MARÍA JOSÉ BINETTI: "El romanticismo de la angustia: De Kierkegaard a Heidegger y Lacan"
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1) A qué llamamos «romántico»

Lo que intentaremos mostrar y demostrar en estas breves páginas puede resumirse en la afirmación de que la «angustia», conceptualizada originalmente por Kierkegaard y retomada luego tanto por la ontología fenomenológica de M. Heidegger como por el psicoanálisis lacaniano, hunde sus raíces en lo que los románticos alemanes denominaron «melancolía» o «nostalgia» (Sehnsucht).

El romanticismo sobresale en la historia universal de las ideas por la determinación del sujeto singular como centro de la realidad y de la reflexión. No se trata aquí de una bella subjetividad calcada sobre el contenido objetivo de la naturaleza ni de un cogito meramente pensante ni de un yo trascendental-epistémico. Por el contrario, con el romanticismo irrumpe la singularidad viviente y sintiente, en la integridad omniabarcante de su potencial imaginario, afectivo y racional, esto es, en su pura espiritualidad concreta, eje y fundamento de la naturaleza, la historia y la cultura. En los términos de Novalis, “la personalidad es el elemento romántico del yo”[1], lo cual significa que el avance de la subjetividad promovido por el pensamiento moderno remata –con el romanticismo– en la resignificación del individuo existente, único e irrepetible, como centro de la escena histórica, cultural y especulativa.

El sujeto romántico es tan singular como universal, tan finito como infinito, tan real como ideal, tan afectivo como racional, tan cuerpo como alma. En el cruce de ambas determinaciones opuestas, él se constituye como personalidad por la acción libre de la fantasía. La personalidad singular es, para el romántico, una obra de arte, un poema encarnado, una invención lograda en el juego con la belleza. En la producción de la propia humanidad, la fantasía cumple una función mediadora, por ser ella el órgano de la infinitud ideal reflejada sobre lo finito. La preponderancia de la fantasía que caracteriza al yo romántico no debe leerse desde una polémica anti-intelectualista sino más bien desde esa espiritualidad integradora del todo, anticipada por el Sturm und Drang y consumada por el idealismo hegeliano. La fantasía cumple aquí dos funciones. En primer lugar, ella produce la «idea» en tanto que expresión del espíritu en su dimensión eterna, absoluta y universal. En segundo lugar, ella sintetiza la totalidad ideal con su contenido temporal y finito. Por la idea, la fantasía infinitiza lo finito y concreta la infinitud, eterniza el tiempo y temporaliza la eternidad en el instante de la unión. La fantasía hace posible la nueva experiencia de una realidad poetizada, la vivencia de un goce estético capaz de elevar lo relativo a un dinamismo absoluto.

Junto con la primacía de la subjetividad singular, el romanticismo se caracteriza por lo que propiamente le concede su vuelo especulativo y lo asegura contra cualquier individualismo de corte empírico o relativista. A saber, el monismo metafísico, expresado en el clásico «hen kaí pan»: el uno-todo de la vida universal. El romanticismo parte de lo absoluto, y lo absoluto es el espíritu manifestado tanto en la intimidad viviente del sujeto como, a través suyo, en la naturaleza y en la historia. A este respecto afirma Novalis: “lo universal de todo instante permanece, pues se encuentra en el todo; éste opera en cada instante, en cada fenómeno. La humanidad y lo eterno son omnipresentes, ya que no conocen ni tiempo ni espacio. Somos, vivimos, pensamos en Dios”[2]. Todo en todo y la posibilidad, entonces, de repetir lo absoluto a cada instante. El Dios del romanticismo no es una trascendencia abstracta sino una totalidad universal, encarnada y viva. El no es tampoco una identidad sustancial y estática sino dinámica y expansiva, articulada a cada instante en la síntesis de su propia negación, es decir, en el mundo fenoménico. El uno-todo supone el pensamiento de una separación originaria e implica por ello el devenir, la finitud y la muerte de lo absoluto. El implica asimismo el pensamiento de la reconciliación, que será entonces «unidad de la unión y la no unión». A esta totalidad dinámica, escindida y reconciliada consigo misma, los románticos la llaman «amor».

