PABLO URIEL RODRÍGUEZ: "La identidad como libertad fecunda"
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No hay mayor prisionero que Ulises; atado al mástil de su barco, rehén de su sabiduría que le aconseja oír el canto de las sirenas pero permanecer inmóvil e incolumne ante éste. Allí yo era otro Ulises, atado al mástil de mi resguardo, rehén del temor a la apuesta infinita, oyendo tu llamada pero callando mi respuesta.

 

 

Al final de su Nietzsche y el Cristianismo Karl Jaspers se pregunta, en dónde buscar la roca sólida sobre la cual cimentar la más genuina interpretación del pensamiento nietzscheano. Para Jaspers, la obra nietzscheana, exige de su lector un esfuerzo excepcional. Precisamente, termina concluyendo que en nuestra comprensión de Nietzsche “Sólo es verdad aquello que, por él, nos viene de nosotros mismos”[1].

Tal afirmación, en mi opinión, es extensible a SØren Kierkegaard. Su obra escrita –tan sólo una prolongación o expresión particular de ese obrar que fue su vida –, exige del lector un esfuerzo excepcional. En primer lugar, por la innegable profundidad y complejidad de su pensamiento. En segundo, y a mi entender más importante, lugar, por estar ésta dirigida al «Singular» y exigir incondicionalmente esta «singularidad» al lector. Y en tercer y último, y por eso no menos importante, lugar; por el problema de la pseudonímia.

Que la «singularidad» sea planteada por Kierkegaard como una exigencia, nos resguarda de la ilusión de creer que ella sea algo natural, un punto de partida inmediato. «Singular» se deviene, no se nace. Al mismo tiempo debemos evitar un habitual quid pro quo, lo «Singular» es inconmensurable a lo «individual». Kierkegaard nos asegura que la «singularidad» es privativa del ser humano, ninguna especie animal producirá un «Singular»[2]. El «individuo», desde Aristóteles hasta nuestros días, es la diferencia indiferenciante hacia el interior de un género ya diferenciado específicamente. En la naturaleza, cabría hablar aunque de un modo aún insatisfactorio de «singularidad» sólo en la especie. Sólo la especie comporta la verdadera diferencia “la diferencia genérica es demasiado grande, se instala entre incombinables que no entran en relaciones de contrariedad; la diferencia individual es demasiado pequeña, entre indivisibles que tampoco tienen contrariedad”[3]. El «individuo» es repetición material de la especie. La diferencia de la «individualidad» no agrega nada a la especie, es tan sólo una distinción numérica, en palabras de Kierkegaard una estatua aislada[4]. Es tentador pensar la «singularidad» como una diferencia radical practicada en el seno de la especie. Pensar en este sentido la «singularidad», es pensar la aniquilación del concepto mismo de especie, como instancia intermedia entre el género y el individuo. La diferencia absoluta de tales singularidades harían estallar a la especie; tornaría       –como Kierkegaard nos recuerda que hizo la ontología medieval con los ángeles –; a cada «Singular» en una especie completa. Pero pensar la radical diferencia entre el «Singular» y su especie, es pensar su relación como si éstos fuesen dos términos incombinables. Por el contrario, la «singularidad» está atravesada por la especie, la «singularidad» en tanto excepción, es ya siempre excepción a la especie dentro de la especie misma, pero trascendiéndola. La «singularidad», es ese ínfimo y dificultoso término medio que oscila entre el «individuo» como variación material de la especie y el «individuo» como el único solitario.

El «Singular» es sí mismo y la especie, afirma Kierkegaard[5]. En esta unidad del sí mismo y la especie se juega la existencia humana. Todo hombre, está constituido por lo humano; todo hombre en tanto «Singular» está al mismo tiempo constituido por su originalidad. “[El «Singular»] está esencialmente interesado –nos dice Kierkegaard– en la historia de todos los demás individuos, sí, tan esencialmente como en la suya propia”[6]. La participación del «Singular» en la especie no es una relación que le advenga desde afuera. La pertenencia del «Singular» a una especie, no es meramente una nota metafísica, sino que es previamente la experiencia que el «Singular» hace de ese otro que es común a su especie. Ser «Singular» es saberse vulnerado por el otro. Es al «Singular» al que se le dirige la pregunta “¿Dónde está tu hermano…?” (Génesis 4: 9). Y es el «Singular» quien entiende que su respuesta no puede dejar de ser vinculante a ese hermano por el cuál se lo interpela. Responder a la interpelación divina es para el «Singular» configurarse responsable del otro; el «Singular» se sabe guarda de su hermano. Ser humano, no es realizar las notas esenciales de la especie hombre, sino estar radicalmente interesado en el prójimo. Cuando el fariseo pregunta “¿Quién es mi prójimo?” (Lucas 10: 29); lo hace seguro de que transcurriría un tiempo enorme hasta que el concepto de prójimo pueda ser asido por el discurso. Su pregunta no sólo era una escapatoria a la acción, sino que también buscaba «privatizar» la noción de prójimo. Es decir, a quién debo considerar «humano» para comportarme «humanamente» -o sea éticamente – con él. Ante esto, Cristo responde con la parábola del buen samaritano; para luego preguntar “¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” (Lucas 10: 36). Cristo no responde describiendo con esmerada grandilocuencia y piadoso «humanismo» lo que había de «humano» en la pobre víctima de los salteadores, sino que asegura que la «humanidad» está sólo en aquel que se «preocupa por» y «ocupa del» desamparado. Un escueto y lapidario “Ve, y procede tú de la misma manera” (Lucas 10: 37), encamina hacia la tarea a quien pregunta sutilmente con la intención de deslindarse de sus responsabilidades. La tarea es ser el prójimo de quien lo necesite; la tarea es ser humano, es decir, ser responsable –sin ningún cálculo previo, sin la necesidad de ningún argumento probatorio –, del otro ante el cual no tiene lugar el aventurarse a pensar si es o no humano, si me cabe o no me cabe comportarme «humanamente» con él.

Interpelado de modo constitutivo por el otro, el «Singular» es también sí mismo. El «Singular» es su propia identidad en el seno de la especie. La identidad de la «singularidad» no es la memoria de la especie realizada de modo incompleto en el «individuo», como tampoco es aquí; la ejecución fiel de un proyecto originario[7]. La identidad del «Singular» es el modo original y originario en el que el «Singular» se relaciona consigo mismo y, al mismo tiempo, con la especie entera. La identidad es ese «estar esencialmente interesado en la historia propia». Es la unidad del sí mismo y su vida. La identidad de la «singularidad» se da en la libre asunción del sí mismo. Cuando el «individuo» se elige a sí mismo de modo consciente, en ese acto mimo deviene «Singular».

Ser «Singular», entre muchas otras cosas, implica asumir la tarea de forjar una identidad original en cada acto libre; pero una identidad siempre abierta a la interpelación del y por el otro. Ser «Singular» a través de la lectura de Kierkegaard, supone una actividad y una pasividad al mismo tiempo, implica responder desde mi identidad la interpelación kierkegaardiana; pero también implica la configuración de mi identidad a la escucha. Kierkegaard es un autor que demanda, más que ser leído; ser escuchado.

Decíamos que el lector de Kierkegaard, debe vérselas con otro problema:el de la pseudonimia. Resolver la cuestión de los pseudónimos, parecería ser el primer paso ineludible para una interpretación integral de la obra kierkegaardiana. Al final de su Postscriptum Kierkegaard lanza una advertencia que deja estupefacto al lector: ni una sola palabra contenida en las obras pseudónimas es suya. Ante esto caben dos grandes actitudes; o se acepta en su totalidad o no se acepta en su totalidad la advertencia kierkegaardiana. Los hay quienes reconocen como kierkegaardiano, sólo lo que Kierkegaard firmó con su nombre; los hay quienes reconocen como kierkegaardiano la totalidad de su obra pseudónima; y, por último, los hay quienes reconocen como kierkegaardiano sólo ciertas opiniones de sus obras pseudónimas. Los criterios para diferenciar lo kierkegaardiano de lo no kierkegaardiano hacia el interior de su obra como escritor o bien se basan en la citada frase del Postscriptum –confirmada por ciertos pasajes de Mi Punto de Vista– o bien se basan en la presunción de que en cada obra se cuenta con la mejor herramienta para desentrañar el significado que encierra el pseudónimo y que no es otro que el contenido de la obra misma.

