PATRICIA C. DIP: "SUBJETIVIDAD Y PRAXIS: LA RECEPCIÓN FENOMENOLÓGICA DE KIERKEGAARD EN MICHEL HENRY "
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1- En torno a la fenomenología: Kierkegaard y Henry
  
Durante el período 1844-1849 Kierkegaard produce una serie de obras que ocupan un lugar central en el desarrollo filosófico de Michel Henry. El pensador francés hace referencia explícita a una de ellas (La enfermedad mortal, 1849) en su primer libro La esencia de la manifestación (1963). No obstante, aparecen ecos del pensamiento kierkegaardiano provenientes de El concepto de la angustia (1844) y el Postscriptum (1846) en la totalidad del corpus henriano articulado en términos de una fenomenología de la vida centrada en tres conceptos fundamentales de la fenomenología kierkegaardiana, a saber: interioridad, infinitud y eternidad.
La noción de “afectividad”, entendida como inmanencia radical, con la que Henry pretende rechazar una de las consecuencias más importantes de la “filosofía de la conciencia”, a saber: su dependencia de un modelo racional de aparición del fenómeno que lo reduce a “ser para la conciencia”, remite a la oposición kierkegaardiana al modelo idealista hegeliano, al que ataca de múltiples modos, en algunos casos por razones similares a las de Henry.[1] Esta afectividad, entendida como origen inmanente del ser, es pensada por Kierkegaard en El concepto de la angustia con la introducción de la idea de Stemning, traducción danesa de la Stimmung alemana[2], con la que intenta ofrecer una alternativa al modelo racionalista moderno destacando los elementos subjetivos y “sintientes”, es decir, “afectivos” involucrados en el pensar. En esta misma línea, la negación de la identidad idealista entre pensar y ser, adquiere en Henry la forma de la diferencia entre conciencia y ser o representación y realidad. Una distinción similar es establecida por Kierkegaard en el Postscriptum cuando opone las esferas de la “posibilidad” (Mulighed) y la “realidad” (Virkelighed) con el objeto de significar, como Henry en el mundo contemporáneo, que la “vida” es “impensable”.
A su vez, en El concepto de la angustia el tema de la diferencia sexual es introducido como resultado de la discusión en torno al fenómeno del pecado original y su modo de aparición, esto es, la angustia. En los mismos términos piensa Henry la diferencia sexual, aunque desentendiéndose del pecado para centrarse en la angustia.[3] Finalmente, lo que Henry denomina “fenomenología de la vida” es discutido por Kierkegaard en sus propios términos, es decir, denominándola “pensamiento subjetivo” en el Postscriptum y otorgándole a la “vida” la forma de “espíritu” en La enfermedad mortal. En esta última obra, encontramos además, una prefiguración de la “ipseidad” henriana en la discusión en torno a la desesperación, formulada sobra la base de la constitución del “sí mismo”. Precisamente, en ¿Qué es aquello que llamamos la vida?[4], al describir la incapacidad de la filosofía de la conciencia para pensar el ser, esto es, el no haber advertido la problemática acerca de la ipseidad del ego y haber reducido, por consiguiente, el ser a mera “exterioridad”, Henry menciona a Descartes, Kant y Husserl. En esta obra se torna evidente lo que ya había mostrado Henry en La esencia de la manifestación, a saber, que la problemática misma es heredada de Kierkegaard. Tanto la esencia de la afectividad como las tonalidades afectivas fundamentales son tomadas de La enfermedad mortal.[5]
            En algún sentido puede sostenerse que la producción teórica de Henry es una suerte de “transcripción” de la problemática –diciéndolo con Althusser[6]– kierkegaardiana –condicionada por las discusiones teórico-prácticas originadas en el seno del idealismo alemán– al terreno nuevo de la filosofía contemporánea.[7] No habré de detenerme a evaluar esta “transcripción”, puesto que mi interés no consiste en poner de manifiesto la influencia ejercida por Kierkegaard sobre Michel Henry, sino más bien en inscribir los aspectos fenomenológicos del pensar kierkegaardiano en la línea de investigación desarrollada por el francés, para comprender, finalmente, los límites del uso del “recurso fenomenológico” en la obra del danés. El punto de partida no es otro que la crítica henriana a la fenomenología de la conciencia y su consiguiente sustitución por la “fenomenología de la vida”. Concebir la problemática de Kierkegaard a partir de este marco teórico nos permite comprender sus propósitos a la hora de introducir cuestiones de orden fenomenológico.
