SARA VASSALLO: "Entre la angustia, la aflicción y <el pensamiento de la muerte>”
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DOS SERMONES DE S. KIERKEGAARD: QUÉ NOS ENSEÑAN LOS LIRIOS DEL CAMPO Y LAS AVES DEL CIELO (1847) Y SOBRE UNA TUMBA (1845) !

 

Quisiera llamar primero la atención sobre la ambivalencia de la función de la angustia en su reflexión global. Leída en su vertiente íntima en el Diario, ¿Culpable o no culpable?, ciertos pasajes de Temor y Temblor (1843) o en Tratado de la Desesperación (1848), la angustia se presenta como un terror nunca disipado frente a una “ley que es tentación” (donde se superponen ley paterna y divina), como una experiencia de pánico frente al deseo femenino, como una paralización psíquica ante una elección nunca resuelta entre el celibato y el matrimonio, entre el sacerdote y el escritor, entre el esteta (gozador y artista) y el hombre ético, incluso entre la vida y la muerte. La angustia en Kierkegaard abre a una zona del psiquismo en que el yo “desesperado”, en la melancolía, pierde la posibilidad de ser reconocido por el otro, aunándose íntimamente, por otro lado, con una obsesividad que lo hace cruelmente deudor del Otro. Si hablamos de una ambivalencia en la función de la angustia, es porque a su experiencia se agrega una conceptualización y una función salvadora, por así decir surgida de la angustia misma. Sin embargo, sería equivocado – y sobre todo banal – extrapolar un aspecto autobiográfico y otro puramente reflexivo y otro religioso. En Kierkegaard, experiencia y reflexión son una sola cosa.

El producto teórico menos confidencial de esta compleja enunciación es sin duda El concepto de la angustia (1844). Situando allí la angustia por primera vez en la teología, en la escena mítica del pecado original, Kierkegaard la define con la célebre fórmula de “vértigo de los posibles”. La experiencia del que se angustia se describe como la de alguien que no puede apartar su mirada “ávida” del objeto de su deseo y en esa fijación culposa, experimenta el vértigo de ceder o no a la tentación. Para decirlo rápidamente, el “concepto” de la angustia, en el plano psicológico, resulta inseparable del concepto de libertad (aunque esa libertad se presente, sin lugar a dudas y paradójicamente, como subordinada a ese Otro del que se es deudor). Con todo, Kierkegaard se separó tanto de la figura demasiado concreta del diablo de Lutero (donde la tentación es inducida desde afuera) como de la concupiscencia de san Agustín como determinación transmitida de una generación a otra. En la angustia como vértigo, en cambio, se hace la experiencia de una libertad interna y abismal. Pero además, contra la tradición teológica, ya sea luterana o católica, Kierkegaard inscribe esa libertad en un vacío en la Ley divina misma, que hace que Adán no comprenda del todo, según lo dice en el capítulo I, la prohibición de Dios: No comerás de los frutos del árbol del bien y del mal.

¿Encarar la angustia como un concepto significa que pueda ponérsele coto en la vida concreta, sin que lleve a la forma extrema de la desesperación, o sea, al suicidio, como lo dirá en el Tratado de la Desesperación (suicidio que “tentó” a Kierkegaard más de una vez)? Esta pregunta nos lleva a encarar la curiosa dialéctica de la angustia que solo el Tratado desarrolla hasta sus últimas consecuencias. Mientras que en En Concepto de la Angustia Vigilius Haufniensis la había dejado en el estadio en que ésta equivale a un acto de libertad (con la posible consecuencia de hundirse en la desesperación, que es pecado), Anti-Climaco, autor pseudónimo del Tratado de la Desesperación, propone una posible y paradójica salida (religiosa) a la caída irremisible en la desesperación, que resumiremos muy someramente en tres fases. En un primer paso, el horror de que sea Dios mismo el que tienta al hombre hace que el desesperado (identificado en este primer momento con el angustiado) culpe a Dios de su desdicha. Estamos aquí en la figura luterana de la “rebeldía” contra Dios, o en la desesperación como “desafío”. En un segundo momento, que abriría paso a la fe, el desesperado procede de modo inverso, o sea, persevera, contra sí mismo, en la idea de que Dios solo lo tienta para que él pueda sostener la prueba de la tentación. Rompiendo con el “mutismo” del desesperado, que se encierra orgullosa y narcisísticamente en su melancolía (nótese que los pasos sucesivos de este proceso corresponden a fases íntimas del propio Kierkegaard), el hombre de la fe se entrega a Dios en la plegaria. La tercera fase no concilia las dos primeras sino que, sin dejar de aferrarse a la idea de que “Dios es amor”, ese hombre que está a las puertas de la fe sabe de algún modo que nunca suprimirá la angustia inicial ya que “el cristiano nunca llegará a concretar su relación con Dios” (Diario de 1850). En suma, el desesperado tiene que ahondar su desesperación, por así decir, para salir de ella, más aún, para ser digno de ella (y de la fe misma). Pero en ese ahondamiento, al apelar a Otro, se produce un cambio cualitativo. Todo nos indica que la “solución”, si es que se la puede llamar así, sería encontrar en la desesperación de ese yo que quisiera ser otro (descripto en el capítulo I del Tratado), una desesperación segunda, por así decir, que implicara un goce que transforme la primera, haciéndolo eventualmente capaz de renunciar al primer yo aferrado a sus objetos. O, como lo escribe en el prólogo al Evangelio de los Sufrimientos: “Abrevarse en el sufrimiento para encontrar allí el gozo” (vol 13, Obras Completas, ed. Orante, p 212).

