PABLO URIEL RODRÍGUEZ: "ESCATOLOGÍA KIERKEGAARDIANA: UNA ONTOLOGÍA DEL INFIERNO"
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§ 1.
En 1957 H. Balthasar iniciaba un artículo dedicado a la doctrina de las cosas últimas con el siguiente comentario: “Para el liberalismo del siglo XIX pudo valer la frase de Troeltsch: «El despacho escatológico está ordinariamente cerrado». Desde comienzos de siglo, por el contrario, en este despacho se trabajan horas extras”[1]. Bajo el ropaje de una formulación humorística, esta afirmación contenía una profunda reflexión sobre el panorama teológico de nuestro tiempo. La intuición de que la teología contemporánea es, esencialmente, una «teología escatológica» se confirmaría en 1964 con la publicación del libro Teología de la Esperanza de J. Moltmann. Tras una teología del amor (la del Medioevo) y una teología de la fe (la de la Reforma); era necesario construir un discurso sobre Dios y el hombre a partir de la virtud teologal más relegada: la esperanza. “En su integridad, y no sólo en un apéndice, -escribía Moltmann– el cristianismo es escatología; es esperanza, mirada y orientación hacia delante, y es también, por ello mismo, apertura y transformación del presente”[2].
Siguiendo el esquema propuesto por Moltmann es posible agrupar las diversas tendencias escatológicas en dos grandes corrientes que, en los últimos tiempos, se dividen entre sí el campo de la especulación teológica. Estas tendencias reciben los nombres de escatología consecuentemente futurista y escatología absoluta de la eternidad. La primera comprende que el tiempo, actual y futuro, es el escenario en el cual se consuman los «últimos acontecimientos». La segunda corriente entiende que las «últimas cosas» tienen lugar en la eternidad, simultánea a toda la historia e indiferente a ella[3]. Para clarificar estas dos posiciones puede resultar valioso atender a los posibles sentidos de una enigmática afirmación de la epístola de San Pablo a los cristianos de Gálatas. En el capítulo 4 de la mencionada carta, Pablo escribe: “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo (Gal 4, 4)”. Podemos interpretar, por una parte, que el transcurso histórico había llegado a tal punto que era propicia la humanización de Dios; o, por otra parte, podemos pensar que precisamente el descenso de Dios al mundo fue lo que consumo los tiempos[4]. En el primer caso, el curso mismo del tiempo lleva a éste a su punto culminante ya que se supone que la historia y la escatología se hallan dentro de una misma y única línea temporal[5]. En el segundo caso, es la eternidad la que se precipita sobre el curso histórico desbordando al tiempo, ya que la historia y la escatología son inconmensurables entre sí. O bien la historia acaba con la escatología; o bien la escatología acaba con la historia[6].
En franca oposición a estas dos corrientes tradicionales Moltmann elabora su propia perspectiva escatológica. Para el teólogo alemán “el escathon no es ni el futuro del tiempo ni la eternidad atemporal, sino el futuro y llegada de Dios”[7]. Toda la escatología de Moltmann descansa sobre una original y largamente elaborada comprensión filosófica del «futuro»[8]. Ordinariamente el «futuro» se comprende como el resultado de tiempos anteriores que lo han determinado: las cosas serán a partir de lo que son y lo que fueron. Ateniéndose a esta visión tradicional no se deja lugar a la esperanza: “puesto que lo futuro –nos indica el teólogo alemán– se encuentra ya principalmente en las tendencias del proceso, no podrá tampoco producir nada sorprendentemente nuevo”[9]. No obstante, es necesario comprender al “futuro como la condición de posibilidad del tiempo en general”[10]. Bajo esta perspectiva es el «futuro» el que, desde su sobreabundancia de posibilidades, determina al presente y al pasado. «Futuro» como categoría originaria del tiempo es otro modo de denominar la esencia de la esperanza cristiana: el hecho de que todo es posible para Dios. El escathon propuesto por Moltmann no interrumpe de modo súbito el tiempo, sino que lo atrae hacia sí, haciendo nuevas todas las cosas.
 
§ 2.
Aún cuando se puedan realizar ciertas objeciones, no es injustificado pensar que las escatologías absolutas de la eternidad tienen su origen en las especulaciones teológicas desarrolladas por S. Kierkegaard. Esta paternidad se aplica con la misma validez a las dos principales vertientes de dicha tendencia: la esbozada por K. Barth y la expuesta por R. Bultmann[11]. Para reconstruir el pensamiento escatológico del danés debemos recurrir a aquellos momentos de su obra en los cuales, bajo la pluma de diversos pseudónimos, Kierkegaard se preocupa por clarificar la relación entre dos realidades que parecen ser completamente inconciliables: Dios y la historia.