            En Temor y Temblor, encontramos una afirmación que nos sirve para delimitar los alcances de esta propuesta. Allí Johannes de silentio asevera que si la filosofía no es capaz de decirnos cómo vivir, entonces, no posee sentido alguno. Esta oposición entre filosofía, al menos en el esquema clásico, y vida es retomada por Henry. Sin embargo, la preocupación axiológica de Kierkegaard hace que la oposición sea evaluada en términos éticos o religiosos. Es decir, la fenomenología kierkegaardiana está determinada por la regla cristiana. En todo caso, a la pregunta henriana por la posibilidad de encontrar una “nueva forma de vida”, Kierkegaard respondería haciendo hincapié en la necesidad de recuperar el auténtico cristianismo desvirtuado por la “cristiandad” formulado en su “filosofía de la praxis”.
La enfermedad mortal puede ser concebida como la Fenomenología del Espíritu que Kierkegaard produce para enfrentarse a Hegel. Mientras en la fenomenología hegeliana se supone un movimiento progresivo de la conciencia en pos de alcanzar el saber absoluto, en la fenomenología kierkegaardiana este movimiento no tiene como telos el saber absoluto sino la ambigüedad fundante del sujeto –entendido como individuo particular– que al enfrentarse con el poder que lo sostiene debe decidir aceptarlo o rechazarlo. En la ciencia de la experiencia de la conciencia se plantea una escisión entre ontología y epistemología que paulatinamente se diluye en la identidad última entre sujeto y objeto al final de la manifestación de las distintas figuras de la conciencia. El resultado, no obstante, estaba ya implícito en el punto de partida.
En el caso de Kierkegaard, esta identidad es cuestionada y ello impide que el resultado sea presentado en términos de saber absoluto. El elemento más importante de este cuestionamiento aparece en la segunda parte de la obra cuando es introducida la categoría for Gud (delante de Dios) que resignifica los conceptos previos, “cristianizándolos”. La conciencia “ante Dios” adquiere una significación nueva, pues lo que era visto como “desesperación” en la primera parte, se transforma en “pecado” en la segunda. El mismo fenómeno es analizado con una nueva luz.
El hombre –síntesis de cuerpo y alma- sólo se transforma en sujeto cuando es incorporado el espíritu. Si éste no es incorporado no puede salirse del estado de inmediatez natural de una síntesis de elementos heterogéneos cuya unidad sólo la otorga el espíritu. El hombre como síntesis de cuerpo-alma aún no es un yo. En este contexto, queda claro que el problema tiende a expresar que el recorrido lo realiza una conciencia individual y no un yo que es nosotros como sucede a decir de Valls Plana con la conciencia hegeliana.
Las diferencias de los proyectos fenomenológicos de Hegel y Kierkegaard son sustanciales: en Hegel prima la universalidad, la transformación de la sustancia en sujeto del saber y la identidad última entre sujeto y objeto. En Kierkegaard, por el contrario, la supremacía es del particular, la sustancia no deviene sujeto, sino búsqueda del fundamento, y la identidad entre sujeto y objeto no puede pensarse como objetivo último cuando el sujeto es el hombre particular y el objeto es Dios que fundamenta la síntesis subjetiva pero no se identifica plenamente con ella, ya que si se identificara, el problema del mal quedaría eliminado y con él el cristianismo en los términos en que Kierkegaard lo entiende. La Fenomenología del Espíritu de Kierkegaard es manifiesta formulación de lo que Henry denomina “fenomenología de la vida”. La invisibilidad de la vida se expresa en Henry como inmanencia radical de la afectividad que se manifiesta como un continuo pasaje del dolor a la alegría y viceversa. Este sentirse a sí misma de la vida es su esencia. En Kierkegaard esta misma inmanencia está presentada en la ambigüedad esencial del espíritu que puede significar o bien la fe, o bien la desesperación.
En Las obras del amor, por su parte, se hace uso del recurso henriano de la subsunción de la ontología a la fenomenología. En el primer capítulo de este libro se pone de manifiesto que el amor es un fenómeno que no puede ser “conocido” teóricamente sino que exige ser “practicado”. El origen del amor es divino y, por lo tanto, buscar una expresión manifiesta de este fenómeno en la exterioridad es caer en el absurdo de negar su sentido cristiano. Este consiste en “practicar” el amor, que es objeto de un imperativo moral, a saber: amar al prójimo.
 
