EDUARDO FERNÁNDEZ VILLAR: "KIERKEGAARD EN EL JARDIN DE LOS SENDEROS QUE SE BIFURCAN - Una lectura rapsódica de la Gjentagelse"
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Esta no es una ponencia para unas jornadas. En el sentido, claro, de cierta contradictoria pipa de René Magritte… Atento a lo que se planteara en las anteriores jornadas, intentaré evitar –en la medida de mis posibilidades– que esto se convierta en una comunicación. Tarea que puede parecer sencilla, pero que no lo es. Partiendo de que estamos aquí reunidos en torno de un pensador que no acostumbraba ‘reunirse en torno de un pensador’, lo cual debiera movernos ya a la reflexión... Por otro lado, es sabido que una serie de tácitas –e inflexibles– convenciones rigen el modo en el que se utiliza la palabra en estas situaciones. Convenciones de las cuales abominaba el propio Kierkegaard, por lo demás. Resultaría confuso (cuando no risible) presentarles mis palabras bajo pseudónimos, marcados éstos, a su vez, con diferentes inflexiones de voz. Contraproducente (cuando no agraviante) mostrarme irónico ante ustedes. Esto por señalar solo dos de las que fueran las características constitutivas del decir propio de Kierkegaard. ¿Qué hacer entonces? (como suele decirse en estos casos, abusando por igual de la retórica y del infinitivo). Abordar la cuestión de un modo transversal, desde otro plano, tal vez no sea una mala alternativa...
Se trata de una práctica nada original: escribir acerca de un libro a partir de la evocación de otro. El libro que intentaré glosar es La repetición, la lectura a la que haré referencia es, obviamente, el célebre cuento de Jorge Luis Borges. Con la incertidumbre de lograrlo, pero con la enfática determinación de hacer el intento, la finalidad de estas líneas es la de engendrar en ustedes ese “…indefinido temor imbuido de ciencia que es –a juicio del propio Borges– la mejor claridad de la metafísica.” Intento que acaso Kierkegaard hubiera suscripto sin demasiadas objeciones.
Amén de las particularidades que conforman un estilo literario prodigioso: la caracterización de sus personajes, con una densidad psicológica que se perfila en la brevedad de unas pocas líneas; el uso constante pero sabiamente dosificado de la más sutil ironía; las afortunadas metáforas; la autoría atomizada y encubierta en personas apócrifas; por citar sólo alguna de las variables. Más allá de esto, decía, intentaré plantear aquí que entre Kierkegaard y Borges existe un encuentro también desde el plano filosófico (si es que ambas cosas pudieran tomarse como diversas). Si bien es cierto que no hay un cuento, un ensayo, un poema o alguno de sus acreditados prólogos siquiera en donde Borges se declare abiertamente kierkegaardiano, podemos encontrar –de un modo más o menos velado– la presencia del danés en varios momentos de su obra: “…hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella[1] –dirá en Los teólogos, por citar solo un caso. Borges, cuya filiación espiritual suele ser tan difusa, esquiva y contradictoria como lo fue su filiación política (pese a que la leyenda negra que se tejió en torno suyo dictamine lo contrario), se reconocía como una persona interesada por los asuntos religiosos (entendiendo por ‘religioso’ –básicamente– la tradición judeo-cristiana). No obstante, solía descreer del existencialismo, puesto que veía en éste “los encantos de lo patético” (lo que tal vez no fuera del todo una cualidad negativa en alguien que consideraba a la filosofía como un desprendimiento de la literatura fantática).
Ocurre que esta curiosidad de Borges rivalizaba constantemente con su insobornable espíritu crítico. Así, descreía del infierno –y del cielo– basado en lo que consideraba una desproporción meramente estadística… el caso es que es difícil no evocar la stemning kierkegaardiana en muchos de sus relatos. La forma en que desbroza, pongamos por caso, las vidas parcialmente imaginarias de su Historia universal de la infamia, o bien el modo en el que analiza la obra de Dante en sus Nueve ensayos dantescos, nos recuerda al modo de glosar las Escrituras, propia del más puro Kierkegaard. Ahora bien, para situar estas palabras, digamos que el modo en el que Borges se plantea el problema del tiempo (una de sus obsesiones más recurrentes) es, de algún manera, el reflejo de la forma en que Kierkegaard asume la cuestión al tratar acerca de la repetición. La Gjentagelse, de suyo complicada, apenas si es postulable sin la noción de eternidad. Siendo, precisamente el modo en que ambos conciben la eternidad el que puede darnos la piedra de toque que a un tiempo los acerca y los aleja.