El punto de partida kierkegaardeano es el hecho de que un abismo separa a Dios del hombre[12]. Al adoptar esta perspectiva, el acontecimiento capital del cristianismo, a saber, el hecho de que “el Logos se hizo carne (Jn 1, 14)se vuelve una paradoja irreductible a cualquier explicación racional. En Jesucristo lo completamente heterogéneo se une. En clara polémica con La Esencia del Cristianismo de L. Feuerbach, la obra Ejercitación del Cristianismo pone de manifiesto la dificultad extrema que este dogma reporta a los hombres: “Dios-hombre no es la unidad de Dios y hombre; semejante terminología no es más que pensada, profundamente encegación. Dios-hombre es la unidad de Dios y un hombre individuo. Que el Género Humano esté o tenga que estar emparentado con Dios es viejo paganismo; pero que un hombre individuo es Dios, esto es cristianismo”[13].
De acuerdo con el juicio de L. Dupré, al afirmar la identidad personal entre Dios y un hombre particular, Kierkegaard rechaza de plano toda cristología docetica[14] y recalca que “la humanidad de Cristo es una realidad concreta de carne y sangre”[15]. En ningún momento Kierkegaard deja de insistir poéticamente sobre esta cuestión: en cuanto hombre, Cristo es un ser humano cualquiera y, por esta razón, tal como leemos en las Migajas Filosóficas “tenía que sufrir todo, aguantar todo, probar todo: hambre en el desierto, sed en el suplicio, ser abandonado en la muerte, absolutamente igual al más humilde –mira, ¡he aquí al hombre!”[16]. Pero pese al incógnito, este hombre insignificante es, con todo, Dios. Como en el caso de San Pablo, para Kierkegaard, la importancia del cristianismo se reduce a la paradójica constitución de la persona de Cristo. Frente a la personalidad de Jesús incluso su propia doctrina pasa a un segundo plano[17]. El verdadero acto de fe no es la adhesión a un programa doctrinal sino el reconocimiento sin reservas de la divinidad y humanidad de Cristo.
De cara a esta paradoja, el haber vivido en los tiempos de Jesús no reporta ninguna ventaja: el discípulo de primera mano “no vio ni oyó inmediatamente a Dios, sino que vio a un hombre de humilde figura que afirmaba ser Dios”[18]. Tampoco hay beneficio alguno en tener ante los ojos las consecuencias que su vida registró en la historia: “si aquel hecho entró en el mundo como paradoja absoluta, todo lo posterior no sirve de nada, porque estas consecuencias se convierten para toda la eternidad en consecuencias de una paradoja, y por lo tanto tan definitivamente inverosímiles como la paradoja…”[19]. Los 2.000 años de cristianismo occidental podrán probar, en todo caso, el triunfo de la Iglesia o, a lo sumo, que Jesús de Nazaret fue un gran hombre; pero, jamás podrán probar que Jesús fue el Hombre-Dios. Ante la realidad de Cristo no existe diferencia histórica alguna entre los hombres. En lo que a Jesús respecta, como afirma Dupré, “el judío del año 30 no estaba más cercano a Él que nosotros: ambos nos enfrentamos con la misma paradoja”[20]. Llegado a este punto Kierkegaard no retrocede ante nada y sostiene que, en última instancia, la posterioridad no precisa de quienes conocieron a Cristo mayores informaciones histórico-biográficas que una simple y contundente afirmación: “«Hemos creído que Dios se ha manifestado en tal anno y en la forma humilde de siervo, que ha vivido y ha enseñado entre nosotros y que después ha muerto» -eso sería más que suficiente”[21].
La Encarnación de Dios no es ni un hecho histórico, ni un hecho eterno; es, al mismo tiempo, lo uno y lo otro: un hecho absoluto[22]. Precisamente por ello, todos los hombres de la historia pueden ser contemporáneos de Cristo: como afirma Anticlimacus, “en relación con lo absoluto solamente se da un tiempo: el presente”[23]. El destino de cada hombre se juega en la decisión que tome con respecto a este acontecimiento. Kierkegaard haría propia la teología del Cuarto Evangelio: la aceptación o el rechazo de Jesucristo ya es un juicio escatológico. En las páginas del evangelio de Juan, aquello que la antigua comunidad cristiana esperaba para el futuro, el advenimiento del Reino de Dios, se describe como un acontecimiento actual[24]. No obstante, la pertenencia de Kierkegaard a esta tradición escatológica es sumamente problemática puesto que su pensamiento presenta ciertos matices que lo hacen incompatible con cualquier escatología realizada.