Observemos que la tercera fase no suprime la desesperación ni la angustia sino que, obedeciendo a una dialéctica de puro cuño hegeliano, las conserva de otro modo, como libertad, en la fe. El Tratado de la Desesperación no suprime, pues, la tesis de la angustia como vértigo de los posibles de 1844, ya que en la fe misma sigue rigiendo ese vértigo. La “solución” del Tratado es, por lo tanto, perfectamente ambivalente. No uso el término de ambivalencia en sentido psicológico sino para decir que el “concepto” de la angustia es incompatible con una clausura teórica. Esa ambivalencia repercute en la multiplicidad de las observaciones de Kierkegaard sobre su propia melancolía y resuena en las variadas explicaciones con que justifica la ruptura de su noviazgo. Es particularmente significativo, por ejemplo, y suena a pretexto, que diga a veces haber renunciado a Regina Olsen porque ésta no habría comprendido nunca su melancolía y otras veces, porque no era lo suficientemente religiosa. Es probable que separarse de ella le permitiera gozar a solas de la imposible resolución de sus relaciones con la religión, conflicto imposible de compartir ¿pero ese conflicto no consistía precisamente en que la melancolía y la desesperación son un desafío a Dios?¡Ya que sin desesperación y sin angustia, no hay fe!

En los dos sermones mencionados, Kierkegaard nos convoca justamente a cultivar la angustia y desesperación que tratamos de resumir en la tercera fase. En Qué nos enseñan los lirios del campo y los pájaros del cielo (que comenta el pasaje del Evangelio de san Mateo, cap 6, v. 24 y ss que dice: “Mirad las aves del cielo, cómo no siembran, ni siegan, ni tienen graneros ...”), Kierkegaard se propone ante todo explicar porqué Dios invita al “afligido”, al oprimido por las miserias y desgracias, a ir al campo para aliviar su desdicha. La razón radica en que, una vez solo en el campo, el “afligido” no se sentirá obligado a compararse con la felicidad y la desgracia de los otros. Se trata, pues, del mismo yo narcisista del desesperado que quisiera cambiar su yo por otro, alienado en el deseo de los otros yo narcisistas. Nos afligimos, parece decir, porque nuestra felicidad y nuestra desgracia son inseparables de lo que creemos que es la felicidad o desdicha del otro, la buena o mala suerte del otro. En el campo, insiste, ni el lirio ni el pájaro despertarán el acicate de la rivalidad. “Ninguno puede servir a dos señores”, dice un poco más adelante el texto de san Mateo. “Es imposible dudar aquí, comenta Kierkegaard, de qué señores se habla. Pues el afligido se encuentra en el campo, adonde no podría servir a los hombres. No tendrá que elegir entre ser obrero de un maestro artesano o discípulo de un sabio, sino que se trata de elegir entre servir a Dios o al mundo”.