En el contexto metafísico de esta totalidad amorosa, escindida de sí misma por la alteridad radical de lo finito, se ubican las categorías de «melancolía» o «nostalgia» (Sehnsucht), órgano de un absoluto desgarrado. La totalidad, el Uno-todo, lo divino se captan a través de esta melancólica stimmung, cuya inmensidad refleja la nada de lo finito, la noche, la muerte, la negatividad, la falta o ausencia que invade el fondo del alma. A esto mismo se lo ha denominado spleen, tædio vitæ, ennui; pero se trata en todo caso de una negatividad surgida del roce íntimo con lo absoluto. Lo romántico se determina entonces por una falta en la cual se miden mutuamente finitud e infinitud. Frente a la nada de lo finito se alza la eternidad inconmensurable de lo sublime, y tanto de un lado como del otro lo que queda es la nostalgia, que suscita el anhelo de lo inaferrable. Cuando realidad e idealidad se separan, se hace posible el ansia del amor: ese intermediario capaz de mantener el lazo de la unidad en la distinción de los términos.

La nostalgia conoce la tragedia inminente, la caída inevitable de la finitud y, sin embargo, ella atrae y fascina, porque presiente allí mismo el acceso a una nueva realidad puramente espiritual. Por eso ella se determina como una «tristeza divina», como el pathos de lo absoluto que disuelve al espíritu en el hondo seno de Dios. Dicho brevemente, la nostalgia es la stimmung del Otro radical. La acción libre de la subjetividad romántica debe ser entonces una acción negativa, esto es, la muerte de la finitud y la promesa de una infinitud inasible. En un texto muy caro al pensamiento de Kierkegaard, J. G. Hamann describe este sentir romántico de la siguiente manera: “esta angustia en el mundo es la prueba de nuestra heterogeneidad. Porque si nada nos faltase, no haríamos mejor que los paganos y los filósofos trascendentales que no saben nada de Dios, y se enamoran como locos de la amada naturaleza. No sentiríamos ninguna nostalgia: esta inquietud impertinente, esta santa hipocondría”[3]. La enfermedad de la angustia es por lo tanto liberadora, acceso y vía a lo absoluto.

En el marco de la historia universal, el romanticismo inaugura una nueva etapa en la que la intimidad personal, la fantasía, el estado de ánimo, la nostalgia, lo inconsciente, el deseo puro, la experiencia vital, la inocencia del devenir, el juego, la poesía y el mito dejan de ser el lado oscuro (valga decir, «femenino») de la humanidad, para convertirse en el órgano de lo absoluto. Desde la hermenéutica hasta la deconstrucción posmoderna, pasando por Mayo del ’68 y la subversión de todos los valores, el impacto del romanticismo continua en expansión. No menor es su influencia en lo que, a partir de Kierkegaard, se ha dado en llamar «angustia».

 

2) La «angustia» kierkegaardiana

El romanticismo impacta sobre Kierkegaard a un punto tal que los manuales de literatura danesa lo presentan como integrante de dicho movimiento. La influencia romántica en Kierkegaard se ejerce durante la etapa más temprana de su elaboración filosófica y se refleja tanto en el estilo literario de su obra como en la configuración del primer estadio de la existencia, cuyas figuras estéticas reproducen la subjetividad romántica en los términos y el significado que él le asignó.

