ÁNGEL GARRIDO MATURANO: "EL REINO DE LOS CIELOS Y EL PARQUE DE DIVERSIONES. LA ESENCIA DEL PATHOS RELIGIOSO Y SU RELACIÓN CON EL ESTÉTICO EL PENSAMIENTO DE SØREN KIERKEGAARD"
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Introducción y justificación metodológica

 

Es un topos casi inevitable comenzar cualquier reflexión acerca de ese pensador profundamente humano, escritor incisivamente paradójico y, sobre todo, hombre singularmente excepcional que fue S. Kierkegaard advirtiendo al eventual lector sobre el carácter asistemático de su pensamiento,  que fluye con el ímpetu tumultuoso, pero también con la belleza de un río de montaña.  Sería una empresa no sé si posible, pero seguramente difícil y tal vez insensata, querer contener con un muro de conceptos, con la trabajosa urdimbre del sistema toda la fuerza, la vida y la energía del río. Más insensato aún sería creer que el propio río no busca fluir libre y torrentoso, sino que tiende a la quietud de la muralla. Por ello mismo el estudio que aquí comienza de la esencia del pathos religioso en su pensamiento implica una necesaria renuncia metodológica: la de querer exponer fielmente de modo sistemático e integral lo que él realmente quiso decir acerca del tema que me ocupa. A mi parecer, como al de Jaspers, hay que confesar que “nadie sabe quién fue verdaderamente ni qué quiso decir”[1] este maestro de paradojas y generador de  perplejidades que se llamó Søren Kierkegaard. Pero la capacidad de interpelarnos y el potencial significativo que alienta en esas paradojas y aquellas perplejidades sólo surgen cuando se lo lee sin compromisos doctrinarios, sistemáticos o de escuela, sintiéndose, nuevamente con Jaspers, “fascinado tan sólo de manera literaria y estética, admirado por la riqueza de su espíritu”[2]. Cuando, por el contrario, pretendemos exponer (o criticar) lo que él realmente dijo, como si se pudiera encerrar el vendaval de ese espíritu de excepción en una estructura general y abstracta y transmitir la pasión que lo consumía cual una asignatura enseñable, entonces sí somos verdaderamente infieles a  Kierkegaard. Cuando tomamos sus fórmulas y análisis como partes de un sistema filosófico o teológico, válido o inválido, y  declamamos argumentos para fundamentarlo o refutarlo, entonces no dejamos que Kierkegaard nos interpele, no permitimos que sacuda nuestra interioridad y nos mueva a pensar más hondamente nuestras propias perplejidades. En lugar de ello, pretendemos convertirnos en detractores o sucesores de una “excepción” y, justamente por esto, caemos en la trampa del ironista y quedamos en ridículo. Por ello las consideraciones que siguen –reitero– renuncian a cualquier intento de exponer kierkergaardianamente a Kierkeggard, de ser fieles a o de criticar su “filosofía” y se contentan con poner a la luz que le dice a una lectura fenomenológico-hermenéutica la concepción del pathos religioso que el autor despliega esencialmente en el Postcriptum a sus Migajas filosóficas[3].

 ¿Pero qué queremos decir con “fenomenológica” y qué con “hermenéutica”, términos estos, sobre todo el segundo, usados de modo tan polisémico que, por momentos, resultan vacíos? Si comprendemos aquí el pathos religioso en un sentido laxo y originario

 –anterior a la especificación de este pathos bajo el modo de la fe cristiana– como la manera en que el hombre se halla afectado por lo Absoluto o Infinito en el conjunto de su relación con lo finito, esto es, en su existencia, entonces el acceso a dicho pathos podrá caracterizarse como filosófico-fenomenológico si se muestra en experiencias universales y, por ende, constitutivas de todo hombre en tanto tal; y no tan sólo a través de experiencias particulares, ya sean de origen confesional, ya sean  resultantes de la estructura psicológica de un sujeto individual. Lo que me interesa fundamentalmente, pues, es determinar en qué medida la concepción y análisis kierkergaardiano del pathos religioso permite iluminar la esencia de este pathos, esto es, elucidar cómo la lectura de Kierkegaard ayuda a la filosofía fenomenológica en su intento por describir aquel elemento invariable, que no sólo se halla presente en toda pasión religiosa, sino que permite caracterizar a una cierta pasión genuinamente como tal.  La fenomenología, al fin y al cabo, en tanto primer paso en el abordaje filosófico de una cuestión cualquiera, no es sino, como bien sintetiza García Baró, “el esfuerzo por describir la esencia de cierto aspecto de la vida tal y como se presenta en medio de ésta”[4]. Pero la perspectiva fenomenológica aquí adoptada es, además, de carácter hermenéutico. Ello significa, desde el punto de vista negativo, que no pretende probar con el rigor de la deducción formal cuál es el modo correcto de experimentar la pasión religiosa, ni qué dogmas religiosos expresan esa pasión; y, desde el punto de vista positivo,  que la lectura apunta a  explicitar algo como algo, en tanto y en cuanto ese algo –en este caso el pathos religioso– se da por sí mismo de modo tal que requiere o suscita interpretación para que se ponga de manifiesto su esencia.

De acuerdo con lo dicho este tratamiento fenomenológico-hermenéutico del pathos religioso, según Kierkegaard lo analiza en el Postcriptum, persigue tres objetivos. En primer lugar determinar, contraponiéndolo al pathos estético, el origen, la esencia, la temporalidad y la praxis del pathos religioso o, como también podríamos nombrarlo, de la pasión por lo Ab-soluto. En segundo, explicitar en qué experiencias se testimonia el modo genuino o propio de dicho pathos e identificar sus modos degradados o perversos. Y, finalmente, dejando de lado la obvia y hasta el hartazgo resaltada oposición entre los dos estadios, reconstruir la relación entre pathos religioso y pathos estético. Es que estoy convencido de que, precisamente por ser Kierkegaard un pensador que se toma en serio la religión, uno y otro pathos no tienen por qué excluirse absolutamente; la fe y un cierto disfrute de lo finito no son incompatibles. También llega al Reino de los Cielos el camino que pasa por el parque de diversiones.

 

1 Los tres estadios

 