Una cosa está evacuada, o sea, la rivalidad. Y eso alivia al afligido. Sin embargo, sería vano creer, agrega, que el pájaro es libre, ya que debe esforzarse por sobrevivir. Aparece aquí la diferencia entre el animal, que vive “bajo el yugo de la necesidad” y el deseo del hombre, siendo el deseo y no la necesidad, lo que produce la aflicción. Y sin embargo, “allí reside su perfección [la del hombre] pero también su defecto, ya que la naturaleza no conoce la libertad”. La libertad del pájaro es una ilusión, en realidad está “sometido a la necesidad” y “no tiene facultad de elegir”. (Nótese que Lacan se refirió a este sermón en el Seminario 21, 18/12/73, en que sustituye lo que Kierkegaard llama libertad humana por el significante, que afecta al hombre con una falta [manque] que el animal no tiene).

La diferencia entre el hombre y el animal reside, pues, en la libre elección. Lo cual no hace sino confirmar la tesis de Vigilius Haufniensis. Pero además, el texto evangélico retrotrae a Kierkegaard, por vías inusitadas, al tema de la elección de la 2ª Parte de Aut... Aut (escrito 4 años antes). No se elige entre una cosa y otra, decía en ese entonces, sino de elegir de un modo exclusivo entre una cosa u otra. Leído ahora en el pasaje de san Mateo, el esto o aquello se precisa y completa su sentido: “Elegir. Mi querido lector ¿podrías expresar con una sola palabra algo tan magnífico como la elección? [sin embargo] la elección es un bien del que nunca te podrás separar. Pero si no lo usas, pesará sobre tí como una maldición. No se elige entre el rojo y el verde, el oro y la plata. ¡No! Se elige entre Dios y el mundo”. La alusión autobiográfica no puede ser más clara. No solo se trata de la opción relatada en Aut ... Aut entre la dispersión erótica del esteta y la sumisión del hombre casado a la Ley sino de una opción que rebasaba por anticipadoo esa alternativa. O sea, no optar por ninguna de ellas (que mal o bien,forman parte del mundo). Lo que el Evangelio incita a abandonar, imitando la vida de los pájaros, no es una cosa más chica a favor de otra más grande, una renuncia más dolorosa en detrimento de otra menos dolorosa, un sacrificio más o menos tolerable que otro: “Sería burlarse de Dios atreverse a pensar que solo el que desea mucho dinero elige las riquezas. Porque también se opta por las riquezas si se desea un solo centavo para sí, fuera de Dios. Basta con un centavo para que la elección sea decisiva a favor de las riquezas, y no importa que se pida poca cantidad”. La elección se produce, entonces, no dentro de la serie de los bienes terrenales sino entre éstos y Dios, “entre el mundo y Dios”.

.Sin embargo, no es tan fácil evacuar la comparación entre los bienes a elegir y decidir luego que se elige entre éstos y Dios. Ya en el registro de la comparación entre el menos y el más, lo mucho y lo poco, se plantea un elemento inconmensurable en la elección de un objeto del mundo. De ahí que haya angustia en ella: “Si compramos una bagatela pagando por ella el precio de una piedra de gran valor, eso no impide que hayamos menospreciado la adquisición de la joya. ¿es una excusa comprar una pura nada entre la vanidad de las cosas en vez de volverse poseedor del Bien supremo?”. En otros términos ¿y si hubiera renunciado a Regina en nombre de un pretexto (el religioso)? El arrepentimiento se evidencia todavía más en este otro pasaje: “Si un amante a quien le dan lo mismo los mil talentos o un centavo para la dote, los prefiere a la posesión de la novia ¿qué diferencia representa eso para la muchacha? ¿la injuria no será acaso para ella la misma? […]”.La oposición entre ese objeto (renunciado) y Otro (Dios) que le sería incomparable, no es simple. De hecho, nada es simple en Kierkegaard, que complejiza lo que el lenguaje del evangelio expresa como una oposición lisa y llana entre dos términos: o el mundo (las riquezas) o Dios. Resumamos: si es cierto que lo que se pone en juego en la renuncia a los bienes terrenales no son dos términos que puedan medirse en función de su cantidad o dimensión visibles, también es cierto que es la renuncia a un objeto dentro de la serie de los bienes terrenales lo que hace que “la lucha más tremenda sea la que se lleva a cabo por el Bien supremo”. ¿Cómo distinguir el Bien supremo de un objeto del mundo? ¿Es tan seguro que la renuncia a gozar del objeto deseado haga acceder a Otro goce?: “En apariencia, el centavo no vale nada y pelearse por él equivale a pelearse por nada. Sin embargo, se lucha por el Bien supremo, por él se pone todo en juego”. La ironía, inseparable de su gravedad, con que Kierkegaard encara esta yuxtaposición improbable, es proporcional a la paradoja que propone el evangelio: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todas esas cosas [qué comer y con qué vestirse] se os darán por añadidura”. Con todo, el signo indiscutible, en el plano subjetivo, de que vale la pena “pelearse por él” es la angustia de la elección, angustia que explica también lo “magnífico” que hay en ella: “¿Qué puede importarle a una muchacha la lista de todas las cualidades de un pretendiente, si no puede elegir? Aunque se alaben las muchas cualidades del joven o al contrario, se adicionen sus numerosos defectos, la frase más bella que le sería dado pronunciar es ésta: ‘Es aquel que eligió mi corazón’.”

