PABLO URIEL RODRÍGUEZ - JUAN MANUEL SPINELLI: "Angustiarse de nada"
*****

Angustiarse de nada I

Los antecedentes filosóficos del planteamiento kierkegaardiano 

1.

Hay entre quienes estudian la obra kierkegaardiana un prejuicio muy difundido y sumamente perjudicial. El mismo consiste en presentar a S. Kierkegaard «alimentando» el mito del pensador solitario, de la voz que clama en el desierto. Por lo general, aquellos que analizan las categorías conceptuales que introdujo Kierkegaard en sus escritos se esfuerzan por recalcar su originalidad escondiendo, de este modo, sus antecedentes e interlocutores directos e indirectos. Esto ocurre, a nuestro entender, por dos motivos fundamentales: o bien por ignorancia, en la medida en que, no hay forma de ocultarlo, generalmente el comentador kierkegaardiano de formación religiosa no ha profundizado en la filosofía de otros pensadores; o bien por cierto interés, como es el caso de la recepción existencialista que, en la medida en que pretendía situar en la polémica con el hegelianismo el inicio de esa tendencia filosófica, desatendía el vínculo que el pensamiento de Kierkegaard guardaba con otros filósofos –de este modo, acentuando la originalidad del «padre del existencialismo» se garantizaba, también, la originalidad del existencialismo.

Sin embargo, es preciso señalar que se le hace un «flaco favor» a Kierkegaard cuando se desgaja su pensamiento de la raíz que lo nutre y le da vida. Por el contrario, cabe destacar, aunque parezca una cuestión de perogrullo, que sólo «sumergiendo» el pensamiento kierkegaardiano en su propio seno filosófico, es decir dentro del «idealismo alemán», es posible valorar con justicia la originalidad de sus propuestas: sólo afirmando el suelo común, los problemas y las soluciones, que Kierkegaard comparte, por ejemplo, con A. Schopenhauer, F. Schelling, L. Feuerbach y el joven K. Marx –entre otros– se vuelve patente la novedad que aportan sus escritos. En este sentido, no hace falta hablar aquí de olvidadas filiaciones autorales directas; basta, tan sólo, con traer a la luz aquellas temáticas que sin haberse planteado por primera vez dentro del pensamiento alemán del siglo XIX; adquieren, no obstante, dentro de este movimiento filosófico un nuevo vigor. De este modo, Kierkegaard se constituye como un heredero, a través del «idealismo alemán», de algunas de las cuestiones más importantes que el pensamiento occidental ha venido planteando desde hace más de 2500 años. Sólo así, es decir, sólo a través de la restitución de Kierkegaard a la tradición filosófica y teológica, es posible hacer «presente» su pensamiento.

Nuestro trabajo se articula en dos grandes momentos. En el primero de ellos intentamos reconstruir una historia pre-kierkegaardiana de las interpretaciones filosóficas de la angustia, a tal fin nos detendremos en tres hitos fundamentales: el modelo aristotélico-tomista, el análisis cartesiano de las pasiones y, por último, la experiencia de lo sublime en Kant. La segunda parte del trabajo intenta ofrecer una interpretación de la angustia kierkegaardiana: en primer lugar, reconstruimos la perspectiva epocal que anima la reflexión del danés; luego realizamos una descripción de la angustia kierkegaardiana a través de la dilucidación de su objeto, la nada; por último, recurriendo a la obra literaria de F. Kafka procuramos ofrecer un ejemplo de lo que el pensador danés denomina «angustia objetiva».  

 2.

Si adoptamos como punto de partida la distinción ensayada por Kierkegaard[1] entre miedo y angustia, nos vemos obligados a aceptar que si bien la filosofía antigua y medieval logró conceptualizar aquellos fenómenos vinculados a un temor determinado, no obstante, escaparon irremediablemente a su sensibilidad aquellas experiencias relacionadas con un temor flotante.

En el segundo libro de su Retórica, Aristóteles define al temor como “un cierto pesar o turbación, nacido de la imagen de que es inminente un mal destructivo o penoso[2]. A continuación, el Estagirita puntualiza una cuestión fundamental en torno al fenómeno del temor; para que un objeto o fenómeno puntual suscite miedo en un individuo debe existir entre éste y aquel cierta distancia inminente: “todo el mundo sabe que morirá –sostiene Aristóteles ejemplificando su noción–, pero, como no es cosa próxima, nadie se preocupa”[3]. Recurrir argumentativamente a la muerte no resulta, dentro de este contexto, casual: en la Ética Nicomaquea el filósofo griego señala que entre todas las cosas lo más temible es la muerte[4]. La Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino también aborda, a partir de un planteamiento aristotélico, la cuestión del temor. El santo italiano coincide con el filósofo griego en la existencia de un temor natural ante aquello que amenaza con poner término a la existencia. Frente a este mal reacciona, de modo casi instintivo, nuestra propia naturaleza en la medida en que ella tiende esencialmente hacia el ser[5]. Ahora bien, como señala H. Balthasar comentando al teólogo medieval, “lo que resume toda amenaza natural es la muerte, tanto si resulta de causas de la Naturaleza, como «muerte natural», cuanto si resulta de causas innaturales, como «muerte violenta»”[6]. Hasta aquí Tomás no ha hecho más que «comulgar» con Aristóteles; sin embargo, el teólogo medieval, influido claramente por la tradición cristiana, se plantea una cuestión original: ¿es lícito atemorizarse por el mal de las culpas futuras?. La respuesta de Tomás nos resulta asombrosa: para el santo cristiano en modo alguno cabe atemorizarse por la culpa futura puesto que ésta se encuentra entre las cosas que dependen de nuestra voluntad y entre esta clase de cosas nada puede ser considerado terrible[7]. Con todo, en la medida en que la voluntad puede ser inclinada a pecar por algo exterior, lo que realmente teme el hombre no es volverse culpable, sino, más bien, el encontrarse en situación objetiva de ser seducido o tentado[8].

Pero, ¿qué es este temor o miedo que afecta al hombre? Se trata de una «pasión», es decir, de una afección del alma; sin embargo, como sostiene Tomás, “la pasión propiamente dicha no puede convenir al alma sino accidentalmente, es decir, en cuanto el compuesto padece”[9]. Lo que se teme, propiamente, no es otra cosa más que la «aniquilación» del cuerpo. El miedo, por tanto, era para la mentalidad del medioevo, en cierto sentido, una «experiencia periférica» que jamás amenazaba el núcleo mismo del ser del hombre. Sintetizando la concepción medieval, Balthasar afirma que durante esta época “es tan fuerte la conciencia que el alma tiene de su inmortalidad, y por tanto de su invulnerabilidad por parte de la nada como malum corruptivum, y es tan grande la confianza en el ser que tiene el hombre medieval, que no se llegó a ver la angustia como algo que pusiera en cuestión el ser finito de las criaturas”[10].

