RAFAEL Mc NAMARA: "KIERKEGAARD Y EL PROBLEMA DE LA COMUNIDAD"
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1- Introducción
 
 Estamos acostumbrados a considerar a Kierkegaard como un autor preocupado casi exclusivamente por el individuo, y escasamente por cuestiones, digamos, sociales. En efecto, el individuo kierkegaardiano se encuentra solo frente a Dios, y la principal tarea ética y religiosa que se le encomienda es la de relacionarse con Dios y consigo mismo de manera auténtica, a través de una verdadera elección existencial.
 El objetivo de este trabajo es postular la existencia de otro Kierkegaard, sobre todo en Las obras del amor. Creemos que la existencia misma de esta obra impide cerrar el debate en torno al individualismo del filósofo danés, y que la misma nos da varias pistas para pensar otras vías posibles dentro de esta filosofía. Se podrían tomar, por ejemplo, dos vías privilegiadas en ese sentido, a partir de la filosofía kierkegaardiana como una praxis del amor, o bien como una ética del otro. Este trabajo se plantea un tercer camino que permitiría pensar la actualidad del pensamiento de Kierkegaard desde una perspectiva práctica, superadora del solipsismo que habitualmente se le imputa.
 Esta imputación se debe principalmente al punto de vista que se toma para evaluar los alcances políticos de un pensamiento. En el caso de Kierkegaard, es evidente que no hay una preocupación por la transformación social materialista en un sentido marxista. Tampoco encontramos una filosofía política en el sentido clásico, como fundamentación del Estado moderno. Sin embargo, el pensamiento contemporáneo ha forjado un pensamiento de lo común que camina por otros senderos y que resulta notablemente afín a algunos de los núcleos fundamentales del pensamiento kierkegaardiano, y es justamente esa vía la que nos interesa seguir. Creemos que uno de los principales motivos por los que sigue siendo relevante leer a Kierkegaard es porque nos ofrece los conceptos necesarios para pensar no sólo una relación con el otro en términos que no se reducen al reconocimiento, sino que, yendo aún más lejos, nos permite pensar la constitución de una comunidad en términos que superan tanto el organicismo como el atomismo.
 Quizás parezca excesivo hablar de estos temas en torno a este pensador. Sin embargo, un breve análisis de las principales categorías de la praxis amorosa a la luz de los conceptos del pensamiento contemporáneo de la comunidad mostrará la pertinencia de esta perspectiva, aunque también ciertos límites. En efecto, pensadores como Jean-Luc Nancy, Roberto Esposito y Giorgio Agamben han trabajado en relación a esos problemas de manera explícita, y los conceptos que crearon para llevar a cabo un pensamiento de lo común son claramente pasibles de ser retomados desde el pensamiento que se expone en Las obras del amor.
 La estrategia que seguimos es similar, en este sentido, a la planteada por Juan Manuel Spinelli en relación a Feuerbach en su artículo La “actualidad” de Feuerbach: algunas consideraciones de la crítica acerca de su crítica a Hegel como zona de transición entre la “filosofía del pasado” y la “filosofía del futuro”, presentado en AFRA 2007. Es decir que la relación que planteamos con el pensamiento kierkegaardiano es compleja y ambigua. Por un lado, tenemos elementos que apuntan claramente, más allá de las intenciones del autor, en dirección al pensamiento de la comunidad tal como se trabaja actualmente. Pero también tenemos, al mismo tiempo, elementos que dificultan la realización de este pensamiento si no se sale del marco conceptual kierkegaardiano. Este trabajo trata de permanecer en esa tensión, con el convencimiento de que allí donde hay tensión entre elementos heterogéneos, crece la posibilidad de la creación filosófica.
 En lo que sigue desarrollaremos algunas cuestiones que permiten pensar la comunidad en Kierkegaard, teniendo siempre como hilo conductor la capacidad que tiene este pensamiento de producir conceptos que son siempre síntesis de movimientos heterogéneos, en tensión. Así, un primer concepto fundamental es el del tipo de singularidad de la que se parte para luego construir una filosofía de lo común. En segundo lugar, se trata de pensar qué es lo que comparten los individuos que forman la comunidad en el pensamiento de Kierkegaard. En este punto, se trata de confrontar la cuestión del amor como don y deber, fundamental tanto en Kierkegaard como en Agamben y Esposito. Por último, nos preguntaremos hasta qué punto el hecho de partir de un pensamiento del individuo puede ser un obstáculo para pensar la comunidad de manera adecuada, y qué tipo de respuesta puede ofrecer el pensamiento kierkegaardiano a esta objeción.
 
