La tesis fundamental de Kierkegaard sobre las relaciones entre individuo y sociedad se condensa, por ejemplo, en esta frase de los Cuadernos: "la idea se relaciona constantemente con uno"[1]. Pero aunque la tesis es común en la obra de Kierkegaard, no por eso es obvia y clara. De hecho, no es inmediatamente evidente qué es idea y por qué la idea se relaciona solamente con uno, con el singular. Son dos cuestiones, claramente relacionadas, que hay que analizar muy brevemente.
En primer lugar, Kierkegaard usa idea aquí en el sentido, también común en sus escritos, de idealidad. Y aunque las nociones de idea e idealidad sufran variaciones de sentido a lo largo de la obra, ellas designan, en general, un ámbito de la existencia humana, contrapuesto de lo inmediato, un ámbito que es el sentido. La idea es un sentido, es decir, en términos muy generales, una determinación, una identidad que produce justificación de la existencia, justificación regional –en éste o aquel aspecto de la vida–, o total –un sentido global para la realidad–, pero en cualquier caso, una justificación. Así pues, hay dos aspectos en la noción de idealidad: la determinación o identidad y la justificación que dicha identidad confiere a la realidad. Esto implica, entre muchas otras cosas, que lo que justifica es la identidad, es ser algo, que eso es lo que se persigue cuando se defiende una idea y eso es también lo que se hace cuando se vive: se busca una idea, aunque tantas veces bajo el disfraz de otra cosa. Así que no se trata de una determinación inerte, objeto de mera consideración desinteresada. La idea, en este sentido, no es algo meramente mental, un concepto, algo por el cual se piensa, sino todo lo contrario: es algo en que nos encontramos implicados, término de un interés vital, que produce motivación porque permite la identificación del hombre. En ese sentido, la idea se relaciona con la categoría de valor. Eso es claro, por ejemplo, en el célebre texto en que se habla de "descubrir la idea por la cual yo quiero vivir y morir"[2]. Así pues, tener una idea no es poseer una cierta visión de las cosas, sino producir una unificación de la realidad en que se vive, unificación bajo un sentido que organiza y orienta la vida, de manera que un sujeto se comprende a sí mismo por esa idea. Y la tesis de Kierkegaard –en esto en acuerdo total con la tradición– es que la existencia humana está originalmente determinada por el sentido, exige, por eso, la constitución de identidades que produzcan unidad en la complejidad de la vida y claridad en la confusión. Es decir, la existencia no es nunca, ni puede serlo, un puro comportamiento. En este sentido, hay siempre determinaciones ideales –o sea, momentos de sentido no dados en lo inmediato, en la situación espacio-temporal – que regulan la vida. Y esos momentos, como se ha dicho, crean valor. Como se sabe, en muchos pasos de la obra de Kierkegaard se intenta mostrar como la inexistencia de momentos ideales –o su fracaso– es desespero, lo que significa que no estamos en condiciones de prescindir de la idea, de anular el momento del valor. Ahora bien, el hecho de que no sólo el sentido resida en la idea sino que también el valor –todo el valor– sea siempre una idea –es decir, transcienda el espacio y el tiempo– hace que Kierkegaard también pueda designar la idea con la palabra eterno o eternidad. Como se sabe, eterno tiene distintos sentidos en los escritos de Kierkegaard, y no es fácil unificarlos, pero uno de ellos es precisamente valor, justificación, peso de la vida, gravedad, es decir, aquello que hace que la vida no sea de una inconsistente frivolidad. Por eso, en el texto en que Kierkegaard dice que la idea se refiere constantemente a uno, al singular, inmediatamente después introduce la categoría de la eternidad (que, como se percibe, no tiene aquí nada que ver con otra vida, sino precisamente con ésta), y afirma que la eternidad "no hace cuentas", no sabe contar, de un modo determinante: "no cuenta"[3].