 2- Subjetividad, praxis y trascendencia
  
Henry comparte con Kierkegaard dos presupuestos, la idea de que la subjetividad no debe ser reducida a mera “exterioridad” y la de que la “objetividad” es el mayor enemigo de la vida. Ambos valoran a Descartes aunque lo analizan críticamente. Henry reconoce el camino realizado hasta la Segunda Meditación Metafísica, pero considera que ya en la Tercera Descartes abandona la preocupación por la “ipseidad del ego”. Kierkegaard destaca la “honestidad intelectual” del filósofo que buscó un método exclusivamente para sí mismo, pero aun así critica la “fragilidad” –en términos henrianos– del ego cogito, que supone una identidad entre pensar y ser reducible a mera tautología o error. Esto es, la primera verdad de la filosofía moderna, o bien es una equivocación, o bien una trivialidad que no aporta ningún conocimiento.
            En términos de Nicole Hatem[8], Kierkegaard y Henry comparten el “pathos”, pero, agregamos, sus perspectivas de análisis se bifurcan en un punto clave: el inmanentismo radical de Henry sólo puede ser pensado por Kierkegaard como una derivación de lo que él denomina “primera filosofía” en El concepto de la angustia. Es decir, el inmanentismo no escapa al punto de vista de la esfera estética. El cristianismo introduce una exigencia valorativa trascendente articulada en términos de la “filosofía segunda”, que convierte al sujeto kierkegaardiano en un desesperado cuya salvación depende de la íntima relación con la eternidad. Este desafío de la interioridad no es “inmanente” a la vida sino que sólo puede entenderse como trascendencia o ruptura con la inmediatez propia de la esfera del padecer. El pathos henriano implica el tránsito indiferente del placer al dolor y viceversa. La vida se manifiesta justamente en este padecimiento inmanente. Por el contrario, el pathos kierkegaardiano está determinado por la aparición del cristianismo en la historia, lo que implica la irrupción del “interés” por la existencia descripto en el Postscriptum y conlleva una exigencia valorativa de carácter ético-religioso. El cristianismo de Kierkegaard no puede ser concebido en términos de indiferente inmanencia, desinterés que caracteriza al “pensamiento abstracto”, sino como “interés infinito” por el propio yo que se debate entre aceptar el poder eterno que lo fundamenta o rechazarlo.
            En La esencia de la manifestación[9], Henry toma a Kierkegaard como modelo teórico del tratamiento fenomenológico de la afectividad como esfera de inmanencia radical que determina la manifestación del ser. Si bien puede observarse cierta semejanza formal en las preocupaciones de ambos pensadores, en lo que al contenido respecta sus posiciones sólo pueden ser concebidas desde el punto de vista de la oposición. Mientras Henry considera que la afectividad debe pensarse en el plano de la “inmanencia radical”, Kierkegaard, por el contrario, la desarrolla a partir de la “trascendencia radical” que la categoría de cristianismo introduce.
            Para clarificar esta cuestión es suficiente concentrarse en el modo en que Henry se apropia de La enfermedad mortal.[10] Esta obra está dividida en dos partes. En la primera, la desesperación es presentada desde el punto de vista de lo que Kierkegaard denomina “yo humano”; en la segunda, el punto de vista del análisis ya no es el meramente antropológico, sino el teológico. Por eso, la misma desesperación es pensada a partir de una “nueva luz” que la convierte en “pecado”. En esta segunda parte, el danés contrapone la visión inmanente pagana del problema moral a la lectura trascendente cristiana que hace que el mal devenga “pecado”. De aquí se deducen al menos tres problemas que repercuten en la apropiación henriana de la afectividad kierkegaardiana:1-Henry se concentra exclusivamente en la primera parte de la obra; 2-Esto explica que descuide el problema de la “trascendencia del mal” y pueda concebir a Kierkegaard como una suerte de antecedente del planteo que identifica la afectividad con una esfera de “inmanencia radical”; 3-El problema de Kierkegaard, a diferencia de lo que Henry cree, no es fenomenológico ni ontológico, sino ético-religioso.