2- Cuestión del individuo, o acerca de la dialéctica entre universalidad y particularidad.
 
 Al comienzo de su reflexión acerca de la comunidad, Giorgio Agamben utiliza un concepto que aparece en casi todas las fórmulas del pensamiento escolástico. Se trata de la expresión “quodlibet ens est unum, rerum, bonum seu perfectum, cualquiera ente es uno, verdadero, bueno o perfecto”[1], de la que Agamben aísla el adjetivo quodlibet, que normalmente se traduce como “cualquiera” en el sentido de “sin importar cuál en concreto, todo ser es…”. Ahora bien, siendo correcta, esta traducción no es rigurosa, y el filósofo italiano llama la atención sobre el verdadero sentido de ese adjetivo para forjar su concepto de singularidad cualsea, que no se traduce como “el ser, no importa cuál”, sino como “el ser tal que, sea cual sea, importa”[2]. Fórmula que expresa perfectamente la tensión entre lo universal y lo particular, y que encontramos doblemente en Kierkegaard, tanto en su determinación del yo como en la del prójimo.
 Por un lado, en La enfermedad mortal se expone un yo que, tras haber superado todos los estadios de la desesperación, se relaciona consigo mismo de forma tal que, al querer ser sí mismo, se apoya “de una manera lúcida en el Poder que lo ha creado”[3], es decir, en Dios. En esta operación, el yo se encuentra radicalmente solo frente a Dios, afirmado tanto en lo que tiene de infinito como en el más ínfimo detalle de su animalidad. Y así es como a su vez Dios lo ama y le sirve de fundamento. No se trata de un sujeto universal abstracto ni tampoco un individuo aislado, separado del todo, ya que Dios ama a todos los hombres, no en general, sino concretamente, individualmente, a cada uno. Desde el punto de vista divino estamos frente a una singularidad que está más allá de lo particular y lo universal. Se trata, también, de un individuo que es síntesis de lo finito y lo infinito, de lo temporal y lo eterno, de libertad y necesidad; pero que además es a la vez sí mismo y la especie, y que a través del arrepentimiento asume su ser tanto en lo que tiene de sensual como en lo que tiene de espiritual. Esto implica que, el elegirse a sí mismo de manera auténtica también implica un cierto trabajo en lo que hace a su relación con los otros seres humanos, ya que, al asumir en el arrepentimiento la existencia en su totalidad, asume también una tarea en cuanto a su relación con el otro. Siempre el individuo es tratado como una síntesis de elementos heterogéneos. Más aún, se caracteriza como el ser que constantemente realiza el movimiento que va de un extremo al otro de la síntesis (finitud-infinitud, temporalidad-eternidad, universalidad-particularidad, etc.)[4].
 En el caso de la determinación del prójimo en Las obras del amor se produce un movimiento similar, sólo que esta vez no hablamos de la relación del yo con Dios, sino de los individuos finitos en tanto se relacionan entre sí. Allí también, la praxis cristiana apunta tanto en dirección universalista como particularista. El hombre cristiano debe amar al prójimo, y cuando Kierkegaard se pregunta quién es el prójimo, la respuesta es sencilla: el prójimo es el hombre que vemos. En el amor cristiano, todo otro es el prójimo a quien he de amar. Pero el movimiento universalista se compensa teniendo en cuenta que no se trata de un amor por el género humano en su conjunto. Siempre se trata de amar a este sujeto que tengo enfrente, a este hombre de carne y hueso que me ama o me desprecia, tal como es aquí y ahora[5]. Se trata de una praxis radical, que no deja lugar a la demora deliberativa ni argumentativa. Aquí tenemos el aspecto netamente particularista de este pensamiento, que lejos de anular el universalismo, lo potencia hasta límites inauditos. Esta “contradicción” entre lo universal y lo particular no debe ser superada, ya que es justamente en esa tensión que el concepto de prójimo en Las obras del amor cobra algún sentido[6].
 Por último, en relación a la singularidad cualsea y al individuo kierkegaardiano, hay que decir que en ambos casos se trata del amor como movimiento fundador tanto del individuo como de la comunidad. En efecto, Agamben designa esta singularidad como lo Amable, por encontrar en el amor todas las características del cualsea, es decir, de un ser tal que, sea cual sea, importa. El sujeto enamorado no ama este o aquél aspecto en su amado, sino que lo ama como un Todo. Y esta es tanto la relación de Dios con el hombre, así como la relación que cada hombre debe tener con su prójimo en el pensamiento de Kierkegaard. Ahora bien, ¿en qué consiste este amor?
 