A efectos puramente propedéuticos para determinar la especificidad del pathos religioso no deja de ser útil precisar cómo Kierkegaard entiende los dos otros estadios de la existencia humana: el ético y el estético. Según el modo en que el hombre se relacione consigo mismo en su relación con lo finito su existencia puede ser ética o estética. Kierkegaard define estos dos modos fundamentales de existir en los siguientes términos: “La estética en un hombre es aquello por lo cual ese hombre es, inmediatamente, lo que es; la ética es aquello por lo cual deviene lo que deviene.”[5] Detengámonos primeramente en la existencia estética. ¿Qué significa que un hombre es inmediatamente lo que es? En esencia no otra cosa que esto: el esteta se relaciona de modo inmediato con esto y con lo otro, pero en la relación no se relaciona nunca consigo mismo. Elige hoy esto y mañana lo otro, pero no se elige a sí mismo en sus elecciones. No gesta a través de sus relaciones con lo finito un determinado proyecto de sí. Igualmente –podríamos agregar–  se desprende de la concepción estética de la vida, que sólo busca el gozo y el agrado inmediato en su cambiante relación con lo finito, que el esteta, no sólo no se toma en serio a sí mismo, sino que tampoco puede tomar en serio al otro. Y ello porque no le importa quién sea en su interioridad ese otro, ni qué demande de él. Le importa tan sólo la “figura” que se ha imaginado y en qué medida el otro es adaptable a esa figura ideal y cumple el deseo que en ella había depositado.  El esteta no se relaciona, pues, con el otro como otro ni asume ninguna responsabilidad por él.  Toda relación con el otro parte de un interés inmediato y pasajero en sí mismo y se agota en el agrado o desagrado que esa relación le provoca a este sí, tan pasajero, inmediato y voluble como sus intereses. El esteta es el hombre de la eterna posibilidad. Para él en el fondo todo es siempre posible, porque nunca se compromete con nada. Nunca elige “verdaderamente”. La disyunción exclusiva “o bien… o bien…” a través de la cual se expresa la verdadera elección en la que el yo se compromete por entero consigo mismo y con lo elegido no tienen para él sentido alguno. Por ello,  a pesar de que algún esteta se subsuma en el goce de los placeres más infames y otro lo haga en el de los más excelsos, se puede decir que en todos ellos “el espíritu no está determinado como espíritu sino inmediatamente.”[6] El esteta, a pesar de que pareciera un hombre absolutamente libre, que elige y hace lo que quiere, en realidad es el menos libre de los hombres, porque es esclavo de sus deseos o, lo que es igual, no se posee a sí mismo. Para él no hay futuro ni continuidad. Está sometido al momento presente y a la inmediatez de su deseo (o de su temor), sea éste sutil y refinado o basto y grosero. Él –y en la vida de cada hombre hay una dimensión u orden estético– es también un desesperado, aún cuando no admita esta desesperación. ¿Y por qué desespera? Desespera porque tanto el obtener lo deseado como el no obtenerlo lo conducen tarde o temprano a la desesperación. Si no lo obtiene y por medio de la privación se lo saca de su absorción inmediata en lo deseado, se encuentra consigo mismo y descubre que no es nadie, que más allá de esas relaciones inmediatas su vida está vacía, que no hay ningún fin absoluto hacia el que orientar y en función del cual configurar el conjunto de su vida. Pero si lo obtiene, aunque en un principio se engañe a sí mismo y se absorba en el goce de la relación, como lo deseado es indefectiblemente algo finito, tarde o temprano la relación se corrompe o deteriora y el esteta vuelve a encontrarse ante la nada de su propio espíritu, de su aburrimiento de sí y de lo finito. Entonces desespera. ¿Qué es lo que lleva al esteta a la esclavitud respecto del deseo y a la consecuente  desesperación en que cae tanto el que obtiene como el que no obtiene el objeto de su deseo? La angustia. Lo que le angustia al esteta, aquello que lo lleva a distraerse de su propio espíritu y absorberse en la existencia del que es inmediatamente su relación al mundo, es precisamente el hecho de que él puede pero también puede no elegirse en verdad a sí mismo. Y el riesgo de que esa elección siempre pueda ser un fracaso. He aquí un aut-aut insuperable[7]. Una alternativa irreducible a toda síntesis. Esa alternativa angustia y, ante ella, el hombre se refugia en la estética: se conforma con ser lo que se es de modo inmediato.

Al estadio estético se contrapone el ético. Habíamos dicho que la ética en un hombre es aquello por lo cual él deviene lo que deviene. Esta definición es ahora transparente: el hombre accede a la existencia ética cuando se compromete con y se hace responsable de aquello con lo que se relaciona, de modo tal que se elige a sí mismo en cada una de sus relaciones con el mundo.  En este sentido el individuo ético salta hacia su singular y personalísima existencia y llega a ser el nombre propio que efectivamente es. La existencia ética –podría agregarse– no sólo supone que yo me elijo a mí mismo en la elección de mi relación con el mundo, sino también que el otro es elegido en cuanto es ese otro insustituible con el que he de relacionarme para ser yo el yo que quiero ser. En tanto tal en la existencia ética el otro es abordado verdaderamente como otro. Ella implica la renuncia a todas esas posibilidades imaginarias del orden estético, en cuanto me comprometo y me hago (constituyo mi ipseidad espiritual en acusativo) responsable realmente por aquello que elijo. El individuo ético es libre. A diferencia del estético, esclavo de la angustia de tener que elegirse a sí mismo, él elige la libertad y asume la tarea de llegar a ser quién libremente se ha resuelto a ser. De acuerdo con ello, afirmar que el sí mismo se elige a sí en sus relaciones con los otros, equivale, por tanto, a afirmar que asume históricamente su condición de “espíritu” o “yo”, esto es, su condición de ser “una relación que se relaciona consigo misma”.[8] Ahora bien, como el espíritu se hace a sí mismo en el tiempo y en lo finito, la angustia de tener que estarse eligiendo nunca puede ser superada por completo. No se pasa del sujeto estético al ético de una vez y para siempre. Quien así lo cree, deja de elegirse a sí mismo, se solaza con una figura ideal de sí que cree ser (cuando él es advenir) y, eo ipso, recae en el estadio estético.  Aquellos individuos resueltos que, por el contrario, a cada instante de elección hacen que se crucen la temporalidad en la cual devienen efectivamente sí mismos y la eterna potencialidad del espíritu de devenir sí mismos, ellos están pasando una y otra vez al orden ético. Para que no haya una falsa intelección del paso del orden estético al ético es menester aclarar que el individuo estético no es esencial ni conceptualmente diferente del ético, lo es existencialmente. Él puede incluso elegir las posibilidades que había elegido estéticamente, pero esta vez asume conscientemente la elección como suya. En tanto ético, él es la conciencia de ser precisamente ese uno mismo que libremente ha decidido ser y nadie más. Pero ese uno mismo puede contener “una rica concreción, una gran cantidad de determinaciones y cualidades, en una palabra, es el ser estético completo que ha sido elegido éticamente”[9]. Por eso Kierkegaard puede decir “que lo que más vale en la elección no es elegir lo que es justo, sino la energía, la seriedad y la pasión con las cuales se elige”[10]. En tal sentido bien podría coincidirse todavía una vez más con la inteligentísima lectura de Jaspers en su afirmación de que Kierkegaard quiere tan sólo una cosa: “que el hombre acceda a la seriedad”[11]. Pero una vez que se es consciente de que ser fiel a sí mismo en tanto espíritu es elegirse a sí mismo en la relación con lo otro, entonces el individuo, en la elección misma, pone la posibilidad del bien y del mal. Esto, por supuesto, no significa reducir bien y mal a determinaciones subjetivas, sino demostrar que la validez absoluta de esas determinaciones, sean ellas cuales fueran, presupone que el bien y el mal sean elegidos libremente por , esto es, que yo me haya elegido a mí mismo y, por tanto, determinado como espíritu.   

