Aleja de mí la mentira y la falsedad, no me concedas ni pobreza ni riqueza, déjame comer mi parte de pan…
Proverbios 30: 8
Es sabida la importancia que los intérpretes asignan a la categoría de sujeto en la filosofía kierkegaardiana. Ya sea para ver en el filósofo a un sumo individualista o bien para subrayar la tensión que según él experimenta el yo en virtud de una dialéctica constitutiva, unos y otros destacan el papel del individuo como el que en cada caso existe y se realiza en la vida de manera intransferible, frente a la pretensión de postular una realidad conceptual, universal y objetiva, no obstante inesencial en términos existenciales. No sólo adherimos a esta interpretación, sino que a lo largo de las diferentes obras estéticas de Kierkegaard encontramos seudónimos que encarnan grados disímiles de subjetividad según el estadio de la vida en que ellos se encuentren. Esto significa que cada personaje narrador se halla en una determinada relación consigo mismo, el mundo y Dios y que, según como esta relación sea y el lugar que en ella ocupe su yo, será posible distinguir cualitativamente entre niveles más o menos elevados de subjetividad. Entre estos hay uno que es el más difícil de lograr, al que no todos llegan, pero nadie supera. Es el de quienes han alcanzado la pasión más alta en el hombre: la fe.[1] La existencia de los que descansan en ésta habiendo superado cualquier otro orden humano no se puede comparar con ninguna, porque ella entra en relación directa con la divinidad, la que contiene toda su vida, y es sólo gracias a este vínculo que recobra para sí la realidad.
Es por esto que preferimos hablar del caballero de la fe como el “singular”: no sólo su existencia es extraordinaria o, para utilizar terminología kierkegaardiana, misteriosa, absurda, hasta paradójica –también “notable” es otra acepción del término que Kiekegaard parece indicar en sus textos-, sino que igualmente se trata de una vida solitaria en donde se está sin ninguno de la misma especie; hecho que, de otro lado, produce una angustia insoportable. La palabra “individuo”, en cambio, además de significar que no puede ser dividido, denota el propio ser con abstracción de la especie a la que se pertenece y de todo lo demás. El individuo, por tanto, (se)abstrae del mundo separando su conciencia de lo que está fuera de él, pero no abarca nada. Su existencia se pierde entre la renuncia a lo finito y la necesidad de resguardarse en la sociedad. Con todo, esto le resulta sencillo, pero no posee la fe, por lo que no se trata del singular propiamente dicho.
Sin embargo, no es nuestra intención detenernos en consideraciones terminológicas ni de traducción, sino examinar brevemente la noción de sujeto que aparece en Temor y temblor -obra que Kierkegaard publica bajo el seudónimo Johannes de Silentio en el año 1843-, porque entendemos que allí el danés se vale de la historia de Abraham para ilustrar los dos grados de subjetividad antes mencionados mediante la descripción del caballero de la fe y el de la resignación infinita. Según el pasaje bíblico Dios manda a Abraham a sacrificar a su hijo Isaac, él mantiene su fe y obedece, por lo que es provisto de un carnero para el holocausto y bendecido (Génesis, 22: 10-18). Debido a que se trata de un texto seudónimo, nos limitaremos al relato de Johannes cuidando de no atribuir a Kierkegaard más de lo que creemos expresó por boca de su narrador. La consideración acerca de si ésta es o no la postura del propio filósofo es, en gran medida, tema de discusión filosófica, pero extendernos sobre este punto requeriría profundizar una investigación que excede los límites del presente trabajo.
A continuación, entonces, rastrearemos en Abraham al singular y lo opondremos luego a la individualidad del héroe trágico, con el objetivo de señalar que éste se encuentra por debajo del anterior, cuya existencia no sólo es lo más grande sino también lo más terrible. En esta grandeza nos detendremos para plantear, a modo de conclusión, cuál de estos sujetos personifica el literato Johannes de Silentio.[2]
Al final del apartado que, según la traducción de Jaime Grinberg para Ed. Losada, se titula “Elogio de Abraham”, Johannes se refiere al patriarca como al hombre que a los ciento treinta años no había ido más allá de la fe. Durante todo el tiempo en que debió dejar su suelo y ser extranjero en tierra prometida, y aún cuando fue puesto a prueba mediante el llamado a sacrificar a Isaac, no sólo mantuvo la fe amando sino que convirtió lo imposible en objeto de su esperanza: “fue el más grande de todos quien creyó en Dios” (TT, p. 21).