Esta inconmensurabilidad no es algo accidental o secundario sino que tiene su fundamento en el núcleo más íntimo de la filosofía de Kierkegaard: es su comprensión antropológica del hombre la que invalida la posibilidad de una escatología realizada. En el célebre capítulo III de El Concepto de la Angustia, el ser humano queda definido como una síntesis de lo temporal y lo eterno[25]. Esta síntesis, como señala J. Collado, implica que “el hombre todo entero es temporal –en virtud de esta categoría existe todo él en la sucesión de lo temporal en que no se da el remanso del presente–, y a la vez todo entero eterno, con una conciencia eterna, y en virtud de esta categoría existe todo él en el presente de la sucesión suprimida”[26]. Para Kierkegaard, el hombre sólo puede experimentar su doble condición en el instante: punto en el cual lo temporal y lo eterno se tocan. “Si el tiempo y la eternidad se ponen en contacto –afirma el pseudónimo–, ello tiene que acontecer en el tiempo”[27]. En otros términos: para el ser humano sólo es posible realizar la experiencia de la eternidad en el tiempo. Y para un ser en el tiempo, nos dice Kierkegaard en El Concepto de la Angustia, “lo eterno significa primariamente lo futuro”[28]. Es, en efecto, esta irreductible dimensión futura de la eternidad lo que nos impide admitir que la «consumación» tenga  ya lugar en el tiempo[29]
Sin embargo, esta experiencia de la eternidad que el hombre realiza en el instante no se reduce exclusivamente a la expectativa futurista –este sería, para el danés, el caso del mesianismo judío[30]. Para Kierkegaard el instante “es el primer reflejo de la eternidad en el tiempo… el primer intento de la eternidad para frenar el tiempo”[31]. En el instante el hombre vivencia las primicias de la eternidad: es el presente del futuro del individuo[32].
 
§ 3.
Esta vivencia anticipada de la vida ultraterrena se da por partida doble. En aquellos privilegiados momentos en los cuales el hombre adquiere conciencia del valor eterno de su propio «yo» le es posible experimentar, en su existencia mundana, tanto su felicidad eterna como también su condena eterna. En su tesis doctoral, T. Adorno nos ofrece una original lectura de La Enfermedad Mortal  que detecta con suma lucidez esta cuestión. De acuerdo con el filósofo alemán, Kierkegaard, a partir de una experiencia existencial, a saber,  la desesperación, logra desarrollar conceptualmente una patética «ontología del infierno»[33]. En esta obra, el pseudónimo de turno, despliega un terrorífico círculo hermenéutico que termina por desdibujar los tranquilizadores límites entre la tierra y el infierno: la categoría de la desesperación y sus distintas modalidades sirven para definir el «ser de los condenados»; pero, a la par, es el mismo «ser de los condenados» el que sirve para definir la categoría de la desesperación.
Esta desalentadora perspectiva no es exclusiva del danés. El historiador francés G. Minois nos indica que “jamás hubo tantos filósofos que vieran el infierno en la tierra como en el siglo XIX”[34]. Esta peculiaridad es posible porque desde el siglo XIX se instala la idea de que “el infierno no es un lugar, sino un estado, una situación. El hombre no va a él como podría ir a la luna; el hombre hace de su yo, paulatinamente, un infierno…”[35]. En este sentido, el infierno de Kierkegaard es el resultado de la evolución histórica de occidente: sin dejar de ser la sanción de una vida de egoísmo y de maldad frente a los demás, ahora el infierno es, más esencialmente, la toma de conciencia de las desgarradoras contradicciones de la existencia humana[36].