Ambos criterios tienen en común un mismo paradigma; la respuesta a la cuestión de los pseudónimos sólo puede ser dirimida hacia el interior de la obra escrita en relación directa con la vida de Kierkegaard. Es en última instancia Kierkegaard quien decide la pseudonímia o no de sus escritos.

¿Por qué se asume este paradigma y no otro? En mi humilde entender, la pseudonímia kierkegaardiana se enfoca como un simple hecho objetivo, como un problema a resolver; cuando en realidad debería encararse como un misterio. Es interesante; realizar una pequeña digresión para determinar con mayor precisión la oposición entre problema y misterio. Esta oposición, fue trabajada por Gabriel Marcel. El filósofo existencialista francés nos dice; que un problema es algo que encuentro íntegro ante mí; por el contrario el misterio es una esfera donde la diferenciación entre lo que está dentro mío y lo que está fuera de mí, pierde su significado y su valor inicial[8]. Al mismo tiempo, el problema puede ser resuelto a través de una técnica; en tanto algo opuesto a mi, para solucionar un problema –en tanto problema –, no es necesario que yo disponga mi más íntima identidad al enfrentarlo, alcanza con que actúe como cualquier otro que estuviese en mi lugar. La solución del problema, está en el problema mismo y no en quien se enfrente a éste. Por el contrario, el misterio trasciende infinitamente toda técnica, ante él no cabe comportarse como cualquier otro lo haría, no hay fórmulas universales para resolverlo. En tanto parte mía, el misterio requiere de mi más honda identidad para ser superado. Por tanto, el misterio al requerirme para su superación debe ser en primera instancia, reconocido por mi. La superación del misterio, sólo se encuentra en aquel que siendo penetrado por el misterio lo reconoce y lo acepta.

Basándonos en esta distinción, quisiera proponer un criterio diferente para la solución del, ahora, misterio de los pseudónimos kierkegaardianos. Lo que hay de kierkegaardiano en la totalidad de su obra escrita es aquello que, por él, nos viene de nosotros mismos. No es Kierkegaard ya quien decida la pseudonímia o no de sus escritos, sino la recepción que nosotros hagamos de ellos. Es imposible dirimir lo kierkegaardiano, sin «jugarnos» en tal distinción, nuestro propio ser.

El sentido común reconoce en el nombre propio algo que otro ha elegido para mí. El nombre propio, en su irrepetibilidad es, o quiere ser, la superficie de una identidad que ha sido elegida para mí. Por el contrario, el mismo sentido común, reconoce en el pseudónimo aquello que yo mismo he elegido para mí. El pseudónimo; en la elección que de él hago es, o quiere ser, la superficie de una identidad que yo; o bien ya reconozco en mi, o bien que yo deseo para mi.

En Kierkegaard, a mi entender, esta lógica aparece, no invertida, pero si reconfigurada. Su nombre propio, es la superficie de una identidad escogida para él por otro, pero su adherencia a este nombre propio –a esta identidad – escoge a éste mismo como algo propio; en el sentido de que él mismo se ha dado ese nombre. Kierkegaard ha reservado la firma Kierkegaard para sí mismo. Pero esta firma Kierkegaard –sí mismo – no es otro que Kierkegaard asumiendo voluntariamente en un acto de libertad inalienable la vocación que Dios ha escogido para él. Kierkegaard es ante todo un escritor; para esta tarea de ser escritor, él nos dice que el Divino Gobierno lo ha educado[9]. Pero ¿qué significó para Kierkegaard ser un escritor? “Que soy y he sido un escritor religioso, que la totalidad de mi trabajo como escritor se relaciona con el cristianismo, con el problema de «llegar a ser cristiano», con una polémica directa o indirecta contra la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad, o contra la ilusión de que en un país como el nuestro todos somos cristianos”[10].

Por otra parte, sus pseudónimos, son la superficie de una identidad pasajera que el escoge para sí mismo, pero al mismo tiempo son la irrupción superficial de la identidad que el lector escoge para ese Kierkegaard particular, que se da en cada caso, es decir, en cada obra. No obstante la elección que el lector hace de la identidad de cada Kierkegaard particular, no es otra que la elección que cada lector hace de su propia identidad. El lector lee como perteneciendo a Kierkegaard, lo que quiere leer como perteneciendo a Kierkegaard, lo que necesita leer como perteneciendo a Kierkegaard, lo que siente que Kierkegaard le está susurrando.

La firma del pseudónimo, es liberadora. Kierkegaard se sentía liberado a través de sus pseudónimos: “Si, en cambio, lo dicho no es lo que pienso o es lo contrario de lo que pienso, en ese caso soy libre respecto de los demás y de mí mismo”[11]. Sin embargo, el uso de pseudónimos no sólo libera al propio Kierkegaard de Kierkegaard, permitiéndole ser ese Kierkegaard a cada momento de modos distintos; sino que libera al lector de Kierkegaard mismo y del mismo Kierkegaard[12].

¿Por qué Kierkegaard quería liberar a sus lectores de de sí mismo y de Kierkegaard? No soy un maestro[13], nos repite constantemente Kierkegaard; puesto que para él había un único magisterio posible: el ejercido por Cristo, sólo a Él le cabía el título de maestro. Sin embargo, Kierkegaard ha sido maestro en el único grado en que él admitía que un hombre podía serlo, es decir, en el grado socrático.”Fue Kierkegaard –dice Jaspers – quien halló un acceso inmediato a Sócrates y, en el mundo moderno, hasta ahora, la interpretación más profunda de su personalidad, su ironía y su mayéutica, su actuación encaminada a promover la búsqueda de lo verdadero, no a enseñar la verdad”[14].

En sus Migajas Filosóficas Kierkegaard hace una bellísima descripción de lo que un maestro debe ser. El maestro humano no puede dar la verdad, sólo puede despertar el interés por buscarla. Su tarea como educador será la de volver manifiesta la ignorancia de los hombres, a través de todas las armas que estén a su alcance, ya sean un interrogatorio exhaustivo o la fina ironía. Pero la actividad del maestro, no busca dar plenitudes sino que busca descubrir vacíos. En última instancia, el único capaz de conocer este vacío es el alumno. El conocimiento de la ignorancia es en definitiva una labor personal. No se puede conocer la ignorancia, sin ser consciente de que se conoce la ignorancia. La labor esencial del alumno es volverse consciente de su propia ignorancia, la tarea es saber el propio no saber. El maestro socrático, es un asistente en esta tarea personal y, por lo tanto, es siempre una mera ocasión. El verdadero enseñar es simplemente un dejar aprender, un inducir a aprender. Por este motivo el maestro humano no imparte ningún saber positivo, hacerlo implicaría volver insípida la verdad. Hacerlo implicaría dar por satisfecho el deseo por la verdad, contentar pasajeramente esa sed de Verdad. El maestro humano deberá adoptar otro camino; el de dejar siempre insatisfecho el deseo por la verdad, dedicar su vida entera a propiciar la insatisfacción del alumno.

El peligro, al cual todo maestro humano se enfrenta es: que el discípulo tomase al maestro no como un mero asistente en el camino hacia la verdad sino como la verdad misma. ¿Cómo evitar que el alumno suspenda su ascenso hacia la verdad creyéndose en posesión de ella al memorizar fielmente las enseñanzas de su maestro?

El maestro debe ser siempre un lugar de paso, debe permanecer de incógnito en el proceso educativo. Mejor será el maestro cuando con mayor virulencia desvíe la fascinación que el alumno siente por él hacia el esfuerzo enconado por alcanzar la verdad. El maestro humano no da la verdad, sino que promueve su búsqueda. Es el maestro divino, el único que da la Verdad y la condición que nos permite acceder a ella. Tal maestro divino, en palabras de Kierkegaard es un salvador, un libertador y un redentor[15]. “Jamás podrá olvidar el discípulo a este maestro, ya que en ese instante se hundiría otra vez…”[16].Por el contrario, el maestro humano es una mera ocasión, o como dice Kierkegaard “Si se trata de aprender la verdad, que la haya aprendido de Sócrates, de Prodikos o de una sirvienta, sólo puede preocuparnos históricamente…”[17].Cuando el maestro es verdadero maestro, él es la ocasión de volvernos hacia nosotros mismos, cuando el maestro se toma a sí mismo por lo que realmente es y no por otra cosa, hablar del maestro es la ocasión de pensarse a sí mismo pensando el propio pensar.

