Cuando se ve, el acto de ver no tiene forma –lo que
se ve a veces tiene forma, y otras no. El acto de ver es inefable.
Y a veces lo que es visto es inefable. –Clarice Lispector
Digamos, para comenzar, que lo que sigue no debiera interpretarse como una ‘ilustración’, una mera ‘ejemplificación’ de la angustia en sentido kierkegaardiano como puede encontrarse en las películas de Fellini. Sino que, por el contrario, se trata de un Kierkegaard en clave ‘fellinesca’ tal como anticipa el título. Kierkegaard (por traslación metonímica: su concepto de la angustia) ‘visto’ por Fellini. Visto, vivenciado y no meramente leido o interpretado, porque el cine piensa en imágenes y Fellini es cineasta. Cabría, tal vez, hablar acerca de la legitimidad, la fidelidad o, incluso, la posibilidad siquiera de este tipo de versionado de los pensamientos vueltos imágenes, pero ello supondría aquí una digresión.
Habremos de remitirnos, en principio, a Deleuze. En sus Etudes du cinéma, Gilles Deleuze elabora, a partir de las tesis del movimiento de Bergson, una suerte de escolástica cinematográfica. En este sentido, interpreta al cine –y al tipo de peculiar de signos que lo conforman– como un sistema de pensamiento sui generis. Allí, comienza por establecer el estatuto diferenciado de dos grandes grupos de imágenes mediante las cuales se expresaría el cine: la imagen-acción y la imagen-tiempo. Habiendo entre ellas un corte, si bien no de tipo evolutivo, la primera vendría a superar en algún punto a la segunda; sin ser, claro está, entendidas éstas imágenes en el escueto sentido de la ‘representación’ de algo. Siendo esto así, ¿de qué hablamos cuando aludimos a este tipo de imágenes? Establezcamos pues, en apretadísima síntesis, algunas definiciones.
Deleuze ve en el cine una ‘psicomecánica’, esto es, una suerte de nuevo cerebro con el cual pensar. Algo, por tanto, pre o para lingüístico; una “materia a-significante y a-sintáctica, no lingüísticamente formada” como señala María Belén Ciancio. Lo que hay en estas imágenes, pues, no es otra cosa que el movimiento y el tiempo mismos, tal como pueden ser concebidos y pensados por esta nueva cogitatio que es el cine. Así, dirá que, mientras la imagen-acción es la que presenta una narración orgánica, del tipo situación-acción o acción-reacción, la imagen-tiempo muestra una alteración de este tipo de vínculo (al que Deleuze llama ‘sensorio-motor’), surgiendo de este modo un nuevo tipo de narración: inorgánica, dispersiva y fragmentaria. Las imágenes se tornan ‘legibles’ antes que meramente ‘visibles.’ Obviamente, seguirá existiendo un factor de cohesión y será lo que Deleuze denominará tópico. Cabe preguntarse ahora qué cosa es un tópico. Los tópicos serían una suerte de Zeitgeist de los que hablara Hegel: los eslóganes de una época, los clishés, los lugares comunes; las imágenes flotantes de un momento y un lugar determinados. A estos los veremos representados (de hecho, la palabra ‘representados’ no tendría demasiado lugar aquí) por signos de otro orden, que son los que llamará opsignos y sonsignos, esto es, signos ópticos y sonoros puros. Estos peculiares signos serán los que encontraremos en Fellini y su construcción de imágenes-cristal, subvariantes de la ya referida imagen-tiempo. En lo que sigue, intentaremos ‘mostrar’, ya que no ‘decir’, el modo en que la imagen-tiempo (y, por extensión sus variantes: ‘recuerdo’, ‘cristal’ y ‘sueño’) pueden ser tomadas como la cabal expresión de la angustia, tal y como la entiende Fellini. Esto es, Fellini no tematiza la angustia, sino que la torna visible y en esta videncia estaría ya la vivencia. Fellini nos enfrenta con la angustia, del mismo modo que aquella, al decir de Kierkegaard, nos sitúa ante la insuperable e incomprensible asimetría entre nuestra propia finitud y la eternidad de Dios. Asimismo, intentaremos ver de qué modo se emparentan ambos en la exposición que hacen de la angustia, esto es, en qué medida Kierkegaard y Fellini comparten un mismo enfoque, por así decir. Así como también, hasta qué punto hay en ellos el presupuesto de un mundo con Dios.