Concomitantemente con el bien y el mal el paso a la existencia ética pone también la posibilidad del pecado y abre, así, la dimensión religiosa. El pecado es querer, es decidirse por el mal. El individuo peca cuando, habiéndose elegido a sí mismo y, por tanto, siendo consciente de que el espíritu es lo eterno (lo que ya siempre le ha sido dado como su propio ser) e infinito (lo que una y otra vez, infinitamente, debe conquistarse) en el hombre decide no ser espíritu, llevar una existencia disoluta y absorbida inmediatamente en lo temporal y finito. Quiere por sobre la libertad del espíritu la esclavitud del deseo. Ése es el pecado.  Pero no lo es porque esto o aquello en lo que me absorbo sea malo en sí, sino que el elegirlo estéticamente, siendo consciente de que me ha sido dado el espíritu, es lo que hace que mi querer devenga pecado. En efecto, quien experimenta íntimamente que es espíritu, quien sabe que el espíritu es la tarea infinita de tener que elegirse a sí y que ninguna elección puede consumarnos, porque el espíritu aspira a lo infinito, a la plenitud absoluta, pero lo hace relacionándose con lo finito, él está “ante Dios”, pues está ante lo absoluto y eterno que lo puso o dio a sí mismo como el espíritu que él es. Y quien “ante Dios” niega ser lo que “Dios” hizo de él no sólo viola una determinación ética, sino que peca.  Él peca porque, decidiendo voluntariamente negar el espíritu y consecuentemente la ética y la libertad, niega a Dios que le donó la potencialidad de ser espíritu y de vivir éticamente. Con la representación de Dios él invierte el sentido de su elección y ahora se elige a sí mismo como no siendo espíritu. El no quiere ser el sí mismo libre que él es.  En última instancia, el pecado elige la autoafirmación de la propia voluntad egoísta por sobre la obediencia a Dios que nos ha hecho “hombres de espíritu”[12]. Pero el espíritu debe re-conquistarse a cada paso. A cada instante hay que hacer ser la eternidad en el tiempo. El que haya elegido el bien, no implica que en la próxima elección elija el mal. Perfectamente puedo engañarme a mí mismo y la vez siguiente decidir sacrificar mi libertad y mi espíritu y volver a la existencia inmediata del orden estético y a la consecuente esclavitud respecto de mis deseos. Y la posibilidad de elegir el mal, de elegir el pecado, que constantemente se cierne sobre mí mismo, me angustia. Ya no es la angustia del tener que elegirse a sí mismo, viva en el seno de la existencia estética; es otra, pero inseparable de la primera. Es la angustia del sí mismo de poder, a cada paso, pecar. Esta angustia inherente a la pasión por lo infinito, esto es, al sentirse afectado o movido desde el núcleo último de la propia condición espiritual a buscar lo absoluto, infinito y eterno, aún sabiendo que no podremos encontrarlo en lo finito; esta angustia de no poder soportar esa paradoja y recaer en la banalidad estética; esta angustia por sí mismo, pero “ante Dios”, es precisamente aquello que señala el paso del estadio ético al estadio religioso.

 

2 El pathos estético y el pathos religioso.

            Tanto la existencia estética cuanto la ético-religiosa implican una comprensión de sí, esto es, un modo de proyectar las propias posibilidades, que no resulta de un mero proceso de índole cognitivo-deliberativa. Muy por el contrario, estas diversas comprensiones de la existencia surgen de una manera de padecer la propia condición espiritual, de un modo de sentirse afectado por sí mismo, de un cierto pathos. En el caso de Kierkegaard el significado del vocablo griego pathos no debe circunscribirse a la acepción clásica de “padecimiento” de un efecto producido por algo ajeno, pero que toma el control sobre la voluntad del individuo, al punto que respecto del curso que siga su existencia éste resulta enteramente pasivo. Por el contrario, en Kierkegaard, el pathos designa un estado afectivo, resultante de la relación del sujeto con su propia condición, que, en lugar de suprimir su voluntad, la pro-voca o in-sta a actuar de un cierto modo. El pathos ahora no es lo contrario de la acción, sino la génesis de un modo de actuar. Ahora bien, como ese estado afectivo resulta de la relación del sujeto con su propia condición y como esta condición espiritual no puede ni negarse ni realizarse absolutamente[13], el pathos no sólo no puede reducirse a un padecimiento involuntario, sino que tampoco se lo puede identificar con el mero apasionamiento voluntario hacia un determinado objeto[14]. Él ciertamente mueve de un determinado modo al sujeto hacia su objeto, pero implica también y necesariamente la impotencia y el sufrimiento por no poder lograr plenamente aquello a lo que aspira. El pathos es así, a la vez, padecimiento y apasionamiento sin reducirse a ninguno de los dos. Sin duda el vocablo que mejor lo traduce es el castellano “pasión” que mienta el punto exacto en que se cruzan apasionamiento y padecimiento.

El pathos que por lo pronto rige la existencia inmediata del individuo es el estético.  Kierkegaard lo define en los siguientes términos: “El pathos estético se manifiesta en palabras, y puede significar, cuando es auténtico, que el individuo se abandona a sí mismo a fin de perderse en la idea (…).”[15] De acuerdo con esta descripción tres son los elementos que determinan la pasión estética. En primer lugar, el hecho de que el hombre sumido en ella no se proyecta o elige a sí mismo, sino que se descarga del peso de su existencia, absorbiéndose en una relación pasajera con algo finito y mediato. En el origen del pathos estético está la angustia ante el propio existir y la negación de la condición espiritual. En segundo lugar, ese algo finito y mediato no es nunca el otro, sino la imagen o idea de ese otro, configurada por el esteta de modo tal que en la relación con eso “otro” imaginado pueda encontrar un agrado lo suficientemente intenso como para poder olvidarse de sí mismo al menos un tiempo. Vale la pena llamar la atención sobre el carácter paradójico del esteta que se olvida de sí relacionándose consigo mismo, en cuanto aquello con lo que se relaciona es un producto suyo. Por ello la más auténtica y alta expresión del pathos estético es el pathos poético, porque allí la sublimación del objeto del deseo es tal y tan bellamente lograda que el esteta no se relaciona meramente con una idea, sino con un auténtico ideal del otro. Así, si interpretamos estéticamente el enamoramiento, no habrá expresión más alta ni goce más intenso que el del enamoramiento poético, porque la idea que el poeta se hace del amor será siempre superior a cualquier enamoramiento concreto que la realidad pueda ofrecerle. Por ello puede afirmar Kierkegaard  que, para el poeta, “la realidad sólo significa una ocasión que le insta a abandonar esta realidad con el fin de buscar la idealidad de la posibilidad.”[16] El tercer elemento distintivo del pathos estético, evidenciado también por antonomasia en su forma poética, es su exterioridad. Él no implica una modificación interior en la concepción de la existencia de aquel que lo siente, sino que “se manifiesta en palabras”, esto es, se resuelve o concluye en una expresión exterior, que bien puede estar representada efectivamente por palabras, como en el caso de un poema, pero que también puede exteriorizarse en actos bellos, situaciones gratas o cualquier otra concreción óntica de mi “ser-en-el-mundo”. Aquí lo determinante (hasta el punto de que Kierkegaard lo denomina ley de la relación estética) es que el individuo no dialéctico[17] modifica e incluso embellece el mundo con la expresión de su relación, pero no se modifica a sí mismo: “se modifica en lo externo, pero interiormente permanece inmodificado.”[18] De esta comprensión del pathos estético se derivan dos aspectos esenciales: el primero está referido a su temporalidad, el segundo a su teleología. Desde el punto de vista de la temporalidad el pathos estético se agota una vez que su exteriorización alcanza su expresión más lograda. Cuando ello ocurre, cuando lo finito ya no puede estar al alcance de la ilusión, el individuo no puede continuar absorbiéndose en su relación con el objeto ideal, y éste debe ser sustituido por otro. De allí que la perspectiva de corto alcance sea la suya[19]. El pathos estético implica, pues, una temporalidad discontinua, fraccionada, episódica, que requiere una innovación constante. En ella lo eterno, esto es, la condición dada desde siempre y por siempre y renovada a cada instante del espíritu de buscar lo Absoluto y pleno, queda sometido a lo temporal, es decir, a lapsos de corto plazo, que necesariamente deben reemplazarse unos a otros, toda vez que en ellos el sujeto se absorbe en el deleite pasajero que encuentra la ilusión en lo finito y relativo. Podría decirse que el pathos estético es una temporalización de lo eterno en un lapso y la dimensión temporal que en el priva es el presente. Desde el punto de vista teleológico, al ser el objeto en el cual deposita su ilusión el sujeto estético finito y, por ende, relativo, el pathos estético carece de un télos absoluto –debe reemplazar constantemente su ilusión–  pero por un breve lapso (el lapso de este presente inmediato) se relaciona idealmente con lo  relativo “como si y sólo como si fuera absoluto. El pathos estético implica, pues, una relativización y mediatización de los fines, en cuanto el fin es relativizado a los diferentes medios, esto es, a los diferentes objetos estéticos ideales que satisfacen la volubilidad del deseo. Lo paradójico aquí radica en que me relaciono con tales medios como si inmediatamente fueran fines. De allí que la mediatización de los fines se concilie con una inmediatización de las mediaciones. En esencia el pathos estético es la pasión resultante de no poder soportar mi condición real-efectiva de espíritu, lo cual me lleva a absorberme apasionadamente en ilusiones y a padecer la impotencia y el fracaso de esas ilusiones que deben una y otra vez ser reemplazadas. El pathos estético es, empero, fructífero, en cuanto, elevado a su expresión poética, embellece el mundo y por un momento regala la diversión y el disfrute. Pero se vuelve cómico y, a mi parecer, incluso trágico, cuando el “como si” se elimina e interiormente me autoengaño y creo que la relación estética lo es con un objeto real y no con uno ideal, y que el placer que ese objeto ahora me provoca puede satisfacerme por completo. Es maravilloso enamorarme de la idea de Regina, todavía lo es más disfrutar durante un tiempo de ese amor ideal y expresar ese goce en bellos poemas. Pero confundir a Regina con su idea y suponer que me hará feliz por siempre es una catástrofe. Es la catástrofe que comienza con aquel legendario final “y fueron felices”.