Kierkegaard comprende su labor como escritor, homologable a la tarea que Sócrates había transformado en vocación de vida, también respondiendo al mandato divino.

Los pseudónimos, desde esta mirada, vendrían a significar que aquello que el lector encuentra de verdadero en las obras pseudónimas es aquello que al lector le llega con fuerza de verdad. Lo propiamente kierkegaardiano de las obras pseudónimas es lo que mueve a buscar la verdad; una verdad que objetiva y proposicionalmente no se encuentra en ninguna hoja del vasto corpus kierkegaardiano. Se trata de una verdad elaborada a partir de Kierkegaard. Se trata de una verdad apropiada a partir de la lectura de Kierkegaard. Es esta apropiación, lo que Kierkegaard consideraba, vía Sócrates, el máximo secreto del diálogo[18].

¿Cómo leer a Kierkegaard? ¿Cómo exponer el pensamiento kierkegaardiano? Kierkegaard se había resignado a ser heredado por un personaje al cual aborrecía: el profesor, el catedrático. Contra éste lanzaba terribles ataques: “El profesor es un castrado: pero no ha perdido su virilidad «por el reino de Dios» (Mateo 19: 12), sino por el contrario, para acomodarse mejor en este mundo sin carácter”[19]. Temía y temblaba, al pensar que éste haría de su pensamiento vital un objeto de enseñanza. Exponer catedráticamente a Kierkegaard, exponerlo sistemáticamente es festejarlo “como pasado, como inofensivo, como un fenómeno espiritual que se ha hecho célebre…”[20]. Hacerle justicia a Kierkegaard es acercarnos a él, en tanto presente, en tanto portador de una palabra conmocionante, en tanto vox clamantis in deserto.

Creo que sólo puedo ser kierkegaardiano, en tanto que de algún modo dejo de ser kierkegaardiano. Creo que sólo puedo hablar, ya no de Kierkegaard sino con Kierkegaard, en tanto hablo sobre el modo en que Kierkegaard repercute en mi pensamiento; y, por qué no, en mi vida. Hablaré aquí –o mejor dicho, seguiré hablando– entonces, no sólo de lo que creo que Kierkegaard quiere decirme al hablarme, sino también de aquello que yo comprendo de esta voz kierkegaardiana.

Kierkegaard aseguraba en el prólogo de su Tratado de la Desesperación que toda especulación que no pretendiese edificar era de golpe, a-cristiana[21]. Curiosamente, en otro prólogo, un célebre filósofo alemán sentenciaba que la filosofía no debía proponerse un fin edificante sino un fin intelectivo[22]. Ahora bien, Kierkegaard halla el carácter edificante de toda reflexión cristiana, en el hecho de que ésta no divorcia el pensar de la vida. Cualquier otro preguntar, aunque sea ejecutado con la mayor profundidad especulativa y por el más agudo intelecto no es más que inhumana curiosidad[23]. Y, si Kierkegaard habla de inhumana curiosidad, es porque concibe una curiosidad humana; y es a ella a la que nos exhorta “La inquietud es el verdadero comportamiento con respecto a la vida”[24]. El pensamiento cristiano; no es entonces tan sólo un pensar sobre Dios o sobre Cristo; es, también, pensar el mundo, interrogar la vida, inquirir lo humano; desde este Yo que es el mío, ubicado ante Dios o ante Cristo. En éste último sentido, creo ser un pensador cristiano. Pero creo serlo, en el trance en el que está en juego el que lo sea o no; en el trance en el que lo soy intentando serlo.

Amicus Kierkegaard sed magis amicus propiae veritates[25], diremos con una fórmula de raigambre aristotélica, pero también, me aventuro a decir, de raigambre netamente kierkegaardiana. Puesto que a diferencia de Aristóteles, quien al ser más amigo de la verdad se alejaba inexorablemente de Platón; en este caso al ser más amigos de nuestra propia verdad nos alejamos de Kierkegaard acercándonos a él. Lo que ha querido para él, una verdad por la cual vivir y morir, una verdad que sólo lo es en tanto encarnada[26]; es lo que desea también para mi. Será este, como ya he dicho, más que un escrito sobre Kierkegaard, un escrito de inspiración kierkegaardiana. El hecho de que mi verdad comulgue con la verdad de Kierkegaard es para mi una convicción; pero el que mi verdad comulgue con la kierkegaardiana; y, en caso de que lo haga, de que manera lo hace; es, y siempre será, para los demás, materia de decisión.  

 

El talante como disposición del sí mismo

El secreto de la vida no está en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que uno hace…

 

La pregunta por lo propio, sólo surge ante la presencia de un otro que me vulnera. El yo es lo que es, sólo, ante un tu. ¿Quién soy? son las palabras que brotan de mi boca cuando mis ojos inquieren ¿quién eres? Sin un tu, se me hace extraña la necesidad de un yo. La identidad no es algo que emane necesariamente a partir de la soledad del yo; la identidad es el preguntar del sí mismo por el sí mismo en presencia de un tu.

¿Cómo pensar la identidad? Occidente la ha pensado bajo dos grandes imágenes; la de la copia y la de la construcción. Con respecto a la propia identidad o somos presa de la «nostalgia», o lo somos de la «utopía».

La antigüedad clásica pensaba la identidad como copia o duplicación de un modelo arcaico siempre igual a sí mismo. Ya se la conciba como reflejo forzosamente imperfecto de la Idea, o como principio organizador que ordena la materia; la identidad más propia de lo humano está dada y debe, con ardua labor, ser recuperada. Y si debe ser recuperada es porque cronológicamente, pero en mayor medida, onto-lógicamente ha quedado atrás. Así lo entiende Kierkegaard, y lo expresa en numerosísimas ocasiones. En El Concepto de la Angustia, escribe “La eternidad de los griegos es algo que está a las espaldas como lo pasado, ingresándose en ello exclusivamente en el sentido regresivo”[27]. Incluso más; para los griegos, nos dice Kierkegaard en La Repetición, el conocimiento como reminiscencia no era más que la comprensión intelectual, de que la verdadera identidad ya había existido[28]. Por último, en Migajas Filosóficas, Kierkegaard nos advierte que en la idea socrática de que todo conocer no es más que un recordar “se concentra realmente el pathos griego, ya que se convierte en una prueba de la inmortalidad del alma –nótese bien el sentido retrógrado – o en una prueba de la preexistencia del alma”[29]

No me interesa resaltar, aquí, el valor gnoseológico de la idea de reminiscencia, sino su valor psicológico. Psicológicamente hablando, la anamnesis implica que; yace dentro del hombre el poder de retornar a sí mismo, el poder para reconocer y asumir su naturaleza genuina.

¿Qué dificulta este «retorno»? El «cuerpo»; éste implica duplicar la identidad, pero a través de la no-esencialidad de la materia, que es la pura potencia, que es la indeterminación y la disgregación”[30]. Con esta caída de la identidad en la indeterminación, con esta caída del alma en la materialidad del cuerpo; irrumpe la individualidad, “que introduce la diferencia, la diversidad, la decadencia”[31].    

La identidad griega, consiste en un «abstraerse», en un «desentenderse» de la materialidad, pero por sobre todas las cosas «olvidarse» de la individualidad. Curiosamente; este «olvido» del cuerpo, esta «abstracción» de la individualidad es comprendida como la irrupción consciente de ciertos conocimientos «archivados» en el alma, el verdadero conocimiento de la identidad es la memoria de una vida espiritual desvinculada de lo corpóreo e individual. No se trata aquí de que el «olvido» de la individualidad, sea el «recuerdo anhelante» de la identidad; sino que la concreción de este «recuerdo anhelante» sólo es asequible mediante el «olvido» de la individualidad. Sin embargo, y al mismo tiempo, la memoria que nos pone en contacto con la identidad, es memoria del «olvido» de la individualidad, es «saber» del «no-saber». El problema, para la mentalidad griega –primer escenario del curso intelectual de Occidente –, anida en la individualidad.

