“No toda la muerte ocurre o es lo que
ocurre al fin del vivir, ni es en ella todo
muerte: venía de antes y no ocurre del todo
nunca.” –M. Fernandez
Kierkegaard comienza por delimitar su tema: no se trata de definir la muerte ni, mucho menos, de intentar explicarla. Si bien toma como punto de partida el acontecimiento de la muerte, irá más allá del estado anímico que ésta genera. Quien piensa en la muerte, en la muerte propia –puesto que pensar en la muerte es siempre pensar en ‘mi’ muerte– es, por eso mismo, un hombre ‘serio’ y la seriedad tiene poco que ver con la conmoción. Este será, precisamente, el motivo por el cual le interesa abordar la cuestión. Es sabida la importancia que Kierkegaard daba a la ‘seriedad’; verdadera conditio sine qua non para ser un buen cristiano. No ya porque la muerte sea algo ‘serio’ en sí misma (lo que supondría llevar el planteo a la dimensión de ‘con la muerte no se jode’), sino porque es capaz de otorgar seriedad a aquel se ponga a meditar sobre ella. “Lo que es serio no es la muerte sino el pensamiento acerca de la muerte”[2] dirá. Lo importante es, pues, el carácter ‘reflexivo’ de la muerte, la muerte en tanto recogimiento del individuo singular. Será esta singularidad inexorable la que le interesa resaltar, por contraposición a la afectada seriedad de los velorios. Esta última entraría en la esfera de
Así, postulará la figura de la muerte como un maestro dispuesto a iluminar a aquellos que fueren capaces de convertirse en sus discípulos (imagen sobre la que habrá de volver en Las obras del amor). Sucede que para Kierkegaard, seriedad es sinónimo de alternativa y la muerte es la alternativa por antonomasia, la alternativa final. Es así que todo se resume en la eutanasia, en el buen morir. Morir bien la propia muerte, ese es el apotegma que resuena en estas páginas. De ahí la urgente necesidad de apelar al singular vivo, a partir del muerto (para quien ya es demasiado tarde), buscando situarlo en el camino de la verdad. Tal será la tarea: propiciar la apropiación de la muerte por parte de cada quien, en un momento particularmente propicio: la ocasión de un entierro.
Toda ceremonia fúnebre supone un corte de la rutina y Kierkegaard lo sabe. Es ahí, en ese momento de solaz, en ese raro e infrecuente momento, que será preciso acometer con la ‘decisión de la muerte’. Así, irá presentando una a una las que para él son las notas esenciales de la muerte: decisiva, indeterminable e inexplicable.
La muerte es decisión decisiva (esta tautología se ampara en el propio laconismo de la muerte, que no dispone de palabras para ser expresada). Ahora bien, ¿por qué la muerte es la decisión decisiva? Por ser la única independiente del tiempo en el que todo asunto humano viene finalmente a parar. Es la decisiva, por ser la decisoria, podríamos decir. La muerte nos enfrenta con el hecho de la finitud. Para expresar esto, Kierkegaard dirá que la muerte es el opuesto del ‘aplazamiento’ (al que llamará un ‘hipócrita impostor’). La muerte es algo que llega y nos lleva con ella. Leamos sus inigualables palabras:
“Así, la decisión de la muerte es como una noche, es la noche que llega, y entonces ya no se trabaja; y por eso se ha dicho también que la muerte es una noche, y se ha mitigado la idea diciendo que es un sueño.”[3]
Ahora bien, siendo esto así, ¿qué es lo que le queda al individuo singular? ¿qué es lo que nos queda a cada uno de nosotros? Nos queda el recurso de la seriedad, puesto que la seriedad es la comprensión. Si la muerte habrá de venir por cada uno de nosotros de un modo incomprensible, nos quedará a nosotros intentar comprendernos, tornarnos vigilantes.[4] Nos queda morir en beligerancia, como pedía Obermann. No obstante, la muerte, así como quita, da. Si bien es cierto que la muerte nos quita el tiempo, es igualmente cierto que también es capaz de otorgarle un inconmensurable valor a cada una de las horas. Claro que, para poder ver esto, es necesaria la reflexión, el espíritu. Asimismo, la muerte que todo lo iguala, no es capaz de igualar lo vivido por cada quien. Siempre queda, dirá el danés, “la diferencia que consiste en cuál fue la vida que ahora con la muerte llega a su término.”[5]