Kierkegaard se encuentra con la angustia al hablar del pecado original, situándola como condición de éste. La angustia, nos dice Kierkegaard es “...la realidad de la libertad como posibilidad antes de la posibilidad.” La fuerza de esta definición está en la palabra realidad. Esto es, el modo de superar el abismo entre lo infinito de Dios y la finitud propia del hombre (la célebre figura del ‘salto al vacío’ mediante la cual la expone) es, ante todo, una realidad, algo patético y patente a la vez. Un hundirse en la nada y a la vez el modo de salvarse de esa misma nada, el modo de evadirse de todos los engaños de la facticidad del mundo en que habitamos, dirá posteriormente Heidegger. En la definición kierkegaardiana se hace presente, pues, de un modo claro e inescindible, la pregunta por la temporalidad. Asimismo, convendrá señalar, tal la lectura de Sartre por ejemplo, que la angustia puede darse tanto en referencia al porvenir cuanto al pasado. Esta lectura la hallaremos también en Fellini. Es conocida la idea de Fellini acerca de la interpenetración temporal, el pasado contiene al presente y al futuro; somos el niño que fuimos y, cuando éramos aquél, éramos ya el adulto que somos ahora y el anciano que podemos llegar a ser mañana.
A sus 33 años, edad cabalística si las hay, Fellini estrena su film I vitelloni. En él, como lo haría en tantos otros films, nos narra –de modo autobiográfico– la fugaz juventud de cinco amigos en un pequeño pueblo de provincia. Presentar una sinopsis como ésta en los albores de la década del cincuenta era referir a una película neorrealista. Pero no, hay algo nuevo en este joven director: es el surgimiento de ese “neorrealismo sin bicicletas” que pedía Cocteau; es el advenimiento de la imagen cristal de la que hablará Deleuze. No se trata de presentar trabajadores en busca desesperada de un empleo o ex trabajadores en busca de un lugar en una sociedad que intenta recuperarse de la devastación de la guerra. Muy por el contrario, se trata de meros ‘inútiles’, de vagabundos que van de un lado a otro en busca de sus equívocos destinos. De esta película señalemos sólo un momento: la secuencia en la fiesta del carnaval. Repasemos brevemente esa escena: la fiesta del carnaval ha terminado, ya es bien entrada la mañana, sólo tres personas se mueven con pasos tambaleantes por el amplio salón antes poblado de la más variopinta multitud. Una trompeta en desafinada sordina repite una y otra vez las mismas notas (lo cual torna la situación a un tiempo alucinada y exasperante), un magistral Alberto Sordi arrastra una enorme cabeza de fantoche. En un momento, se detiene y eleva su mirada hacia otra enorme cabeza (la cabeza de un payaso que pende en las alturas). La cámara de Fellini nos muestra la mirada de Alberto en el instante mismo en que se cruza con la inerte mirada de esa gigantesca cabeza de payaso. Es una mirada desesperada, una mirada que se siente sojuzgada por esa cara sonriente que, de pronto, se nos torna demencial. Es la angustia entendida como desesperación. Es la angustia ante el paso del tiempo y la urgencia de una decisión; de la decisión que mueve a la acción, de la acción que habrá de instaurar la interminable cadena de los actos. “Nos tenemos que casar”, le dirá una y otra vez a su amigo al encontrárselo en la calle en el cuadro siguiente. Podemos ver en esta primera aproximación de Fellini al problema de la existencia un enfoque más sartreano que kierkegaardiano. De hecho, en otra de las escenas de la película se presenta una situación similar a la que el propio Sartre ubica en su novela La náusea, cuando uno de los personajes lee su obra a un director de teatro y descubre que su interés no se sitúa en las cualidades estéticas de dicha obra, sino, muy por el contrario, en las de su autor.
Siete años después, Fellini concretaría una de sus obras maestras: La dolce vita. Marcello, un periodista, será el que encarne en esta ocasión al caballero de la fe. Envuelto en una vida de placeres sensuales: viajes, cócteles y todo aquello que nos sugiere la palabra glamour. Marcello se encuentra, sin embargo, vacío. Su imagen es más la de quien padece, que la de aquel que goza. Varias historias se entrelazan en esta película: los diferentes y sinuosos caminos que puede ofrecer una profesión como el periodismo a la infidelidad; el inexorable y total enamoramiento de una voluptuosa actriz sueca, la problemática y televisada aparición de una virgen, el ritual de la bohemia de una aristocracia decadente y hasta el múltiple filicidio y posterior suicidio de un intelectual exquisito... El sempiterno sueño latino del dolce far niente y las simas de un aburrimiento que anonada se entreruzan una y otra vez a lo largo de las tres horas del film.