La justificación que la idea confiere, el valor que introduce en la existencia, deriva totalmente, como resulta evidente, de su contenido ideal. De hecho, si la vida de una persona tiene algún sentido, lo tiene en la medida en que ella vive por una idea, y el sentido de la vida será el contenido de la idea. O, lo que parece ser la misma cosa, el contenido de su vida es la determinación de la idea, lo que significa que un individuo está justificado en su existencia, como se dice, cuando adquiere un contenido, cuando es algo determinado. Es cierto que no toda idea justifica la existencia, pero en cualquier caso será una idea a justificarla. El sujeto que vive por una idea es algo, tiene identidad, o mejor, adquirió una identidad. Como se sabe, una de las tesis de Kierkegaard es que un hombre sólo tiene identidad cuando la adquiere, es algo sólo cuando pasa a serlo de no serlo. Pero no es posible estudiar ahora este problema. Aquí interesa subrayar otro aspecto: que al adquirir una determinación el sujeto adquiere, por eso mismo, una cualidad. Y en ese momento pasa a ser, por eso, un singular. La tesis es importante, también porque ayuda a disipar algún equívoco. De hecho, es frecuente que la comprensión kierkegaardiana del individuo sea tomada de modo abstracto, al modo, por ejemplo, de la subjetividad aislada de que Hegel decía que era el mal. Pero esta comprensión deja escapar el sentido que Kierkegaard pretende dar a la expresión "pasar a ser un individuo" o "hacerse individuo". En realidad, uno pasa a ser un individuo cuando adquiere una cualidad, es decir, cuando su vida es mediada por una idea (y tan sólo por una). Así, cuando se dice que la idea se relaciona constantemente al singular es fácil entender al singular como un momento abstracto, ya dado. Pero no es así. De hecho, la relación a la idea engendra al singular, es esa relación que lo hace singular, siempre que la relación sea su relación, es decir, siempre que el sujeto se relacione a la idea por sí mismo. En otros términos: individuo o singular es una determinación de la cualidad y no, como habitualmente se interpreta, de la cantidad. La tentación de pensarlo bajo la categoría de la cantidad es fuerte: un individuo es uno y si hay uno hay inmediatamente más, otros. Pero la idea de Kierkegaard es totalmente opuesta: un individuo es la posición de una relación a la idea, una cualidad, por tanto, pero sólo hay relación a la idea cuando cada uno la establece por sí. En este sentido, el individuo de que habla Kierkegaard no tiene nada que ver con el singular abstracto, con el mero éste, de que Hegel decía con razón que era una pura abstracción. Pero hay que insistir un poco más en este problema, pues si es verdad que el singular lo es por la relación a la idea, es igualmente verdad que dicha relación, porque es cualitativa, lo separa y aísla de los otros. La idea separa y crea distancia. O sea, entre singular aislado y referencia a la cualidad (a la idea) hay mutua implicación. Y no podría ser de otra manera, pues la idea produce justificación existencial por su contenido ideal, por su cualidad. O sea, no ocurre solamente –lo que resultaría más o menos evidente– que uno sea algo, una identidad, por su relación a la idea, sino que uno es un singular esencialmente separado, es un sí mismo, en virtud de esa relación. Eso hace de él algo único, singular, en el sentido kierkergaardiano. Parece ser este el sentido radical de la afirmación que la idea se relaciona constantemente con uno. Y eso significa también que este singular, que el individuo, no admite multiplicación; no hay, en rigor, dos individuos, porque la eternidad no sabe contar, y no sabe porque no puede: no hay nada para contar, porque no hay número. En el mundo del espíritu sólo hay el singular, y el hecho de que cada uno lo sea no los multiplica. Es decir, la idea no es una determinación de la cantidad, como todo el mundo sabe. Kierkegaard lo dice así: "idealmente, espiritualmente el número sustrae"[4].
En el mundo del espíritu la ley es la singularidad aislada e irrepetible determinada por la cualidad, por la relación a la idea, que distingue y separa. No hay, por eso, cantidad: el hecho de haber otras personas determinadas por la misma idea es insignificante para el individuo. Pero Kierkegaard dice también con frecuencia que el hombre no es puro espíritu, sino también un animal. La categoría de la animalidad no comprende, en primer término, las inclinaciones o pulsiones naturales. Animal significa, por oposición a espíritu, miembro de una raza, de una especie. Y decir que un hombre es también un animal significa que él se entiende a sí mismo a la vez como uno de muchos, en que "muchos" se refiere a una totalidad específica, que se propaga en el tiempo: es eso lo que significa, en cuanto a su base animal, el cuerpo y la sexualidad. Pero eso no quiere decir solamente que el hombre pertenece a un todo, sino que recibe su sentido de ese todo. Es decir, haber especie quiere decir que el sentido pertenece a la especie, que lo que vale, lo que justifica es la especie, la raza. No se trata, por tanto, de haber pluralidad, sino que es una cuestión de sentido. Desde este punto de vista, el individuo es radicalmente un ejemplar de la especie y, en cuanto animal, este es todo su sentido, de manera que su valor como individuo es prácticamente nulo. Se comprende así muy bien que espíritu y animalidad estén en ámbitos radicalmente opuestos: en el espíritu el significado es todo del individuo; en la especie el individuo no tiene ningún significado, tan sólo lo tiene la raza.