No obstante, esta seguridad en el ser propia de la Edad Media es una experiencia que este período comparte con la antigüedad griega. El temor a la propia aniquilación era el tributo que debía ser pagado a la individuación; pese a ello, el espíritu trágico de los griegos, tan celebrado por F. Nietzsche, les permitió a éstos afrontar el peligro ineludible de la destrucción, conservando la jovialidad sin recurrir a la creencia en la supervivencia personal[11]. Si el griego era capaz de tolerar la angustia ante su futura desaparición era porque el orden mismo del mundo comprendido como totalidad, en nada se veía afectado por la pérdida de uno de sus elementos; incluso más, la pérdida de la individualidad no implicaba la aniquilación completa de la propia esencia sino su retorno al cauce universal del ser: la individualidad se conservaba en una totalidad indestructible.   

3.

El tratado De las pasiones en general y de la naturaleza del hombre comienza, quizá con más fuerza incluso que el Discurso del método o las Meditaciones metafísicas, con el firme propósito de romper con las enseñanzas proporcionadas, en esta materia, por la antigüedad, y de comenzar «como si nadie se hubiese ocupado de él hasta el momento presente». No sólo es otro el camino que se ha de seguir, sino que se ha de partir de cero, sin recurrir a la observación de los fenómenos externos. Para discurrir con propiedad acerca de las pasiones, basta con poner en suspensión aquello que se nos haya comunicado sobre las mismas y atenernos simple y puramente al hecho de que las sentimos. Nadie puede enseñarnos, de algún modo esto es lo que pretende significar Descartes, lo que nosotros experimentamos sin falla por nuestra propia cuenta.

¿Y cuál es el punto en el cual es preciso apartarse de los antiguos, tomar un rumbo distinto del suyo? Descartes lo introduce sin preliminares en el primer artículo de su tratado:

Para comenzar diré que todo lo que los filósofos han dado en llamar pasión con respecto al sujeto en quien se produce el hecho que la constituye, es acción con respecto al que la produce; de suerte que por muy distintos que sean el agente y el paciente, la acción y la pasión no dejan de ser una misma cosa que tiene dos nombres porque puede referirse a dos sujetos[12].

Dicho en otras palabras: para comprender en su plenitud qué sean las pasiones hay que pensarlas no meramente como pasiones sino, al mismo tiempo, como acciones. Y no sólo eso, sino que se trata de fenómenos que se hallan en el cruce de dos sujetos, a saber, el cuerpo y el alma, o, de acuerdo con la terminología cartesiana, la res extensa y la res cogitans. Así, el problema de las pasiones se torna, ya desde el vamos, a todas luces decisivo: hallarle una solución implica nada menos que resolver satisfactoriamente el intríngulis planteado por la concepción dualista que Descartes se ve, por diferentes motivos, tan forzado a adoptar como impelido a superar.

El problema de las pasiones es, por ello mismo, el problema de Descartes por excelencia. Se lo puede expresar así: hallar una explicación convincente de la necesaria articulación entre el cuerpo y el alma, el pensamiento y la materia, el espíritu y la naturaleza. Problema tanto más arduo cuanto que el cuerpo, esa instancia maquínica que nos des-humaniza en la medida en que no se halla en ella la diferencia sino más bien el  vínculo que nos liga al género, es el enemigo del alma: “Ningún sujeto –observa Descartes- obra contra nuestra alma de modo más inmediato que el cuerpo, al cual se halla íntimamente unido[13].

¿Cómo se vincula, entonces, dos sustancias tan diferentes y enfrentadas entre sí? Descartes comienza por efectuar una distinción entre las funciones propias del cuerpo –el calor y el movimiento, que, al ser declarados como procedentes del cuerpo sin la intervención del alma, le permiten evitar la afirmación de la res cogitans como «principio de vida» de la res extensa- y la que es propia o exclusiva del alma, a saber, el pensar. Descartes logra así explicar la vida en términos «científicos», en el marco de un modelo mecanicista, prescindiendo de la intervención o dirección del alma, pero eso, por otra parte, ¡en la medida en que es su propia concepción mecanicista del cuerpo, al que le parece «inconcebible» postular en términos de «sujeto pensante»!, lo introduce a su vez en el difícil dilema de: o bien establecer que no hay pensamiento (absurdo) o bien, si lo hay, lo cual es el caso, que es la función propia de una sustancia necesariamente no-corporal. Esto lo lleva a adoptar, a fin de disponer de una instancia de mediación entre ambas sustancias, la teoría de los «espíritus animados» -elementos sutiles «a mitad de camino» entre la materia y el espíritu.

En lo que respecta a las funciones propias del alma, esto es, a nuestros pensamientos, Descartes distingue entre actos y pasiones. Mientras que los primeros son aquello que denominamos «voliciones», cuyo punto de llegada puede ser tanto el alma como el cuerpo, las pasiones, por su parte, constituyen una especie del género de las percepciones, a saber, «las percepciones, sentimientos o emociones del alma, que se refieren particularmente a ella y que son causadas, sostenidas y fortificadas por algún movimiento de los espíritus».

Pero la teoría de los espíritus no basta, por sí sola, sino que es preciso determinar cuáles sean las causas primeras de las pasiones, y, si bien es cierto que una pasión puede perfectamente constituir el correlato de una acción del alma misma, el hecho es que, habitual y principalmente, las pasiones no son más que un efecto producido por tales o cuales objetos capaces de impresionar nuestros sentidos.

En este marco, la angustia como tal se halla absolutamente ausente. No hay un determinado tipo de efecto generado por la acción de los objetos exteriores al que propiamente quepa denominar «angustia». Hay, con todo, y no es un punto menor, una muy interesante relación entre la pareja amor/odio, el deseo, y un cierto grupo de pasiones entre las cuales se encuentran, destacados, el temor y la desesperación. En primer lugar, el amor y el odio son las pasiones que se corresponden con la presentación de ciertas cosas como, respectivamente, buenas y malas. En segundo lugar, y sobre la base de lo anterior, el impulso del deseo, que como tal nos remite siempre al futuro, surge a partir de la consideración de la posibilidad de conseguir algo que amamos (que consideramos  «bueno») o de huir de algo que odiamos (que nos representamos como «malo»). Pero cuando se toma en cuenta no la mera posibilidad sino además la probabilidad de lograr lo que se espera –esto es, la adquisición del bien o la huida del mal-, en caso de que la misma sea favorable, la pasión resultante es la esperanza; de lo contrario, lo que se da, entonces, es el temor. Al producirse un incremento cuantitativo extremo de estas pasiones, según Descartes, se produce una transformación de índole cualitativa: la esperanza deviene seguridad; y el temor, desesperación.