Si, comprendiendo el tratado de la desesperación como un tratado del infierno, realizamos un balance del infierno de Kierkegaard a la luz de la tradición teológica saltan a la vista dos evidentes cuestiones. Primera cuestión, las páginas de La Enfermedad Mortal no contienen la más mínima referencia a las penas de sentido. Segunda cuestión, todo el exhaustivo tratamiento que Anticlimacus le dedica a la desesperación y a sus diversas modalidades puede ser interpretado como un minucioso y detallado cuadro de lo que los teólogos denominan pena de daño. Bajo la denominación pena de sentido, los teólogos agrupan todos los suplicios sensibles que deben padecer los condenados en el infierno[37]. Estos variadísimos tormentos físicos que el imaginario infernal de occidente cultivó durante más de 20 siglos, dan cuenta, en definitiva, de una sencilla afirmación teológica: la esencial participación del cuerpo del hombre en su condenación eterna. Por su parte, cuando hablamos de pena de daño debemos entender el refinado padecimiento psicológico ocasionado por la privación de Dios: se trata del sufrimiento que soportan quienes toman conciencia de que no podrán gozar de la vida beatífica.
La ausencia de las penas de sentido y la presencia dominante de la pena de daño no son hechos fortuitos; por el contrario, responden a puntos centrales del pensamiento del danés. Al comienzo de La Enfermedad Mortal, el pseudónimo kierkegaardeano, traicionando el proyecto implícito de El Concepto de la Angustia[38], elabora una antropología exclusivamente pneumatológica prescindiendo casi por completo de categorías psico-somáticas: para Anticlimacus, el hombre es exclusivamente espiritual[39]. Este análisis antropológico determina de un modo absoluto la doctrina del pecado expuesta en la segunda parte de la obra: el pecado es, principalmente, una desobediencia teológica y, sólo subsidiariamente, una desobediencia ética[40]. Si para el pensamiento kierkegaardeano el hombre es, en su dimensión última y definitoria, espíritu; en consecuencia, en el horizonte de la hamartología kierkegaardeana el pecado se juega exclusivamente en el terreno de lo espiritual: “el pecado  -escribe Anticlimacus– no es el desarreglo de la carne y de la sangre, sino el consentimiento del espíritu a ese desarreglo”[41]. Las penas de sentido desaparecen porque en lo que respecta al pecado la corporalidad humana no desempeña importancia alguna[42].
Todo el acento recae, por tanto, sobre la pena de daño. Esta circunstancia compromete a Kierkegaard, lo sepa o no, a una precisa definición del infierno: antes que un castigo divino, el estado de los condenados es, ante todo, la confirmación de su elección negativa de Dios. El infierno es la consecuencia del rechazo obstinado de Dios por parte de los hombres[43].
 
§ 4.
Objetivamente el infierno es la radical y absoluta pérdida de Dios. Precisemos, ahora, cuál es su sentido subjetivo, es decir, qué significa para el hombre «ser en el infierno» o, en los términos explícitos de la obra de Anticlimacus, qué implica para el individuo ser un desesperado.
La respuesta a estos interrogantes es contundente, la desesperación es el autoextrañamiento del hombre. Para referirse a ello, Anticlimacus se sirve de una elaborada metáfora: la desesperación es la «enfermedad mortal»[44]. Al trazar los perfiles de esta patología espiritual, Kierkegaard pinta un desolador panorama recurriendo a los lugares comunes en la descripción del infierno: la desesperación es un gusano mortal y un fuego inextinguible, el ácido y la gangrena, la creciente fiebre del yo[45]. En este punto, queda perfectamente claro que el suplicio infernal es, exclusivamente una pena de daño: “más que en cualquier otro mal, se ataca aquí a la parte más noble del ser”[46], es decir, su espíritu eterno. De este modo, Kierkegaard llega a la expresión que resume la más temible de las realidades: la existencia infernal es un morir eternamente, un no poder morir, un vivir la propia muerte[47]. ¿Cómo debemos entender esto? ¿ qué significa para el hombre el poder experimentar su muerte?
En la segunda parte de Las Obras del Amor, la muerte implica la invariabilidad del hombre: “cada uno de los muertos –anota Kierkegaard– posee una personalidad redondeada y definitiva, no está como nosotros todavía en las aventuras… un muerto es, aunque no lo parezca, una personalidad vigorosa: posee la fortaleza de la inmutabilidad”[48]. Vivir la muerte, entonces, es ser consciente de la inmutabilidad del propio ser. Si tuviéramos que definir esta expresión figurada a partir de categorías ontológicas deberíamos decir que el habitante del infierno experimenta la petrificación de su ser en el no ser[49]. Ahora bien, en la medida en que esta situación es el resultado de una decisión voluntaria del hombre es posible concluir que elser de los condenados está sujeto a una suerte de suicidio ontológico siempre fallido[50].