Esta tensión entre espíritu y animalidad significa, en lo que atañe a la relación con la idea, que el individuo tiene dificultad –y una dificultad que deriva de su condición natural de hombre– en sostenerse como individual. Si es cierto que el hombre es, en cada caso, él mismo y la especie, como Vigilius Haufniensis dice en El Concepto de Angustia[5], es también cierto que la especie, el todo, ejerce un poder de atracción, una gran fuerza sobre el hombre. Esta atracción significa que el sujeto tenderá a justificarse a sí mismo y a su vida –es decir, a tener una relación a la idea– en conjunto, con otros, mediante los otros. Hay que distinguir aquí dos aspectos. El primero es la animalidad: el hombre es social porque no es puro espíritu: "la socialidad (Socialiteten) pertenece a la determinación animal del ser un ser humano"[6]. Es evidente que la "socialidad" no es idéntica a la animalidad. La "socialidad" es la determinación propia de una especie compuesta por individuos que son, además, irreductibles a la especie. En este sentido, se trata de una especie muy peculiar, porque el hombre no es nunca, por sí mismo, un ejemplar, pero también es un ejemplar. Este aspecto es, por decirlo así, natural, pues no está en poder del hombre hacer de sí mismo un espíritu puro, sustraerse a la animalidad. Pero hay otro aspecto, que es el hecho que la especie tiende a absorber al singular, lo que hay de espíritu en el hombre. Esta tendencia para la absorción depende de la animalidad del hombre, pero no se identifica con ella, como se verá. Pero lo que es, según Kierkegaard, un hecho innegable es que los hombres "se juntan, porque no soportan ser el uno (at vaere den Ene)"[7]. Lo que importa subrayar es la tendencia para sucumbir en la especie. Esto puede ocurrir de varias maneras, pero en lo que atañe a la relación con la idea significa, en último término, la sustitución de la dialéctica de la cualidad por la dialéctica de la cantidad. En el caso en análisis, eso tiene como consecuencia que el hombre busca en los demás, precisamente en la medida en que son muchos, la justificación de la idea, de manera que su fuerza y sentido dejan de residir en el contenido ideal cualitativo y pasan a estar en el número. No es posible seguir aquí este complejo proceso de sustitución de dialécticas y de categorías, que tiene resultados tan variados como la política y el público. Interesa tan sólo indicar algunos puntos, muy en general. El primero es que hay un cierto fundamento natural en todo este proceso: la incapacidad del hombre para sostenerse como espíritu, a no ser por momentos, en el instante. Eso implica, como se ha dicho, una casi irresistible atracción por la especie, por los "otros": algo así como "una llamada de la raza". Parece ser este el fundamento de la constitución de grupos o asociaciones. Así, pues se puede decir de un modo muy general que la constitución de cualquier asociación humana corresponde, en principio, a la introducción de la dialéctica de la cantidad, lo que, además, parece evidente: uno se une a otros no por la idea –porque para eso no necesita de nadie– sino por algo diferente de ella. Se podría objetar que hay asociaciones y grupos precisamente en virtud de la idea, que es la idea que los promueve, etc., y eso parece correcto. Pero el problema es que se presupone con demasiada facilidad que no ocurre nada cuando la idea promueve un grupo, que no hay alteración ni en la idea ni en las personas que se unen en dicho grupo. Pero parece que no es así, porque en un grupo la idea está, de hecho, sometida a la dialéctica de la cantidad y eso afecta a la idealidad en cuanto tal. Por varias razones. La más inmediata es que por buscar el apoyo o la contribución de otros la idea pierde su valor intrínseco, porque pasa a producir justificación por el hecho de ser de muchos. Y esto es una inversión total del sentido, porque es la cantidad que presta el valor y la cualidad desaparece. Esto es conocido y evidente: uno se siente seguro, se siente protegido en su opinión, cuando hay otros que también la comparten, y tanto más seguro y protegido cuanto más numerosos son los que "piensan como él". Es bueno saber que no se está sólo en una idea, pero es evidente que esa bondad no tiene nada que ver con el contenido que se piensa, porque el contenido no cambia por haber otros que también piensan así. En este caso, el valor de la