La segunda característica que le señala a la muerte es su ‘indeterminabilidad’. Puesto que la muerte, al aniquilarnos, nos sume en una nada indeterminable. Nos torna in-diferenciables al tiempo que nos vuelve in-diferentes a toda diferencia. Debieramos ver en ello –no ya una fuente de tranquilidad, de consuelo o hasta de gozo inclusive– sino por el contrario, la aspiración a buscar la igualdad ante Dios (con la carga de diversidad que esto supone, dado que se trata siempre de la respuesta singular a un llamado universal). La igualdad de la muerte debiera servir, pues, para ayudarnos a aspirar a la igualdad ante Dios, más allá de demorarnos en la comparación mezquina de las diferencias terrenales con otros singulares. Puesto que: “…ninguna comparación es tan seria como la de aquel que, solitario, se compara con la igualdad de la muerte.”[6] Existe aún otro modo en el que Kierkegaard entenderá esta ‘indeterminabilidad’ de la muerte: en el sentido de que nada puede decirse –determinarse– sobre ella. Es lo único seguro y acerca de lo cual nada es seguro, dirá. Como de costumbre, Kierkegaard señala el carácter paradójico y oximorónico de las cuestiones de la fe. La muerte es a un tiempo cierta e incierta. Es certidumbre en tanto decisión final, decisoria, punto de apoyo de toda seriedad. Es incertidumbre en tanto enseñanza, ejercitación de esta misma seriedad. En sus propias palabras: “serio es aquel que, por la incertidumbre, es instruido para la seriedad en virtud de la certeza.” La certeza es sabernos mortales, la incertidumbre –la doliente incertidumbre– es no saber cuándo habremos de morir. La primera es el punto de partida, la motivación del discípulo a optar por la instrucción de la seriedad, la segunda en cambio, es la instrucción misma.
La última de las cualidades que constituyen la muerte radica, pues, en su misma incertidumbre, punto de partida para su apropiación por parte del singular. Por ser incierta, la muerte es, pues, ‘inexplicable’. La muerte no puede explicarse (recuérdese que se trata de un discurso edificante y no de un texto propiamente filosófico, Kierkegaard no intenta un ensayo sobre ‘qué es la muerte’ sino, más bien, en todo caso, ‘qué puede –o debe– hacer el hombre’ ante la muerte). Quien intenta explicar la muerte, no hace más que poner en evidencia su propio pensamiento sobre la muerte y, por lo tanto, la irreflexión y necedad de su propia vida. Ocurre que la explicación, la seria explicación, se vuelve sobre la vida de quien la emprende y, de modo retroactivo, lo vuelve un discípulo de la muerte, de su infinita sabiduría. El hecho de intentar explicarla, mantiene la muerte alejada de los estados de ánimo, al margen de la vida, podríamos decir. Por otro lado, la muerte no necesita de explicación, sino que es el hombre quien la requiere. “La incertidumbre de la muerte inspecciona a cada instante”[7] dirá, en misteriosa síntesis. La muerte se presenta de este modo como el severo maestro que escucha en silencio las explicaciones del discípulo que –ante ese mismo silencio– termina volviéndose hacia sí mismo. Así es que cosas tan disímiles como el anhelo, la prisa, la preocupación, la atareada búsqueda o el mero silencio pueden llegar a ser también “bellas y legítimas explicaciones de la muerte” según Kierkegaard. Porque la muerte, finalmente, es un lento aprendizaje dictado por lo que llamará “ese maestro de seriedad que desde el nacimiento le ha sido asignado a cada uno como maestro para toda la vida.”[8]
Como llevamos dicho, Kierkegaard encuentra en la muerte el atributo de una seriedad tal que sería capaz de enfrentar al hombre con el carácter irreversible e insoslayable de la eternidad. La muerte es la ocasión propicia para pensar la contraposición entre exterioridad (la muerte de alguien) e interioridad (el carácter de seres mortales). Esto es, para él (y Heidegger habría de seguirlo en esto), la muerte es la portadora de la individualidad más acabada. Ahora bien, sucede que esto es tomar sólo una dimensión del problema. La muerte es individualidad, en tanto pensamiento –serio– del individuo que ‘vive’ la muerte de otro (es decir, en tanto interioridad). Si se la toma desde el punto de vista de la exterioridad, desde el hecho de ‘una’ muerte, la cuestión cambia. Se trata de la inconciliable esfera de lo terreno y lo divino. Kierkegaard se inclinará por una solución conocida: la de una gozosa aceptación. Vida y muerte son dos polos opuestos. Entre ellos hay vacío. Es claro que el objetivo de Kierkegaard de lograr la apropiación –a la que define como una ‘entrega victoriosa’– por parte del lector de la muerte está condenada al fracaso. Dado que no puede concebirse un pensamiento sobre aquello que no puede llegar siquiera a concebirse.