Abraham se nos presenta así como un ser magnífico, que a través del trabajo y el esfuerzo realiza la tarea de ofrecer a su único hijo en holocausto. Pero en esto reside su angustia que tanto la sociedad como los sacerdotes en sus sermones del domingo omiten al pensar a Isaac como el mejor de sus bienes identificándolo con las riquezas del mundo finito y olvidando la enorme aflicción que implica la suspensión de la obligación moral que tiene el padre hacia el niño con quien se encuentra ligado por medio de un vínculo noble y sagrado.[3] La angustia de Abraham se debe a que el querer matar a su hijo conforma, desde del punto de vista moral, un asesinato. Sólo la fe puede convertir este hecho en sacrificio y nadie cuyo amor de padre no sea semejante al de Abraham podría pensar en matar sin padecer una crisis desde el punto de vista religioso. Pero, advierte Johannes, si hubiera alguien que comprendiera la grandeza y el horror de la proeza del patriarca y se considerase dichoso de amar tanto como él, todavía debería evaluar su interior y cuidarse de caer en el error de creerse llamado a sostener esta lucha contra Dios, puesto que la fe y su gigantesca pasión son el asunto más serio y atañen únicamente al singular.[4]
De ordinario, la sociedad contemporánea está compuesta por individuos de “buena cabeza”, quienes, resultándoles extremadamente difícil realizar el movimiento de la fe, se preocupan por ir más lejos en alcance de la “suprema sabiduría” y explican más de lo que en verdad comprenden.[5] Quien no va más allá de la fe se detiene en la creencia de que puede ser colmado de alegrías aquí en la tierra, dado que para el Dios que exige todo es posible y en cualquier momento es capaz de revocar su exigencia. Claro que cualquiera puede tener la certeza de que ama a Dios y de que cuida de las cosas más insignificantes, pero esto solamente permite reflejarse en sí mismo mostrando su valor humano. No importa si se es Abraham, esclavo de su casa, profesor de filosofía, humilde sirvienta o recaudador: el individuo puede resignarlo todo mediante una decisión en la que se elige como fundamento y él solo con esta libertad de espíritu se basta a sí mismo. Cuando abandona todo lo que este mundo tiene de finito, el individuo toma conciencia de su eternidad –i. e. de su amor hacia Dios que le es todo-,[6] porque constata, como resultado de un examen racional, la imposibilidad para el hombre de alcanzar las cosas determinadas. Es decir, a través de un movimiento filosófico estrictamente humano e individual comprueba que en relación a ellas no puede por su propio esfuerzo nada.
Sin embargo, quien tras haber renunciado a lo temporal se encuentra y descansa en sí mismo, todavía ignora que el fundamento se halla en la eternidad. Por el contrario, quien ama a Dios con fe se detiene en Su amor y se refleja en Él ganándolo todo íntegramente.[7] Se trata, pues, de un grado superior de singularidad, ya que es en la fe donde aquello que da unidad a la existencia humana, es decir la pasión, halla su máxima expresión.[8] El singular necesita de la fe para alcanzar cualquier cosa más allá de su conciencia eterna, pero debe quedarse en esta pasión para aguardar la realidad después de haber renunciado a ella. Por tanto, siendo un impulso de orden más elevado que el primer instinto inmediato del corazón perteneciente al dominio estético, la fe es una inmediatez ulterior que presupone la resignación y es de asunto privado entre quien es capaz de poseerla y Dios.[9]
2.