 
Con un único –bien que admirado– vocablo danés por todo título, Kierkegaard da a la prensa en 1843 Gjentagelsen, obra a la que considera como un Un ensayo de psicología experimental. Divida en dos partes –llamadas ambas, sugestivamente, con el mismo nombre– la obra es el interludio entre Constantin Constantius y el Joven Muchacho. Imbricando lo biográfico con lo discursivo, Kierkegaard aborda la oscura cuestión de la repetición, la cual supone –e implica– una determinada concepción del tiempo (junto con la consecuente consideración de la eternidad, que suele aparecer de ladero en estos casos). Ahora bien, la repetición enfrenta a Kierkegaard con el carácter problemático de la temporalidad. En efecto, desde Zenón hasta San Agustín, desde Kierkegaard hasta Heidegger, el tiempo siempre se ha presentado como una inasible aporía. Es que el tiempo, para el cual los griegos hubieron de echar mano a dos entidades divinas buscando aprehenderlo, siempre ha sido, es y de seguro será, esquivo e inquietante (como se deja ver, en esta misma alusión a su indeterminabilidad). Así las cosas, Kierkegaard arriesgará la tesis de que la repetición es como el recuerdo, pero en sentido inverso: una suerte de recuerdo del porvenir, como el nombre de cierto bar al que acuden los personajes de Carpentier en Los pasos perdidos. Pese a lo paradójico que esto pudiera resultar, tiene completo sentido, dado que la repetición no puede menos que situarse en el porvenir. No obstante, convendría hacer aquí una digresión: los recuerdos tampoco suelen ser estrictamente fieles a lo vivido –o cuando menos habrá de concederse que esto es inverificable con exactitud. Esto es, podría postularse que existe tanta transformación en el recuerdo como la que Kierkegaard pide para su repetición, con lo cual, tal vez no fuera necesario echar mano al conflictivo oxímoron. Acaso fuera mejor decir, que la repetición se da entre el pasado y el porvenir: en el esquivo y fugaz instante presente. Puesto que, como dice Clarice Lispector:
…lo que hablo es puro presente y este libro es una línea recta en el espacio (…) Aunque yo diga ‘viví’ o ‘viviré,’ es presente porque yo lo digo ya.[2]
Pero en realidad, Kierkegaard busca dejar sentada la diferencia entre lo ya acontecido (en tanto y en cuanto inexorablemente acontecido) y la reiteración en el sentido etimólogico que esta palabra tiene en castellano (los caminos suelen retomarse de modos diferentes). Esa ‘reintegración’, en el sentido de quien se reincorpora a una cursada después de haberse quedado libre, es la que auspicia una experiencia como la de Job. Al escoger sus ejemplos, Kierkegaard no podría ser más claro: por un lado, presenta el intento imposible de la repetición de un momento de felicidad (ilustrado con el viaje a Berlín de Constantin Constantius); por el otro: la reduplicación evangélica de la que se hace acreedor Job, tras haber padecido las sucesivas adversidades. En el caso de Job puede diferenciarse, asimismo, la repetición en sentido psicológico, religioso y fenoménico (a Job le es devuelto el doble de lo perdido, logra ‘revivir’ su amor por Dios, si bien los hijos de Job no resucitan). Así como tampoco es igual la repetición que experimenta el Joven Muchacho que, tras dar por cerrada de modo definitivo su historia de amor y recuperarse a sí mismo, queda no obstante preso en el plano estético. Habremos de entender, pues, la repetición en su dimensión de posibilidad de la esperanza, pero también como esperanza de toda posibilidad. La repetición pasa a ser así la manifestación concreta de la libertad. De hecho, el propio Kierkegaard al aludir a ella como a una ‘categoría de la fe’, la presenta en estos términos:
La repetición no es simplemente objeto de contemplación, sino que es el quehacer de la libertad, la libertad misma.[3]
 