No podemos entrar aquí en el detalle de cómo Descartes obtiene, sobre la base de un grupo de pasiones «simples y primitivas» (la admiración, el amor y el odio, el deseo, la alegría y la tristeza), todas las restantes (que son o bien compuestos o bien una determinada especie de alguna de las mismas). A los fines de la presente exposición, bastará con remarcar la importancia que en la teoría cartesiana posee el deseo, por un lado, y su relación con el temor y la desesperación, por el otro. Lo destacado del deseo consiste en su carácter absoluto, vale decir, en el hecho de que no se contrapone a ninguna otra pasión: si desear es «querer para el porvenir las cosas representadas como útiles», es, sin embargo, y al mismo tiempo, tanto la búsqueda de «lo bueno» como la huida «de lo malo», dado que, según Descartes, “es un mismo movimiento el que nos lleva a buscar el bien y a huir del mal[14]. No hay forma de huir de algo que se considera «malo» sin que ello implique, en sí mismo, un inmediato direccionamiento hacia lo que se tiene por «bueno», y, a la inversa, el encaminarse hacia lo «bueno» supone, en tanto que tal, un apartamiento de lo «malo». El temor es una pasión añadida al deseo en tanto que huida –juzgada como improbable- del mal, mientras que la esperanza, por el contrario, acompaña al deseo en su carácter de aproximación tendencial –entendida como probablemente exitosa- al bien.

Ahora bien, si el deseo no tiene contrario, como hemos visto, de manera que dirigirse al bien y huir del mal son sólo los aspectos complementarios de un mismo movimiento, temor y esperanza, por consiguiente, y sobre la base de lo antedicho, también han de darse de manera complementaria. Descartes lo admite explícitamente: «Aunque estas dos pasiones son contrarias, suelen encontrarse juntas…». Y del mismo modo que la pareja aproximación/distanciamiento, en lo que respecta al bien/mal, la dupla temor/esperanza se correlaciona según una lógica inversamente proporcional: el aumento de una pasión implica la disminución de la otra, y viceversa. Así, cuando el aumento de la esperanza es tal que el temor desaparece, se transforma en la pasión que llamamos seguridad, y cuando el incremento de temor alcanza un grado tal que ya no hay esperanza, la pasión que se produce en ese caso es la desesperación.  

Podemos concluir, entonces, que, mientras que la seguridad es esperanza sin temor, la desesperación es, por su parte, temor sin esperanza. Desde el momento en que en ningún momento se suprime aquí la referencia a los objetos exteriores como causas primeras de las pasiones, resulta totalmente imposible homologar la desesperación cartesiana con la angustia kierkegaardiana o heideggeriana. No obstante, constituye un valioso antecedente que, en cierto sentido, puede llegar incluso a rozarla. La desesperación como la concibe Descartes es, al fin y al cabo, la vivencia de que no hay salida, la cual, aunque de manera no explícitamente tematizada por el filósofo francés, nos enfrenta de manera insoslayable al factum de nuestra finitud, a la inminente e inevitable «posibilidad» de la imposibilidad[15]» (Heidegger), y, en suma, a la nada misma.

  4.

Es posible concebir el concepto kantiano de lo sublime como un puente que permite operar una transición gradual desde el temor a un objeto determinado hacia la angustia ante la nada.

En el § 23. de la Crítica del Juicio I. Kant indica que mientras que “lo bello de la naturaleza se refiere a la forma del objeto, que consiste en su limitación; lo sublime, al contrario, puede encontrarse en un objeto sin forma, en cuanto en él, u ocasionada por él, es representada la ilimitación”[16]. Con la experiencia de lo sublime, por tanto, el hombre toma conciencia de aquello que «rebasa» los límites de su sensibilidad. Así, Kant se distancia de los filósofos que hemos venido comentando; el sentimiento de lo sublime a diferencia del temor o el miedo no surge ante un objeto determinado sino, más bien, ante el carácter ilimitado e indeterminado de un objeto. Esta vivencia de lo ilimitado puede aparecer o bien ante la presencia de lo «absolutamente grande» –es el caso de lo sublime matemático– o bien ante la presencia de lo «absolutamente poderoso» -es el caso de lo sublime dinámico.

A los fines propios que nos hemos trazado, dejaremos de lado el análisis kantiano de las relaciones entre la imaginación, el entendimiento y la razón que el juicio estético de lo sublime pone en juego; para ahondar en el proceso por el cual surge el fenómeno de lo sublime dinámico. A diferencia de lo bello que satisface de modo directo e inmediato; lo sublime nos satisface de manera indirecta y mediada. Para que este «sentimiento» se suscite en el sujeto es necesario que la naturaleza sea representada, en un primer momento, como un poder o fuerza irresistible, es decir, como algo temible. Ahora bien, de acuerdo con Kant, “es imposible encontrar satisfacción en un terror que fuera seriamente experimentado”[17]. Quien es presa del terror es incapaz de considerar aquello que lo atemoriza como sublime; queda paralizado por el miedo. Por este motivo, resulta necesario contemplar la potencia infinita de la naturaleza desde una perspectiva segura. Sublime, entonces, es la contemplación de un peligro que se presenta, en todo momento, como virtual. Esta suerte de admiración ante lo temible, de la cual el mismo Kierkegaard da cuenta en El concepto de la angustia[18], permitirá a R. Otto acercar el sentimiento estético de lo sublime al sentimiento religioso de lo numinoso: “el objeto sublime opera también sobre el ánimo una doble impresión retrayente y atrayente a la vez. Abate, humilla y, al mismo tiempo, encumbra y exalta. Restringe y coarta, y a la vez ensancha y dilata”[19]. Esta caracterización de un doble movimiento en el sujeto resulta un impensado antecedente de la caracterización kierkegaardiana de la angustia como una antipatía simpática y una simpatía antipática[20].

No obstante, el análisis de Kant no se detiene en este punto: el placer estético con el cual nos retribuye el sentimiento de lo sublime no es meramente negativo. Tal parece ser la comprensión schopenhaueriana de lo sublime que asocia el gozo ante lo sublime con la mera ausencia de sufrimiento ante lo terrible. Pero, como afirma T. Eagleton en su comentario a este aspecto de la filosofía kantiana: la dicha del sujeto estético no es sino la felicidad del niño que juega en el regazo de su madre libre de toda preocupación real; el sujeto bien puede hallar descanso en esta seguridad clausurada, sin embargo, se trata, tan sólo, de un resguardo estrictamente provisional[21].Para Kant, la potencia irresistible de la naturaleza, en efecto, nos permite conocer la fragilidad y contingencia de nuestro ser físico; pero, a pesar de ello el verdadero valor del fenómeno de lo sublime radica en que éste nos descubre “una superioridad sobre la naturaleza, en la que se funda una independencia de muy otra clase que aquella que puede ser atacada y puesta en peligro por la naturaleza, una independencia en la cual la humanidad en nuestra persona permanece sin rebajarse, aunque el hombre tenga que someterse a aquel poder”[22]. De este modo, lo sublime nos pone en contacto con aquello de nuestro propio ser que está por encima de la naturaleza y que siempre permanece incorruptible: nos referimos aquí, como es de esperar en Kant, al respeto hacia la ley moral. El sentimiento de lo sublime dinámico se trata, en definitiva, de una apreciación indirecta de la legalidad suprasensible que habita en el sujeto.