Una vena romántica recorre por entero la filosofía kierkegaardiana y se hace manifiesta en el uso de la ironía, en el estilo literario, en la implementación de los seudónimos, en la refutación del sistema, en la absolutización del individuo, en la búsqueda íntima de la subjetividad. Kierkegaard intenta una “mitología de la idea”[4] encarnada en el devenir de sus figuras poéticas. Desde el principio hasta el fin, él se ha llamado un poeta, destinado a cantar un ideal que permanece siempre como aspiración infinita. A través de estos elementos románticos, Kierkegaard combatió lo que entendió por hegelianismo. Sin embargo, en la misma medida en que lo asume, él refuta el romanticismo en los propios términos de Hegel. Las Lecciones de estética, la Fenomenología del espíritu y la Filosofía del derecho hegelianas constituyen el soporte especulativo que le permiten superar lo estético-romántico mediante la objetividad ética y, a la postre, mediante la absolutidad de lo religioso. La «conciencia infeliz» del romanticismo debe ser superada y, en este punto, Kierkegaard está convencido de que Hegel lo ha logrado, porque él opuso la objetividad del deber ético a la arbitrariedad de la subjetividad romántica, y la identidad diferenciada de la reflexión a la indeterminación negativa de la inmediatez.

No es el objetivo de estas páginas analizar hasta dónde llegan el romanticismo y el hegelianismo de Kierkegaard ni hasta donde ellos se niegan mutuamente. Lo que nos proponemos es, más bien, asumir una de las mayores categorías kierkegardianas a fin de detectar sus raíces románticas. Nuestra hipótesis consiste en que el concepto kierkegaardiano de la angustia proviene de aquello que los románticos denominaron Sehnsucht.   

El estadio estético constituye la instancia inmediata e indeterminada de la subjetividad, caracterizada por la infinitud interior, la negatividad absoluta, el aburrimiento, el panteísmo de la imaginación, lo puramente posible, la realidad poética, el vacío de la nada y la libertad infinitamente abstracta. La inmediatez indeterminada de lo estético no corresponde a la mera finitud fenoménica sino a la primera reflexión de lo ideal, disociada aun de su comprensión en la existencia concreta. Tales características reproducen, según Kierkegaard, el paradigma de la subjetividad romántica.

Entre las figuras y determinaciones que describen la existencia estética, hay una que, a nuestro juicio, anticipa lo que Kierkegaard conceptualizará luego con mayor precisión especulativa en El concepto de la angustia. Se trata aquí de la noción de «aburrimiento» (Kjedsommelighed) o mejor como preferiríamos traducir de «hastío» o «esplín» (Spleen)[5]. Ya El concepto de ironía vincula el hastío con la subjetividad romántica y lo define como “la única continuidad que el ironista posee. El hastío, esa eternidad sin contenido, esa beatitud sin goce, esa superficial profundidad, esa hambrienta saciedad. Pero el hastío no es sino la síntesis negativa asumida por una conciencia personal, con lo cual las contradicciones desaparecen”[6].  De este modo se presenta, por primera vez en la obra kierkegaardiana, la hastiada subjetividad estético-romántica, definida por la autoconciencia de una negatividad total que borra cualquier diferencia finita. Estamos aquí en el ámbito de la idealidad pura, advenida como la noche de lo absoluto en la que todas las vacas son pardas.

O lo uno o lo otro retoma la categoría de hastío para explicarla como una realidad “tremenda”, como la “indiferencia” de un “morir la muerte”[7]. A la idea de negatividad absoluta se agrega ahora la imagen de la muerte, celebrada por los Sumparanekromenoi como el bien supremo y la única alternativa de la finitud[8]. Pero es en La rotación de los cultivos donde Kierkegaard definirá el hastío en términos mucho más precisos. El texto parte de la afirmación según la cual “todos los hombres están hastiados”[9], y su sentencia es axiomática en tanto y en cuanto el hastío contiene “la fuerza repulsiva que se le exige siempre de lo negativo, que es propiamente el principio del movimiento”[10]. El hastío adquiere aquí dos nuevas características: 1) la de ser principio y fundamento; 2) la de posee una fuerza activa de negación, un efectivo poder de muerte. De aquí que él sea la “raíz de todo mal”[11] y de toda “mala infinitud”[12]. Además, y en virtud de su totalidad omniabarcante, el hastío es panteísta; mientras que, en virtud de su negatividad, se trata de un “panteísmo demoníaco”[13] que descansa sobre la nada. Por esta razón, él produce un “vértigo semejante al que resulta de mirar hacia abajo en un abismo infinito, infinitamente”[14]. Por último, el hastío es lo inmediato[15] y, entonces, lo indeterminado y abstracto. Con esta descripción, nos ubicamos en el origen ideal del yo. Una vez liberado del mundo fáctico por la infinitud de la idea, la subjetividad se reduce a lo puramente negativo, fuente y potencia de toda negación ulterior. El espíritu se disuelve en una identidad abstracta y su posibilidad libre carece de contenido, hasta tanto su poder no se afirme inevitablemente como negación efectiva.