Elegir a alguien borra, pues, toda diferencia entre un centavo y los mil talentos. Lo que hace que la elección se desplace aquí desde cantidades comparables hacia un esto o aquello donde el aquello no es mensurable con el esto, es, entonces, el acto mismo de elegir. Elegir implica el “vértigo” de la angustia y adquiere por eso un carácter terrible, fatal: “Esa es la condición invariable y constante de la elección. No deja escapatoria, no, por toda la eternidad [....] Que nadie diga: ‘Dios y las riquezas no son tan diferentes entre sí como para que no se pueda conciliarlos en el acto de la elección’.” Esa conciliación sería ilusoria, repite, uno cree que es libre eligiendo pero en realidad el acto de elegir ata al que elige para toda la eternidad.

La pregunta de Aut ... Aut: ¿qué es elegir? vuelve, pues, aquí bajo otra forma pero una forma que, al amparo de la doctrina religiosa, recibe una respuesta que explica, y de un modo no precisamente “religioso”, la angustia de la elección. Ésta no se debe a un supuesto cálculo ansioso entre dos cantidades sino a una elección tal que, entre dos cosas comparables, una de ellas se vuelva, por la elección, radicalmente asimétrica con la otra. Hay aquí algo más que una “experiencia” de duda obsesiva ya que Kierkegaard elabora reflexivamente esa asimetría. El argumento de Aut ... Aut, a saber, no elijo entre una u otra cosa a nivel objetal sino que me elijo a mí mismo en “mi valor eterno”, este sermón lo reformula así: “El hombre debe elegir. Un combate terrible se desata en su fuero interno entre Dios y el mundo. La condición de ese combate, magnífica aunque peligrosa, reside en la facultad de elegir”. (Nótese el lugar asignado a Dios en la elección: “El que no quiere comprender que Dios está presente en el instante de elegir, no para ser testigo sino objeto de la elección... ”: en lenguaje laicizado diríamos que Dios es el nombre que se da al acto mismo de elegir).

El texto oscila sutilmente entre el acto de elegir entre estas o aquellas vestiduras de los pájaros que “ni tejen ni hilan”, con que el evangelio compara a “Salomón [que nunca] en medio de toda su gloria se vistió como uno de ellos” por un lado, y por otro lado entre esas vestiduras y una zona oscura, que solo la angustia puede presentir, donde se da la caída narcisista del yo desesperado. ¿Pero dónde se sitúa aquí la desesperación: en el hecho de renunciar al objeto (el primer yo del desesperado) o en el hecho de asumir esa renuncia (el segundo yo)? Se sitúa en ambos planos. Pero se ha producido entre uno y otro, por la fe, un desplazamiento que cambia la calidad de la desesperación. Volvemos así a la ambivalencia señalada al principio, indicada en este sermón por la paradoja de superponer por un lado el objeto del deseo y el “Bien supremo” y por otro lado, señalar la diferencia abismal que dista entre ambos. En lenguaje psicoanalítico, se perfila aquí la opción melancólica de la pérdida del objeto a favor de un “objeto” que no es tal, o sea, el sujeto mismo, al borde de perder toda correlación con el mundo objetal.