Conociendo las sombrías consecuencias implicadas en el rechazo de Dios, ya estamos en condiciones de precisar cuál es el significado preciso de Dios para el hombre. Comprendemos, por tanto, que estas observaciones de carácter antropológico en torno a la realidad del infierno nos acercan considerablemente a uno de los núcleos teológicos del pensamiento del danés[51]. La ausencia de Dios supone para el hombre una suerte de endurecimiento metafísico de su propia existencia. Esto se explica porque, como se indica en La enfermedad mortal, antropológicamente hablando la pérdida de Dios equivale a la pérdida de lo posible[52]. La aniquilación de la posibilidad supone la clausura de una de las dimensiones temporales en las cuales se juega toda existencia humana: el futuro[53]. En el infierno, es decir, allí donde se abandona toda esperanza,  el hombre perece asfixiado por la necesidad de su pasado[54]. Privado de Dios, es decir, de lo posible; el devenir existencial del hombre se interrumpe, de modo siempre abrupto, sin haber logrado su consumación. En este sentido, cabe decir que también la eternidad del infierno es, como se sostiene en El Concepto de la angustia, una «detención» del devenir[55]. No obstante, la eternidad de Dios y la eternidad del infierno son inconmensurables entre sí[56]. “La primera –nos dice Balthasar– es el desarrollo más grande posible de cualquier duración dentro de la vida absoluta de Dios; la otra, la total reducción, hasta lo inverosímil, a un ahora inamovible y desconsolador. Y en la primera se presenta cualquier ocasión para el desarrollo perfecto del hombre –no sólo de su contemplar, sino también de su hacer–, mientras que en el infierno no se puede ni ver ni hacer nada”[57].
La teología del infierno de Kierkegaard, por todo lo dicho, se manifiesta en último término como una teología de la desesperanza. El análisis de la temporalidad experimentada por los condenados que realiza el filósofo de Copenhague devela de modo negativo la propuesta teológicade Moltmann. Es la sombría descripción de la desesperación la que dicta el programa de la teología de la esperanza: el combate de la fe, nos enseña Kierkegaard – Anticlimacus, es la apasionada lucha por lo posible[58]
 
 
 
 
 

[1] BALTHASAR H., “Escatología” en Ensayos Teológicos: I Verbum Caro, trad. Sanchez Pascual, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1964, p. 325
[2] MOLTMANN J., Teología de la Esperanza, trad. Diorki, Salamanca, Ediciones Sigueme, 1999, p. 20.
[3] Cfr. MOLTMANN J., La venida de Dios. Escatología cristiana, trad. Ruiz-Garrido, Salamanca, Ediciones Sigueme, 2004, p. 27
[4] Cfr. LOHSE E., Teología del Nuevo Testamento, trad. Piñero, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1978, p. 178.
[5] Cfr. MOLTMANN J., La venida de Dios, op. cit., p. 27.
[6] Cfr. MOLTMANN J., La venida de Dios, op. cit., p. 37.
[7] Ibíd., p. 47.
[8] Para un desarrollo exhaustivo del concepto de futuro puede consultarse MOLTMANN J., “El tiempo en la creación” en Dios en la creación. Doctrina ecológica de la creación, trad. Martínez de Lapera, España, Ediciones Sígueme, 1987pp. 119 – 153.
[9] MOLTMANN J., La venida de Dios, op. cit., p. 48.
[10] Ibíd., p. 49.
[11] En Teología de la Esperanza Moltmann condensa en este excepcional párrafo esta idea: “Desde el punto de vista de la filosofía de la historia, esta escatología trascendental [tal la denominación que en esta obra recibe la escatología absoluta de la eternidad] trabaja con una combinación de la frase de Ranke: «Toda época es inmediata a Dios», y la frase de Kierkegaard: «Frente a lo eterno sólo hay un tiempo: el presente». «Cada (instante) lleva en sí, innato, el misterio de la revelación; cada instante puede convertirse en instante cualificado», decía Barth en 1922 y Bultmann en 1958, en el capítulo final de Geschichte und Eschatologie (Historia y Escatología) lo dice con las mismas palabras, sólo que añadiendo: «Tú debes despertarle»” (MOLTMANN J., Teología de la Esperanza, op. xit., p. 64).
[12] Cfr. KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, trad. Liacho, Buenos Aires, Santiago Rueda Editor, 1960, p. 152.
[13] KIERKEGAARD S., Ejercitación del cristianismo, trad. Rivero, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1961, p. 128.
