

Desde este ámbito, el tiempo puede ser objetivo, en cuanto duración; y subjetivo (psicológico). El primero se caracteriza por ser un tiempo existencial inconsciente; mientras el segundo por ser consciente. Ahora bien, dentro de esta último, según el grado de conciencia, nos encontramos con un tiempo existencial subjetivo prefilosófico por un lado, y por otro, un tiempo existencial subjetivo filosófico. En el primero se manifiesta una conciencia más bien ingenua, natural; en cambio, en el segundo es una conciencia reflexiva. Pues bien, es en este último caso donde vamos a concentrar nuestro análisis.

La realidad del tiempo, en este último sentido mencionado, posee una doble dimensión. Esta doble dimensión es la Temporalidad y la Eternidad. Sin embargo, ambas no se encuentran separadas sino relacionadas de una forma asimétrica. Esta relación está explicitada y fundamentada en el instante o momento (ver Anexo I).

La Temporalidad, que es el carácter de lo temporal, se caracteriza por tres notas: a) la trascendencia; b) la finitud, y c) la indeterminancia. Por su parte, la Eternidad, como carácter de lo eterno, se caracteriza por: a) la inmanencia; b) la infinitud, y c) la determinancia.

La Temporalidad es trascendencia porque se dirige a algo distinto de sí; es un tiempo que sale de sí para ser otro, que se trasciende fuera. Como tal constituye un tempus ad, lo temporal. Por la razón contraria, la Eternidad es inmanencia; es el tiempo en cuanto se recoge a sí mismo. Por ello, no sale fuera de sí, sino que queda en sí mismo; esto es, el tiempo en cuanto tempus in, lo eterno. De esta manera, el tiempo es tensivo; pero en cuanto temporal es ex-tensivo, mientras que eterno es un tiempo in-tensivo.

La segunda característica que se apuntó de la Temporalidad fue la finitud. Y es así ya que es un tiempo con principio y fin. Por tanto, todo lo temporal es finito en su origen y en su término. En el polo opuesto, la Eternidad es infinitud y lo eterno infinito. Ahora bien, el tiempo eterno es infinito no porque no tenga principio ni fin, sino porque estos se constituyen como tales dentro del tiempo mismo, no fuera de él como en lo temporal. De este modo, en lo eterno el principio y el fin se tocan en los extremos, de manera que se identifican; por el contrario, en lo temporal el principio y el fin son heterogéneos. Desde este punto de vista, podría decirse que el movimiento del tiempo, por el lado de lo temporal, es centrífugo; por ello, tiende a perderse, a desperdigarse, a dividirse. Sin embargo, en cuanto eterno el movimiento del tiempo es centrípeto; de aquí que sea circular, concentrado, único.

Por último, la tercera característica de indeterminancia/determinancia, hace mención a la relación mutua de la Temporalidad y Eternidad en el instante-momento. Este instante del tiempo, punto en el cual convergen todos los aspectos temporales y eternos, es a la vez determinado e indeterminado. En cuanto temporal, su relación con él es indeterminante de lo determinado. No ocurre lo mismo en su referencia a lo eterno; lo eterno es determinante, al contrario, de ese mismo instante ahora indeterminado. Así pues, el instante-momento por ser temporal es determinado, pero su Temporalidad es indeterminante de sí mismo; para que sea determinante, el tiempo debe ser eterno y el instante-momento indeterminado.

No obstante, tanto lo temporal como lo eterno (de ese instante-momento) se constituye a partir del tiempo presente, en su  presencia  o ausencia. Presencia o ausencia de un presente que tiene un pasado y un futuro. De este modo, la presencia temporal puramente del presente, es presencia real del tiempo. Si ocurre que es la presencia temporal del presente pro-yectado en su pasado, tal presencia es presencia temporal mnémica del tiempo. Y si se trata del presente pro-yectado en el futuro, la presencia temporal es presencia posible.

Por su parte, la ausencia temporal puramente del presente es una ausencia irreal. Pero es una ausencia amnémica si esa irrealidad se pro-yecta al pasado; es decir, si el presente ausente proyecta su irrealidad al pasado. Por último, la ausencia temporal del presente cabe calificarlo de imposible, si el presente ausente se proyecta al futuro en su irrealidad.