Pensar la muerte supone siempre postular algo que está más allá del individuo que muere, de ese singular que deja de estar, que deja de ser (que es, de hecho, el único que puede ponerse a pensar). Edgar Morin en su libro El hombre y la muerte¸ advierte que la conciencia humana de la muerte supone “una promoción de la individualidad con respecto a la especie, una decadencia de la especie con respecto a la individualidad.”[9] Lo cual dará lugar a lo que él llama ‘la paradoja de la muerte’: al tiempo que el hombre se adapta a la muerte en tanto individuo, se inadapta a la especie. Algo similar le cabe al presente planteo. Kierkegaard no puede evadir la paradoja: habiendo elegido dirigirse a su ‘querido lector’ tomando para ello algo tan individual como el pensamiento de la muerte propia, termina mostrando la imposibilidad de escindir la dimensión subjetiva de la intersubjetiva. En efecto, resulta curioso el hecho de elegir algo tan específico como la muerte para apelar al individuo. De hecho, el discurso parte de un suceso puramente social, como lo es la ocasión de un entierro. Así como nadie puede morir más que su propia muerte, la muerte entra en el mundo del individuo mediante la muerte de otro. Incluso el citado Heidegger habrá de definir el morir como “el accidente que tiene lugar públicamente y que le hace frente al uno.”[10] A ese uno impersonal que era, para Heidegger, el ‘quien’ de los otros (esto es la disolución del Da Sein, justamente). Si bien en la concepción kierkegaardiana el otro tiene un estatuto ontológico diferente del que tendrá en autores como Sartre, Levinas o el ya citado Heidegger, no por ello su presencia es menos concreta.[11] Esto es, ya se la tome en los términos de la disputa entre ‘universalidad-particularidad’ o en términos de ‘intersubjetividad-subjetividad’ la tensión existe en Kierkegaard.
Abelardo Castillo dijo alguna vez lo mucho que le parecía el tango Confesión haber sido escrito por Sören Kierkegaard. Ciertamente, hay mucho de kierkegaardiano (en sentido amplio) en las letras del tango o, por mejor decir, en el modo en el que los poetas de principios del siglo XX concebían la vida del arrabal (que era, por otra parte, la suya propia). Asimismo, ya embarcados en esta desaforada relación, podemos fácilmente rastrear en el tango rioplatense una peculiar meditatio mortis. En más de un tango[12] se presenta la muerte como una decisión decisiva. Como algo inexplicable e indeterminable, tal como quiere Kierkegaard. También es, en cierto modo, una suerte de ‘maestro’ (sólo que, en este caso, pareciera enseñar que nada vale demasiado la pena). En el tango, como en la vida, la muerte es la ocasión que enfrenta al hombre con la que fuera su vida; esto es, con su propio pasado, desde el presente y en clara proyección hacia el incierto futuro que se abre a partir de ella. Sucede que, en tanto producto cultural, el tango no es ajeno a la proliferación de las ideas existencialistas del período de entre guerras. Por eso, el arrabalero Enkelte podrá hablar de la muerte en los términos de “…un frío cruel más cruel que el odio, punto muerto de las almas, tumba horrenda del amor…” Nótese, de paso, la recurrencia en los términos, la tautológica recurrencia, con los cuales se alude a la muerte y recuérdese lo que llevamos dicho acerca de la carencia de palabras que tiene la muerte.