La categoría de hastío prefigura lo que Kierkegaard precisará más tarde en El concepto de la angustia. En la obra kierkegaardiana, la angustia posee un sentido análogo. Hay una angustia previa al pecado, inocente y dormida; una angustia del mal, culpable de su negatividad efectiva; una angustia demoníaca del bien; una angustia de Dios; una angustia de la finitud. En todos los casos, lo cierto es que ella constituye el órgano de lo negativo, el registro de la nada, y en esto reside su autenticidad como índice de una realidad constitutiva y originaria, que puede decirse muerte, negación, falta, alteridad irreducible, otro, divinidad o sublimidad, según sea el lugar desde el cual se la aborde. En la angustia no hay nada, y es precisamente de esta nada que todo debe surgir.

Respecto de lo mediado, la angustia corresponde al dominio de la inmediatez y se establece allí como la reflexión ideal de lo inmediato, el primer reflejo del espíritu o la idea en su atisbo instantáneo. De aquí su “carácter intermedio”[16], entre lo ya pasado y lo aún no sido. En El reflejo de lo trágico antiguo en lo trágico moderno,  la angustia no sólo es determinada como “reflexión” sino además como “fuerza del movimiento”[17] continuamente presente en el devenir del espíritu. Si nos preguntamos cuál es esta fuerza de la angustia, la respuesta va de suyo: es la fuerza de la nada. “La angustia es lo más fuerte por la nada”[18] o bien, la angustia es angustia de nada y por eso su reconocimiento coincide con la posición de la negatividad absoluta. La “angustiante posibilidad de poder”[19] reside en la fuerza de un otro que “hace al individuo impotente”[20]. La angustia es, virtualmente, una realidad trágica y su ensueño anticipa el drama de la existencia. Aun así, ella ejerce “un hechizo terrible”[21], la fascinación de un abismo en el que tarde o temprano se caerá.

Sea en el hastío sea en la angustia, todo es posible y todo está ya virtualmente perdido. La existencia recibe en ellos la intuición de esa nada absoluta, que convertirá la libertad en decisión negativa, afirmación de muerte y desesperación. Mientras la fantasía produce la idea, la noche desciende sobre el alma y con ella los márgenes de la finitud se desvanecen. Una idealidad infinita e infinitamente lejana lo devora todo y deja en su lugar el vacío. Panteísmo de la imaginación, stimmung o stemning de lo otro, cuya negación producirá un espíritu caído.

Curiosamente, Kierkegaard utiliza la palabra nostalgia o melancolía (Veemod, que significa  literalmente «ánimo dolido») en primera persona y generalmente para referirse a su propia stemning. Él le atribuye a la melancolía el rasgo decisivo de su personalidad, amén de referirla repetidas veces a sus personajes estéticos. No obstante, a la hora de las determinaciones conceptuales, Kierkegaard utiliza los términos de hastío, aburrimiento o angustia en lugar de aquel; los dos primeros para referirse peyorativamente al estadio estético, y el último para designar una de las categorías centrales de su conceptualización existencial. Quizás pueda verse en este uso cierto intento de separar su pensamiento de un romanticismo que pecaba, según él, de subjetivista, relativista y arbitrario. La connotación negativa de la existencia estética es solidaria de una individualidad romántica, interpretada por Kierkegaard –es decir, por Hegel– como arbitrariedad abstracta y superficial. De aquí la despectiva elección del término «aburrimiento» y la retranscripción de la «angustia» en el lugar del nostálgico anhelo romántico. Pero aún así, y dado que las cuestiones especulativas trascienden el uso de los nombres, consideramos que la equivalencia de los significados persiste.