3- Amor, don y deber
 
 En el pensamiento de Kierkegaaard, el sujeto sólo puede devenir amoroso a partir del momento en el que, hallándose solo frente a Dios, abraza en la fe aquello que nunca puede comprender: no sólo el origen del amor, sino, sobre todo, el Amor como origen. El sujeto amoroso nunca puede llegar a conocer el fondo desde el cual emana su amor, de ahí que Las obras del amor  no hable de éste en forma directa, sino sólo sobre sus obras. El primer capítulo expone claramente que el amor sólo puede conocerse por sus frutos, es decir, por su manifestación en el mundo temporal[7]. Por eso el cristianismo tal como nuestro autor lo concibe nunca puede confundirse con un misticismo, sino que se trata ante todo de una práctica: la del amor en su manifestación cotidiana. El individuo debe salir de su interioridad y actuar en el mundo. Esa acción será la manifestación del amor en su relación con el otro, bajo el mandato bíblico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
 Se trata, nuevamente, de un movimiento paradójico. El amor, tal como se lo entiende humanamente, es una inclinación hacia otro ser humano en particular (familiar, amigo, pareja), de manera exclusiva y, generalmente, con una pasión de posesión del otro que lleva a Kierkegaard a decir que este tipo de amor es, en realidad, egoísmo. Entendido cristianamente, el amor es todo lo contrario: en lugar de una inclinación, es un deber; en lugar de preferir una persona en desmedro de otras, nos ordena amar todos los hombres tal como se nos presentan (preguntar quién es el prójimo es una forma de demorar la acción, ya que en rigor, el prójimo es cualquier ser humano que se cruce en mi camino, es decir, todos). Sin duda, visto desde el punto de vista humano, es una paradoja que el amor sea un deber. Aún así, el hombre cristiano debe amar al prójimo, ya que es sólo transformándose en deber que el amor da el salto cualitativo  que lo relaciona con la eternidad y le da consistencia.  
 Esta particular definición del amor como deber nos remite directamente al corazón del pensamiento acerca de la comunidad desarrollado por el filósofo italiano Roberto Esposito en su obra Communitas. Origen y destino de la comunidad. El punto de partida de dicho trabajo es filológico: se trata de encontrar el sentido originario de la palabra “comunidad”. Este sentido radica en la complejidad semántica del término munus, que remite a una variedad de conceptos que tienen que ver con algún tipo de deber. De modo que en un principio, el término communitas como designación del ser en común no remite a una propiedad compartida sino a un deber compartido. Los individuos que forman parte de ella no comparten una pertenencia a una plenitud (suelo, patria, sangre, etc.) sino a una falta, a una responsabilidad asumida, una deuda. Pero lo más notable del