Si esto es cierto, lo que el cristianismo llama “renuncia al mundo” pasaría aquí por el filtro de un proceso singular de goce, que consiste en ahondar su desesperación para extraer de ella un “plus” de desesperación (o desesperación “segunda”, por así decir), que libera de la primera solazándose en la pérdida (de un modo similar a la doble vertiente de la angustia, la cual puede arrastrar al desesperado al suicidio pero que puede preservarlo de él si el desesperado sale de su mutismo aceptando el amor de Dios). Esto es lo que sugiere el Tratado de la Desesperación, sosteniendo no obstante que el vacío seguirá acechando incluso en la fe. Dicho en otras palabras, se trataría de transformar la desesperación inherente a la pérdida en la verdad última del sujeto.

En Aut ... Aut, se esbozaba ya el proceso por el cual lo elegido deja de ser un objeto captable por el pensamiento o el deseo ya que irrumpe en él algo más difícil de captar, o sea, la angustia de un sujeto sin objeto, asociado con lo “eterno” de un sujeto perdido para el mundo. ¿Se puede decir, sin contradecirse, que no se elige un objeto? Kierkegaard enuncia que lo elegido es en realidad un sujeto que desaparece entre los objetos a elegir. Lacan llamó afánisis a ese proceso. Pero para Lacan la afánisis es un concepto. Para Kierkegaard, se funden en ella un concepto y una experiencia : su propio ser está reducido a una nada, o a un “menos que nada”, dice en el Diario.

Sin embargo, Kierkegaard sabe que esa nada es su ser verdadero o “eterno” – muy parecido al hombre de la fe del Tratado de la desesperación que, después de la fase del orgullo, en que prefería darse la muerte a haber fracasado en convertirse en ese yo que quería ser (amante, poderoso, César, etc) reacciona luego descubriéndose como simple residuo de sus identificaciones. ¿Ese residuo hace de él un vivo o un muerto? El narrador de Aut ... Aut que se elige como “eterno”, prepara al que se elige como “muerto al mundo” (entre “Dios y las riquezas”) del sermón de 1847, el cual prepararía a su vez el Tratado (1848). Encontraríamos aquí “el más duro combate que haya tenido lugar en el mundo”, o sea, el que propone Cristo a sus discípulos cuando los invita a ir al campo a contemplar los lirios y los pájaros. Kierkegaard ha traducido ya en términos filosóficos y no religiosos ese “combate”, cuando elabora en la Posdata a las Migajas Filosóficas el concepto de existente, que se caracteriza por estar privado, él también, especulativamente hablando, de su objeto en sentido filosófico. De lo cual resulta una división radical entre dos registros, subjetivo y objetivo. Pero el mensaje cristiano acentúa de un modo patético esa división, ya que no la plantea en términos especulativos sino en el plano de renuncia pulsional. El caso es que en la coyuntura entre la articulación psíquica, filosófica y religiosa, el sermón desarma con inigualable maestría la asimetría entre los registros del sujeto y el objeto. Asimetría que Kierkegaard detecta también a nivel del lenguaje, ya que explica que Dios no es una metáfora del pájaro o del lirio, ni el pájaro ni el lirio, metáforas de Dios, sino que se elige algo que sería erróneo situar en los objetos del mundo ya que se revela como imposible de comparar con nada, o sea, lo que él llama “la “facultad de elegir” o, simplemente, el existente.

Kierkegaard nos muestra, sin decirlo, que la aparente simplicidad de la alternativa del Evangelio es equívoca. En un sermón titulado El amor es el cumplimiento de la Ley, dirá que los textos sagrados dicen las cosas ocultándolas. Así, Ama a tu prójimo como a tí mismo yuxtapone dos enunciados uno de los cuales está oculto bajo el otro. El segundo enunciado, no visible, reza: Ama a tu prójimo en Dios, o sea, no hay dos protagonistas sino tres, en el amor.

Apliquemos ahora este predominio del tres sobre el dos al sermón Sobre una tumba (1845). Contemplando el ataúd de un hombre (descripto como una persona humilde que pasó desapercibida, viviendo dentro de las normas sociales, que no hizo nada importante ni le pidió demasiado a la vida), Kierkegaard se entrega a una disquisición sobre el mayor desafío que pueda presentarse a un escritor e incluso al filósofo, o sea, hablar, con nuestro lenguaje hecho de metáforas (como decía Nietzsche) de algo de lo que nada puede decirse: la muerte.