Ciertamente, el análisis kantiano de lo sublime nos ha revelado la excelsa dignidad de la libertad humana; sin embargo, a la par, también nos ha manifestado la desgraciada que aqueja el ánimo del hombre moderno: su insignificante posición en un universo que se le revela siempre ajeno a su interioridad.

                                           Angustiarse de nada II

Una interpretación-apropiación de la angustia kierkegaardiana como disposición anímica fundamental del hombre actual 

1.

Kierkegaard plantea que el hombre antiguo no había conocido la angustia. Para sostener esta tesis, argumenta que la angustia es un fenómeno que afecta al «espíritu» y éste, el «espíritu», no ha sido conocido por el paganismo[23]. No obstante, de ello se sigue que, siendo el cristianismo[24] quien ha introducido en el mundo la categoría del «espíritu»; la angustia es un fenómeno estrictamente «cristiano». Este planteamiento kierkegaardiano es sólo parcialmente correcto; a nuestro entender, la diposición anímica que se describe con precisión en El concepto de la angustia –y con la cual aún hoy debemos enfrentarnos– no es un fenómeno que surja con el «cristianismo» sin más, sino, más bien, con el «cristianismo moderno».

En su obra El problema de Dios en el hombre actual, Balthasar realiza la siguiente afirmación: “el hombre, al salir del envoltorio del cosmos en que estaba cobijado como un huevo en su cáscara, tiene como primera experiencia ese «desamparo» de que tanto se habla hoy”[25]. Esta sensación, de acuerdo con Balthasar, le adviene al hombre moderno luego de haber constatado con certeza que la totalidad de la Naturaleza era un preludio al ser humano[26]. No obstante, esta certidumbre, prosigue argumentando el teólogo suizo, sólo fue posible a partir del presupuesto de que el «espíritu» se hallaba por encima del orden de la Naturaleza[27]. Este presupuesto que con la filosofía hegeliana alcanzó su más poderosa y plástica expresión se habría construido, como Feuerbach propone en su obra principal[28], a partir de la doctrina cristiana de la creación. De acuerdo con el filósofo posthegeliano, el judeo-cristianismo concibiendo al mundo como el resultado de la voluntad divina vacía al cosmos de su legalidad y fuerza inmanente y, de este modo, abre las puestas para el dominio despótico del hombre y su actividad sobre una Naturaleza condenada a la pasividad.

La empresa de «instrumentalización» de la Naturaleza, ciertamente, puede encontrar en la tradición bíblica un soporte ideológico. No obstante, esta «operación filiatoria» sólo puede realizarse a través de una particular interpretación del texto del Génesis a la cual la teología medieval no cedió por completo. Sin la intención de abordar exhaustivamente la cuestión, en la medida en que tal grado de profundización excede los límites de este trabajo, sostendremos que el «cristianismo medieval», a diferencia del «cristianismo moderno», habría conservado el espíritu cosmológico antiguo. En El cristiano y la angustia, Balthasar nos sugiere la idea de que al revelarse el carácter creado del mundo, la Naturaleza deja de ser estrictamente «natural» para devenir «sobrenatural»[29]. La doctrina creacionista emplaza a la Naturaleza actual entre dos polos: el de la Caída por el pecado original y el de la Redención final[30]. Por lo tanto, la Naturaleza no es un producto estático y pasivo de la voluntad divina; más bien, ella está «atravesada» por una actividad que tiene como finalidad llevar al mundo hacia su culminación. El «cristianismo medieval» aún era capaz de reconocer a Dios en la Naturaleza; el «cristianismo moderno», por el contrario, aparta a Dios de la Naturaleza para reconocerlo, exclusivamente, en la Historia humana. Un claro ejemplo de esta mentalidad es, nuevamente, G. Hegel quien en sus lecciones sobre Filosofía de la Historia llega a identificar el desarrollo mismo de Dios con la historia universal. Incluso el mismo Kierkegaard, a pesar de su aclamado anti-hegelianismo, comparte esta misma visión hegeliana y epocal[31]. Para el pensador danés, tal y como puede constatarse en sus Migajas Filosóficas, no existe posibilidad alguna de una comprensión natural del «cristianismo»; Dios no se manifiesta a través de las cosas del mundo sino, pura y exclusivamente, a partir de un «acontecimiento histórico»[32].

Mientras el «cristianismo medieval» se acercaba a la idea de que el telos de la creación era la glorificación universal del mundo; el «cristianismo moderno» afirmó que la finalidad de la creación era la entronización del hombre. Ahora bien, esta misión que el hombre moderno asume, se le impone con un condicionante fundamental: siendo el hombre un ente llamado a trascender el registro de la Naturaleza, la construcción de su propio ser no puede repetir ningún modelo natural. El hombre moderno, por lo tanto, debe lograr que la «humanidad» emerja como un «suceso inédito», una excepción nunca antes vista dentro de la Naturaleza. Para ello, para lograr el advenimiento de lo «humano», la modernidad plantea la necesidad de que el individuo se constituya como un «espíritu» dominando y subyugando su propia «naturaleza»: no alcanza con constituir una esfera espiritual «sobrenatural», resulta necesario que el registro del espíritu se constituya en contra de lo natural. 

2.

El hombre es, desde la antropología implícita de la modernidad, el único ente en todo el universo que está obligado a constituir su propio «ser». La angustia descripta por Kierkegaard es, en un primer momento, la sensación de pesadumbre que le sobreviene al hombre moderno ante esta misión que él mismo se ha impuesto y, en un segundo momento, el sentimiento de inquietante soledad que embarga al ser humano tras «desprenderse» del resto del mundo.

En un trabajo anterior[33], a través de un análisis conjunto de la «investigación psicológica» de Kierkegaard y el análisis antropológico de Feuerbach, hemos defendido la tesis de que El concepto de la angustia explora, a través del pasaje de la inocencia a la culpa, el tránsito de la animalidad a la humanidad. La perspectiva que hoy asumimos profundiza aquel desarrollo: si en aquella ocasión nos concentramos en los términos del pasaje; ahora nuestro análisis se focaliza en la disposición anímica, la angustia, que acompaña esta transición.

¿Qué es la angustia?

“La angustia –explica el pseudónimo– puede compararse muy bien con el vértigo. A quién se pone a mirar con los ojos fijos en una profundidad abismal le entran vértigos. Pero, ¿dónde está la causa de tales vértigos? La causa está tanto en sus ojos como en el abismo. ¡Si él no hubiera mirado hacia abajo! Así es la angustia el vértigo de la libertad[34]

De esta bella imagen, en la cual podemos «leer» un eco de la experiencia kantiana de lo sublime, comprendemos que aquello que atemoriza a la libertad es el vacío indeterminado ante el cual ella se enfrenta. Lo que realmente aterra de esta situación no es el enfrentarse contra un «algo» determinado, sino, más bien, el tener que oponerse a la nada. Ahora bien, “¿qué efectos tiene la nada? La nada engendra la angustia” [35].  