No obstante, hablar de ‘el tango’ puede resultar tan pretencioso como hablar de ‘la muerte.’ Propongo, pues, que tomemos un tango –entre los muchos posibles– para circunscribir nuestra discusión. Propongo, asimismo, que ese tango sea Como abrazado a un rencor, compuesto en el año 1931 por Rafael Rossi y Antonio Podestá. En escueta sinopsis, puede decirse que se trata de las últimas palabras de un hombre que agoniza. De hecho, la narración principia con estas palabras: “ya difunto en el presagio, en el último momento
de su pobre vida rea…” es justamente el instante decisivo al que alude Kierkegaard: ese instante en el cual el hombre busca aprender algo del pensamiento acerca de la muerte. Así, rápidamente descubre la inexorable e inapelable finitud: “esta noche para siempre terminaron mis hazañas.” El propio Kierkegaard se mostraría complacido ante esta actitud, puesto que “…el que es serio se observa a sí mismo, sabe, por tanto, cómo es aquel que llegaría a ser aquí presa de la muerte si esta llegara hoy; recapacita en su propia obra y sabe, por tanto, cuál es la obra que aquí se interrumpiría si la muerte llegara hoy.”[13] Ese es, precisamente, el chamuyo misterioso[14] al que alude nuestro canyengue cronista, el que le dicta que la obra se ha terminado, que ya no hay tiempo para más enmiendas. Acto seguido, vendrá la caracterización de la muerte. Al igual que hace Kierkegaard, también se evitará el uso de metáforas, para no caer en la ‘perfidia’ de las representaciones: la muerte pasa a ser “algo cerca ‘el catre” que ronda y olisquea. Es este el momento central de la narración. Lo escucharemos declarar: “Yo quiero morir conmigo, sin confesión y sin Dios, crucificao en mis penas como abrazao a un rencor. Nada le debo a la vida, nada le debo al amor…” He aquí la diferencia con el planteo kierkegaardiano, pero en consonancia –no obstante– con aquello que para Anti Climacus era la enfermedad mortal (aquella que consiste en “vivir el mismo morir”[15]). Estamos ante lo que este seudónimo de Kierkegaard llama el hombre desesperado, el fatalista, de quien dictamina que su desesperación “…es haber perdido a Dios y con ello haberse perdido a sí mismo, puesto que el que no tiene Dios tampoco tiene ningún yo.”[16] Lo cual es lo que habrá de tomar Jean-Paul Sartre,[17] confundiéndolo con el pensar propiamente kierkegaardiano, en su presentación de la muerte como una herida absurda (por seguir en clave tanguera). Sartre sigue punto por punto el argumento de Anti Climacus, sólo que opta (al igual que nuestro cronista) por la versión atea y desesperada: quien muere no ve en ello la ocasión para una eventual redención. Se elige un existente ateo y, responsabilizándose por cada uno de sus actos, se arroja redondamente al vacío. Arregla cuentas consigo mismo, no con Dios. Sabiéndose pecador, se abraza a un sentimiento –casualmente, el rencor– y, doblando la apuesta, se ‘crucifica’ en sus propios padecimientos… muriendo, ciertamente, su propia e inalienable muerte. No hay beligerancia, sino entrega (sólo que una entrega por completo desesperanzada, casi indolente). Lo declara: “me le entrego mansamente como me entregué al botón.”