Así como en el sermón sobre Los lirios del campo y las aves del cielo un límite muy difícil de situar separaba al objeto mundano y a Dios (como falta de objeto), así también la muerte aparece aquí como límite de toda imagen y de toda palabra. Más que un sermón fúnebre dirigido al muerto, como finge serlo, el texto es una digresión sobre ese límite en uno de cuyos bordes aparece la imagen y en el otro, el silencio, el “se acabó” de la muerte, o de la “decisión de la muerte”. El procedimiento del texto consiste en desplegar una y otra vez las figuras retóricas tradicionales sobre la muerte (la hoz, la noche, el silencio, la sombra, el espectro, etc, o frases del tipo la muerte todo lo iguala o la muerte como amo, de Hegel, o como maestro: un largo párrafo discurre sobre un alumno que es aleccionado por su maestro, la muerte). A cada desarrollo metafórico, otro locutor los niega. El texto se organiza así a caballo entre dos enunciaciones, en torno a la repetición de una negación que interviene para desmentir, como una letanía, la ilusión con que cada metáfora simula referirse a algo. En el contrapunto entre un discurso que “sería un semblante” (la fórmula es de Lacan) y otro que dice, sin lograrlo nunca, lo imposible de decir, la repetición de uno y otro no encuentra clausura discursiva posible ya que, para avanzar tiene que negar lo dicho por el otro, y empezar de nuevo, reiterando sin cesar el “se acabó”. Kierkegaard aborda así, a nivel narrativo, uno de los problemas más difíciles de la filosofía (la Nada y la negación) y del psicoanálisis (la repetición de lo Real). Lo aborda a propósito de la contemplación de una tumba, parado frente a un muerto que no responde si se lo llama, que ya no piensa, y en cuya vida, interrumpida por la muerte, nada, ni en el lenguaje ni en su acción, pudo vencer esa interrupción.

El sermón, de fuerte tono autobiográfico, denomina “pensamiento de la muerte” a lo que es un punto central del discurso filosófico de Kierkegaard, o sea, la interiorización de lo que en el “existente” no puede pensarse (en el plano psíquico, lo real de su síntoma más propio). 1¿Pero cómo interiorizar lo imposible de concebir? Este dilema abre, en el texto, la distinción entre la muerte como hecho exterior y lo mortal como interiorización. Con un refinamiento raramente alcanzado por los tanteos del psicoanálisis en torno a la pulsión de muerte, el discurso desarrolla el doble registro, inconciliable, entre lo objetivo (hecho exterior) y lo subjetivo, el cual se desdobla a su vez, al infinito, en dos: algo sobre lo que hay que “meditar” en la vida y algo imposible de apresar con el pensamiento.Un dos tan inconciliable como los bienes terrenales y Dios.

Se entrevé, entonces, cuál es el puente entre Sobre una tumba y Qué nos enseñan los lirios del campo y las aves del cielo. Así como es imposible para el pensamiento situar la frontera entre el yo narcisista (atado a un objeto) y el yo que ha renunciado a todo objeto, tampoco podemos decir “interioricemos la muerte” sin contradecirnos, ya que lo que el lenguaje nombra con el término muerte no es nada. De ahí la saña de Kierkegaard contra “el poeta”, que cree agotar la sustancia de la muerte con los artificios estéticos del lenguaje. El reproche se hace extensivo a los filósofos (estoicos, epicúreos, hedonistas). Es cierto, observa, que el dicho de Epicuro “mientras estamos ella [la muerte] no está y mientras no estamos ella está”, expresa adecuadamente que no hay encuentro posible entre nosotros y la muerte. Sin embargo, no adhiere a él en tanto el enunciado epicúreo apunta a soslayarla, mientras que Kierkegaard sostiene que, aunque no haya encuentro, hay que enfrentar a la muerte. ¿Cómo se enfrenta lo definido en base a dos rasgos principales: lo “indeterminable” (adviene cuando quiere) y lo “inexplicable”? (esto es, la muerte no da explicaciones; ninguna explicación la conmueve, siempre viene antes o después de nuestra explicación). En un “efecto retroactivo”, responde al final del sermón, a través de nuestras decisiones, viviendo como si fuera el último día de nuestra vida.