[14] Cfr. “Para que pueda realizarse la unidad, Dios tendrá que hacerse semejante a él. Y, en efecto, desea mostrarse igual al más humilde. Pero el más humilde es quien ha de servir a los otros. Por tanto, Dios quiere mostrarse en la figura de servidor. Esta forma de siervo no es como si un rey se pusiera encima una capa de pobre que, por sentarle mal, delatara al rey, ni tampoco como el ligero atuendo veraniego de Sócrates que con casi nada de tejido cubre y a la vez destapa. Esta forma de siervo es su verdadera figura. Eso es lo insondable del amor: desear ser igual al amado no por juego, sino en serio y en verdad” y Cfr. “La forma de siervo de Dios no es en absolute un invento, es real; el cuerpo tampoco es parastático, es también real, y Dios lo posee desde el momento en que por la decisión todopoderosa de su omnipotente amor se hizo siervo” (KIERKEGAARD S., Migajas filosóficas o un poco de filosofía, trad. Larrañeta, Madrid, Trotta, 2001, p. 46 y p. 67). Sin embargo, si adoptamos la definición ampliada del docetismo propuesta por O. Cullmann podríamos volver a Kierkegaard sospechoso de cierta clase de docetismo (Cfr. CULLMANN, Cristo y el tiempo, trad. Minguez, Madrid, Ediciones Cristiandad, 2008, pp. 157 – 163)
[15] DUPRÉ L., Kierkegaard as Theologian. The dialectic of Christian Existence, Nueva York, Sheed and Ward, 1963, p. 136.
[16] KIERKEGAARD S., Migajas filosóficas…, op. cit., p. 47
[17] Cfr. COLLADO J., Kierkegaard y Unamuno. La existencia religiosa, Madrid, Editorial Gredos, 1962, p. 351 y Cfr. “Para un verdadero creyente es una blasfemia decir que las palabras de Cristo son sabias o profundas, puesto que eso equivale a ponerlas a la altura de la filosofía humana y quitarles la trascendencia de Aquel que las ha proclamado” (DUPRÉ L., op. cit., p. 137).
[18] KIERKEGAARD S., Migajas filosóficas…, op. cit., p. 98.
[19] Ibíd., pp. 99 – 100.
[20] DUPRÉ L., op. cit., p. 139.
[21] KIERKEGAARD S., Migajas filosóficas…, op. cit., p. 107. “La narración kierkegaardeana de la vida de Cristo es austera y los episodios han sido seleccionados cuidadosamente. Guarda silencio sobre esos trozos del Evangelio de San Juan que nos muestran la solicitud de Cristo y su plegaria por la unidad y comunidad de los fieles, para no debilitar su insistencia acerca de que el combate espiritual es una lucha individual y solitaria. Ante las frases más suaves de Cristo y sus relaciones con la gente se siente incómodo y da pruebas de gran ingenio para explicar esas ocasiones como concesiones a la piedad judía y al factor estético y pueril de la naturaleza humana” (COLLINS J., El pensamiento de Kierkegaard, trad. Landázuri, Méjico, F.C.E., 1960, pp. 255 – 256). Al desestimar la utilidad de los reportes biográficos de Jesucristo, Kierkegaard sólo asigna valor teológico a determinados acontecimientos en la vida de Cristo y, con ello, se aproxima, conforme al esquema propuesto por Cullmann, a la herejía cristológica docética.
[22] Cfr. Ibíd., pp. 103 – 104.
[23] KIERKEGAARD S., Ejercitación del cristianismo, op. cit., p. 112.
[24] Cfr. LOHSE E., op. cit., pp. 223 – 224.
[25] KIERKEGAARD S., El Concepto de la Angustia, trad. Rivero, Madrid, Ediciones Orbis, 1984, p. 115..
[26] COLLADO J., op. cit., p. 59.
[27] KIERKEGAARD S., El Concepto de la Angustia, op. cit., p. 117.
[28] Ibíd., p. 119. En esta misma línea de pensamiento en el Postscriptum, Johannes de Climacus realiza las siguientes afirmaciones: “¿No es cierto que para el sujeto existente la eternidad no es eternidad, sino futuro, mientras que la eternidad es eternidad únicamente para el Eterno, quien no se halla en proceso de devenir? “Pero ahí donde todo se encuentra en proceso de devenir…lo eterno se relaciona en cuanto futuro con el sujeto en proceso de devenir, ahí es donde pertenece la disyunción absoluta” (KIERKEGAARD S., Postscriptum no científico y definitivo a Migajas Filosóficas, trad. Bravo Jordán, Méjico, Universidad Iberoamericana, 2008,pp. 308 – 309).