Que la praxis determine, en última instancia, la constitución del sujeto kierkegaardiano, implica discutir la recepción henriana del problema. La apropiación henriana del discurso fenomenológico de Kierkegaard pasa por alto el aspecto valorativo que la categoría de “cristianismo” posee para el danés. La idea de inmanencia radical no tiene sentido a no ser en los acotados límites de lo que el danés denomina “mundanidad” o en la esfera estética.
La idea kierkegaardiana de sujeto supone una implícita discusión con la tradición idealista de Descartes a Hegel. Pensar y ser no deben identificarse, sino que implican justamente aquello que la filosofía debe intentar explicar, la colisión que se produce cuando el pensamiento y la realidad se ponen en contacto. El sujeto que sustenta esta colisión no es de carácter racional sino pasional (en el sentido del pathos griego). En el Postscriptum es definido como interesse, es decir, aquel que se encuentra entre (in between) el pensar y el ser.
El inter-esse está determinado de tres maneras: estética, ética y religiosa. En sentido estético, sin embargo, no puede hablarse propiamente de sujeto hasta que el hombre abandona la esfera de la mera inmediatez. El sujeto sólo hace su aparición una vez que ha sido incorporada la esfera “ética” de análisis, ya que ésta implica simultáneamente las actividades de reflexionar y juzgar. Por medio del “juicio reflexionante” de la ética, el individuo rompe con la indiferencia estética y se asume a sí mismo como sujeto responsable. La esfera religiosa es introducida cuando el individuo ético comprueba que su vida es “desesperación”. La ética no es autónoma en el análisis de Kierkegaard. Por eso, no puede fundarse en sí misma. El hombre de la ética comprueba que for Gud (“delante de Dios”) vive en el pecado, quiéralo o no. Superar la condición de caído exige que reconozca su necesidad de ser fundado en un poder que lo trasciende, Dios.
Los tres momentos de la subjetividad están a su vez relacionados con tres fenómenos cristianos, a saber, el amor, el pecado y la fe. Si pensamos la obra de Kierkegaard desde una perspectiva fenomenológica, comprobamos que el danés supone que la ontología debe “reducirse” a la fenomenología. Los fenómenos cristianos no pueden “ser conocidos”, pues si fuera posible acceder epistemológicamente a ellos de modo positivo, la revelación divina resultaría irrelevante. En el cristianismo de Kierkegaard no son formuladas definiciones conceptuales. En su lugar aparecen recorridos fenomenológicos alternativos que posibilitan describir de modo “indirecto” aquello que no puede conocerse de modo “directo”.
La descripción fenomenológica es sierva de la ética en la producción de Kierkegaard. En El concepto de la angustia, Haufniensis distingue la “primera ética”, cuyo presupuesto es la “metafísica”, de la “segunda ética”, cuyo fundamento es la dogmática. Esta distinción, construida sobre la base de una “filosofía primera” inmanente, a la que se opone una “segunda filosofía” trascendente, sirve de punto de partida para analizar los dos momentos claves de la eticidad kierkegaardiana, a saber: el momento de “lo general” desarrollado en Temor y Temblor, donde se explicita la paradójica relación que posee la ética con la religión –cuando se pretende fundar una ética “autónoma” –, y el momento de “lo absoluto”, que sólo aparece cuando la ética abandona su pretensión de autonomía, o para decirlo con Kant, cuando la religión dentro de los límites de la mera razón, es rechazada.
 