tesis y la justificación existencial que confiere no deriva de la tesis, y eso significa, de hecho, que uno se protege detrás de los otros, que el número es su abrigo. Así pues el sujeto se determina por la idea no directamente sino mediante la cantidad. La fórmula abstracta para este tipo de constitución de sentido parece ser: la dialéctica cualitativa está mediada por la cuantitativa, de manera que el sujeto se orienta por un contenido ideal mediante la cantidad. Eso significa que un sujeto pasa a ser algo, se hace, en virtud de su dependencia de una determinación de cantidad –en virtud del grupo– o, en otras palabras, el sujeto adquiere una identidad por pertenecer a un todo y, precisamente por eso, no tiene esa identidad por sí mismo. Se trata de una peculiar trasformación de lo mismo en otro genéricamente diferente en virtud de la cantidad, lo que Kierkegaard llama, por razones evidentes, una generatio aequivoca cuya ley es la del número: "En el «público» y cosas semejantes el individuo no es nada, el numérico (det Numeriske) es el constituyente y la ley de pasar a existir (Tilblivelse) una generatio aequivoca"[8]. Por pertenecer a un grupo la persona pasa a ser y a hacer algo que no sería ni haría por sí mismo. Y esto es, de hecho, lo que ocurre cuando un sujeto entra en un grupo: adquiere la identidad del grupo, de los otros en cuanto otros. Y se sabe que esto es así. En un grupo un sujeto no es lo que es en sí mismo; hace, dice y piensa cosas que, cuando está sólo, no hace, no dice y no piensa; es más, llega incluso a no conseguir comprender como fue capaz de hacer, pensar y decir eso. Y lo más interesante es que eso puede ocurrir con todos los miembros del grupo, es decir, la determinación del grupo no es verdaderamente de nadie: "el número que nunca cambia produce una nueva cualidad, nos cambia"[9]. Se trata, pues, de una verdadera generatio aequivoca, el tránsito de uno a otro genéricamente diferente, tránsito que está sometido a la ley del número. La regla del grupo que resulta del número es, evidentemente, el unum noris, omnes, porque nada distingue a los individuos, en la medida en que, en el grupo, su identidad no es suya sino la del grupo en cuanto algo que está constituido por los otros. Se trata, pues, de una verdadera muchedumbre inorgánica, anónima, y eso es independiente del número de individuos que la componen[10].
De nuevo se podría objetar que no tendría que ser necesariamente así: uno podría estar en un grupo en virtud de una idea y sería la idea a unir a las personas. Pero Kierkegaard deja claro que no es esa la ley de producción de grupos, porque lo verdaderamente determinante en una colección de sujetos es la dialéctica de la cantidad y eso produce cambios sustanciales en el contenido ideal que presumiblemente uniría a los sujetos. Esto es: cuando lo determinante es la cantidad –y aquí lo es porque es por la cantidad que se forman grupos– queda tan sólo el involucro de la idea, es decir, las palabras, y eso es así porque la adhesión a la idea ocurre, no por ella misma, sino por algo distinto: los otros. Algo tiene que quedar de la idea, porque sin ello nada llevaría a la unión de los sujetos; pero cuando un sujeto necesita de otro para subrayar, de alguna manera, una idea, se pierde la idea, queda sólo su símbolo, porque se cambió de dialéctica. Por eso, Kierkegaard insiste que los productos de la dialéctica de la cantidad –es decir, política, público, etc.– son, en último término, una enorme ilusión, un fantasma irreal, de que tan sólo resulta un lenguaje hueco y todas las demás manifestaciones, igualmente huecas e ilusorias, que Kierkegaard describió en la Recensión Literaria. Falta la cualidad, pero queda su apariencia. Ocurre así una astuta sustitución, en que todo cambia pero no se nota el cambio. Tampoco es posible estudiar ahora las formas de constitución del público. Basta con indicar que se trata de más una invención de la dialéctica de la cantidad, una forma de producción ficticia de una especie sin contenido ideal.
Esta es, en rasgos muy generales, la lógica de las sociedades humanas: son habitualmente productos de una generatio aequivoca, pero el fruto de esa generación es curiosamente una nada, una ilusión. Y los sujetos que son lo que son por el grupo y por la sociedad a la que pertenecen son, en último término, también ellos, una nada, apariencias de hombres, una ilusión.