término munus es que uno de los significados posibles es el de don. Un don, entonces, que remite a una lógica del deber, cuando habitualmente lo característico del don es su gratuidad. Con el munus comunitario estamos ante el caso de un “don que se da porque se debe dar y no se puede no dar”[8]. Y si bien la lógica del don se cruza con la del intercambio, en tanto la obligación fundacional de la comunidad implica a todos sus integrantes, obligándolos a retribuir el don recibido, el don nombrado por el munus designa sólo al don que se da, y no al que se recibe. Así, lo común no sería lo que los individuos tienen de propio, sino lo que tienen de impropio. Es en el sentido en el que no es completamente dueño de sí mismo que el sujeto existe desde siempre en una comunidad.
 Ahora bien, si tenemos que pensar algo así como una comunidad en el marco de la obra kierkegaardiana, nos encontramos con que, al igual que en Esposito, los individuos comparten una deuda, un deber, y que este deber implica un don[9]. El yo kierkegaardiano es el sujeto que se entrega al otro, aún cuando no tenga nada que dar, aún cuando no tenga retribución alguna, ya que el mandato sólo implica poner en acto el amor por el otro, amando siempre aún cuando no se sea amado. No se trata en absoluto de un contrato, en el que los individuos se pondrían de acuerdo en renunciar a ciertos derechos con el objetivo de conservar su vida, lo que lleva a una concepción atomística de la sociedad, tributaria del modelo liberal. Mucho menos se podría pensar que este modo de pensar la comunidad podría caer en una fusión orgánica de los sujeto en un gran Sujeto[10]. En el amor kierkegaardiano no hay común medida entre los individuos, ya que éstos sólo responden ante Dios, y su actividad es pura entrega. Por eso decimos que en Kierkegaard una comunidad se puede pensar a partir de un cruce entre Las obras del amor y la trama conceptual desarrollada por Roberto Esposito en Communitas: la de una comunidad “fundada” sobre un don que es un deber, y no sobre la plenitud de una pertenencia a algo así como la cosa pública. Una comunidad “fundada”, en suma, sobre la falta constitutiva de cada sujeto (en Kierkegaard, el pecado). Falta que, lejos de implicar una posición negativa en cuanto a la posibilidad de constitución de lo común, nombra el elemento positivo a partir del cual algo así como una comunidad puede ser pensado sin caer en comunitarismos particularistas que, justamente, excluyen por principio toda posibilidad de ser en común, al concebir la comunidad a partir de lo propio y la pertenencia (es decir, lo contrario de lo común). De la misma manera en que la nada de lo posible funda la libertad del yo kierkegaardiano, la infinita deuda amorosa del mismo fundaría la única posibilidad de contacto con el otro y constitución de la comunidad.  
 