No obstante, Kierkegaard señala el hecho de que no siempre la nada ha producido angustia. En una nota al pie de El concepto de la angustia, nuestro autor desarrolla la idea de que la antigüedad ha permanecido «serena» ante la nada. Y ello, por el sencillo motivo, de que la nada carecía de existencia positiva: la corriente que dominó el pensamiento griego, que se inicia con los eleatas y es recogida por la síntesis platónico-aristotélica, sostuvo “que todo lo que se afirmaba del no-ser solamente venía enunciado por el contraste: sólo el ser es”[36]. En otras palabras, dentro de la cosmovisión antigua (I.2), la nada asedia al ser sólo como un poder extrínseco que no logra, jamás, penetrar en su interior y fisurarlo. Esta tesis kierkegaardiana resiste, incluso, al más decidido intento antiguo por pensar la nada en íntima conexión con el ser, es decir, a la ontología desarrollada por Platón en el Sofista. La intuición fundamental sobre la cual gira este diálogo es la comprensión de la nada como el no-ser tal o cual cosa determinada. Esta nada que cada cosa es se multiplica por doquier; tantas veces como objetos se presenten ante esta cosa en cuestión. Sin embargo, en ningún momento, la nada logra penetrar en el seno mismo de la realidad: puesto que aún no siendo otra cosa, cada cosa continua siendo, efectivamente, lo que es. La nada es, de este modo, algo ajeno al ser; de aquí que Platón se sirva de la figura del Extranjero para revelar el carácter siempre extraño y extranjero de la nada ante el ser.

Para que la nada genere angustia debemos abandonar la meontología antigua y situarnos en una perspectiva cristiana. Kierkegaard afirma, en el mismo pasaje anteriormente mencionado, que el cristianismo sostiene que la nada habita corrosivamente el interior del ser[37]. Es necesario recordar que éste es el dato básico a partir del cual el pseudónimo elabora un análisis antropológico que oficia como espacio de reflexión para las corrientes existencialistas del siglo XX:

“La realidad del espíritu –escribe nuestro autor– se presenta como una figura que incita su propia posibilidad, pero que desaparece tan pronto como le vas a echar mano encima, quedando sólo una nada que no puede más que angustiar”[38]  

J. Wahl, en una breve exposición de la historia del existencialismo, señala que la nada kierkegaardiana no remite, como en el caso de M. Heidegger, a la nada absoluta sino a la «nada relativa»[39] que se revela al hombre cuando éste proyecta temporalmente su propio ser[40]. Ahora bien, a la luz de la reflexión que venimos desarrollando, esta apreciación resulta parcial: la nada kierkegaardiana no mienta, tan sólo, a los múltiples posibilidades futuras[41]; ésta también remite, cabe aclararlo, a la constitución misma del ser humano. No existe desde el instante en que Kierkegaard, de acuerdo con sus propias palabras, abandona las fantasmagóricas representaciones que encumbraban la realidad paradisíaca por encima de la humanidad[42], un momento de plenitud ontológica que dirigiéndose hacia el futuro proyecte sombras, tal esquema nos reubicaría en el horizonte antiguo; por el contrario, esta nada intrínseca al hombre no es solamente el abanico de sus posibilidades futuras aún no efectivizadas; sino también, y más profundamente, su actual irrealización que fundamenta el aparecer de estas posibilidades.

Antropológicamente hablando la nada kierkegaardiana se nos manifiesta como la indeterminación abisal sobre la cual está llamada a constituirse la identidad del ser humano; ahora bien, ¿qué es esta nada desde el punto de vista teológico? Ante todo aclaramos que, en lo referido a este aspecto no pretendemos agotar la cuestión; por el contrario, en el presente contexto, nos contentaremos con plantear, a modo de digresión, algunos temas y, al mismo tiempo, sentar ciertas bases para un análisis futuro.

En su análisis del texto kierkegaardiano, Balthasar se lamenta de que el autor danés haya omitido, en El concepto de la angustia, encarar el fenómeno del pecado a través de la relación hombre-Dios[43]. Esta referencia a Dios, ciertamente parece estar ausente en la obra mencionada; sin embargo, esta cuestión es el eje principal que anima las páginas de La Enfermedad Mortal[44]; de este modo, hay una suerte de «unidad conceptual» entre El concepto de la angustia  y La Enfermedad Mortal[45]. De ello se sigue que, resulta necesario leer la obra de 1844 a partir de los planteamientos de 1849 y, a su vez, interpretar lo escrito por Anticlimacus a la luz de lo elaborado por Vigilius Haufniensis.

El punto de partida de La Enfermedad Mortal es la tesis de que el hombre es una síntesis psicosomática que relacionándose consigo misma puede referirse o no al poder que la ha planteado[46], es decir, a Dios. Dentro de este esquema, el pecado queda definido como la resistencia por parte de la criatura a fundamentar su ser en su Creador[47]. El interrogante fundamental es el siguiente: ¿cómo es posible esta resistencia por parte del hombre dado su carácter creatural? La respuesta es sencilla pero conlleva insospechadas consecuencias teológicas: se trata de una capacidad humana sólo posible a partir del espacio abierto por el Creador entre éste y el hombre. Precisamente, este espacio abierto es la nada ante la cual el hombre se angustia. Es necesario señalar que en contra de lo que piensa Balthasar, el vacío de la propia dimensión interna del espíritu finito es el vació generado por la retirada de Dios[48]. Curiosamente, quien más hondamente logró penetrar en esta cuestión ha sido Sartre, un ateo declarado:

Dios se retira de su criatura, al modo como la marea descendente descubre los restos de un naufragio; y con ese solo movimiento crea la angustia como posibilidad de independencia… La angustia es, así, abandono del ser a la posibilidad prohibida de elegirse finito, abandono causado por un brusco retroceso de lo infinito… El Yo es la finitud elegida, es decir, la nada afirmada y rodeada por un acto”[49]

Pecar, dentro de este esquema, es –como señala C.Amorós– «repetir» este acto de alejamiento divino[50]. Hasta este punto, el existencialismo ha permanecido fiel a Kierkegaard. Sin embargo, el pensador danés, a lo largo de sus obras, nos recuerda que el cristianismo nos ha revelado que a través de la figura de Jesucristo, Dios hecho hombre, el Creador ha «atravesado» esta nada que lo distanciaba de su criatura y ha salvado, de este modo, al hombre del pecado. En este sentido, nos interesa concluir estas consideraciones teológicas planteando un interrogante: ¿qué significa para el mismo Dios esta nada que Él ha abierto y ha atravesado?