            Del pathos estético Kierkegaard distingue en el Postscriptum el religioso o existencial. Lo define así: “El pathos existencial resulta de la relación transformadora de la idea con la existencia del individuo. Si el télos absoluto, al relacionarse con el individuo, no transforma absolutamente su existencia, entonces el individuo no se relaciona con pathos existencial (…).”[20] Y páginas más adelante precisa: “El pathos existencial es lo mismo que la acción, o bien que la transformación de la existencia (…) consiste en que, de forma simultánea, uno se relacione absolutamente con el télos absoluto y relativamente con los fines relativos.”[21] Tres son también las características que lo distinguen. En primer lugar, el pathos religioso o existencial radica en sentirse afectado o interpelado interiormente por la propia condición espiritual al punto de que esta afección o interpelación obra en la existencia y la modifica por entero, en el sentido de que ésta ya no es más disipación, sino asunción de sí y de las metas de la existencia toda. El pathos religioso no implica, pues, a diferencia del estético, el absorberse en una posibilidad ideal, sino que es “acción”, no porque se exprese en actos externos, sino porque  lo padecido actúa modificando el sentido –aquello sobre la base de lo cual comprendo– mi propia existencia. Y como la transformación de la propia existencia en el sentido de su liberación del encadenamiento estético y gestación o pro-yección de sí es lo que define la condición de espíritu o sí mismo, podríamos caracterizar el pathos religioso afirmando que en su origen se halla el padecerse o soportarse a sí mismo como sí mismo, el estar afectados por nuestra propia condición espiritual.  Sin embargo, esta caracterización, que lo separa del pathos estético, no nos posibilita distinguirlo suficientemente del ético. Es necesario, pues, incluir su segundo rasgo distintivo, a saber, que en el pathos religioso no nos relacionamos sólo con nosotros mismos en nuestra relación con nuestros fines relativos, sino que, concomitantemente, nos relacionamos absolutamente con un télos absoluto. Este es el punto absolutamente nuclear para comprender fenomenológicamente lo esencial del pathos religioso, a saber, que en él  asumimos apasionadamente el padecernos prevoluntariamente a nosotros mismos como “sí mismos”[22] in-stados por nuestra propia condición a relacionarnos absolutamente con un fin absoluto. En efecto, el “sí mismo” en tanto se elige a sí mismo en la relación con lo otro, es renovadamente proyecto de sí. Él se encuentra con que está movido por su propia condición, que no ha elegido, sino que le ha sido dada como el factum originario de su existencia a elegirse, a proyectar el sentido de su propia existencia. Ahora bien, dicha proyección se desarrolla temporalmente a través de la correlación del sujeto con lo finito. Precisamente por ello la proyección de sí nunca puede consumarse absolutamente. No lo puede desde el lado (podríamos decir) noético de la correlación, desde el lado del sujeto, porque, al desarrollarse temporalmente, la relación a sí está constantemente adviniendo, reconstituyéndose y nunca es definitiva. No lo puede tampoco desde el lado (podríamos decir) noemático, porque lo finito en tanto finito y corruptible nunca puede satisfacer el impulso a elegirse de modo consumado y pleno (lo que Kierkegaard llama “felicidad eterna”[23]), sea ello lo que fuere. Precisamente porque este impulso no puede satisfacerse se convierte en una pasión que consume al sujeto. Asumir esa pasión es tanto como no negar aquel Deseo al que se supeditan y que le otorga su sentido último a todos los otros deseos relativos; aquel Deseo de lo Absoluto que se expresa como pura “tensión a”; aquel Deseo que ningún objeto físico puede satisfacer y que, por eso mismo, podríamos llamar metafísico o simplemente Deseo con mayúsculas. Asumir la pasión religiosa equivale a no pactar con la insensata negación de nuestra propia constitución, que justo por ser la nuestra no puede ser negada, sino tan sólo re-negada, y arder, en cambio, a causa del Deseo de lo absolutamente Otro; desear ese Deseo, consumir la vida toda tras un Deseo sin satisfacción que espera lo imposible. Aquí Kierkegaard y Levinas se dan la mano y escriben juntos: “Morir por lo imposible: he aquí la metafísica”[24]. El testimonio de lo infinito en el sujeto, el testimonio de Dios afectando originariamente  al hombre y generando en él la pasión re-ligiosa (aquella pasión que se vuelve a ligar con la afección originaria de lo infinito) no radica en ninguna felicidad maravillosa que pudiera encontrarse en una vida de presunta santidad ni en ninguna iluminación mística que nos contactaría de modo inmediato con lo Divino, sino precisamente en asumir este Deseo de un sentido absoluto para la propia existencia, que ha sido puesto originariamente en el sujeto y que la renueva constantemente. Por ello la existencia del Absoluto “únicamente puede ser demostrada por el individuo, que a través de su propia existencia [de su renovado tender hacia lo Absoluto] expresa que existe.”[25]. Del hecho de que la pasión religiosa se experimente como Deseo, en el preciso sentido arriba explicitado, se deriva su tercer rasgo distintivo, que la contrapone al pathos estético y vuelve imposible su objetivación, a saber: el hecho de que el pathos religioso no se expresa en signos externos, en palabras, en dogmas, en actos, costumbres, sino que acaece en la propia interioridad del sujeto, en la medida en que su pasión por lo Absoluto se apropia de su existencia, la aleja de todo auto-conformismo y lo mantiene deseando. Esta nunca acabada y siempre renovada apropiación  de la pasión religiosa se reconoce en el hecho de que el sujeto interiormente sufre por no haber alcanzado y por no ser cierto de poder alcanzar lo Absoluto; sufre, consecuentemente, por la angustia, renovada a cada instante, de recaer en su absorción en lo inmediato y no poder transformar su existencia y elevarla a la altura de su Deseo; sufre, dicho con otro lenguaje, por la posibilidad de pecar. En tal sentido escribe Kierkegaard: “el verdadero pathos existencial se relaciona esencialmente con el existir, y el existir es en esencia interioridad, y la acción de la interioridad es el sufrimiento, porque el individuo es incapaz de transformarse a sí mismo.”[26]