4- Límites de la propuesta y conclusión
 
 La principal objeción que puede hacerse a esta tentativa es el hecho de que la filosofía kierkegaardiana sigue siendo, a pesar de todo, una filosofía del individuo. Y que, aún planteando una apertura en Las obras del amor, el hecho mismo de partir del individuo dificulta el pasaje a la comunidad. ¿Cómo pensar ese pasaje? Las filosofías contemporáneas de la comunidad cortaron de raíz este problema abandonando directamente el concepto de individuo. Según Jean-Luc Nancy y Roberto Esposito, el modo de ser en el mundo sería inmediatamente comunitario, la existencia misma no sería otra cosa más que el ser-con de singularidades finitas abiertas al afuera y al contacto con otras singularidades. No se es primero un individuo aislado y luego parte de una comunidad, sino que el ser en común de singularidades finitas es la estructura misma del ser. No se hace una comunidad, sino que la comunidad es lo que nos hace ser (singularidades). Cada singularidad está esencialmente abierta, en el afuera, mucho antes de constituirse en un sujeto actuante[11]. Evidentemente, aquí nos encontramos en las antípodas del pensamiento kierkegaardiano, ya que quien quiera pensar la comunidad en Kierkegaard debe partir sin remedio del individuo.
 Y quizá esa sea justamente la singularidad que puede aportar Kierkegaard en este terreno: la de pensar la comunidad a partir del individuo sin necesidad de caer por eso en una filosofía de la intersubjetividad en sentido liberal. El pasaje del individuo a lo común se daría, como todo pasaje decisivo, a través de un salto cualitativo, aceptando sin condiciones el mandato divino y llevando a cabo la tarea. Queda por pensar si esto justamente no pone a Kierkegaard en la frontera que separa el pensamiento de la mera aceptación sumisa de un dogma, aunque quizás el hecho mismo de que Las obras del amor se presenten como discursos edificantes sea una respuesta acerca del lado en el que se encuentra nuestro autor. Con todo, una vez más, la apuesta en nuestro encuentro con el filósofo danés es mantener ese conflicto entre religión y filosofía, y extremar esa tensión que quizás permita pensar nuevos modos de estar juntos. Que Kierkegaard mismo no haya explicitado el pasaje del individuo a la comunidad no debería ser un impedimento para pensarla en su obra. Su preocupación fundamental fue siempre el individuo, pero un lector inquieto de Las obras del amor no puede dejar de preguntarse hacia qué tipo de comunidad se dirige la praxis cristiana que allí se nos propone. Este trabajo no pretende ser más que un breve intento de desarrollo de esa pregunta.  
  
BIBLIOGRAFÍA:
 
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AGAMBEN GIORGIO: La comunidad que viene, Pre-Textos, Valencia, 1996.
BLANCHOT MAURICE: La comunidad inconfesable, Editora Nacional, Madrid, 2002.
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ESPOSITO ROBERTO: Communitas. Origen y destino de la comunidad, Buenos Aires, Amorrortu, 2003.
-----------------------------: Immunitas. Protección y negación de la vida, Buenos Aires, Amorrortu, 2005.
HEGEL G. W. F.: Principios de la filosofía del derecho, Sudamericana, Bs. As., 2004.
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--------------------------------: O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida II, Madrid, Trotta, 2007.
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MALANTSCHUK, GREGOR: Kierkegaard’s thought, Princeton, Princeton University Press, 1974.
NANCY JEAN-LUC: La comunidad desobrada, Arena Libros, Madrid, 2001.
-------------------------: La comunidad enfrentada, La Cebra, 2007.
ROLDAN DAVID: El problema de la interioridad y la exterioridad en la doctrina kierkegaardiana del amor, ponencia AFRA 2007.
SPINELLI JUAN MANUEL: La “actualidad” de Feuerbach: algunas consideraciones de la crítica acerca de su crítica a Hegel como zona de transición entre la “filosofía del pasado” y la “filosofía del futuro”,  ponencia AFRA 2007.                           