[29] Cfr. COLLADO J., op. cit., p. 535.
[30] Cfr. KIERKEGAARD S., El Concepto de la Angustia, op. cit., p. 121
[31] Ibíd., p. 118.
[32] De modo que la antropología kierkegaardeana podría acercar la posición del danés a la esbozada por Cullmann: Ya, pero todavía no.
[33] ADORNO T., Kierkegaard. Construcción de lo estético, trad. Vernengo, Venezuela, Monte Avila Editores. 1969, p. 139.
[34] MINOIS G., Historia de los Infiernos, trad. González, Barcelona, Paidos, 1994, p. 443.
[35] Ibíd., p. 461.
[36] Cfr. Ibíd., p. 481.
[37] De acuerdo con la doctrina establecida por los teólogos, la pena de sentido se origina por una particular consecuencia del pecado que ya sufrimos en este mundo, a saber, la contradicción entre el hombre y el resto de las creaturas.En el caso de los bienaventurados esta falta de armonía es superada; no obstante, en el caso de los condenados esta enemistad entre el hombre y el resto de la creación se magnifica.
[38] Para un análisis de esta cuestión Cfr. RODRÍGUEZ P., Todos éramos feuerbachianos”: la presencia de Feuerbach en El Concepto de la Angustia (ponencia expuesta en la III Jornadas Internacionales Kierkegaard, ISEDET, Octubre 2007). Edición digital en www.sorenkierkegaard.com.ar
[39] “El hombre es espíritu. ¿Pero qué es el espíritu? Es el yo. Pero, entonces ¿qué es el yo? El yo es una relación que se refiere a sí misma…” (KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, op. cit., p. 19)
[40] “Se peca cuando, ante Dios o con la idea de Dios, desesperado, no se quiere ser uno mismo, o se quiere serlo”“Tampoco se peca ante Dios sólo algunas veces, pues todo pecado es cometido ante Dios o, más bien, lo que hace de una falta humana un pecado, es la conciencia que tiene el culpable de estar ante Dios” (KIERKEGAARD S., Tratado de la desesperación, op. cit., p. 93 y pp. 98 – 99).
[41] KIERKEGAARD S., Tratado de la desesperación, op. cit., p. 100.
[42] Cfr. COLLADO J., op. cit., p. 150.
[43] Al reducir la realidad del castigo ultraterreno a la pena de daño con prescindencia de la pena de sentido se estrechan, en cierto sentido, los motivos que justifican la presencia de los hombres en el infierno. El infierno es la pena que pagan aquellos que han rechazado absolutamente a Dios; ahora bien ¿le es posible, al hombre, realizar un acto de rechazo absoluto de Dios?
[44] Cfr. KIERKEGAARD S., Tratado de la desesperación, op. cit., p. 28.
[45] Cfr. Ibíd.
[46] Ibíd., p. 30
[47] Cfr. Ibíd., p. 28.
[48] KIERKEGAARD S., Las Obras del Amor, trad. Rivero, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1965, pp. 240 – 241 (tomo II)
[49] Cfr. COLLADO J., op. cit., p. 150. Desde ya que existen grados que permiten trazar distinciones entre los condenados. En este sentido, puede leerse en Kierkegaard un eco de La Divina Comedia de Dante. Incluso puede rastrearse en Kierkegaard una suerte de teoría del purgatorio. La base textual para esta teoría la hallamos en la obra La pureza del corazón, más específicamente en el capítulo 5 que lleva por título “Barreras para querer una sola cosa. Querer sin miedo del castigo”. El razonamiento de Kierkegaard guarda una estrecha similitud con la reflexión platónico-socrática: si un hombre “ha cometido el mal, en tal caso debe desear, si realmente quiere una sola cosa y sinceramente quiere el Bien, que se lo castigue, pues el castigo ha de sanarlo a la manera que el remedio cura al enfermo” (KIERKEGAARD S., La pureza del corazón, trad. Farre, Buenos Aires, La Aurora, 1979, p. 91). El purgatorio es una suerte de “escuela” que continúa la acción pedagógica del Bien: el hombre que verdaderamente ama a Dios, incluso sometido a un castigo por sus faltas no dejará de amarle porque verá en sus sufrimientos la confirmación de la justicia divina.