“El comienzo del yo es puramente ideal”[22] porque, en la idea, la subjetividad se independiza del mundo fenoménico para identificarse, en el instante, con lo absoluto, con la libertad sin barreras donde todo es posible, con negación de toda determinación y diferencia finitas. Tal es el producto de la fantasía: “medio –dice Kierkegaard– que concede lo infinito”[23]. El reflejo de la fantasía contiene una totalidad ideal, destinada a redimir lo fenoménico. En esta reflexión puramente ideal se ubican tanto la melancolía como la angustia kierkegaardiana. Ambas coinciden en la disolución de sujeto y objeto por la indiferencia de la nada. Por ellas, todo cae en la noche de lo absoluto, donde el romántico poetiza y el espíritu sueña angustiado. Pero la noche guarda el secreto del Otro, y de allí la fascinación que la lanza al abismo.

Hastío, angustia o melancolía descubren la negatividad de lo otro frente al Otro radical. En este contexto, la acción libre, afirmadora de lo efectivo, no puede ser más que negación. Tanto el romanticismo, como Hegel y Kierkegaard convergen en este punto, donde la negatividad de la libertad confirma la absolutidad de lo divino. El destino de la decisión es entonces la caída, y aquí reside la verdad fundamental implícita el concepto de la angustia, una verdad especulativa que Kierkegaard poetiza –al mejor estilo romántico– con la mitología adámica.

 

3) De Heidegger a Lacan

A través de Kierkegaard, el romanticismo penetra por entero la filosofía existencial. No sólo la categoría de la angustia, sino también las nociones de subjetividad personal, libertad, posibilidad, afectividad y antintelectualismo encabezan románticamente el avance histórico del movimiento existencialista. La primacía de la individualidad y la emergencia de un yo integral, llamado a producir libremente su propia personalidad son, por antonomasia, los principios románticos heredados –vía Kierkegaard– por el existencialismo.

En el caso de Heidegger, su romanticismo cabal no sólo se apropia de la angustia sino precisamente de ella en tanto que stimmung radical[24]. Como estado de ánimo, la angustia intuye lo negativo de la finitud y descubre la nada, como el sentir de una indeterminación total que «no-es» nada de lo intramundano y que, por lo tanto, debería ubicarse en el dominio de lo extra-mundano o, por lo menos, de lo extra-mundano del mundo, ya que no se trata aquí de ninguna trascendencia abstracta sino de la escisión misma de lo inmanente. La angustia manifiesta la heterogeneidad con el mundo, a través de una infinitud negativa donde todo posible. Pero de todas sus posibilidades abstractas, la única efectiva es la caída y la caída significa, en su estricto sentido, la muerte. Heidegger parece seguir una lógica dialéctica, según la cual la libertad se decidirá a la muerte como su única alternativa concretamente posible. Lo que mide la negación de la muerte no es el horizonte del tiempo sino el horizonte de un Ser que él llama la «diferencia»[25] del ente y respecto del cual la finitud debe ser lo otro. Frente a la Diferencia, lo finito debe sucumbir. Toda la parafernalia terminológica de Heidegger no hace más que repetir –con una literatura por cierto muy original– lo mismo que ya estaba dicho.

En el cruce de Kierkegaard y Heidegger surge el análisis trascendental de la estructura psíquica realizado por J. Lacan y, en este marco, la angustia se presenta como condición de posibilidad del deseo. En el caso de Lacan, lo divino, lo absoluto, lo sublime, el Otro o, mejor, das Ding es negativamente reconocido por la angustia como falta, escisión y pérdida originaria, en virtud de la cual se inicia el devenir dialéctico del deseo. Dicho de otro modo, la angustia es el reconocimiento de la muerte y, para una especulación dialéctica, la muerte es siempre posibilidad de creación libre, en tanto y en cuanto todo debe surgir de la nada. La afirmación del Otro coincide con su propia negación mediante la caída en el mundo significante de la finitud, donde el deseo repetirá finitamente una búsqueda infinita. La heterogeneidad entre el otro y el Otro divide de este modo la interioridad subjetiva, haciendo lugar a un éros nacido a la vez de su propia plenitud y pobreza. El amor vuelve a operar aquí una reconciliación, en la cual la diferencia se conserva y se repite siempre.