Una cosa es angustiarse ante la necesidad de que el espíritu se «desprenda» de la naturaleza y otra cosa es angustiarse ante las consecuencias de esta «separación». Se trata, en suma, de la diferencia que Kierkegaard indica y tematiza entre la angustia adámica y la angustia postadámica. Esta segunda angustia implica un «plus» con respecto a la primera. La angustia, en un primer momento, consiste en que el espíritu se siente extraño ante la sensibilidad; la segunda angustia adviene cuando el espíritu ha logrado establecerse, pero, con su triunfo, ha constituido a la sensibilidad como un principio extraño y hostil[51]. Y ello ocurre puesto que una vez que el espíritu ha despertado del sueño de la inocencia la sensibilidad se ha convertido en pecaminosidad[52]. El ser humano, por tanto, no haya sosiego ni en su ser espiritual, que se opone a la sensibilidad como lo pecaminoso; ni en su ser corporal, que es constantemente subyugado por las exigencias del espíritu. De este modo, debemos cuidarnos de interpretar la distinción entre «angustia objetiva» y «angustia subjetiva» como una mera distinción entre naturaleza y humanidad. La naturaleza que, como sugiere San Pablo (1 Romanos, 8: 19 – 23), ansía el rescate del pecado no es únicamente la naturaleza no-humana; sino, también, la naturaleza propiamente humana, es decir, nuestra propia sensibilidad, nuestro propio cuerpo.

Para «superar» la angustia, es decir, para elevarse por encima de la incompatibilidad –¿adquirida?– entre cuerpo y espíritu; Kierkegaard propone una suerte de acentuación de la espiritualidad: el hombre debe comprender, no sin pena y esfuerzo, que está llamado a trascender las limitaciones que la sensibilidad le ha impuesto. No obstante, cabe otra solución a este conflicto que el pensador danés ha reflejado, desde una particular perspectiva, en las páginas de El concepto de la angustia. ¿Por qué no darle la palabra al cuerpo? ¿por qué no intentar liberar nuestra propia sensibilidad que se encuentra sometida al poder despótico de nuestro espíritu? ¿Por qué no plantear un retorno al erotismo estético como emancipación del cuerpo? ¿Es posible encontrar en la literatura kafkiana un «complemento-opuesto» a la escritura de Kierkegaard?  

3.

«Una micropolítica, una política del deseo, que cuestiona todas las instancias. Nunca ha habido autor más cómico y alegre desde el punto de vista del deseo; nunca ha habido autor más político y social desde el punto de vista del enunciado. Todo es risa… Todo es política». (Deleuze/Guattari).

    Hemos visto que, para Descartes, el temor deviene desesperación en la medida en que se torna patente para el alma el hecho de que ya no hay salida. ¿No es, en este sentido, la obra de Kafka un inmenso monumento literario a la desesperación? ¿No es el testimonio de un espíritu sumido en las sombras, y, por cierto, extraviado en las sendas tortuosas de la propia escritura?

La respuesta de Deleuze y Guattari en Kafka, por una literatura menor –texto que viene a constituir una suerte de experimentación llevada a cabo sobre la base de la teoría de las máquinas deseantes expuesta previamente en El Anti-Edipo- es un riguroso No. Mientras que una de las tesis centrales, precisamente, de la primera parte de Capitalismo y esquizofrenia, es que sólo existe el deseo y lo social –y nada más, el hilo conductor de Kafka… -del que trataremos de tirar a continuación- es que la obra kafkiana combina inextricablemente «la política del enunciado y la alegría del deseo»[53], a un punto tal que presentar, en una pobre o maliciosa perspectiva psicologizante, a un Kafka «neurótico» o «angustiado», implica al mismo tiempo una des-politización de su escritura –que, en cierto modo, nada tiene que ver, afirman Gilles y Felix,  con lo que cabe entender por «literatura». De esta manera, tendríamos en Kafka un militante activo de la esperanza –no del temor, y mucho menos de la desesperación. Esperanza de la ruptura liberadora de la triangulación edípica, esperanza «de un nómada que huye en la forma más actual, que se conecta con el socialismo, el anarquismo, los movimientos sociales»[54].   

Ahora bien, el que podría considerarse como el más «político» de los textos kafkianos, La metamorfosis, nos presenta, a primera vista, un cuadro desolador que parece contradecir abiertamente lo que acabamos de expresar. El devenir-insecto de Gregorio Samsa podría ser interpretado como una inequívoca metáfora de la alienación, cuya clave se hallaría en la famosa afirmación marxiana de que, en la sociedad capitalista, lo humano deviene animal y lo animal, humano; y, en esta línea de análisis, podría concluirse que, muy lejos de un proyecto y de un optimismo revolucionarios, la que para muchos constituye la obra cumbre de Kafka sólo vendría a testimoniar, trágicamente, la imposibilidad siquiera de una mínima acción capaz de subvertir ese agobiante orden burgués en el que la maquinaria de explotación acopla, en siniestra alianza, al jefe y a la familia –de manera que ni habría un escape afuera ni tampoco un refugio adentro, sólo un insoportable estar-fuera-de-sí que desembocaría en una irreversible pérdida de la humanidad, de la que no habría más salida que una muerte cruel que ni siquiera acaece sino que desde la instancia de poder familiar se decide casi como una ejecución, es decir, como la eliminación física de aquel cuya culpa consistiría en haber permitido el agotamiento de sus fuerzas, en haberse vuelto holgazán y alcanzado así el grado cero de la utilidad.   

Esto, ¿no es desesperante? ¿Y no colma de angustia a quien advierte que, abrumado por una deuda infinita que no le pertenece y de la que, imposible de cancelar, debe hacerse cargo, Gregorio Samsa, vendría a cargar –y parece difícil concebir, en verdad, algo más trágico- con la culpa de su propia inocencia? La obra kafkiana da la impresión, en efecto, de incentivar únicamente la depresión y generar, en sus lectores, sólo la impotente certeza de que no hay nada que hacer.

Pero se trata de una trampa.

Si nos encontramos, por cierto, ante un callejón sin salida, éste forma parte de la madriguera-rizoma en la que el kafkiano permanece oculto. Así lo expresan Deleuze y Guattari al referirse al «recuerdo edípico de infancia» en oposición al «bloque de infancia»: «Es un callejón sin salida. Sin embargo, se sobreentiende que incluso un callejón sin salida es aceptable, en la medida en que pueda formar parte del rizoma»[55]. Apoyándose sobre la teoría lingüística de Hjemslev, oponen, con especial atención a La metamorfosis, dos ecuaciones: la primera de ellas, “cabeza agachada”/”retrato-foto”, es igual a deseo bloqueado, es decir, territorializado o reterritorializado, con la acotación –absolutamente decisiva, tal como puede apreciarse en la Carta al padre- de que el deseo sometido no sólo goza de su misma sumisión sino que, además, contribuye a propagarla; la segunda, por su parte, “cabeza erguida”/sonido musical”, equivale a deseo alzado o fugitivo, vale decir, liberado del bloqueo o de la triangulación a que se hallaba sometido y, por ende, desterritorializado. “Cabeza agachada” y “cabeza erguida”, en términos de Hjelmslev, son formas del contenido, en tanto que “retrato-foto” y “sonido musical” corresponden, a su vez, a la forma de la expresión.