Retomando nuestra discusión sobre el infierno, deberemos decir que las diversas modalidades de la desesperación trazan, de cierta manera, un arco que permite una descripción topográfica del infierno: avanzar en las profundidades del infierno de la desesperación equivale a vivenciar con mayor intensidad el no ser. La relación es directa: a menor desesperación, menor suplicio infernal; a mayor desesperación, mayor suplicio infernal. Los más afortunados entre los condenados son, por tanto, los paganos quienes permaneciendo inconscientes de su yo eterno, están desesperados sin saberlo. En el extremo contrario nos encontramos con la figura del satanismo, la desesperación-desafío: El máximo exponente de esta desesperación es Lucifer, el cual, puede ser caracterizado como la completa inversión de Dios: “Yo soy el que no soy” (Cfr. COLLADO J., op. cit., p. 151). A partir de esta organización del infierno sería interesante pensar qué tipo de relación existe entre la Revelación cristiana y la realidad del infierno.
[50] Cfr. COLLADO J., op. cit., p. 148.
[51] El caso de Kierkegaard es, conforme a nuestra interpretación, análogo al de San Pablo: su teología sólo puede ser reconstruida a partir de sus análisis antropológicos. Se aplica, por tanto, al danés todo lo que Bultmann señala en torno a Pablo de Tarso: “La teología paulina no es, por consiguiente, un sistema especulativo. Ella trata de Dios, pero no de su esencia en cuanto tal, sino únicamente en cuanto tiene una significación para el hombre, para su responsabilidad, para su salvación. De acuerdo con ello, tampoco trata del mundo y del hombre tal como ellos son en si, sino que ve siempre al mundo y al hombre en su relación con Dios. Toda frase sobre Dios es al mismo tiempo una frase sobre el hombre y viceversa. Por consiguiente, y en este sentido, la teología paulina es al mismo tiempo una antropología” (BULTMANN R., Teología del Nuevo Testamento, trad. Martinez, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1981, pp. 244 – 245)
[52] Cfr. KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, op. cit., p. 54.
[53] “Lo posible corresponde por completo al futuro. Lo posible es para la libertad lo futuro, y lo futuro es para el tiempo lo posible” (KIERKEGAARD S., El concepto de la angustia, op. cit., p. 122.
[54] Cfr. KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, op. cit., p. 54 y Cfr. HARTSHORNE M., Kierkegaard, el divino burlador, trad. Torés, Madrid, Cátedra, 1992, p. 134
[55] Cfr. KIERKEGAARD S., El concepto de la angustia, op. cit., p. 118. Kierkegaard no dejaría de notar cierta “triste” comicidad del infierno. El reino de las tinieblas guarda en sí una irónica contradicción: es la perpetuación y permanencia de algo que estaba destinado a desaparecer: en él la temporalidad se hace conmensurable con la eternidad de manera accidental y fortuita. Salvando las distancias, para hacernos una imagen de este fenómeno es posible recurrir a una anécdota reseñada por el pseudónimo de El concepto de la angustia en una nota al pié de dicha obra: “Había una vez en Copenhague dos actores… aparecían en escena, se situaban frente a frente y empezaban a representar de una manera muy mímica algún conflicto apasionado. Cuando la acción mímica estaba casi en el apogeo y los ojos del espectador pendían de la historia dramática, esperando ansiosos el final, precisamente entonces nuestros actores la interrumpían de pronto y se quedaban como petrificados en la expresión mímica del momento. El efecto era sumamente cómico –o podía serlo–, ya que el instante se hacía conmensurable con la eternidad de modo fortuito…” (KIERKEGAARD S., El concepto de la angustia, op. cit., p. 118).
[56] Quizás la expresión más concisa y contundente de esta cuestión, aunque aún dependiente de un concepto griego de la eternidad, la da Tomás de Aquino en la Suma Teológica: “se dice eterno el fuego del infierno, sólo porque no ha de tener fin. Sin embargo hay mutación en las penas de los condenados, según estas palabras de Job: Pasarán a un calor extremo desde aguas de nieve (Job 24, 19). Bajo este aspecto en el infierno no hay verdadera eternidad, sino más bien tiempo; según estas palabras del Salmo 80: Y será el tiempo de ellos secular”  (Sh T, I, Q 10, a. 3)
[57] BALTHASAR H., Tratado sobre el Infierno, trad. Cubells, Valencia, Ediceps, 2000, p. 107.
[58] Cfr. KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, op. cit., p. 52.

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