Determinados el  origen los rasgos esenciales de la pasión religiosa, precisemos ahora, para comprenderla más profundamente en su contraposición con la estética, su temporalización y su consecuente teleología. Desde el punto de vista temporal si en el pathos estético privaba el presente del lapso,  ahora  el sujeto religioso temporaliza su existencia desde un futuro más futuro que cualquier advenir, pues mi existencia toda se comprende a sí tendiendo hacia lo Absoluto y Eterno, que no es un futuro en el tiempo, sino un futuro respecto del tiempo. Se trata de un futuro inalcanzable, pues lo Eterno no puede realizase en el tiempo, pero un futuro que, bajo la forma del Deseo, renueva a cada instante mi existencia, manteniendo en movimiento el nunca acabado advenir a mí mismo. Ahora bien, como no es posible in praesenti tener ni certeza ni seguridad acerca del futuro y, menos aún, del más extremo futuro, “la relación de un presente con un futuro implica,  eo ipso, incertidumbre, y por tanto, es propiamente una relación de expectación”.[27] La relación con el Bien absoluto y eterno al que el existente religioso tiende se cumple, entonces, esencialmente como Deseo que se temporaliza bajo la forma de la esperanza, pues “el sujeto existente puede relacionarse con lo eterno solamente en tanto que futuro”.[28] Si en el pathos estético se producía una temporalización de lo eterno en el lapso presente, ahora, en el caso del existente religioso, se produce desde el punto de vista fenomenológico una inversión: una eternización de lo temporal, en cuanto todas las relaciones que mantiene el existente con lo finito son vistas, por decir así, sub specie aeternitatis y proyectadas sobre el trasfondo de la búsqueda de la eternidad. En efecto, las relaciones finitas y temporales quedan ahora referidas a la eternidad, en la medida en que ninguna de ellas nos satisface y la asunción consciente de esta insatisfacción o hastío es, precisamente, aquello que, en lugar de sofocar la pasión por lo Infinito, apegando al sujeto a lo mundano, la aviva hasta convertirla en una braza ardiente.[29] Si en el caso de la pasión estética la temporalización de lo eterno se producía en el lapso, la eternización de lo temporal acaece en el instante. En él la eternidad,  que padezco en mí como el Deseo de lo eterno, irrumpe en la temporalidad, me libera de mi absorción en el presente y, así, renueva constantemente mi advenir a mí –mi existencia– poniéndome una y otra vez sobre el camino de lo Infinito; sobre aquel camino que, al igual que el rayo de Hernández, nunca cesa. En tal sentido el instante no implica una salida mística “fuera del tiempo”, sino que, por el contrario, es la eternidad quien viene a las circunstancias temporales concretas y habla desde ellas[30] in-stándome –por ejemplo, bajo la forma del hastío o de la angustia, a arriesgarlo todo, a sacrificar mi presente en apariencia  cómodo y sosegado, a abandonar mi “mundo feliz”, a desencubrir las mil formas del auto-engaño y las trampas insidiosas de la mala fe, para continuar el camino en pos de mi Deseo. Continuar el camino hacia lo Absoluto, eternizar lo temporal, no significa –como recalca Kierkegaard en Las obras del amor– acercarse a una meta, sino mantener vivo el Deseo y, de ese modo,  “estar a la expectativa” de un posible futuro más allá de todo advenir finito. Pero “estar a la expectativa en relación con la posibilidad del bien significa esperar, cosa que, precisamente por ello, no puede consistir en ninguna expectativa temporal [no abandono un presente imperfecto para advenir a uno más perfecto], sino que es una esperanza eterna”[31], porque “en el tiempo lo eterno es [eternamente] lo posible, lo futuro”[32]. La forma más genuina, más originaria y más pura de la pasión religiosa, aquella que resulta de su propia temporalidad, es la esperanza y, por el contrario, el signo del que re-niega de su Deseo y acaba por propia voluntad con la posibilidad de lo Absoluto es la desesperación, pues “el que vive sin posibilidad es un desesperado.”[33]

Desde el punto de vista teleológico, si el pathos estético se caracterizaba por una inmediatización de lo mediato, el religioso lo hace por una supresión de la mediación de lo Absoluto[34]. Lo Absoluto no es ningún proceso que se va cumpliendo a través de diversas mediaciones. No hay medios que instrumentalicen lo Absoluto, sino que éste permanece siempre futuro, siempre lejano, siempre posible. No se está más cerca del Reino de los Cielos, por mucho ascender a los altares. La relación con el télos absoluto –la pasión como Deseo–  nos dice Kierkegaard, es “absoluta” y no está, entonces, mediada por nada. En cierto sentido paradójico con lo Absoluto como posibilidad, con lo inalcanzable, me relaciono también inmediatamente, precisamente bajo la forma de la esperanza. Lo Absoluto es lo más alejado, eternamente futuro y eternamente posible, pero para la esperanza es lo más inmediato, porque no es la relación con ningún qué finito la que me conduce a lo Absoluto, sino mi Deseo de lo Absoluto, tan inmediato que ya siempre arde en mi interior, el que determina el cómo de mi relación con lo finito.

 

3 Incertidumbre y sufrimiento.

 