La angustia es, para Lacan, la afección de lo sublime, cuya indeterminación total abre el juego de lo posible, esto es, del deseo como poder ser subjetivo. Al mejor estilo romántico, Lacan ubica la idea de lo bello y lo sublime por encima del bien y la verdad. Con eso, la estética de la personalidad, su autoproducción creadora, se ubican más allá del dominio moral y cognoscitivo, en el ámbito de un juego que obtiene, por la angustia de la muerte, la pureza total de la posibilidad libre y el impulso de su negación.

 

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El «romanticismo de la angustia» ha descubierto la experiencia trágica de la vida, el sentir vital de un absoluto que se desgarra en el mundo y desespera en la existencia humana. La caída de la trascendencia abstracta y, concomitante con ella, la emergencia de una individualidad divinizada constituyen las coordenadas especulativas en las cuales se inscribe la melancolía como paradójica intuición de una infinitud ya caída. La verdad de la angustia no es la verdad excluyente o exclusiva ni de la finitud ni de la infinitud. Su verdad reside, por el contrario, en la mutua pertenencia, en la reciprocidad de los opuestos y en la contradicción que impulsa devenir y repetición. De aquí esa nostálgica fascinación, esa simpatía y esa terrible atracción de la angustia, que no reside meramente en la nada sino en la nada de lo absoluto, en el exceso de lo sublime y en la superación dialéctica de la finitud.

Una vez reconocida la angustia, su sublimación mediadora está dada. Es entonces cuando la tragedia y la muerte de lo absoluto devienen vida y obra de lo finito. La infinitud posible de lo negativo impulsa el juego de la existencia humana. Desde la experiencia del individuo singular, la angustia permanece, como la nada de la cual todo surge, como la posibilidad pura de su autocreación, como el fundamento de su libertad, donde finitud e infinitud se reflejan mutuamente. He aquí la paradoja de un absoluto, que ha decidido ser humano.

 

 

4) Bibliografía

 

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[1] Novalis, Los fragmentos. Los discípulos en Sais, Introd. y trad. M. Maeterlinck, El Ateneo, Buenos Aires 1948, p. 177.

[2] Novalis, Los fragmentos…, cit., p. 197.

[3] S. Kierkegaaard, Pap., III A 235.

[4] S. Kierkegaard, Pap., I A 264

[5] Cf. S. Kierkegaaard, SV2, XIII 386.

[6] S. Kierkegaaard, SV2, XIII 386; también 394.

[7] Cf. S. Kierkegaaard, SV2, I 24.

[8] Cf. S. Kierkegaaard, SV2, I 167-8.

[9] S. Kierkegaaard, SV2, I 297.

[10] S. Kierkegaaard, SV2, I 297.

[11] S. Kierkegaaard, SV2, I 297.

[12] S. Kierkegaaard, SV2, I 304.

[13] S. Kierkegaaard, SV2, I 302.

[14] S. Kierkegaaard, SV2, I 303-304.

[15] Cf. S. Kierkegaaard, SV2, I 303.

[16] S. Kierkegaard, Pap., X2 A 22.

[17] S. Kierkegaaard, SV2, I 152 s.

[18] S. Kierkegaard, Pap., X2 A 22.

[19] S. Kierkegaaard, SV2, IV 349.

[20] S. Kierkegaaard, SV2, III A 233; cf. también Pap., X2 A 22.

[21] S. Kierkegaard, Pap., X2 A 22.

[22] Novalis, Los fragmentos…, cit., p. 57.

[23] S. Kierkegaaard, SV2, XI 162.

[24] Cf. M. Heidegger, El ser y el tiempo, trad. J. Gaos, FCE, México 1997, § 40.

[25] Cf. M. Heidegger, Identidad y diferencia, trad. H. Cortés – A. Leyte, Anthropos, Barcelona 1990.

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