Daré, ahora, un salto de varios siglos. A diferencia del mundo griego, la modernidad no  sitúa a sus espaldas a la identidad. La identidad; ya no es algo dado y, por tanto, debe ponerse. El nombre que la modernidad encuentra para la identidad, es sujeto. Es este sujeto el garante: vía «método», de la validez de todo conocimiento; vía «deber», de la eticidad del accionar y, vía «contrato», del orden social. Ahora bien, «método», «deber» y «contrato» son la cristalización de la universalidad y racionalidad del sujeto. El sujeto es precisamente la asunción de la universalidad y racionalidad de lo humano y, el hombre sólo es sujeto en tanto se mantiene en tal asunción. El sujeto es «desgarramiento», el hombre debe escindirse de todo aquello que no sea sujeto. Este movimiento de desgarramiento –inherente a la mentalidad moderna, del cuál paradójicamente la modernidad nunca llega a escindirse– configura el universo conceptual moderno en una serie de dicotomías: Naturaleza-Cultura, Individuo-Sociedad, Res Extensa-Res Cogitans, Deseo-Ley, etc.

Ahora bien, la modernidad no sólo traza la serie de distinciones tajantes, sino que entiende estos tópicos bipolares de modo decididamente asimétrico. Cada díada conceptual [des]une sus términos con una «y» diferenciante, que si bien; literalmente aparece como un nexo conjuntivo, su función lógica es ya siempre la de ser una disyunción exclusiva. Se trata entonces de Naturaleza o Cultura, Individuo o Sociedad, Res Extensa o Res Cogitans, Deseo o Ley; para la modernidad la afirmación de cualquier término de la díada tiene su correlato necesario en la negación del otro componente de la misma. El máximo peligro para el sujeto, es no llegar a serlo o dejar de serlo. Ahora bien este sujeto, es la «libertad» de serlo; mas para la mentalidad moderna es, ante todo, la «libertad» de no serlo. El que el hombre devenga sujeto, es un acto volitivo fundante. La Naturaleza, el Deseo, la Particularidad idiota son los grandes enemigos del sujeto, pero el máximo peligro es, esa «libertad» oscilante entre el sujeto y el no-sujeto. La modernidad, en palabras de Kant la mayoría de edad[32], habría emancipado al hombre al despertarlo de un largo letargo; expropiando a las cosas del fundamento y ubicándolo en el sujeto, habría liberado a la «libertad». Sin embargo, la «libertad» si deseaba ser libre debía sujetarse al sujeto, es decir, sujetarse a si misma. El gran problema de la modernidad, desde sus inicios, fue esa «libertad liberada». Ya Descartes en el Libro IV de sus Meditaciones Metafísicas se quejaba de poseer una voluntad que excedía en amplitud a su entendimiento. El error para Descartes es ese no saber que hacer con el exceso de «libertad». Exceso de «libertad», que no puede de ningún modo quedar libre.

La «libertad» en tanto posibilidad de no asumir la identidad del sujeto, “introduce la resistencia, el conflicto, la ilusión”[33]. “La identidad – dice Cullen– consiste en saber `imperar´ y `reprimir´ aquello que no libera”[34]. Pero aquello que no libera, es la «libertad» de desear, querer o saber algo distinto al sujeto. La identidad se transforma por tanto en lo venidero; la identidad es «utopía», un lugar que es no-lugar presente, “la identidad como proyecto (lo originario como deber ser)”[35].

Para dar un panorama completo diré que es Hegel el primero en ensayar una crítica de ambas concepciones. La identidad no es sólo memoria nostálgica, como tampoco es meramente construcción utópica. El proyecto debe sostenerse desde la memoria; “no se puede pensar la identidad ni como puramente abstracta (sin materia), ni como puramente formal (sin naturaleza)”[36]. La identidad se alcanza cuando el proyecto se reconoce en la memoria de sí mismo. El proyecto se construye desde la memoria del fundamento; y la memoria no lo es sólo del fundamento sino también del proyecto. La identidad no es punto de partida, pero al mismo tiempo tampoco es mero punto de llegada. Para Hegel, la identidad es punto de llegada si y sólo si, aunque sea de modo seminal, estaba presente en la partida. La identidad es, precisamente, el momento en que memoria y proyecto se reconcilian. La identidad es el resultado del proceso y el proceso mismo por el cual la memoria del origen o fundamento deviene proyecto concreto. Sin embargo, las concepciones hegeliana, clásica y moderna; descansan sobre un supuesto.

Para éstas concepciones, el que el hombre concreto esté «alienado» de su identidad, es una contingencia histórico-temporal. Tales concepciones postulan que, antiguamente el hombre «coincidió», que el hombre en el fondo «coincide» o que el hombre sólo «coincidiría» a lo largo de su existir; consigo mismo. La división y la no-identidad humana, es siempre superable; puesto que no es fundante. No se niega la no-identidad histórica del hombre, sino que se la piensa o como un mero aparecer de la identidad o como momento necesario de la identidad. A este supuesto Cullen lo llama referencia a lo originario[37], y yo lo llamaré la «unidad» de la identidad. Hablar de «unidad» de la identidad es, ya, pensar en la «multiplicidad» de la identidad. La cuestión queda planteada del siguiente modo, ¿el hombre está temporalmente «alienado» o el hombre es «alienación»?, ¿hay una única identidad «ya establecida», hay un único «modelo» de construcción de la identidad, hay un único «trayecto» de formación de la identidad; o más bien hay múltiples posibilidades entre las que se escoge una identidad, hay múltiples formas de edificar distintas identidades, hay numerosos caminos que conducen a la identidad?

Responder tal interrogante excedería tanto la intencionalidad de este escrito; como el motivo que lo convoca. No obstante; el no poder brindar, por el momento, una palabra definitiva –por otra parte dudo que tal palabra definitiva sea asequible – de ningún modo clausura el campo abierto. Dedicaré el espacio restante, a transitar la perspectiva que se abre al considerar la «multiplicidad» de la identidad. Me embarco –al igual que Sócrates –, pues, con «timón kierkegaardiano» en la exposición de mi segunda navegación[38] (Fedón 99d).

Quisiera, antes de comenzar, precisar la metodología –o por qué no, el «talante»– de mi análisis. En el Fedón Sócrates, describe el método hipotético: “tomando como base cada vez el concepto que juzgo más inconmovible, afirmo lo que me parece concordar con él como si fuera verdadero, tanto respecto de la causa como de todos los demás objetos, y lo que no, como no verdadero”[39] (Fedón 100a). La metodología socrático-platónica en búsqueda de lo verdadero, comienza con una afirmación de índole intelectiva que sólo adquiere certeza a través del acto volitivo que la «pone». El fundamento que posibilita el conocer, el principio que alumbra las cosas para que estas puedan ser vistas, requiere de una adhesión que supera la concordancia racional. Sócrates describe, dos sentidos: uno ascendente que se remonta a las causas, y uno descendente que se remonta a los demás objetos. Estos caminos pueden ser homologados con las dos afecciones del alma que conmueven al hombre en la episteme: nöésis y dianoia. La dianoia, utiliza las cosas físicas como imágenes de aquello en lo que verdaderamente se piensa, su camino va desde las hipótesis hasta lo que de ellas se desprende, procede desde el punto de partida hasta el de llegada. La nöésis, elimina el uso de imágenes; su recorrido parte de la hipótesis pero, percatado de la provisionalidad de ellas, va escalando hacia hipótesis superiores hasta llegar a un punto de partida no provisional. Ahora bien, este momento original es el criterio de verdad de las cosas, se trata en palabras kierkegaardianas de “hallar una verdad que sea tal «para mí», de encontrar «la idea por la cual deseo vivir y morir»”[40]. Es, el sentido de la nöésis el que deseo transitar. Supondré la «multiplicidad» de la identidad en búsqueda de un fundamento de la misma, sin embargo estimo que me será imposible no derivar algunas «consecuencias» de dicha «multiplicidad».