Sin embargo, si se pasa del plano de lo temporal al plano de lo eterno, el significado de la presencia y ausencia del tiempo cambia. Ahora, la presencia eterna puramente del presente es una presencia irreal del tiempo; esta presencia eterna será, a su vez, amnémica cuando se trata del pasado intro-yectado en el presente. Como se ve, ya no se trata por el lado de lo eterno, de la pro-yección, sino de la intro-yección. Y esta diferente yección se debe a las anteriormente características mencionadas de la Temporalidad y Eternidad. Por fin, la presencia eterna del futuro intro-yectado en su presente, es decir, del presente intro-yectado por el futuro, es una presencia eterna imposible.

Por el lado opuesto, la ausencia, ocurre un tanto igual. Ya no se trata de una ausencia amnémica, irreal e imposible (en cuanto ausencia temporal), sino que la ausencia eterna del tiempo es real, mnémica y posible. Es real cuando es una ausencia eterna meramente del presente; es mnémica si es un presente intro-yectado por un pasado; y es ausencia eterna posible en cuanto un presente intro-yecta un futuro.

Pues bien, tanto la Temporalidad como la Eternidad se caracterizan por un estado de ánimo. El primero es la ex-trañeza (asombro), y su tiempo es un tiempo ex-trañado. El segundo es la in-trañeza (angustia), y el tiempo cabe calificarlo de in-trañado.

A partir de estas consideraciones, se puede entonces concebir en qué consiste la existencia y la muerte desde el punto de vista de la Temporalidad y la Eternidad. En cuanto temporal, la existencia se determina por la presencia ex-trañada (real, mnémica y posible) del presente. A este respecto, la existencia no es sino el tiempo del sentido. Por su parte, la muerte temporal (irreal, amnémica e imposible) se determina por la ausencia ex-trañada del presente; y no es sino sentido del tiempo. Ambos aspectos constituirían el significado temporal de la existencia y de la muerte. De este modo, la existencia puede ser, a su vez, real o mnémica o posible; y la muerte, al contrario, puede ser irreal o amnémica o imposible. No obstante, en cuanto eterna, la existencia es la presencia  in-trañada (irreal, amnémica e imposible) del presente; y la muerte, la ausencia in-trañada (real, mnémica y posible) también del presente. Ahora bien, el significado eterno de la existencia es ahora el tiempo del sinsentido. Por otra parte, al revés de la existencia temporal, la eterna se puede dividir en irreal o amnémica o imposible; y la muerte cobra un carácter de positividad, pues desde lo eterno puede ser real mnémica o posible.

Pero no se debe olvidar que nos estamos refiriendo siempre al instante-momento, en su doble aspecto temporal y eterno. Este constituye el núcleo convergente del problema del tiempo (y del ser) en toda su complejidad. Así pues, el punto de unión entre Temporalidad y Eternidad se encuentra en el instante-momento. En cuanto tal, es lo finito-infinito (temporal), y lo infinito-finito (eterno). Y la Eternidad, desde este punto de vista, no es sino lo temporal indeterminante; y la Temporalidad, lo eterno determinante.

En definitiva, se puede definir el tiempo como una unidad con sentido temporal-eterno y con doble dirección trascendente-inmanente pro-intro-yectado. En su conjunto, según domine una consideración primordial del antes, ahora o después, el tiempo se caracteriza en mítico, actual o apocalíptico.

Por último, si el problema del ser (el sentido del ser en general) es el problema del tiempo, como planteaba Heidegger, la equivalencia que se puede establecer dentro de esta teoría del tiempo sería la siguiente:

La presencia del presente temporal y eterno (real e irreal), en su doble significación de tiempo de sentido y del sinsentido respectivamente, formaría lo que podría denominarse la “παρουσία”. Ambas presencias nos remiten a su ex-trañeza e in-trañeza, y a su presente pro e intro-yectado respectivamente. De este modo, el ente no sería sino el primer tipo de presencia mencionada (esto es, lo que antes se denominó existencia temporal); y el ser, por su lado, sería el segundo tipo de presencia (también lo que antes caracterizábamos como existencia eterna). Pero, por otra parte, veíamos que la ausencia del presente era también temporal y eterna (irreal y real); determinado además por su respectiva ex-trañeza e in-trañeza, y con su respectivo significado como sentido del tiempo y sinsentido del tiempo. Pues bien, en el primer caso tendríamos el no-ente y en el segundo el no-ser (la muerte temporal y la muerte eterna). Ambos aspectos formaría lo que ontológicamente podría llamarse la “απουσία”. Por consiguiente, tanto la “παρουσία” como la “απουσία” serían, a la par, real, mnémica y posible; e irreal, amnémica e imposible (y viceversa), según lo viéramos por el lado de la Temporalidad o de la Eternidad.