            El pathos religioso corre constantemente el riesgo de recaer en pathos estético cuando detiene su ím-petu o Deseo de Absoluto en el gozo de una objetividad inmediata, como, por ejemplo, aquel gozo del que disfruta quien cree que ha realizado su relación con lo Absoluto por medio de la creencia inconmovible en una serie de principios o dichos de carácter dogmático. Por lo tanto, para que la relación con lo Absoluto mantenga incandescente su llama y no se mediatice, reconvirtiéndose en una relación con lo finito, es menester que el sujeto permanezca incierto de su fe; es imprescindible, incluso, para que el impulso siga transformando activamente la existencia que esta incertidumbre sea insuperable. Ahora bien, como la correlación con lo Absoluto, al igual que cualquier correlación, tiene dos aspectos, uno objetivo o noemático y otro subjetivo o noético, en la incertidumbre esencialmente inherente al pathos religioso habrá que distinguir un aspecto objetivo y uno subjetivo. La incertidumbre objetiva radica en que debemos ser sinceros con nosotros mismos y aceptar que no es posible demostrar de modo incontrovertible e indubitable que lo Absoluto deseado realmente existe. Nadie puede estar seguro, con la seguridad ostentosa de la prueba empírica o con la conclusión irrefutable del argumento lógico-matemático, de que el Bien Absoluto y la felicidad eterna le aguardan. Nadie ha visto el Reino de los Cielos. A lo sumo puedo esperarlo todo. No con una esperanza absurda fundada en el capricho, sino con una esperanza que surge y se sustenta en el propio pathos o Deseo que ha sido puesto en mí, que como padecimiento cargo y que como apasionamiento renueva e impulsa constantemente mi existencia en busca de un sentido absoluto. La relación religiosa, que se cumple como esperanza, es la respuesta a este padecimiento a través del cual lo Absoluto me afecta y, haciéndolo, se muestra o testimonia indirectamente sin por ello demostrarse. La relación religiosa no es, entonces, en sí misma absurda, si se la comprende a partir de donde debe comprendérsela: de la pasión, cuya praxis esencial es hacer posible la re-ligión como respuesta a la afección que lo Absoluto ha puesto en mí en tanto he sido dado a mí mismo como espíritu. La relación religiosa es absurda si se la quiere probar o demostrar racionalmente y si se pretende tener certeza de lo Absoluto. Pero, además de esta incertidumbre objetiva, el pathos religioso reconoce una subjetiva: nunca puedo ser cierto plenamente de que en realidad no he recaído en lo estético y rebajado mi pasión por lo Absoluto a mi relación con algo finito, verbigracia los goces del mundo, pero también el cómodo rol del pastor, la seguridad, el prestigio y el apaciguamiento de ser reconocido como un hombre verdaderamente religioso por mi comunidad o el orgullo de defender los más sutiles argumentos teologales. La incertidumbre subjetiva –de la que la vida de muchos santos torturados por la tentación ha dado testimonio– es la imposibilidad de derrotar definitivamente el autoengaño consistente en creer que cualquier “acto objetivo”[35], cualquier “qué”[36] es la prueba fehaciente de que me he apropiado interiormente (esto es, de que a cada instante está transformando el cómo de mi vida entera) de mi pulsión hacia lo Absoluto. Si lo Absoluto para un existente finito, no puede estar dado, sino tan sólo como objeto de Deseo y búsqueda, la fe en lo Absoluto nunca puede estar cierta de haberlo alcanzado, ni siquiera está cierta de su realidad. Por ello la incertidumbre subjetiva, la fe vivida en la duda acerca de la sinceridad de mi fe es esencial al pathos religioso; y esta incertidumbre, correlativa a la incertidumbre objetiva, es el signo originario del carácter genuino de la fe. Kierkegaard mejor que nadie experimentó esta incertidumbre, y no mentía ni ironizaba cuando, a través de sus pseudónimos, declara “no ser cristiano”. Es que él vivía incierto de haber realizado el movimiento de la fe. Odiaba y maldecía con toda la pasión de la que es capaz un hombre su impotencia para tener verdaderamente fe, en un mundo en el que todos con suma facilidad se dicen hombres de fe. Con toda razón se pregunta Leon Chestov, refiriéndose a este doloroso y apasionado reconocimiento de Kierkegaard de nunca poder terminar de realizar el movimiento de la fe, si no consistirá en esto el primer movimiento de la fe. “¿No será esto ya fe, la fe auténtica?”[37] Con toda razón hubiera podido responderse que sí.

            La consecuencia lógica de esta incertidumbre –si la incertidumbre subjetiva y la objetiva no son una pose, sino que son realmente interiorizadas, si realmente “queman la carne”– para alguien consumido por el pathos religioso es el sufrimiento. Y es que en lo negativo del sufrimiento se reconoce lo positivo de la búsqueda de lo Absoluto. Por ello puede afirmar Kierkegaard que “el actuar religioso está marcado por el sufrimiento”[38] y que “la realidad de la continuidad del sufrimiento se entiende como algo esencial  para la relación patética con una felicidad eterna.”[39] El sufrimiento debe ser continuo. No se trata aquí del infortunio ocasional producido por una relación no propicia con algo  externo –este es un sufrimiento meramente estético–, sino del sufrimiento interior, constantemente renovado y, por tanto, esencial a mi existir de no saber si existe lo Absoluto que Deseo ni saber tampoco si verdaderamente tengo fe en lo incierto. Por eso, porque implica un sufrimiento interior y esencial, mi la relación con la felicidad eterna no puede estar definida por ninguna exterioridad, sino que “únicamente puede ser definida por el modo que es adquirida”[40]. Un modo que sólo se sostiene en la incertidumbre y el sufrimiento. Una adquisición que implica valor.

            Ahora bien, “cuando el individuo está seguro de su relación con Dios y sólo sufre en sentido externo, eso no es sufrimiento religioso.”[41] Incluso puede sufrir hasta el martirio por aquello de lo que está seguro, pero no se trata aquí de sufrir por Dios ni de estar en relación con Dios, sino de sufrir por el discurso externo, es decir, por el cuerpo de ideas o dogmas en los que se cree, y de estar en relación con ese discurso, esto es, con sí mismo. Y este sufrimiento –que el fundamentalista que interiormente no sufre reclama con ardor para que se “vea” su fe, como si la fe fuese algo externo y visible–, por terrible que sea, es meramente estético, es un infortunio,  enfermizamente buscado. Por ello nadie tiene derecho a exigir para sí el título de “religioso” por “hartarse de oprobios”; ni nadie tampoco puede negarle a una persona su condición de tal por el hecho de no padecer semejantes calamidades, “pues esta clase de infortunio externo no implica que haya sufrimiento”[42]. Y no lo hace, porque el sufrimiento es el signo interno de que la relación con Dios se mantiene viva como Deseo y búsqueda de lo Absoluto, y de que no se ha ganado y, consecuentemente, relativizado la “felicidad eterna” por medio de ningún modo de vida temporal. Quien obtiene la seguridad de que se relaciona inmediatamente con Dios –como en la conciencia inmediata propia de la esfera estética– ya no sufre interiormente, sólo se relaciona  de modo directo con la fortuna o el infortunio externos, y “esto ya es un signo  de que él es una individualidad estética que se ha extraviado en la esfera religiosa.”[43] En efecto, un hombre tal, un esteta disfrazado de religioso, pues ya no ek-siste en el estricto sentido del término, no vive tendido hacia lo Absoluto que cree haber encontrado. El hombre verdaderamente religioso, en cambio, se vuelca hacia su propia interioridad y es consciente de que, en su existir, se encuentra eternamente en proceso de devenir hacia la felicidad eterna.  El mejor ejemplo de estos estetas disfrazados lo encuentra Kierkegaard en el predicador. “Un predicador está absolutamente seguro de su relación con Dios (pobre hombre, ya que esta seguridad, por desgracia, es el único signo seguro de que un sujeto existente no se relaciona con Dios) y sólo se ocupa tratando al resto del mundo con propagandas.”[44] La inseguridad y el sufrimiento como únicos signos genuinos de la pasión religiosa ponen al descubierto no sólo la falsedad del predicador, sino, por sobre todo, los modos degradados e impropios de la religiosidad: el dogmatismo y el institucionalismo, que quieren objetivar y maniatar en una serie de “palabras”,  ritos y actitudes externas el fuego interior del Deseo, y contra los que tanto lucho Kierkegaard en El instante. En el fondo, la comprensión cabal de la esencia del pathos religioso revela que la mayor perversión e inautenticidad de este pathos radica en todas las formas del fundamentalismo y del fanatismo,  de los cuales incomprensiblemente es a veces acusado Kierkegaard. El fundamentalista y el fanático no esperan nada, pues creen haberlo ya ganado todo. Su fe no es fe incierta y anhelante, tendida a lo Absoluto, respondiendo sincera y renovadamente a la necesidad, arraigada con dolor en la propia afectividad, de buscar sus indicios en todas las lenguas, en todos los hombres y  en todos los paisajes. Su fe no es la fe de quien confía esperanzado y busca amorosamente la huella de Dios en cada cosa amable de la existencia. Su fe es ateísmo disimulado. Odio del otro disfrazado de pureza[45]. Su fe fanática es desesperación –sépalo él o no– y ejercicio “del ateísmo real de quien cree controlar lo absoluto del divino misterio”[46]  y apresarlo en baratijas, aunque sean cálices de oro.