Fue Aristóteles, en su Metafísica, el primero en advertir el amplio espectro semántico del término “ser”. Del mismo modo que “ser” se dice de muchas maneras[41] (Metafísica, Libro IV, Cáp. 2, 1003a), nuestro punto de partida es que; el hombre «es» de muchas maneras. Mientras el pensamiento de la identidad de corte unitario, suponía un único modo de ser al que se le oponían múltiples, diversos y fenoménicos modos de estar del hombre, el pensar de la «multiplicidad» de la identidad implica múltiples modos de ser, que en tanto se concretizan configuran un modo de estar que de ningún modo agota lo humano. Retomaré la postulación aristotélica; los múltiples sentidos de “ser” suponen que no hay una dirección unívoca en el estudio del término “ser”, por tanto cabe preguntarse ¿acaso todas estas significaciones guardan entre si algún tipo de relación, o simplemente se alejan unas de otras sin ningún tipo de impedimento?¿No es necesario, que estos «sentidos» converjan en una unidad, para que sea posible una ciencia que estudie el “ser”?

Aristóteles rechaza rotundamente la posibilidad de una dispersión en fuga de los «sentidos». Todos los «sentidos» giran en torno a un centro común; “lo que es se dice en muchos sentidos, pero en relación con una sola cosa y una sola naturaleza”[42] (Metafísica, Libro IV, Cáp.. 2, 1003a). Existe entonces un sentido focal, que liga los distintos sentidos de la palabra “ser”. La analogía «sentidos de “ser”» - «modos de ser del hombre», si también debe ser sostenida en este punto particular de su exposición suscitaría un grave inconveniente. Aristóteles concibe que bajo tres aspectos es prioritaria la ousia con respecto a los demás «sentidos» de “ser”: Prioridad nocional (al enunciar cualquier determinación, este enunciado supone previamente la noción de entidad), prioridad gnoseológica (sólo conocemos una cosa cuando sabemos qué es y no cómo es) y prioridad ontológica (la ousia es el substrato de las predicaciones, y no depende de otra cosa, es en si, a diferencia de los accidentes que son en otros). ¿Acaso el modo de ser focal, deberá tener prioridad nocional, gnoseológica o prioridad ontológica con respecto al resto de los modos de ser? Podría preguntárseme ¿postular la necesidad de dicho modo focal no es traicionar la dirección escogida al optar por la «multiplicidad de la identidad»? ¿acaso la postulación de un modo focal que evite la dispersión en fuga de los modos de ser, no es recaer en el pensamiento que se pretende evitar?

Tal vez mi respuesta a estos interrogantes no sea más que un recurso retórico: Precisamente es necesario cierto modo de ser focal que posibilite la dispersión misma, es necesario un modo de ser que posibilite los modos de ser. Ahora bien, ¿cabría llamar a tal modo de ser un «modo de ser entre los demás modos»? Salvando las distancias, el lenguaje puso en la misma situación a Platón, su opción fue abandonar el lenguaje escogido para las Ideas, al hablar de la Idea de Idea, si la Idea es el ser, aquello que es Idea de la Idea está más allá del ser, y al mismo tiempo más allá del lenguaje que habla del ser. Sin embargo, la «multiplicidad de la identidad» requiere que tal modo de ser, continúe siendo un simple modo de ser; uno más entre todos los demás. Entramos por tanto en un terreno paradójico, no se espere aquí coherencia lógica.

Ahora bien ¿cuál es ese peculiar modo de ser que en su ser posibilita el resto de los modos? Ser hombre es ser creador. Precisamente en este ser creativo[43], se posibilitan todos los demás modos de ser. Si el ser del hombre no fuese creación, es decir posibilidad infinita de ser; caeríamos en la «unidad de la identidad». 

Creo que fue Karl Marx, el primer filósofo que; al desarrollar de modo explícito una «ontología del trabajo» elevó al trabajo mismo a la categoría de esencia humana[44]. Para Marx, la Naturaleza es producción, y el hombre es una variante específica de tal producción; el hombre es actividad vital productiva. Ahora bien, el gran acierto de Marx fue no reducir dicha actividad a la producción de objetos. La producción es “la objetivación de la vida del hombre como especie”[45]. El pensamiento, el arte, la ciencia, etc. son producción humana, trabajo humano, actividad vital humana. Marx concebía como humana a esta producción cuando; era consciente de si y libre. Incluso hacía descansar la libertad en su carácter de autoconsciente[46]. Un acto es libre, lo producido es consecuencia de la libertad; cuando el individuo que lo ejecuta o lo produce se ha autodeterminado, en su obrar, conforme a sí mismo. No obstante si bien es cierto que no se es libre sin ser consciente de serlo, la libertad del hombre puede reconocer como propio aquello que no es producto de su consciencia; y es precisamente la asunción que la libertad realiza de aquello ajeno, y no el hecho de que haya «derivado» de su obrar consciente, lo que lo vuelve propio. 

Las alienaciones que Marx percibía en el terreno filosófico, social, cultural, religioso y político; eran alienaciones superficiales, fenómenos secundarios y consecuencias de una alienación de base. Para Marx, la actividad vital humana, era la base de todo el aparecer fenoménico del hombre; cualquier alteración en esta actividad repercutía en aquello que la actividad misma producía. Esta alienación de base consistía en la deshumanización de la actividad vital del hombre[47], es decir en una actividad productiva inconsciente y no libre. El que el hombre experimente su actividad productiva como un proceso ajeno a sí mismo –en tanto inconsciente y libre– provoca que los resultados mismos de dicha actividad se capten como ajenos. En palabras de Marx: “su trabajo se convierte en un objeto, asume una existencia externa… existe independientemente, fuera de él mismo y ajeno a él y que se opone a él como un poder autónomo”[48].

Baste con lo dicho para retomar el análisis emprendido. ¿Qué sucede cuando este peculiar modo de ser actúa de modo inconsciente, qué sucede cuando no actúa libremente? En tal caso, los demás modos de ser o identidades se me presentan como totalidades independientes cuyo sentido o sinsentido es ajeno a mi mismo. El individuo no se reconoce en las identidades configuradas. Por lo tanto, la asunción de tales identidades nunca es completa, el yo del individuo nunca llega a plasmarse completamente en dicho modo de ser, nunca llega a encarnarse de modo perfecto en dicha identidad. Las identidades se yerguen ante el individuo, y son consideradas como posibilidades. La libertad es la capacidad de elegir entre estas posibilidades, deja de ser una potencia creativa para ser una mera adhesión pasiva  La decisión de asumir determinada identidad no recae en el individuo que la asume, sino en la identidad misma que actúa como polo atrayente. En líneas generales, esto es lo que Kierkegaard denomina «esfera estética».

Ahora bien, las identidades en tanto entidades ajenas al individuo, en tanto polos de atracción del individuo son meras posibilidades opuestas al individuo. El pseudónimo ético dirige sus amonestaciones contra este tipo de vida: “La vida es un desfile de máscaras y ello es motivo inagotable de diversión para ti…”[49]. Ahora bien, para aquel que concibe la vida como la asunción de una posibilidad dada, el vivir mismo es un descomponer la propia naturaleza en una multitud de elementos[50]. Incluso este descomponerse del esteta –en tanto y en cuanto– la naturaleza de su elección le impide conocer una transfiguración[51] plena en la posibilidad escogida; comienza a refractar al individuo hacia un incipiente sí mismo.

Quien de este modo vive; rápidamente comprende que cualquier adopción de alguna de estas identidades es, inevitablemente, una pérdida. Para el individuo que no se sabe productor de su propia identidad, identificarse con alguna de estas posibilidades es determinarse. La asunción de una identidad, adhesión pasiva de su libertad a ella, es un «no» que pierde de modo irremisible todo lo demás. Lo fascinante es la posibilidad, por lo tanto el individuo quiere regresar a este estado de pura posibilidad; precisamente porque el considera este estado de originalidad como “una magnitud algebraica que puede significar cualquier cosa”[52]. Por lo tanto, si éste individuo quiere mantenerse en lo que considera su más pura originalidad, no deberá elegir absolutamente nada, es decir, mantener la posibilidad intacta.