En este sentido, el verdadero singular está por encima de lo moral que, en cuanto nos concierne a todos a cada instante en la exterioridad, es lo general. Tomado como ser espiritual el individuo conserva su télos –o sea, el fin de sus acciones-, en una esfera superior a la estética o a la ética, de suerte que se encuentra en una relación absoluta con lo absoluto, i. e. sin la necesidad de mediaciones externas. “La historia de Abraham comporta esta suspensión teleológica de lo moral” (TT, p. 68), porque suprime desde este punto de vista el deber de amar a Isaac para actuar por amor a Dios, dado que exige esta prueba de su fe, y por amor de sí mismo, para otorgarla. Cuando lo ético está teleológicamente suspendido, el singular existe como opuesto a lo general pero a cada minuto se ve sometido a sus reclamos. En efecto, lo moral como mediación queriendo impedir el cumplimiento de la voluntad divina se expresa en las palabras prueba, tentación, poniendo de manifiesto que el deber no es, en el estadio religioso, otra cosa que la expresión de la voluntad de Dios.[10]
Para Abraham el deber hacia el Ser eterno es absoluto reduciéndose el moral a relativo, por lo que la efectividad de su acción en la realidad se contradice con sus sentimientos paternos y lo deja ver como un asesino ante la ética. Él muestra que “[e]l deber absoluto puede entonces conducir a hacer aquello que la moral prohibiría, pero de ninguna manera puede incitar al caballero de la fe a cesar de amar” (TT, pp. 87-88). Su pasión le basta para realizar los movimientos renunciando a su deseo y a su deber ético, así es que “[p]or medio de su acto ha franqueado todo el estadio moral; posee más allá un télos ante el cual suspende este estadio…” (TT, p. 71). En lo que sigue, Johannes de Silentio agrega: Abraham no actúa con vistas a algo; “[n]o actúa para salvar a un pueblo ni para defender la idea de Estado, ni tampoco para apaciguar a los dioses irritados” (TT, p. 71), sino que lo hace en virtud de su cualidad singular de creyente radicando el principio de su acción en sus caracteres humanos sin los cuales dejaría de ser grande, puesto que su virtud personal está en lo que hace y en el comienzo de su actuar, no en lo que le sucede y en los resultados.[11]
De este modo, no hay instancia moral intermediaria capaz de ayudarlo. Su acto, enteramente privado, lo coloca en una relación singular con la divinidad, por lo que está autorizado a ser extraño y mantener el silencio frente a los demás.[12] Pero él no calla para salvar a Isaac, a quien, de otro lado, tiene que sacrificar por Dios y por sí mismo, sino que no puede hablar de la misma manera que no puede hacer comprender a nadie su prueba, aquella en que lo moral constituye la tentación.[13] En esta imposibilidad residen, además, su angustia y miseria. En cuanto la lengua permite a uno traducirse en lo general, ella supone una pacificación, una reconciliación, pero Abraham no profiere palabras humanas sino que, en términos de Johannes, habla un lenguaje extraño, divino, tutea a Dios. Al responder a la pregunta formulada por Isaac diciendo: “Hijo mío, Dios se proveerá a sí propio del cordero para el holocausto” (TT, p. 140) no miente, sino que dice lo único que puede expresar, i. e. el doble movimiento ocurrido en su alma. De un lado, el primero de la resignación infinita en la disposición a renunciar a Isaac mediante el sacrificio ordenado por Dios y, de otro, el siguiente movimiento de la fe en virtud del absurdo que implica la posibilidad de que en cualquier momento Dios modifique su exigencia.
3.
Suele pensarse que el fin supremo del hombre es la felicidad. Sin embargo, la ética es aquel estadio inmanente que no admite ningún fin exterior y que, por el contrario, establece él mismo los límites y el contenido de la vida. “Tomado como ser inmediato, sensible y psíquico, el Individuo es el Individuo que tiene su télos en lo general; su tarea moral consiste en expresarse constantemente, en despojarse de su carácter individual para alcanzar la generalidad” (TT, p. 65). Por tanto, la diferencia entre éste y Abraham es que el primero se somete a la mediación justificando el fin de sus acciones por una expresión superior de lo moral, mientras que el segundo le escapa y se encuentra como singular por encima de lo general, lo que resulta una paradoja para el pensamiento.
El héroe trágico tiene a lo divino en lo moral -el estadio máximo al que puede elevarse-, y sólo puede corresponderse con aquel por mediación nivelando su vida conforme la idea de Estado o sociedad. En el cumplimiento de su deber no entra en relación con Dios porque, justamente, lo toma en sentido abstracto como moralidad, de modo que determina su relación con lo general por su referencia a lo absoluto y no al revés como lo hace Abraham. El héroe trágico tiene esa conciencia reflexiva que le permite transformar su obligación moral en deseo y, al mismo tiempo, renunciar a éste para cumplir su deber. Su felicidad, entonces, se halla en la concordancia entre deseo y deber,[14] pero de esta manera el individuo no es exclusivamente el individuo, porque se salva en una instancia intermediaria existente entre él y la divinidad. Por tanto, no es un asesino, pero tampoco un creyente: a pesar de estar capacitado para realizar el movimiento de la resignación infinita, no lo está para creer. Por eso él es grande debido a su virtud moral y el reconocimiento que recibe por parte de los demás le produce alivio.