Repasemos a continuación, en apretada síntesis, el argumento de un cuento. En El jardín de los senderos que se bifurcan,Borges nos ofrece la fragmentaria declaración de Yu Tsun (espía al servicio del estado alemán durante la primera guerra mundial) antes de ser ahorcado, acusado de homicidio. Así, leemos que Yu Tsun, cercado por la persecución del capitán británico Richard Madden, debe notificar al ejército de su país la ubicación del nuevo parque de artillería británico. Para ello, dará cuenta de la vida de Stephen Albert, un afamado sinólogo cuyo apellido es, precisamente, el nombre de la ciudad en la cual se halla el parque de artillería a destruir. Hasta aquí la historia. Ahora bien, como ocurre en todos los cuentos de Borges, el argumento se continúa en otro. En esta segunda lectura, encontramos que Stephen Albert es un estudioso de Ts’ui Pên, el creador de un inquietante laberinto: el jardín de senderos que se bifurcan. Yu Tsun, a la sazón bisnieto de Ts’ui Pên, escucha de boca de Albert la explicación del etéreo laberinto de tiempo que construyera su antepasado y esto hace que, de algún modo, logre exhumar siquiera mínimamente su absurdo crimen (dado que ello le otorga la posibilidad estadística de poder verse hermanado con su actual víctima en una de las posteriores ramificaciones temporales). De hecho, el cuento bien puede leerse, también, como un manifiesto antibélico cuya tesis sería que toda guerra es absurda, puesto que: “…un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes.[4] Nótese cómo el énfasis está puesto, nuevamente, en lo temporal (“…otros momentos de otros hombres”).
El porvenir ya existe” –se apura a señalar sobre el final de la novela Yu Tsun, urgido por la inquietante presencia de Madden (un célebre tema de rock nacional, años después, repetirá una afirmación similar: “el futuro llegó, hace rato…”). Propongo que partamos de esta frase para recrear la triple concepción del tiempo que nos ofrece Borges. Por un lado, tenemos esta idea del tiempo determinado por la voluntad, el tiempo en el que el futuro se presenta tan irrevocable como el pasado (puesto que ha sido modificado a raíz de una acción u omisión obrada por alguien); por otro lado, una idea del tiempo entendido como un puro presente que es subjetivo y absoluto (“Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí...[5]); por último, un tiempo plural y ramificado en el que cada presente se bifurca en dos futuros, de manera de formar “…una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos.” Es precisamente esta idea de infinitos universos contemporáneos en los que todas las posibilidades se realizan en todas las potenciales combinaciones, la que da nombre al libro-laberinto de Ts’ui Pên y al cuento mismo.
 
Regresemos ahora, a la obra de Kierkegaard, pero teniendo presente la presentación de que hace Borges de la temporalidad. Consideremos que la misma serviría para intentar comprender la oximorónica propuesta kierkegaardiana de la repetición. Puesto que es precisamente en ese presentismo borgeano absoluto que se hace ostensible la idea de eternidad entendida en el sentido cristiano (bien que sin Dios, claro). Siendo esta idea de eternidad la que subyace a la repetición y siendo, ambas, claramente deudoras del platonismo. Si, como quería Platón, conocer es recordar, Kierkegaard –fiel al  correctivo existencial que lo caracteriza– dirá que actuar no es sino repetir. Borges –ora agnóstico militante, ora ateo confeso– igualmente platónico dirá sencillamente que nos movemos en una cárcel circular, en la que “…nada nos dice adiós, nada nos deja” y en la cual, al igual que le ocurre a la pantera, no sabemos que “…la jornada que cumple cada cual ya fue fijada.”[6] Esto es, mientras que para Kierkegaard la repetición es la posibilidad de la libertad, para Borges no es ni más –ni menos– que un tedio y un destino. La rueda vuelve a reinar sobre la cruz y el indiferente universo sigue su curso… Al igual que lo que propone Jean-Paul Sartre, Borges, al postular un universo sin Dios, encuentra en la libertad una condena, antes que una esperanza. No obstante:
En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde las otras; no así en el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la esperanza y al del olvido…[7]
y al de la religión, tal vez le faltó agregar. Porque, está claro, Borges es un artista y en su cuento el personaje muestra una cierta cualidad moral (o, acaso mejor, religiosa: la esperanza) al intentar expiar su absurdo crimen, confiando en la constante e infinita bifurcación de tiempos que le brinda el descifrado laberinto. A esa sutil lotería que a un tiempo lo exhonera y lo condena sin atenuantes. Llegando incluso a declararle a su víctima su amistad en uno de ellos (que es curiosamente en el mismo en que lo mata). “El porvenir ya existe” –son algunas de las últimas palabras que escucha Albert, antes de ser ultimado. Esta frase es también la que nos sirve para ver de qué modo se cumple la que podríamos señalar como conditio sine qua non de toda repetición: la pérdida y la aceptación de esa pérdida. Cuando pronuncia esa frase, Yu Tsun sabe que va a matar a Albert, y sabe también que su horrendo crimen no será irremediable. Es que en un mundo en el que todo habrá de repetirse de modo inexorable, se tiende –necesariamente– a una homogenea desdiferenciación. Allí, se confundirán héroes y traidores, dogmáticos y heresiarcas, soñados y soñadores…  
Pero esto no es todo, también puede hacerse una enésima lectura del cuento y confrontarlo con esa otra bifurcación de La repetición que es Temor y temblor (puesto que como llevamos dicho, también Kierkegaard se bifurca insondablemente). Porque, al igual que el de Yu Tsun, el de Abraham es un crimen tan inconcebible como gratuito. Porque ni Albert ni Isaac lo propician. Porque, finalmente, en ambos casos se trata de una ‘prueba’ que en parte se impone y en parte se busca. Dice Yu Tsun en su declaración:
No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía (…) lo hice, porque yo sentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza– a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos.[8]
  Es precisamente esta prueba, está acreditación ante una instancia superior, la que a un tiempo posibilita la repetición y a un tiempo logra, al exhumarla, el fenómeno de la reduplicación, de la reintegración (por eso Kierkegaard solía contraponerla a la Aufheben hegeliana). Kierkegaard y Borges, Borges y Kierkegaard. Así, pues, Soren Kierkegaard se pierde y se encuentra en ese atroz laberinto ideado por Ts’ui Pên, recreado por Stephen Albert, usufructuado por Yu Tsun, postulado por Jorge Luis Borges para ser, finalmente, rememorado esta tarde de noviembre por todos nosotros…
 
Permítanme poner fin a esto, que no ha pretendido ser –que de ningún modo habrá sido– una ponencia para una jornadas sobre un célebre pensador danés; permitanme, digo, cerrar estas palabras con los últimos versos del poema al que Borges tituló, de un modo tan sugerente como apropiado, Ewigkeit:
No así. Lo que mi barro ha bendecido
No lo voy a negar como un cobarde.
Sé que una cosa no hay. Es el olvido;
Sé que en la eternidad perdura y arde
Lo mucho y lo precioso que he perdido:
Esa fragua, esa luna y esa tarde.[9]
            Nuevamente la eternidad, nuevamente la instancia superior. De los laberintos, como se sabe, se escapa por arriba…

[1] BORGES, J. L. Obras completas, tomo I, Buenos Aires (1996); p. 551.-
[2] LISPECTOR, Clarice Agua viva, Buenos Aires, Sudamericana (1975), p. 28.-
[3]  KIERKEGAARD, Soren La repetición, Buenos Aires, Editorial JVE Psiqué, (1997), p.49.-
[4] BORGES, J. L. ibidem, p. 475.-
[5]  BORGES, J. L. ibidem, p. 472.-
[6]  BORGES, J. L. Obras completas, tomo III, Buenos Aires, Emecé (1996) p. 84.-
[7]  BORGES, J. L. ibidem, p.353.-
[8]  BORGES, J. L. op. cit., tomo I, p. 473  
[9]  BORGES, J. L. El otro, el mismo, Buenos Aires, Emecé(1964), p. 55.-

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