Kierkegaard formula esta posibilidad intacta, bajo la idea de una desesperación de lo posible o falta de necesidad[53]. El yo se encuentra, lanzado y perdido en lo posible[54]. No obstante el mal radical de esta posición, no es el “no haber llegado a nada en este mundo, sino en no haber adquirido conciencia de sí mismo, de no haber percibido que ese yo es el suyo, un determinado preciso…”[55].

Para que el individuo se reconozca en la posibilidad asumida, en otras palabras, para que se transfigure sin reservas en alguna de las posibilidades; el yo debe reconocer la identidad radical entre sí mismo y lo que ha elegido. El yo debe saber que lo que ha elegido no es otra cosa que a sí mismo. Ahora bien, elegirse a sí mismo, no es más que la asunción de una identidad que soy yo mismo, una identidad que yo he creado. La identidad es la asunción del modo en el que el yo se determina, o se produce. La identidad es la percepción de que el yo es propio del individuo y, por lo tanto una necesidad[56]. La identidad es, en este momento, la propiedad de sí mismo, una propiedad que no puede escapar a la lógica productor-propietario: me pertenece aquello que he producido, aquello que he producido me es propio. Parece no haber un límite definitivo entre el yo y sus propiedades, el yo es sus propiedades y ellas son el yo. Empero, lo producido es propiedad sólo cuando se ha generado de modo consciente y libre: sin conciencia, no puedo reconocer lo producido como propio, sin libertad lo producido puede no pertenecerme. Si, en el nivel anterior, el asumir una determinada posibilidad comportaba una vaga «sensación» de poseerse, ahora se obtiene la conciencia de –disculpen la expresión– propietizarse.

Siguiendo a Rosenkratz, Kierkegaard considera al “talante” (gemyt) como la unidad entre el sentimiento y la conciencia del yo[57]. Esta unidad es la expresión de la personalidad concreta[58]. Ahora bien, si el sentimiento es sensación de sí mismo, en el “talante” la autoconciencia es sentida por el individuo como suya. Es decir, que en el “talante” el hombre se vuelve «presente» como un sí mismo ante sí mismo, es decir en el “talante” el hombre se recupera en el sentido de ser «contemporáneo de sí mismo».

Quisiera insistir en un punto: este yo mismo que ejecuta la elección, sólo aparece en la elección misma[59], y aparece bajo el ropaje de una identidad necesaria, el yo es ahora sólo lo que es, sólo lo que debe ser, en tanto es sí mismo. Que el yo elegido no exista hasta antes del momento de la elección, pero que al mismo tiempo sólo pueda ser elegido en tanto que ya existía; implica que el yo es lo que cabalmente es, cuando se recupera a sí mismo, cuando se reintegra a sí mismo. Esta elección absoluta en la que el yo se elige a sí mismo, es una repetición del yo. El yo es ahora una tarea para sí mismo, la tarea de repetirse en cada elección de sí mismo. El yo debe ser yo de un modo absoluto.

Esta libertad del yo, ha necesitado liberarse de la ilusión de las posibilidades para poder constituirse. Se trata de un movimiento centrípeto, un movimiento de liberación y condensación. Un  repliegue del yo, que «abandona» todo lo que le es heterónomo, y en la ausencia absoluta de lo ajeno se vuelve contemporáneo consigo mismo, se vuelve simultáneo consigo mismo. El yo ha precisado de la «libertad para» liberarse de todo aquello que lo alejaba de sí mismo. Llevando al máximo la posibilidad de su libertad, le sale al paso su suprema imposibilidad. La libertad puede liberarse de todo, menos de si misma. Incluso, la misma negación de la libertad debe suponerme libre. Ahora bien, la libertad para ejecutar cualquier acto, implica la libertad de ejecutarlo o no. Hay una prioridad de la libertad con respecto aquello que ella domina. No obstante, el que la libertad no sea libre de si misma, y que en su querer liberarse de si, implique el acto de ser libre; es indicio de que la libertad no es prioritaria de si misma. Por más que quiera negar mi propia libertad, la posibilidad de negar mi libertad o asumirla implica mi libertad. Sólo «otra» libertad, es libre de «mi» libertad.

Para Anti-Climacus –el pseudónimo del Tratado de la Desesperación – el yo es movimiento de interiorización[60]. El yo es la relación entre dos polos que se enlazan no de modo extrínseco sino intrínseco[61]. Para Kierkegaard / Anti-Climacus caben dos posibilidades: que esta relación haya sido planteada por si misma o por otro. Ahora bien, la definición del yo como movimiento de interiorización, excluye la posibilidad de que el yo se haya planteado de modo absoluto a sí mismo. Como habíamos dicho, el yo es un movimiento centrípeto; y sólo es lo que es en tanto sostiene este movimiento, empero para que se haya puesto a sí mismo debería suponerse un instante de detención absoluta, es decir un no-yo. Es decir, para que el yo se ponga a sí mismo, debería haber sido no-yo de modo absoluto. Por tanto, lo que anteriormente se denominaba constitución del yo a través de la elección del yo por el yo, es ahora sólo una toma de conciencia de este movimiento centrípeto desencadenado por algo ajeno al yo. Continúa, Kierkegaard, afirmando que; si el yo uno vez que se ha puesto a sí mismo, sólo podría desesperar en la dirección de no querer ser este mismo yo que ha puesto. Es decir, no querer ser sí mismo, es no querer ser la libertad que no puede hacer otra cosa más que elegirse en algún sentido, es decir no querer ser la libertad que asume tal o cual identidad. Ahora bien, no sólo nos acercamos a la certeza de que no es nuestro yo el que se ha puesto a sí mismo, conforme a nuestro esfuerzo especulativo, sino que la experiencia de nuestra existencia como un dato dado se hace harto patente[62].

En tanto puesto por otro, el yo puede o bien querer desentenderse de sí mismo –se trata del caso anterior – o bien querer ser sí mismo. Ahora bien, puede querer serlo en referencia a aquello que lo ha puesto, o puede querer serlo sólo conforme a sí mismo. Cuando el yo, quiere ser sí mismo valiéndose únicamente de su propia fuerza sólo logra agudizar y profundizar su movimiento de interiorización, aislándose progresivamente de aquello que lo ha puesto. Ahora bien, en tanto el yo en sí mismo es movimiento de interiorización, y no interioridad, no habría un punto final, no habría reposo en el cual el yo pueda llegar a ser completamente sí mismo. El yo en virtud de sí mismo, jamás podrá llegar a ser sí mismo; por la sencilla razón de que en si no es nada. En otras palabras, el yo no podría transfigurarse de modo completo en ninguna de las identidades que configure para sí mismo, puesto que siempre permanecerá una zona residual. Según Kierkegaard, el yo sólo puede alcanzar el equilibrio y el reposo, es decir, su identidad, cuando lo hace refiriéndose a lo que lo ha planteado[63].

La identidad queda comprendida como el ser sí mismo de la libertad ante el Otro que la ha puesto. Cabe aquí atender la más sustancial de las críticas ateas; ¿el que la libertad sea puesta por una trascendencia, no la reduce hasta transformarla precisamente en su opuesta?; debemos hacernos cargo de aquella afirmación que Gabriel Marcel sintetiza bajo la siguiente fórmula: “el hombre no puede realizar lo que llamaré toda su estatura más que en un mundo vaciado de Dios”[64]. Contestaré de modo tentativo y, afortunadamente, no conclusivo: si fuese el hombre quien pusiese su propia libertad creadora en el mundo; éste sería libre de su propia libertad, es decir, podría poner punto final a su actividad creadora cuando quisiese[65], y por lo tanto agotar en un número fijo la multiplicidad de sus modos de ser[66]. El hecho de que el hombre reciba esta libertad creadora de manos de otro, no imposibilita su potencia creadora, sino que imposibilita la imposibilidad misma de esta potencia. La posibilidad de múltiples modos de ser, tiene como trasfondo la donación de la potencia creativa.