Digamos entonces, en primer lugar, que aquello que La metamorfosis pone de manifiesto es, ante todo, la rigurosa contraposición entre dos estados de deseo: uno edipizado y fascista; el otro, esquizo y revolucionario. Nada más político que el deseo –es en el bloqueo de éste, y no en la inversión efectuada por la ideología, como puede apreciarse en El Anti-Edipo, donde se encuentra la clave de la alienación; y, por ello mismo, es en el esfuerzo por obtener la liberación de sus flujos donde hallamos la dimensión más «profunda» y subversiva de la lucha revolucionaria, la mind guerrilla[56]. Observemos, en segundo lugar, que la lucha kafkiana por romper el cerco de Edipo y trazar una línea de fuga revolucionaria, tiene lugar en su intento por disolver la consistencia de la forma de la expresión hasta acceder a la instancia asignificante de la materia no formada de la expresión, esto es, al flujo desterritorializado de las intensidades:

«Lo que le interesa a Kafka es una pura materia sonora intensa, en relación siempre con su propia abolición, sonido musical desterritorializado, grito que escapa a la significación, a la composición, al canto, al habla, sonoridad en posición de ruptura para desprenderse de una cadena todavía demasiado significante. En el sonido, lo único que cuenta es la intensidad, generalmente monótona, siempre asignificante»[57].         

            Ahora bien, es decisivo el hecho, puesto de relieve en Kafka…, de que esta «musiquita» informe, esta «pura materia sonora», acompaña indefectiblemente al devenir-animal –silbido del devenir-ratón, tos del devenir-mono, graznido del devenir insecto[58]… Los personajes kafkianos no devienen animales porque están alienados sino, por el contrario, para dejar de estarlo. Devenir-animal es, simplemente, emprender la búsqueda no de la libertad sino de una salida del ámbito de la significación[59], en definitiva, fugarse. Claro que ello sólo puede darse en la medida en que, gracias a la «amplificación cómica de Edipo»[60], que logra hacer patente el hecho de que el triángulo familiar no hace más que ocultar y servir a triángulos infinitamente más poderosos, se logra visualizar «al mismo tiempo la posibilidad de una salida por la cual escapar, una línea de fuga»[61]. «Visualizar una posibilidad» es lo mismo que «desear». En el proceso del devenir-animal lo que se tiene es la fuga del deseo del acorralamiento edípico en términos de desplazamiento nómade: «El problema: de ninguna manera ser libre, sino encontrar una salida, o bien una entrada, o bien un lado, un corredor, una adyacencia»[62]. Cada devenir-animal constituye, de este modo, una vía de escape por debajo del Grund de la humanidad enajenada.

No obstante, se trata de procesos de fuga que parecen fracasar una y otra vez. Todos acaban en ese callejón de salida llamado Edipo. ¿Cómo desarticular, entonces, la interpretación de la obra kafkiana en términos de angustia/desesperación? 

De acuerdo con Kafka… los cuentos, en los que predomina netamente la temática del devenir-animal, forman parte de una maquinaria literaria junto con las cartas y las novelas. En cuanto a las cartas, éstas «son un rizoma, una red, una telaraña»[63], que, en última instancia, desembocan, al llegar a su límite, en la aterradora experiencia de un peligro inminente: «El verdadero pánico es que la máquina de escribir cartas se vuelva contra el mecánico. Véase “La colonia penitenciaria”. El peligro del pacto diabólico, de la inocencia diabólica, no es en lo absoluto la culpabilidad, es la trampa, el callejón sin salida en el rizoma, la clausura de toda salida, la madriguera tapada por todos lados. El miedo»[64]. Lo que aquí se presenta como «pánico» o «miedo» es lo que, a la luz de Descartes, podría caracterizarse en términos de «desesperación»: la experiencia de que no hay salida en absoluto, la ausencia de toda esperanza. Lo que hay que decir, entonces, es que en la obra kafkiana, en efecto, tiene lugar la desesperación –en el sentido, claro, en que Felix y Gilles señalan que el callejón sin salida forma parte del rizoma- pero como algo a ser superado. Si las cartas se enfrentan al peligro de que toda salida esté obturada o controlada, de que los vértices del triángulo estén perfectamente taponados, los cuentos, en cambio, se proponen «tratar de encontrar una salida, trazar una línea de fuga»[65]. Pero estas fugas, ¿no fracasan? ¿No culminan en finales ya siempre desoladores? La respuesta está en el hecho de que el devenir-animal es insuficiente en la medida en que no dé paso a un devenir-molecular que se agita ya en él mismo y del que no hay forma de tratar más que interminablemente en el marco de una novela: para abrirse paso, los animales deben multiplicarse y lograr así, excavar un sinnúmero de salidas.   

Hay en Kafka, por ende, «un flujo vital invencible». La tesis de que su obra no se halla signada por la angustia hay que entenderla como un intento por sustraer la misma de toda apropiación psicologizante, que viese en ella simplemente el testimonio de un pequeñoburgués encerrado en su propia neurosis. Kafka, esto es verdad, se enfrenta a la desesperación pero, lejos de regodearse en ella, busca, una y otra vez, múltiples caminos que conduzcan fuera de la misma. Pero no hay forma de huir de la desesperación sin fugarse también de lo que se es. Lo que desespera es el estar absolutamente fuera-de-sí, como Gregorio Samsa, el viajante que, un buen día, luego de un sueño muy inquieto, busca una salida subhumana a la enajenación cotidiana. El que desespera, como se sabe desde Nietzsche, es el cuerpo –de sí mismo. Vencer la desesperación es liberar al cuerpo de esa organización monstruosa a la que se halla sometido, acabar con el organismo, rebelarse contra el principio despótico de la subjetividad.

Transformarse.   

 

 

 

 

 



[1] Cfr. KIERKEGAARD S., El concepto de la angustia, trad. Rivero, Madrid, Ediciones Orbis, 1984, p. 67.

[2] ARISTÓTELES, Retórica, trad. Racionero, Barcelona, Editorial Gredos, 2000, p. 200 (Retórica, Libro II, cap. 5.)

[3] Ibíd., p. 201 (Retórica, Libro II, cap. 5.)

[4] Cfr. ARISTÓTELES, Ética Nicomaquea, trad. Palli Bonet, Barcelona, Editorial Gredos, 2000, p. 88 (Ética Nicomaquea, Libro III, cap. 6).

[5] Cfr. Suma Teológica, II, q.41, art. 3.

[6] BALTHASAR H., El cristiano y la angustia, trad. Valverde, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1960, p. 110

[7] Cfr. Suma Teológica, II, q. 42, art. 3.

[8] Cfr. Ibíd.

[9] Suma Teológica, II, q. 22, art. 1.

[10] BALTHASAR H., op. cit., p. 112.

[11] Resulta sumamente provechoso corroborar lo que Feuerbach opina al respecto. Cfr. FEUERBACH L., Pensamientos sobre muerte e inmortalidad, trad. García Rua, Madrid, Alianza, 1993, pp. 59 – 73.