Con todo, ¿dónde queda la “ουσία”? Esta sería aquel instante-momento determinado e indeterminado, pero en este caso considerado como "α-λήθεια”. La “ουσία” es la “α-λήθεια” en la que se manifiestan o aparecen su “παρουσία” y su “απουσία”. Es el des-velamiento o des-cubrimiento parúsico y apúsico de aquel instante-momento ontológicamente considerado. Como tal, la “α-λήθεια” posee un horizonte temporal y eterno; en cuanto temporal, su “παρουσία” es tiempo del sentido (el ente), y su “απουσίαsentido del tiempo (el no-ente). Pero desde su horizonte eterno, es el ser en su “παρουσία” como tiempo del sinsentido, y el no-ser de su “απουσία” como sinsentido del tiempo

Ahora bien, la presencia del presente (tiempo) qua presencia de lo presente (ser), supone, eo ipso, lo presentado (“ουσία”, “αλήθεια”), pero también el quién (ante y para) se des-cubre y des-vela lo presentado. Es decir, el hombre existente por antonomasia: el hombre filósofo. Con el filósofo, el sentido del ser no solo cobraría significado máximo, sino que se plantearía esto mismo como un problema: ¿tiene sentido el sentido?; esto es, ¿qué significa el sentido?; ¿acaso el tiempo? Sin embargo, ¿fundamentar lo/el que fundamenta no es algo sin sentido? Entonces, ¿es el sinsentido el fundamento del sentido?, ¿el hombre el fundamento del significado?

La luz se ve y se mira a sí misma en la oscuridad, por lo que necesita de la oscuridad para ser ella; pero la oscuridad no. Es el fondo lo que da sentido a la figura. Preguntarse por el significado del sentido del ser es absurdo en sí mismo, porque la oscuridad no se ve.

O dicho más claramente: La luz es la conciencia (el hombre). La luz que se ve a sí misma es el filósofo. La oscuridad es la nada. Lo iluminado es el ser como verdad (la “Lichtung” heideggeriana). El claro es donde incide la mirada (“theorein”) del hombre; es donde se juntan el filósofo y la nada (se mezclan, se le interroga), es decir, donde se comunican. El claro es lo que posibilita tanto la luz como la oscuridad. Por tanto, el claro es transcendente; pero la transcendencia en sí misma es opaca.

3. Conclusiones

 

Como ya advirtiera Heidegger, el problema del tiempo estaba en la base del problema del sentido del ser en general. Pero, a su vez, éste remite a la cuestión antropológica del “Dasein”. Es decir, al problema del sentido de la existencia del ser humano. En mi caso concretamente al problema o cuestión de qué sentido tenía mi existencia.

En ese sentido, creo que fundamentar inmanente o intramundanamente la existencia humana es una tarea sisífica abocada, dicho en términos kierkegaardianos, a la angustia y a la desesperación. Por ello, me parece evidente la oportunidad de considerar o reconsiderar escatológicamente toda la problemática planteada; ya que de alguna manera la existencia humana posee una vocación trascendente y eterna. Si con ello debemos traspasar las barreras estrictamente racionales, no quiere decirse con ello que tal tarea no sea algo razonable (más bien yo diría todo lo contrario).

En definitiva, podríamos afirmar, siguiendo el Principio de indeterminación de Heisenberg en la física cuántica, que no es posible precisar en un mismo instante y de forma simultánea lo temporal y lo eterno en nuestra existencia. En todo caso, dejaremos a la providencia divina que con su infinita misericordia obre según sus designios.

 

¡Muchas gracias por su atención!



[1] Para X. Zubiri, el inteligir y el sentir no son más que dos momentos de un mismo acto de aprehensión de la realidad, que consiste en la captación consciente de lo presente

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