El acontecimiento identitario, llega al hombre como una donación irreductible al ámbito de lo humano. Donación gratuita que de ningún modo coquetea con la lógica del mérito. A la espera de lo incontenible, el único recaudo humano es el de ser la libertad que lo hace ser sí mismo[67], la tarea del hombre es ser el topos posibilitante de tal acontecimiento. Kierkegaard le confesaba a un amigo que anhelaba poseer toda su libertad –la totalidad de su ser–  hasta que encuentre en su existencia un poder capaz de sujetarla[68]. Tal es la tarea humana previa al acontecimiento donativo.

Pero quisiera, para concluir, profundizar un poco más en la línea abierta. La identidad, producto de la donación de la potencia creativa es cualquier cosa menos algo dado, algo fijado, ante lo cual el hombre no puede más que adherirse de modo pasivo. Habíamos definido al talante como la «contemporaneidad» del hombre consigo mismo. En El Concepto de la Angustia, Kierkegaard afirma que la seriedad es la más elevada expresión del talante[69]. Si, la seriedad es “talante”, es; en parte, un atreverse a ser sí mismo; pero al mismo tiempo la seriedad es el más profundo sentido del “talante” y por tanto un atreverse a ser sí mismo ante Dios[70]. Ser sí mismo ante Dios, implica no sólo la «contemporaneidad» del hombre consigo mismo, sino que al mismo tiempo o contemporáneamente, la «contemporaneidad» del hombre con Dios. La identidad como seriedad es resultante de la conjunción diferenciada de dos libertades; la humana y la divina. La identidad es volver «presente» a Dios, «presentándose ante» Él.

Me es necesario decir que significa, para mi, este volver «presente» a Dios, «presentándome ante» Él a través de la identidad. Quisiera, para poder satisfacer mi necesidad, traer aquí unas palabras que, de alguna manera estuvieron ya presentes desde el inicio mismo de estas reflexiones, en la medida en que fueron escritas por alguien que ha influido de modo profundo y fecundo en –lo que de modo incipiente– es mi pensamiento.

Vega nos dice que la identidad, es el momento de elección por parte del hombre de la elección que Dios hace de[71] él[72]. Elección de él, del hombre; es decir la preferencia de lo Infinito por una particular partícula finita. Se trata de una elección que signa al hombre sin nombrarlo[73]. Una palabra divina que no encasilla lo humano bajo un sitio fijo, sino que lo proclama siempre como signo, como un alguien que señala hacia, un quien que remite a… Cada hombre es la peculiar originalidad de señalar hacia… de un modo único e irremplazable.

Si Dios crea mediante su palabra todas las cosas y Él mismo “es el idioma de todas sus palabras…”[74]; la creación es la dicción divina que Dios mismo hace de si. El idioma rico en palabras y polisemias es la Libertad creadora que ha querido pronunciar –alzar, elegir – ante si un nuevo idioma[75], una libertad creatural, también creadora. Dios nos dice, entonces, de muchas maneras. Dice a cada hombre con la polisemia infinita de cada una de sus palabras. La identidad se configura entonces a la escucha; comienza a esculpirse en la paciente impaciencia de la pura espera. Esta escucha, como habíamos dicho, es receptividad engendradora; puesto que; no obstante, el silencio de la escucha, “la creatura tiene palabra propia…”[76], es decir, tiene dignidad para ser escuchada y una voz con el suficiente poder para co-transformar lo dicho en una primicia absoluta[77].

Es la dicción divina quien ha creado el mundo. Kierkegaard sostiene que el mundo “jamás habría empezado a existir si el Dios del cielo no hubiera deseado la repetición”[78]. La dicción creadora ha dicho de una vez todas las veces de decirse. Aquí la repetición no es la adición imitativa de un hecho irrepetible, sino ese mismo hecho elevado a su potencia infinita. Y cada decirse de la dicción creadora es el movimiento divino por el cuál el mundo se sostiene en el ser. Sin embargo, entre palabra y palabra, Dios pronuncia el silencio. Este silencio no es más que el repliegue de la omnipotencia divina que permite la libertad de la criatura.

Lo creado, lo dicho por Dios en su infinita polisemia es el “trasfondo sin fondo de una disponibilidad sin reservas”[79]. La identidad es, entonces, elección de la elección; es elección de lo creado, es la recreación de lo creado; es el idioma de la criatura; que crea pronunciando a coro con el idioma divino, siendo en la palabra dicha. Se trata de elegir la propia identidad, se trata pues de un diálogo en el que los hablantes hablan al unísono declamando una única palabra, se trata de pronunciar a coro con Dios, la libertad del hombre en la libertad divina, se trata de hablar humanamente un lenguaje divino, se trata de hablar las lenguas[80]. Se trata del misterio inconmensurable de un hombre que se destina a Dios, sólo porque Dios se ha destinado no sólo a lo humano –en Cristo– sino también a cada hombre en su elección de ese hombre.

Este pronunciar en conjunto es trocar el signo en nombre. El nombre es la elección que cada cual hace de ese signo que es en cada caso cada uno. Es la cristalización semántica y declamatoria, del inalienable derecho a decidir quien es cada cual frente a la verdad y la vida.    

El hombre que ha asido libremente su identidad; ahora deberá dar testimonio de la verdad: deberá configurar la verdad de Dios desde su verdad personal humana. Deberá dar testimonio de la destinación de Dios en él, irrepetible e incomparable respecto de cada una de las demás elecciones que Dios hace de todos los otros que también son suyos…[81]. Se trata como dice Vega de “elegirse a sí mismo de este modo, del modo de no elegir nunca ser sin la libertad en donde se ha decidido residir para siempre”[82].

 

 



[1] JASPERS K., “Nietzsche y el Cristianismo”, trad. Daniel Cruz Machado, Buenos Aires, Leviatán, 1990, p. 97

[2] Cfr. KIERKEGAARD S., El Concepto de la Angustia, trad. Demetrio Rivero, Buenos Aires, Ediciones Orbis, 1984, p. 59

[3] DELEUZE G., Diferencia y Repetición, trad. Delpy y Becaccece, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2002, p. 65

[4] Cfr. KIERKEGAARD S., El Concepto de la Angustia, op. cit., p. 59

[5] Cfr.  Ibíd., p. 52

[6] Ibíd., p. 53

[7] Volveré sobre este punto más adelante.

[8] Cfr. MARCEL G., El Misterio del Ser, trad. Valentié, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1953, p. 191

[9] Cfr. KIERKEGAARD S., Mi Punto de Vista, trad. Velloso, Buenos Aires, Aguilar, 1959, p. 108

[10] Ibíd., p. 32

[11] KIERKEGAARD S., “El Concepto de la Ironía” en Escritos de SØren Kierkegaard Volumen 1, trad. González y Sáez Tajafuerce, España, Ediciones Trotta, 2000, p. 276

[12] El que tal distinción sólo sea advertible en el discurso escrito y permanezca indiferente ante el discurso hablado; ¿es indicio de que la escritura debe ser «reservada» para aquello que no puede ser dicho? ¿Acaso Kierkegaard con la comunicación indirecta de sus pseudónimos, es decir, con su obra escrita que permanecería siempre escrita –a diferencia de los discursos edificantes, pensados en primera instancia como sermones –no querría decirnos, que para la escritura debe reservarse lo que no puede ser dicho?

[13] Cfr. KIERKEGAARD S., Mi Punto de Vista, op. cit., p. 111

[14] JASPERS K., “Los Grandes Filósofos. Los hombres decisivos: Sócrates, Buda, Confucio y Jesús”, trad. Simon, Buenos Aires, Sur, 1966, p. 129

[15] Cfr. KIERKEGAARD S., Migajas Filosóficas o un poco de filosofía, trad. Larrañeta, España, Editorial Trotta, 2001, p. 33

[16] Ibíd., p. 33

[17] Ibíd., p. 29

[18] Cfr. KIERKEGAARD S., El Concepto de la Angustia, op. cit., p. 39

[19] KIERKEGAARD S., Diario Íntimo, trad. Bosco, Buenos Aires, Santiago Rueda, 1955, p. 347

[20] JASPERS K., “Kierkegaard hoy” en Kierkegaard vivo, trad. Sanchez-Pascual, Madrid, Alianza, 1968, p. 71

[21] Cfr. KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, trad. Liacho, Buenos Aires, Santiago Rueda Editor, 1960, p. 11

[22] Cfr. HEGEL G., Fenomenología del Espíritu, trad. Roces, Argentina, Fondo de Cultura Econonómico, 1992, p. 10

[23] Cfr. KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, op. cit., p. 11

[24] Ibíd., p. 12

[25] “Amigo de Kierkegaard, pero más amigo de la propia  verdad”

[26] Cfr. KIERKEGAARD S., Diario Íntimo, op. cit., p. 39.