De cierto ha renunciado a todo y tiene conciencia de la eternidad, pero la ética le exige que no se detenga en ningún sentimiento o disposición de orden íntimo, ya que si lo hace, peca contra sí mismo.[15] Su responsabilidad es manifestar su individualidad sin contradicción con su conducta externa, invitando a creer en la realidad y dejándola obrar. Así, cualquier hombre puede esforzarse por ser héroe trágico, ser aconsejado y fácilmente entrar a la idea de iglesia o de Estado. A la vez ser exigido y comprendido por ambos -en cuyo caso no se trata de una prueba ni de una tentación-, pero, como dice Johannes, sólo puede dirigirse a Dios en tercera persona.[16] La moral condena a quien guarda silencio y lo induce a confesar lo general hablando, no sustrayéndose a ningún argumento y su explicación trae consuelo al mundo entero. Mas esta felicidad, en rigor, es relativa porque se halla fuera del poder del espíritu. Se encuentra, de este modo, por debajo de la de Abraham, quien simboliza la superioridad de la subjetividad sobre la realidad conservando un interior oculto inconmensurable con la misma.
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“Si, por lo tanto, como héroe trágico (pues no puedo elevarme a más altura) hubiese sido invitado a emprender un viaje real tan extraordinario como aquel de Morija, sé muy bien qué hubiera hecho. […] Me habría dicho, en el instante de montar a caballo: ahora todo está perdido; Dios exige a Isaac, yo lo sacrifico y con él a toda mi alegría; sin embargo, Dios es amor y continúa siéndolo para mi, porque, en lo temporal, él y yo no podemos hablar, no tenemos una lengua común” (TT, pp. 40-41).
Esta extensa cita que reproduce las palabras de Johannes de Silentio refleja qué grado de subjetividad personifica el propio narrador. Su estilo literario nos recuerda al poeta que canta el amor, pero toma la forma del héroe trágico, quien posee el valor humano necesario para hacer el movimiento de la resignación infinita y encontrarse a sí mismo en su amor a Dios, pero es incapaz de rebasar el pensamiento y realizar el acto de fe que lo coloca en la creencia en virtud del absurdo. De esta sólo puede tener una idea vaga, espantosa y confusa, porque su alma no logra penetrar “la paradoja inaudita que es la sustancia de [la] vida” (TT, p. 38) de Abraham. De manera que, Johannes tampoco es un creyente, no es, propiamente dicho, el singular, si bien reflexiona sobre este modo de existencia con gran admiración y, a la vez, disgusto hacia la filosofía y la teología que pretenden conceptualizar y explicar la sustancia de la fe como si sólo bastara con saber lo que ella es.
Por el contrario, en el mundo del espíritu corresponde a cada singular llevar a cabo la tarea que le permita introducirse en la fe de manera seria e íntegra. Nadie puede, a este respecto, aprender de otro ni solicitar su ayuda, pero no por esto debe sentirse excluido de este camino que es accesible para cada uno y para cada generación. Y aún a aquellos individuos que son incapaces de descubrir la fe les espera una vida llena de trabajo y tareas que pueden franquear siempre que tengan amor real, mas su existencia es incomparable con la de quienes, en un terrible esfuerzo de su singularidad, alcanzan la cosa más sublime y recobran con extrema alegría toda la realidad.
[1] Cfr. infra, p. 4.
[2] Ya en el prólogo Johannes de Silentio advierte: “El presente autor de ningún modo es un filósofo; es, poetice et eleganter, un escritor aficionado, que no escribe sistemas ni promesas de sistema; no ha caído en el exceso de sistema ni se ha consagrado al sistema”, KIERKEGAARD, Sören (2007), Temor y temblor. Trad. Jaime Grinberg, Buenos Aires: Losada, 152 pp. En adelante, TT.
[3] Cfr. op. cit., pp. 32-33.
[4] Cfr. op. cit., p. 37. Como se verá a continuación, la ética también es cosa seria, pero concierne a lo general en oposición al individuo.
[5] Cfr. op. cit., pp. 38, 105 (nota al pie) y 119.
[6] Cfr. op. cit., p. 57.
[7] Cfr. op. cit., p. 43.
[8] Lo que se llama propiamente humano es la pasión, cuya superior manifestación en el hombre es la fe. Cfr. op. cit., pp. 80 y 144.
[9] Cfr. op. cit., p. 97.
[10] Cfr. op. cit., p. 72.
[11] Cfr. op. cit., pp. 75-76.
[12] Nótese que para Johannes de Silentio “el silencio también es un estado en el cual el individuo toma conciencia de su unión con la divinidad” (TT, p. 104).
[13] El subrayado es de Kierkegaard. Cfr. op. cit., pp. 132-135.
[14] Cfr. op. cit., nota al pie nº 1, p. 93.
[15] Cfr. op. cit., p. 82.
[16] Cfr. op. cit., p. 92.