Pero aunque Kierkegaard afirma que esta es la regla normal de la constitución de asociaciones y grupos, y que es, además, uno de los problemas de la época –la de él y, al parecer, también de la nuestra– alguna vez parece admitir una alternativa, otro modo de agregar sujetos que no sigue la ley del número y en que el individuo no se pierde en la de la muchedumbre. Es lo que llama comunidad: "en la comunidad el individuo es"[11]. La regla de la constitución de la comunidad es naturalmente inversa de la muchedumbre. En el caso de la comunidad no hay generatio aequivoca, porque su presuposición fundamental es el mismo individuo singular determinado cualitativamente por la idea: "el individuo es dialécticamente decisivo como Prius para formar la comunidad y en la comunidad el individuo es cualitativamente algo esencial"[12]. Así pues el momento inicial y esencialmente significativo de la comunidad es el singular precisamente en cuanto singular, determinado en su aislamiento esencial, en su separación original de los demás. Y es desde ahí que se produce la comunidad, lo que Kierkegaard afirma diciendo que la idea viene después. La idea de la comunidad es por el singular y no éste por aquella. Curiosamente, también aquí vale el unum noris, omnes pero con el sentido inverso al que asume en la muchedumbre. E inverso porque el singular sigue siendo irreductible y, además, condición del sentido de la totalidad: "en la comunidad cada individuo garantiza a la comunidad"[13] y no al revés, como en el público, por ejemplo. En la comunidad, la totalidad posee idea por el individuo, por cada uno considerado en sí mismo, y por eso la generación de la comunidad no es equívoca: uno es en la comunidad precisamente lo mismo que es en privado.
En este sentido Kierkegaard dice que si esto fuese posible las relaciones entre individuo y comunidad serían semejantes a las del microcosmos con el cosmos: el microcosmos, el singular, repite cualitativamente el cosmos. Hay, por eso, también aquí una repetición, pero una repetición que, de alguna manera, mantiene la separación y la distancia que necesariamente tiene que existir para que el individuo pueda serlo. De hecho, también en la comunidad el individuo está sólo: de otra manera dejaría de ser individuo.
Por esta razón, en la comunidad el singular sigue siendo superior a la misma comunidad, al todo al que, por otra parte, pertenece, y eso es así porque la relación a la idea es anterior, desde el punto de vista existencial, a la relación con los demás. Es decir, es posible ser parte de un todo social, de una sociedad humana, y seguir siendo, de alguna manera, independiente de la naturaleza esencialmente gregaria de dicha sociedad, lo que se comprueba cuando –según la indicación de Kierkegaard– el grupo, los otros, abandonan la idea. En ese momento, el individuo sigue manteniéndola, porque no depende del grupo para ser lo que es. El hecho de que los otros la abandonen es, para él, absolutamente insignificante para la justificación existencial que la idea confiere. El camino es siempre de uno sólo. Y si se quiere buscar en la historia ejemplos de singulares que se sostienen en sí mismos en la relación a la idealidad delante del abandono de los otros basta con pensar en Sócrates (típico ejemplo kierkegaardiano) o Tomás Moro. En resumen: en la comunidad hay, de hecho, individuos, e individuos que hacen que sea verdadero, a su modo, el unum noris, omnes. Pero eso es así porque el unum es, de alguna manera, un absoluto respecto de los otros humanos. Y cuando esto ocurre, no sólo no hay problema en la sociedad sino que se hace posible una sociedad de hombres libres, sin muchedumbre, sin anonimato[14]. Sería algo así como una comunidad de espíritus. Como escribe Kierkegaard, en un texto un poco difícil de traducir: "«Comunidad» es ciertamente más que una suma; pero es, sin embargo, en la verdad una suma de unos (Enere): el público es un sin sentido: una suma de unos negativos, de unos que no son unos, que se hacen unos por la suma, mientras que la suma debía de ser suma de unos"[15].
[1] NB 32, 34 (Pap. XI
[2] AA 12 (Pap. I A 75)
[3] NB 32, 34 (Pap. XI
[4]Ibidem.
[5]Cfr. El Concepto de Angustia, SKS, IV, p. 335.
[6]Ibidem. "Socialidad" no existe en español, pero parece que la palabra utilizada por Kierkegaard tampoco existe en danés.
[7]Ibidem.
[8]Cfr. NB 15, 60 (Pap. X 2 A 390).
[9]NB 22, 42 (PapX3 A 656): todo el texto es especialmente claro y significativo.
[10] Para este sentido del unum noris, omnes, véase, por ejemplo, NB 22, 42.
[11] NB 15, 60.
[12]Ibidem.
[13]Ibidem.
[14] Para este outro sentido del proverbio, véase JJ 478 (Pap. VII 1 A 70) y NB 15, 60.
[15]Ibidem.