 

4 Conciencia y humildad

 

La praxis fundamental del pathos religioso es, según adelantábamos, hacer posible la relación religiosa, en cuanto dicha relación no es otra cosa que la respuesta a la interpelación afectiva originaria de lo Absoluto. Ella se concreta como el padecimiento, propio de un ser que ha sido dado a sí mismo como espíritu, del Deseo de un sentido Absoluto para el conjunto de su existencia. La respuesta no puede consistir sino en la apasionada y sufriente búsqueda de ese Absoluto que, por ser tal, no puede encontrarse en ninguna certeza inmediata y mundana. En consecuencia, ¿implica necesariamente la búsqueda sincera del Absoluto romper por completo con el mundo, desligarse de todo gozo de lo inmediato, perjurar del parque de diversiones y entregarse al encierro de la vida monacal o de las iglesias sectarias? En términos generales: ¿exige la relación religiosa abierta por el pathos existencial renunciar a lo inmediato? ¿Son contradictorios e inconciliables el pathos estético y el religioso? Según mi lectura fenomenológica y en contra  de lo que una interpretación literal de ciertos pasajes de Kierkegaard pudiera sugerir, el pathos religioso no suprime ni anula el estético, sino que lo modifica. En cierta medida el pathos religioso exige “separarse del mundo” y es incompatible con la vida estética. Pero separarse del mundo, en contra de lo que creen los grupos religiosos obtusos que directamente son o ven con gusto al fundamentalismo,  no significa separarse de ningún qué mundano, no significa dejar de ir al parque de diversiones para encerrarse en otro qué igualmente mundano y externo, ya sea el monasterio o la comunidad sectaria. Separarse del mundo significa modificar el cómo de mi relación con la exterioridad, esto es, adquirir conciencia de que ningún qué externo puede realizar  objetivamente el pathos religioso que vive en el secreto de la interioridad. Tener conciencia es, en el fondo, indistinguible de la humildad. El hombre verdaderamente religioso es verdaderamente humilde. No se cree más cerca de Dios que ningún otro hombre ni hace proselitismo para que los demás sean tan religiosos como él, porque de lo único de lo que está seguro es de la incertidumbre de su fe, porque sabe que si en algo se reconoce inmediatamente la “verdadera fe”, entonces esa “fe realizada” ha muerto como Deseo y ha sido rebajada al rango de la idolatría.[47] El hombre verdaderamente religioso es consciente de su culpa, es consciente de que ha fracasado y de que, una y otra vez, ha intentado apagar su Deseo de Absoluto sumergiéndolo en las aguas de lo inmediato. Por ello no es la altivez del que cree haberse ganado el Reino de los Cielos, como si tal Reino pudiese pagarse a más o menos precio, sino la humildad de la conciencia de la culpa lo único que puede asemejarse a la humildad de la inocencia[48].  Por ello, siendo humildemente consciente de que no siempre puede estar a la altura de ese afán de Absoluto que lo consume, pero siendo igualmente consciente de que ninguna exterioridad puede satisfacerlo, el hombre verdaderamente religioso no se horroriza, como el predicador, por elegir esa “disipación” en lugar del templo, y sigue asistiendo al parque de diversiones, porque el Reino de los Cielos está tan lejos o tan cerca de uno como de otro.

En la vida siempre aparecen encrucijadas y de ellas se abren dos caminos: “el camino del humilde entretenimiento y aquel del esfuerzo desesperado, el camino que lleva al parque de diversiones y el camino del monasterio”[49]. El predicador que detenta la verdad –el hombre serio y fundamental– se indignará ante la idea de dedicar un domingo a divertirse y emprenderá el camino que lo lleva al monasterio o al púlpito. El hombre religioso no se atreve a tomar ese camino, que le sabe a demasiado exclusivo, y se endereza al parque de diversiones. Consciente y humilde como lo es de los límites de lo finito y de sus propios límites ¿se podrá divertir allí? Sí, ciertamente lo hará. “Y, ¿por qué se divierte? Porque la más humilde expresión para la relación con Dios consiste en reconocer la propia humanidad, y es humano divertirse.”[50] Frente a él, que sabe que para Dios nada es imposible, que ninguna culpa es definitiva y que la misericordia divina es infinita, el estricto predicador  “se imagina a Dios como un déspota celoso de obtuso entendimiento, consumido por el ardiente deseo de que el mundo entero advierta, por medio de la extraña conducta de un hombre particular, de que Dios es amado por él”[51]. En realidad es al predicador y no a  Dios, que en nada necesita de la admiración del mundo ni de los gestos extravagantes de sus devotos, a quien lo consume –confiéselo o no–  el ferviente anhelo de que el mundo sepa cuán entregado está él a Dios y, así, su marcha hacia el templo con  impecable, pero ciertamente llamativo y notoriamente diferente atuendo, en el que no ha de faltar la Biblia bajo el brazo, es en realidad un camino hacia el mundo. Pero aquel al que lo consume la pasión de lo Absoluto no tiene tiempo de ocuparse de lo que pensará de él el mundo; y si ella lo consume sinceramente, entonces él sabe, con la sabiduría serena de la humildad, que en el tiempo todo Absoluto nos está vedado, que nunca nos desligaremos absolutamente del mundo y que es insensato querer expresar en la exterioridad finita una pasión infinita. Entonces él, humildemente, tomará su decisión ante Dios y, tratando de distinguirse lo menos posible de los otros, emprenderá el camino que conduce al parque de diversiones. Tal vez esté yendo hacia el Reino de los Cielos.

 

 

Ángel E. Garrido-Maturano

CONICET –IIGHI – Resistencia. Argentina 

Resumen

 

El artículo analiza el pathos religioso en el Postscriptum de S. Kierkegaard desde una perspectiva fenomenológica. El análisis persigue tres objetivos. En primer lugar determinar, contraponiéndolo al pathos estético, la esencia, la temporalidad y la praxis del pathos religioso. En segundo, explicitar las experiencias que testimonian su modo genuino e identificar sus modos degradados. Finalmente intenta mostrar que la pasión estética y la religiosa no son excluyentes y elucida de qué modo el pathos religioso modifica el estético.

 

Palabras clave

 

Kierkegaard, pathos, religión, estética, Absoluto, Deseo.

 

[1] Karl Jaspers, “Kierkegaard hoy” en: Kierkegaard vivant, Coloquio organizado por la Unesco en París del 21 al 23 de abril de 1964, trad. Andrés Pedro Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 21970, pp. 63-72; aquí, p. 63.