No obstante, no termina ahí esta suerte de ‘testamento emocional’. Aún le oíremos decir, a modo de hábeas corpus: “Sólo a usté, mama lejana, si viviese, le daría el derecho de encenderle cuatro velas a mi adiós, de volcar todo su pecho sobre mi hereje agonía, de llorar sobre mis manos y pedirme el corazón.” Vemos aparecer, finalmente, la necesidad de algún tipo de redención. Quien va a morir, acaso urgido del temor al incierto vacío que le espera, remite su salvación a un tercero (no otro es el sentido de la frase ‘pedirme el corazón’ según creo). Se trata de una expiación ‘tercerizada’ –por usar un término trístemente en boga por estos días. Alguien que se declara ateo, solicita a otro que vele por la eventual existencia de su alma ante Dios.
Si Macedonio tenía razón y la vida no es más que el susto de un sueño, es posible conjeturar que la muerte sea el eterno estado de vigilia en el cual se va gestando ese breve soñar. Intentar asumir la muerte propia es, quizás, buscar mitigar la muerte del ‘otro’ (del amigo, del amado, de los padres o los hijos). Así, pues, no resultaría exagerado postular que la muerte es siempre la muerte-de y nunca en verdad la mía. Pensamos la muerte a partir de la certeza que nos ofrece la muerte de los otros. El intento imposible por hacer que el individuo se apropie de su muerte, conduce necesariamente a volverlo sobre su prójimo. Si Kierkegaard puede referirse al muerto como a ‘un hombre silencioso’ es justamente a partir de las muchas preguntas que deja sin respuesta. Muy probablemente, Epicuro esté en lo cierto y el morir no sea más que un insensible paso a otro modo de ser (o, de hecho, de no-ser) del que no debiéramos preocuparnos; pero ahí está, presente e inconmovible, la muerte de los demás, para dejarnos pensando...
[1] Cabe mencionar el hecho de que Kierkegaard buscaba acentuar con esto el hecho de no haber sido ordenado pastor y, por ello, no considerarse habilitado a tal cosa.
[2] KIERKEGAARD, Sören Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, Madrid, Trotta (2010); p. 444.-
[3] Ibidem, p. 449
[4] No es casual que uno de los sudónimos que eligiera Kierkegaard para una de sus obras capitales fuera, precisamente, el de Vigilius Haufniensis.
[5] KIERKEGAARD, Sören, op.cit., p. 453
[6] Ibidem, p. 457
[7] Ibidem, p. 466
[8] Ibidem, p. 468
[9] MORIN, Edgar El hombre y la muerte, Barcelona, Kairos (2007), p. 57
[10] HEIDEGGER, Martin El ser y el tiempo, Buenos Aires, Planeta-De Agostini (1994), p. 276
[11] Cfr. KIERKEGAARD, Sören Las obras del amor, Salamanca, Sígueme (2006). Allí el autor plantea la doble concepción del prójimo como “una reduplicación de tu propio yo.” (op. cit., p. 25) y como “el primer tú” (op. cit., p. 82). En tanto el otro se halla determinado como espíritu, es ciertamente irreductible y es, asimismo, un ser concreto.
[12] Existe, cuando menos, una veintena de tangos compuestos entre la década del 20 y la del 50, que abordan el tema de la muerte. Por citar sólo los ejemplos más claros: El tango de la muerte (Novión, 1922), La última copa (Canaro-Caruso, 1926), La gayola (Tuegols-Tagini,1927), Viejo smoking (Barbieri-Flores, 1930), Silencio (Gardel-Pettorosi-Le Pera, 1932), Me da pena confesarlo (Gardel, Le Pera-Batistella, 1932), Tres esperanzas (Discépolo, 1933), Sus ojos se cerraron (Gardel-Le Pera, 1935), Uno (Mores-Discépolo, 1943), Cristal (Mores-Contursi, 1944), Las diez de última (Pagano-Rivero, 1946).-
[13] KIERKEGAARD, Sören op. cit. p. 461
[14] Nótese que el propio Kierkegaard señala: que “la propia muerte llega a ser un indeterminado murmullo para el oído.” (op. cit. p, 465)
[15] KIERKEGAARD, Sören La enfermedad mortal, Madrid, Trotta (2008), p. 39
[16] Ibidem, p. 62
[17] Cfr. SARTRE, Jean-Paul El ser y la nada, Buenos Aires, Altaya (1993) parte IV, cap. I, parágrafo II, e (pp.