[27] KIERKEGAARD S., El Concepto de la Angustia, op. cit., p. 120

[28] Cfr. KIERKEGAARD S., La Repetición, trad. Hjelmström, Argentina, JVE Psiqué, 1997, p. 39

[29] KIERKEGAARD S., Migajas Filosóficas, trad. Larrañeta, Madrid, Trotta, 2001, p. 27 (la negrita es del original)

[30] CULLEN C., “Individualidad, Identidad y Subjetividad” en Reflexiones desde América. Tomo III, Rosario, Fundación Ross, 1986,  p. 24 (la negrita es del original)

[31] Ibíd., p. 24

[32] Cfr. KANT E., “Respuesta a la Pregunta ¿Qué es la Ilustración” en Filosofía de la Historia, Méjico, F.C.E., 1978, Pp. 25-38

[33] CULLEN C., op. cit., p. 24

[34] Ibíd., p. 24

[35] Ibíd., p. 24  (la negrita es mía)

[36] Ibíd., p. 25

[37] Cfr. Ibíd., p. 23

[38] Cfr. PLATON, “Fedón” en Diálogos III, trad. García Gual, Madrid, Gredos, 2000, p. 107

[39] Ibíd.., p. 108

[40] KIERKEGAARD S., Diario íntimo, op. cit., p. 39

[41] Cfr. ARISTÓTELES, Metafísica, trad. Calvo Martínez, Madrid, Gredos, 2000, p. 150

[42] Ibíd., p. 150.

[43] Hablo aquí de ser creativo y no de capacidad de crear. Hablar de capacidad de crear, implicaría hablar de un ser previo que crea, pero cuando el hombre es él mismo creación, ésta no es algo pasible de acontecer o no. El hombre es siempre creación, y siempre crea incluso cuando parecería no hacerlo, puesto que toda negatividad u omisión es engendradora de algo.

[44] Cfr. “Es en su trabajo sobre el mundo objetivado como el hombre se muestra realmente como ser genérico. Esta producción es su vida activa como especie…” MARX K., “Manuscritos Económico-Filosóficos” en Marx y su Concepto del Hombre de Erich Fromm, trad. Campos, Méjico, F.C.E., 1994, p. 112.

[45] Ibíd.., p. 112

[46] “La actividad vital consciente distingue al hombre de la actividad vital de los animales…Sólo por esta razón es su actividad una actividad libre” (MARX K., op. cit., p. 111)

[47] “… el hombre se siente libremente activo sólo en sus funciones animales… mientras que en sus funciones humanas se ve reducido a la condición animal. Lo animal se vuelve humano y lo humano se vuelve animal” (MARX K., op. cit., p. 108-109)

[48] MARX K., op. cit., p. 106

[49] KIERKEGAARD S., Estética y Ética, en la formación de la personalidad, trad. Marto, Argentina, Nova, 19??, p. 10

[50] Cfr. Ibíd.., p. 11

[51] Cfr. Ibíd.., p. 21

[52] Ibíd.., p. 82

[53] Cfr. KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, op. cit., p. 49

[54] Cfr. Ibíd.., p. 49

[55] Ibíd.., p. 50

[56] Cfr. KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, op. cit., p. 50

[57] Cfr. KIERKEGAARD S., El Concepto de la Angustia, op. cit., p. 183

[58] Cfr. Ibíd.., p. 183

[59] “La elección realiza aquí simultáneamente dos movimientos dialécticos, lo que es elegido no existe y sólo existe por la elección, y lo que es elegido existe, pues de otro modo, no habría elección. Pues si lo que yo elijo no existiera, pero se volviera absoluto por la elección, yo no elegiría sino que crearía; pero yo no me creo a mi mismo, sino que me elijo a mi mismo. Mientras la naturaleza es creada de la nada, mientras yo mismo en cuanto personalidad inmediata soy creado de la nada, como espíritu libre he nacido del principio de contradicción, o he nacido por el hecho de que me he elegido a mi mismo” (KIERKEGAARD S., Estética y Ética…, op. cit., p. 83)

[60] “El yo es una relación que se refiere a sí misma… la orientación interna de esa relación…” (KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, op. cit., p. 19)

[61] “En la relación de dos términos, la relación entra como tercero, como unidad negativa, y los términos se relacionan a la relación, existiendo cada uno de ellos en su relación con la relación… Si, por el contrario, la relación se refiere a sí misma, esta última relación es un tercer término positivo y nosotros tenemos el yo” (KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, op. cit., p. 19-20)

[62] Por otra parte, la obra escrita de Kierkegaard abunda en descripciones, más o menos, detalladas de esta experiencia; siendo, quizás, la de mayor belleza lírica y «potencia» mostrativa la que el Joven, personaje de La Repetición, manifiesta en la carta fechada el 11 de Octubre.

[63] Cfr. KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, op. cit., p. 20. Sastre nos señala que el  mismo Kierkegaard, en la intimidad de su Diario,  no ha sido ajeno a éste pensamiento: “La omnipotencia misma debería hacernos dependientes. Pero si se quiere reflexionar acerca de la omnipotencia, se verá que es necesario precisamente que ella implique al mismo tiempo el poder de retirarse, para que, en eso mismo, la criatura pueda ser independiente” Cit. SARTRE J.P., “El Universal Singular” en Kierkegaard vivo, trad. Sanchez-Pascual, Madrid, Alianza, 1966, p. 38

[64] MARCEL G., Filosofía Concreta, trad. Gil Novales, Madrid, Revista de Occidente, 1959, p. 148

[65] Y este poner fin, sería un poner fin radical y absoluto, totalmente diferente a la negatividad u omisión de la que hablaba en la nota al pie 51.

[66] No he encontrado en ningún otro argumento a favor de la existencia de Dios; una convicción que siquiera iguale a la de este: mi necesidad de Él, para salvarme de la tentación de no serme.

[67] Cfr. KIERKEGAARD S., Migajas Filosóficas, op. cit., p. 32.

[68] Cfr. KIERKEGAARD S., Cartas del Noviazgo, trad. Correas, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1979, p. 170.

[69] Cfr. KIERKEGAARD S., El Concepto de la Angustia, op. cit., p.  183.

[70] Cfr. KIERKEGAARD S., Tratado de la Desesperación, op. cit., p.  11.

[71] He querido insistir sobre la preposición “de” subrayando su infinito valor semántico- Se trata de un de preciso que no deja trocarse jamás, en un principio, ni en “por” ni en “para”; incluso más, si esa elección llega a ser una elección “por” o una elección “para” sólo puede serlo en tanto y en cuanto originariamente, antes de todo, fue elección de.

[72] Cfr. VEGA J.L., “La Vocación de Isaías” en Piedras Angulares: la libertad como paradoja, Buenos Aires, Editora Patria Grande, 2003, p. 19

[73] Cfr.  Ibíd., p. 13

[74] Ibíd.., p. 16

[75] No es otro más que Dios quien dirigiéndose a Abraham pronuncia “la hache capaz de diferencias abismales”, y no es sino Abram quien “elige la promesa de su hache infinita despertando millares de noches”  (VEGA J.L., “Ex – Sistir” en Piedras Angulares…, op. cit., p. 72).

[76] VEGA J.L., “La Vocación de Isaías” en Piedras Angulares…, op. cit., p. 16

[77] Cfr. Ibíd.., p. 16

[78] KIERKEGAARD S., La Repetición, op. cit., p. 12 – 13.

[79] VEGA J.L., ”La Vocación de Isaias”,  op. cit., p. 17

[80] Cfr.  KIERKEGAARD S., Temor y Temblor, op. cit., p. 128. Sólo Dios y Abraham son capaces de pronunciar la “h” muda que hace la diferencia.

[81] Cfr. VEGA J.L., “La Vocación de Isaias”, op. cit., p. 19

[82] Ibíd.., p. 15

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