[1] AGAMBEN GIORGIO: La comunidad que viene, Pre-Textos, Valencia, 1996, p. 9.
[2] Íbid., p. 9.
[3] KIERKEGAARD, SOREN: La enfermedad mortal, Trotta, Madrid, 2008, p. 34.
[4] Este párrafo no es más que un resumen superficial de las principales características del individuo kierkegaardiano desarrolladas a lo largo de su obra. Por razones de espacio es imposible profundizar en estos temas.
[5] El “error” de Adorno en este punto radica justamente en olvidar este segundo aspecto del concepto kierkegaardiano de prójimo, haciendo énfasis sólo en el costado universalista del mismo (cf. ADORNO, THEODOR: Kierkegaard. Construcción de lo estético, Akal, Madrid, 2006, primer anexo: La doctrina kierkegaardiana del amor). Sólo con esta falsa (o parcial) premisa puede el filósofo alemán postular la inexistencia concreta del prójimo en Las obras del amor. Esta interpretación se apoya, principalmente, en la definición que da Kierkegaard del prójimo en tanto “otro yo”, o como reduplicación del yo, con el posterior ejemplo del hombre que se encuentra solo en una isla, y que aún así se podría decir que practica el amor al prójimo (cf. KIERKEGAARD, SOREN: Las obras del amor, Sígueme, Salamanca, 2006, p. 40). Sin embargo, si bien Kierkegaard utiliza esta fórmula para destacar el carácter interior del amor, no deja de tomar cierta distancia de la misma, aclarando que es la definición que dan “los pensadores”, y que el prójimo bien podría no existir, “si fuera por los pensadores”, como si no se hiciera del todo responsable de la misma.
 Pero aún reconociendo que dicha definición sirve a los propósitos de la argumentación kierkegaardiana (como de hecho lo hace), más adelante el mismo autor dará una definición del prójimo más exacta, y ésta no será tenida en cuenta por Adorno. Se trata de un texto que encontramos en el segundo capítulo de la segunda parte, en el que se habla del prójimo no como el primer ni el segundo yo, sino como “el primer tú” (op. cit., p. 82). Es recién con esta definición que podemos decir que llegamos al verdadero concepto kierkegaardiano de prójimo, y que éste queda definitivamente desligado de toda posible acusación que lo relacione con el amor de sí o con un universalismo abstracto (la definición anterior, del prójimo como reduplicación del yo, aún concedía demasiado al amor de sí, en tanto permitía que el yo se amara a sí mismo en el otro, en lugar de amar al otro en el otro). Por otro lado, no hay que olvidar que la irreductibilidad del otro como ser concreto viene asegurada de la mano del hecho de que el mismo está, al igual que el yo cristiano, determinado como espíritu. “El amor al prójimo es amor entre dos seres determinados, cada uno por su lado, como espíritu; el amor al prójimo es el amor según el espíritu, y dos espíritus jamás podrían convertirse en un solo Sí mismo en sentido egoísta” (op. cit., p. 80; cf. también la definición del yo como espíritu en KIERKEGAARD, SOREN: La enfermedad mortal, op. cit., p. 33). Esto sólo puede ocurrir con el amor en sentido natural, y también con la definición anterior de prójimo.       
[6] Para pensar este tipo de singularidad, Agamben también cita la particular dialéctica del ejemplo: un ser que vale por toda la especie, pero siempre en tanto ente particular. Cf. AGAMBEN: Op. cit., p. 13. En este sentido, todo hombre tendría, desde la perspectiva kierkegaardiana, un carácter ejemplar. 
[7] Cf. KIERKEGAARD, SOREN: Las obras del amor, Sígueme, Salamanca, 2006, pp. 21 y sigs.
[8] ESPOSITO ROBERTO: Communitas. Origen y destino de la comunidad, Amorrortu, Buenos Aires, 2003, p. 28 (cursivas del autor).
[9] En este sentido debe entenderse el capítulo 5 de Las obras del amor, llamada justamente “Nuestro deber de permanecer en deuda mutua de amor”. Cf. Op. cit., pp. 215 y sigs. 
[10] Esto sólo puede ocurrir en el amor natural. Así, “pasión amorosa y amistad son precisamente lo supremo del amor propio, son el yo ebrio en el otro yo. Cuanto más fuertemente se fusionen los dos yoes con el fin de hacer un solo yo, tanto más se cerrará egoístamente este Sí mismo reunido, al margen de todos los demás. En el punto culminante de la pasión amorosa y de la amistad, los dos se hacen realmente un Sí mismo, un yo” (KIERKEGAARD, SOREN: Las obras del amor, op. cit., p. 80). 
[11] Es muy importante destacar que el concepto de singularidad no viene a reemplazar al de sujeto. Se trata de coordenadas de pensamiento totalmente distintas.

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