[2] K. Jasper, op. cit, p. 64.

[3] Nos serviremos a lo largo del trabajo de la siguiente traducción del Postscriptum: Søren Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas Filosóficas, trad. de Nassim Bravo Jordán, México, Universidad Iberoamericana, 2008: Sigla PS.

[4] Miguel García Baró, De estética y mística, Salamaca, Sígueme, 2007, p. 253.

[5] Søren Kierkegaard, Estética y ética en la formación de la personalidad, trad. de Armand Marot, Buenos Aires, Nova, 1955, p. 35. Sigla: EE.

[6] EE, p. 42.

[7] Cf. EE, p.70.

[8] Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, trad. Demetrio Gutiérrez Rivero, Madrid, Trotta, 2008, p. 33.

[9] EE., p. 92

[10] EE, p. 20.

[11] Kart Jaspers, “Kierkegaard hoy” en: Kierkegaard vivant, Coloquio organizado por la Unesco en París del 21 al 23 de abril de 1964, trad. Andrés Pedro Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 21970, p. 66.

[12] Admito que esta explicitación del paso de la vida ética a la religiosa que interpreta el “ante Dios” que define tal tránsito como conciencia de haber sido dado a mí mismo como espíritu, esto es, de haber sido puesto como espíritu por algo Absoluto, que se ab-suelve de la relación que mantengo conmigo en la relación con lo otro,  pero que ya siempre me ha entregado a esa relación, puede ser criticada como una interpretación fenomenológica alejada de la “letra” de Kierkegaard. De todos modos por lo menos es una explicitación y no se contenta con afirmar que lo religioso pasa, como afirma Suances Marcos, por “referir a Dios” la vida en el mundo o por “obedecer a Dios”, como si con ello se explicara algo, pues de lo que se trata es precisamente de elucidar esa “referencia” u “obediencia”. Cf. Manuel Suances Marcos, Søren Kierkegaard. Tomo II: Trayectoria de su pensamiento filosófico, Madrid, UNED, 1998, p. 111, 122 entre otras.

[13] En efecto, no puede negarse porque no elegirse a sí mismo es ya una elección de sí; ni puede realizarse absolutamente, porque el hombre nunca puede consumarse de manera absoluta y perfecta, nunca puede realizar absolutamente una idea de sí, sino que constantemente tiene que volver a elegirse a sí en cada relación con lo finito por medio de la cual despliega su existencia.

[14] Oscar Parcero Oubiña en su excelente y muy recomendable artículo “Verdad subjetiva, interioridad y pasión” ha señalado con exactitud este doble aspecto del pathos, como así también su operar cara a cara con lo paradójico, en cuanto pasión por una verdad absoluta que, como tal, una y otra vez se ab-suelve del discurso  y de los actos que quieren de-limitarla. Al respecto Cf. O. Parcero Oubiña, “Verdad subjetiva, interioridad y pasión”, en: L. Guerrero-Martínez, Søren Kierkegaard. Una reflexión sobre la existencia humana, México, Universidad Iberoamericana, 2009, pp 107-127; en especial, p. 122. 

[15] PS, p. 389.

[16] PS, p. 390.

[17] Según mi lectura de Kierkegaard un individuo mantiene una relación dialéctica con el mundo cuando se va dando un proceso continuo de apropiación e interiorización de esa relación externa, de modo tal que ella transforma las posibilidades que vertebran el proyecto que tiene de su existencia. El ejemplo más claro de apropiación dialéctica es el de la fe.

[18] PS., p. 436.

[19] Cf. PS, p. 445.

[20] PS, p. 390.

[21] PS, p. 434.

[22] No hay que olvidar que el término sí mismo es en Kierkegaard sinónimo de espíritu y mienta aquello que en la relación con lo finito hace que ésta relación se relaciona consigo misma. Cf., S. Kierkegaard, La enfermedad mortal, p. 33.

[23] Cf. PS, p. 395.

[24] Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, trad. D. Guillot, Salamanca, Sígueme, 1977, p. 59.

[25] PS, p. 426.

[26] PS, p. 436.

[27] PS, p. 427.

[28] Ibidem.

[29] Estimo que en el sentido fijado en el texto pueden leerse pasajes como el siguiente: “Así como el hombre –por naturaleza– desea lo que puede nutrir y estimular las ganas de vivir, así también quien tiene que vivir para lo eterno necesita constantemente una dosis de hastío de vivir para no apegarse a este mundo, sino más bien aprender a asquearse, aburrirse y hartarse de la locura y la mentira de este mundo miserable”. Søren Kierkegaard, El instante, trad. Andrés A. Albertsen, Madrid, Trotta, 2006, p. 172. Lo esencial aquí para el fenomenólogo, más allá del carácter extremo del texto, es que lo finito se eterniza en cuanto la conciencia del hastío que todo lo temporal durativo a la larga provoca es lo que nos remite a esa concentración no durativa del tiempo en la plenitud de la eternidad.

[30] En tal sentido escribe Kierkegaard: “El instante es justamente lo que no está en las circunstancias, lo nuevo, la irrupción de la eternidad – pero, en el mismo momento, el instante domina hasta tal punto las circunstancias, que (…) ilusoriamente parece como si surgiera de las circunstancias.” S. Kierkegaard, El instante, p. 187.

[31] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, trad. D. Rivero, Salamanca, Sígueme, 2006,  p. 301.

[32] Ibidem.

[33] S. Kierkegaard, Las obras del amor, p. 304.

[34] Kierkegaard lo expresa claramente: “La mediación, por su parte, es una rebelión de los fines relativos en contra de la majestad de lo absoluto, lo cual debe ser rebajado al mismo nivel que las demás cosas, y en contra de la dignidad del ser humano, el cual ha de volverse siervo únicamente de los fines relativos” PS, p. 422.

[35] “Es comúnmente un signo seguro de que alguien va a renunciar a su pasión, cuando pretende abordar el objeto de ésta objetivamente”. PS, p. 614.

[36] “Ser un cristiano no se define por el ´qué` del cristianismo, sino por el cómo del cristiano.” PS, p. 613.

[37] Leon Chestov, Kierkegaard y la filosofía existencial, trad. J. Ferrater Mora, Buenos Aires, Sudamericana, 1952, p. 325.

[38] PS, p. 435.

[39] PS, p. 446.

[40] PS, p. 429.

[41] PS, p. 456.

[42] PS, p. 456.

[43] PS, p. 457.

[44] Ibídem

[45] Coincido enteramente en este punto con M. García-Baró, cuando afirma: “un hombre sin amor de emoción por las cosas amables de la existencia, sin pasión de amor juvenil (…) salta casi inevitablemente de la relativa inocencia ignorante de la juventud a una forma de existencia que se basa en el odio y, por lo mismo, posee una terrible seriedad moral y hasta religiosa, porque es fanatismo violento, en lo que hace a la relación moral con la verdad y la alteridad, y es fundamentalismo increyente, ateísmo que huye de sí mismo, en lo que respecta a Dios”. “Sobre el fundamentalismo”, en: De estética y mística, p. 269.

[46] Ibidem.

[47] Cf. PS, p. 602.

[48] Cf. PS., p. 596.

[49] PS, p. 495.

[50] PS, p. 496.

[51] Ibidem.

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