[12] DESCARTES, R.  De las pasiones en general y de la naturaleza del hombre  En: Obras completas, trad. Machado, Buenos Aires, Anaconda, 1946,  p.145.

[13] Ibíd. Art 2° p.146.

[14] Ibíd. p.177.

[15] Recordemos aquí que, para Kierkegaard, la última desesperación no es la que se suscita ante la anticipación inminente de la muerte; sino, por el contrario, la que surge de la comprensión de que no existe un término final, de que no es posible la muerte.

[16] KANT I., Crítica del Juicio, trad. Garcia Morente, Madrid, 1914, p. 129

[17] Ibíd., p. 158.

[18] Cfr. “La angustia que hay en la inocencia no es, por lo pronto, ninguna culpa; y, además, no es ninguna carga pesada, ni ningún sufrimiento que no pueda conciliarse con la felicidad propia de la inocencia. Por ejemplo, observando a los niños atentamente, nos encontraremos esta angustia señalada de la forma más precisa como una búsqueda de aventuras o de cosas monstruosas y enigmáticas” (KIERKEGAARD S., El concepto de la angustia, op. cit., p. 67)

[19] OTTO R., Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, trad. Vela, Madrid, Alianza Editorial, 1980, p. 68

[20] Cfr. KIERKEGAARD S., op. cit., p. 67 y p. 69.

[21] EAGLETON T., La Estética como Ideología, trad. Cano, Madrid, Trotta, 2006, p. 150

[22] KANT I.,  op. cit.., p. 159.

[23] Cfr. KIERKEGAARD S., El concepto de la angustia, trad. Rivero, Madrid, Ediciones Orbis, 1984, p. 126

[24] Cfr. KIERKEGAARD S., Escritos de Soren Kierkegaard. Volumen 2/1. O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida I, trad. Saez Tajafuerce y González, Madrid, Trotta, 2006, p. 85.

[25] BALTHASAR H., El problema de Dios en el hombre actual, trad. Valverde, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1960, p. 87.

[26] Cfr. Ibíd., p. 76

[27] Cfr. Ibíd.

[28] Cfr. FEUERBACH L., La esencia del cristianismo, trad. Huber, Buenos Aires, Editorial Claridad, 1963, pp. 114 – 120 (cap. XII: El significado de la creación en el judaísmo)

[29] Cfr. BALTHASAR H., El cristiano y la angustia, trad. Valverde, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1960, pp. 105 - 106.

[30] Cfr. Ibíd., p. 106.

[31] Cfr. “Por el contrario, el Cristianismo debe empezar por ser considerado desde el campo de la Historia: no se puede deducir de la «esencia del hombre»,… es un fenómeno establecido totalmente sobre el hecho histórico de la aparición de Jesucristo… No se puede deducir a priori qué es un cristiano, como tampoco qué es Jesucristo. Se debe partir de lo que ha hecho Jesucristo y lo que ha dicho de sí mismo” ( BALTHASAR H., El problema de Dios…, op. cit., pp. 42 – 43)

[32] Cfr.”Es verdad que el hombre podía imaginarse en igualdad con Dios o en igualdad de Dios consigo mismo, pero no podía concebir que Dios se imaginara en igualdad con el hombre. Si Dios no ha dado ningún signo, ¿cómo podría ocurrírsele la idea de que un Dios feliz pudiera necesitarle.” (KIERKEGAARD S., Migajas Filosóficas o un poco de filosofía, trad. Larrañeta, Madrid, Trotta, 2001, p. 49)

[33] Cfr. “Todos éramos feuerbachianos”: la presencia de Feuerbach en El concepto de la angustia. Trabajo presentado en III Jornada Kierkegaard, ISEDET, Octubre 2007. Dicho texto puede consultarse en la página: www.sorenkierkegaard.com.ar

[34] KIERKEGAARD S., El concepto de la angustia, op. cit., p 88.

[35] Ibíd.., p. 66

[36] Ibíd.., p. 112.

[37] Cfr. Ibíd., p. 113.

[38] Ibíd., p. 67.

[39] Cfr. WAHL J., Historia del Existencialismo: seguido de Discusión. Kafka y Kierkegaard, trad. Guillén, Buenos Aires, Editorial Deucalión, 1954, p. 20.

[40] Cfr. KIERKEGAARD S., El concepto de la angustia, op. cit., pp. 66 – 67.

[41] Cfr. WAHL J., op. cit., p. 20.

[42] Cfr. KIERKEGAARD S., El concepto de la angustia, op. cit., p. 60

[43] Cfr. BALTHASAR H., El cristiano y la angustia, op. cit., p. 128.

[44] Agradecemos a P. Dip que, en diversas discusiones y correcciones,  nos haya percatado de este punto.

[45] D. Rivero en el Prólogo del Traductor de El Concepto de la Angustia señala que tanto ésta obra como La Enfermedad Mortal constituyen “el origen frontal del existencialismo, que en esta su propia fuente se manifiesta como una filosofía personalista, concreta y, sobre todo, cristiana” (RIVERO D., “Prólogo del Traductor” en KIERKEGAARD S., El concepto de la angustia, op. cit., p. 11).

[46] Cfr. KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, trad. Liacho, Buenos Aires, Santiago Rueda Editor, 1960, pp. 19 – 21.

[47] Cfr. Ibíd., p. 93.

[48] Cfr. BALTHASAR H., El cristiano y la angustia, op. cit., p. 128.

[49] SARTRE J., “El universal singular” en Kierkegaard vivo, trad. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1968, pp. 37 - 38

[50] Cfr. AMORÓS C., Soeren Kierkegaard o la subjetividad del caballero, Madrid, Anthropos, 1987, p. 236.

[51] Cfr. KIERKEGAARD S., El concepto de la angustia, op. cit., p. 97.

[52] Cfr. Ibíd., p. 91.

[53] DELEUZE, G.; GUATTARI, F.  Kafka, por una literatura menor, trad. Aguilar Mora,  México, Era, 1978  nota al pie 38, p.64.

[54] Ibíd. p.64.

[55] Ibíd.  p.12

[56] Cf. “Mind games”, de John Lennon.

[57] DELEUZE, G.; GUATTARI,  F.  op. cit.  p.15.

[58] Cfr. Ibíd. p.25.

[59] Cfr. Ibíd. p.16.

[60] Cfr. Ibíd. p.22.

[61] Ibíd. p.24.

[62] Ibíd. p.17.

[63] Ibíd. p.47.

[64] Ibíd.  p.51.

[65] Ibíd. p.54.

Volver

Usted es bienvenido a contactarse mediante el siguiente formulario:

(*) Campos requeridos

Para quienes estén interesados en enviarnos alguna nota, artículo o comentario pueden hacerlo en este espacio:

(*) Campos requeridos

 
Carlos Calvo 257 - C1102AAE Buenos Aires - Argentina -
Ir arriba