En una palabra, lo que el lenguaje no puede apresar (la muerte) es lo que nos hace elegir. Si usáramos un lenguaje no religioso, tal vez podríamos decir que decidir entre el mundo y Dios equivale a vivir entre lo que se puede representar ni decir y lo que no se puede decir ni representar, entre el registro de los objetos y el vacío que acecha detrás de ellos en la melancolía. De ahí que el efecto retroactivo del “pensamiento de la muerte” tienda un vínculo profundo con el comentario del pasaje de san Mateo. Así como el  aut .... aut entre Dios y el mundo, por más doloroso que sea, debe procurar esa felicidad inconfundible unida con la pérdida, así también el “pensamiento de la muerte” debe actuar en nosotros como un principio de vida y deseo. Pero ese “pensamiento” no es un pensamiento en imágenes que la convertirían en pretexto para entristecerse o, al revés, para distraerse de ella. Es un pensamiento de lo que no puede pensarse ni asirse salvo como un límite entre lo que es y lo que no es. Lo mismo ocurre con el existente de la Posdata. ¡En Kierkegaard, todo lo que podrá decirse de la muerte se podrá decir también del sujeto! ¡Y todo lo que pueda decirse del sujeto podrá decirse también de la angustia! Kierkegaard se vale, pues, de la opción fatal del texto evangélico, para plantear un interrogante lógico que no deja de ser el que plantea el psicoanálisis respecto de la definición del sujeto, o sea, cómo concebir una lógica que dé cuenta de esa “nada” (de la angustia) o vacío presente en la elección, eso que separa al hombre de los seres vivos que, como los pájaros del cielo, “no tejen ni hilan” (vacío que Lacan situaba en el significante, el cual nos separa de la vida en tanto “mata a la cosa”). Kierkegaard responde por anticipado a esta cuestión lógica. No nos limitemos, nos dice, a las contradicciones simples. La verdadera lógica empieza con el tres y no con el dos. No opongamos como si fueran comparables, aflicción y consuelo, enfermedad y remedio, dolor y alegría, Dios y el mundo. Entre ellos, hay una dialéctica que es hegeliana pero no del todo. Hay un goce. Así como el enfermo no quiere curarse y encuentra en la enfermedad su propio remedio, así como el angustiado encuentra en la angustia la fuente de otra angustia que le ayudará a absorber la primera (aunque sin suprimirla), así también la interiorización de la muerte, despreciando la metáfora y la imagen poéticas, le hará ocupar el lugar de la “diferencia absoluta” entre la vida y la muerte, entre los objetos del deseo y el vacío sobre el que se recorta todo objeto, entre la “perfidia” de las representaciones de la muerte y su imposible representación, es decir, la verdad última del sujeto, su mortalidad. El que tiene presente esa diferencia, ése puede enfrentar la muerte, nos dice Kierkegaard. O sea, sometiéndose en vida al “amo absoluto”, pero a condición de encontrar en ello un goce irremplazable. Por supuesto, si Kierkegaard no llegó a pronunciar en público sus “discursos edificantes”, era porque sabía que el goce a partir del cual pudo leer los evangelios le pertenecía a él sólo y que era imposible sacar de él ni consejos “edificantes” ni “sermones”.                                                          


 

! Qué nos enseñan los lirios del campo y las aves del cielo pertenece a la segunda parte del ciclo titulado Discursos edificantes desde diferentes puntos de vista, de 1847, cuya primera parte se titula A propósito de una confesión y la tercera Evangelio de los Sufrimientos (7 discursos) (OC, vol 13, pp 193 y ss de la edición Orante, trad. Tisseau). Sobre una tumba es el primero de tres sermones titulados Discursos sobre circunstancias supuestas, publicados en 1845 (Ibid, vol. 8, pp 61-89) un día antes de Etapas en el camino de la vida



1 Jean Brun sugiere que Kierkegaard escribió Sobre una tumba llevado por la convicción de que el plazo de su sobrevivencia había llegado a su fin, explicando así de un modo puntual el “supuesta circunstancia” del título. Hace referencia a la condena que sobre Soren Kierkegaard hicieron pesar las palabras del padre diciéndole que en castigo de sus propias faltas, Dios lo haría sobrevivir a sus hijos viéndolos morir uno tras otro. Sin embargo, por eficaz que haya sido esa condena a muerte (que habría hecho de él un sobreviviente, como lo dice su primer escrito titulado Papeles de un hombre todavía vivo, de 1838), el tema del discurso se extiende a toda su reflexión filosófica.

 

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