 
3- A modo de cierre
 
 
            El interés de Kierkegaard por lo que le acontece al sujeto, siempre determinado por su relación con lo divino, implica que el uso del recurso fenomenológico posee un sentido preciso. La fenomenología no parece tener un fin en sí misma, no se convierte, por lo tanto, en “método” del filosofar, sino que es tan sólo un recurso para dar cuenta del problema “cristiano”. Lo mismo sucede con el análisis de cuestiones de carácter ontológico. De allí que, toda recepción contemporánea de la filosofía del danés cuyo acento sea ontológico o fenomenológico, sea, en última instancia, errónea. Ni la ontología de Heidegger ni la fenomenología de la vida de Michel Henry son herederas indiscutibles del proyecto kierkegaardiano.
            Creo que una de las lecturas más acertadas de Kierkegaard la realiza Günther Anders, hijo del psicólogo alemán William Stern y esposo de Hannah Arendt durante ocho años, en “Heidegger, esteta de la inacción”.[11] Según Anders,
 
la originalidad de Kierkegaard no se encuentra tanto en la causa que defiende […] sino en el método que debió utilizar para mantener con vida una causa antigua o, como reconoce sin vergüenza, una causa “eterna”. Por ende, Kierkegaard es mucho más un re-formador que un innovador o un revolucionario de la filosofía, hecho que no pudo reconocerse adecuadamente en el siglo XIX en la medida en que el concepto de “progreso” debía necesariamente distorsionar la comprensión del concepto de “reforma”. Su “método” era la “existencia”; su causa, tan antigua como el cristianismo, la salvación. Entonces, Kierkegaard no se interesaba en el “yo soy” por motivos ontológicos sino, en el mejor de los casos, por motivos “ontológicos negativos”: con el objeto de contener la omnipotencia del concepto filosófico de “ser”; en última instancia, como fuere, por motivos puramente cristianos.[12]
 

[1]Por ejemplo, la diferencia entre pensamiento subjetivo y objetivo introducida en el Postscriptum implica discutir el presupuesto racionalista de la filosofía idealista. El pensar subjetivo no niega al objetivo sino que hace hincapié en la noción de “interés”, así como Henry no rechaza la fenomenología clásica sino que introduce un nuevo modo de “aparecer” del fenómeno que no depende de mediaciones y oposiciones intelectuales sino que pretende ser “plena aparición de la afectividad”.
[2] La palabra danesa stemning puede traducirse como disposición, estado de ánimo, tono, sentimiento, atmósfera. Su par alemana Stimmung significa acorde, tendencia disposición de ánimo.
[3] Cfr. Mario Lipsitz, Eros y Nacimiento fuera de la ontología griega: Emanuel Levinas y Michel Henry, Buenos Aires, UNGS-Prometeo, 2004, Primera Parte, capítulo III.
[4]Michel Henry, “¿Qué es aquello que llamamos la vida?”, Conferencia pronunciada en la Universidad de Tríos Rivières en noviembre de 1977; publicada en Montreal, Philosophiques (editorial),mayo de 1978. (pp.17-37 de Fenomenología de la vida)
[5] “La alegría sucede a la pena, no sólo porque un suceso favorable suceda en el mundo a un suceso desfavorable, sino ante todo, porque la alegría puede suceder a la pena. Y esta posibilidad del paso de la pena a la alegría es igualmente su común posibilidad, la esencia de la que ambas derivan, como descubrió Kierkegaard, haciendo aparecer en el fondo de la desesperanza la esencia de la vida como idéntica a la beatitud y conduciente a ella.” Michel Henry, Fenomenología de la vida, traducción Mario Lipsitz, Barcelona, Columna Edicions, 1991, pp.32-33.
[6] El concepto de “problemática” es tomado por Althusser de Jaques Martin para significar “la unidad específica de una formación teórica”. Louis Althusser, La revolución teórica de Marx, trad. Martha Harnecker, México, Siglo XXI Editores, 1967, p.25.
[7] Es imprescindible reconocer aquí que la “problemática henriana” no se reduce al universo teórico prefigurado por Kierkegaard. No es menor la influencia de uno de los más destacados contemporáneos del pensador danés, Karl Marx. En este sentido, podría decirse que Henry reproduce en el seno de la fenomenología los problemas planteados en el siglo XIX por los “posthegelianos”. Este proceder lo convierte en una rara avis de la Filosofía Contemporánea.
[8] Nicole Hatem, “Michel Henry, lecteur du concept d’angoisse de Kierkegaard”, Revue philosophique de la France et de l’étranger, Presses Universitaires de France, 2001/3, Tome 126, 3, pp. 339-357.
[9] Michel Henry, L’essence de la manifestation, 2da. edición, Paris, Presses Universitaires de France, 1990.
[10] Si consideramos la misma cuestión a partir del desarrollo posterior de la obra de Henry, podemos sostener que La enfermedad mortal no describe una “Fenomenología de la vida”, sino una “Fenomenología del Espíritu” que, a pesar de la oposición a Hegel del filósofo danés, sigue concibiendo la noción de “espíritu” en el contexto del idealismo alemán, que hace del Geist un principio explicativo activo.
 
[11] Günther Anders, “Heidegger, esteta de la inacción”, en Sobre Heidegger. Cinco voces judías, traducción Bernardo Ainbinder, Buenos Aires, Manantial, 2008, pp.67-111
[12] ob.cit, p.109.
 

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