No ha de extrañar que Fellini eligiera la figura de un periodista (a fortiori un escritor frustrado) como símbolo del hastío, pero también de la banalidad. Es la encarnación misma del ‘se’ heidegeriano, del hablar de los demás que nos define. Al igual que en sus últimos films (cfr. Ginger e Fred, 1986 y La voce della luna, 1990) la televisión aparecerá como el paradigma de la degradación y la más rústica estupidez. Hay, ciertamente, un afán de saber; pero se trata de una búsqueda que no alcanza a llegar a la médula, que no roza siquiera los prolegómenos de la existencia. Es el estadio estético sobre el cual Fellini volvería una y otra vez (cfr. il Casanova di Federico Fellini, 1976 y Fellini - Satyricon, 1969 por citar sólo los más característicos). No obstante, entre tanta trivialidad, se deja ver la presencia de otra cosa. Tomemos algunos ejemplos: la escena que transcurre en la fontana di Trevi. Mastroianni y Ekberg y el silencio repentino: he aquí la aparición de un sonsigno que refuerza la imagen, que la torna ‘legible’; del rumor constante y pesado del correr del agua, se pasa bruscamente a un silencio absoluto que nos dice que hay algo de epifanía en esa sobreabundancia de belleza (la belleza de la fuente, la belleza de ambos, la belleza del silencio). Una segunda secuencia que quisiera recordar, es la que se sitúa en el interior de la iglesia, en la que Steiner, amigo de Marcello, interpreta a Bach en el órgano, al tiempo que señala: “...ya no estamos habituados a estos sonidos” son los sonidos de lo sacro, los sonidos que intentan conjurar la inevocable y distante presencia de Dios.
Podemos conjeturar que Kierkegaard hubiera estado de acuerdo en la manifestación de la religiosidad que presenta Fellini. O, a la inversa, que Fellini hubiera esbozado una sonrisa cómplice al leer las primeras páginas de Temor y temblor, tal el sentido de la ironía, que ciertamente compartieron ambos. Tomemos por caso la escena que abre la película: vemos a Jesús sobrevolando Roma con un gesto de generosa beatitud, sus brazos extendidos en una actitud que recuerda la paternal figura de Juan Perón frente a la plaza de Mayo. Pero sucede que Cristo es llevado por un helicóptero, del que pende mediante visibles arneses. Fellini desguaza el milagro. Más adelante, nos muestra, en la escena de los nenes que dicen ver la virgen, la dolorosa farsa de una actitud beata y resultadista, que espera una respuesta concreta a sus reclamos, que reclama dolorosamente esa respuesta (y que, por eso mismo, se condena a no obtenerla). Ya no un credo ut intelligam, la fe interpela –televisión mediante– la urgente y necesaria asistencia de Dios. No es gratuito que la película se cierre con esta misma incomunicación entre lo celeste y lo terrestre. Revisemos la última escena: entre las marismas de una playa desolada encuentran la enorme y yacente figura de un pez (una suerte de raya gigantesca) que es arrastrada por unos pescadores. Es difícil resistir la tentación de ver en esta imagen una alusión al mitológico Leviatán (aquella bestia marina que Dios le enviara a Job por toda respuesta a sus inquisiciones); más aún si se tienen en cuenta las palabras que le dirige Marcello: “...insiste en mirarnos”. Dicho esto ve a una niña, a la que había confundido anteriormente con un ángel, que lo llama desde lejos. Puede verla, pero no escucharla (al igual que no podía entenderse desde el helicóptero con las chicas que le hablaban desde una terraza al inicio del film). Siente su solicitud, pero no puede comunicarse con ella. Así, finalmente, lo veremos partir con ese séquito de almas perdidas en la delectatio terrestris de la que hablaban los pelagianos; al tiempo mismo que nosotros, los espectadores, seremos interpelados por la seráfica mirada de la niña que en este mismo instante se vuelve hacia la cámara, hacia nuestra mirada... Se entiende que esta haya sido la película más resistida por el público. Al igual que lo hiciera el Dante, Fellini nos sitúa en el peor de los infiernos: el que se padece sin conciencia, el que se sufre a diario confundiéndolo con un paraíso...
Son estas imágenes-cristal, precisamente, las que consideramos como exacta postulación (o, mejor aún, patentización) de la angustia. Dado que, a decir de Deleuze, es el tipo de imagen que se constituye por la operación más fundamental del tiempo: su desdoblamiento, su brotar. La imagen-cristal es, de este modo, aquella capaz de ‘mostrar’ el tiempo, de enfrentarnos con su discurrir. Y es que en el planteo kiekegaardiano de la angustia el tiempo es una cuestión capital, puesto que no se concibe la realidad de la posibilidad de la elección, si no media el tiempo. Toda elección, toda decisión, consta de libertad tanto como de tiempo, se efectúa en el tiempo. Lo angustiante es el discurrir (la duración, dirá Bergson) del tiempo que pasa mientras intentamos decidirnos. Las diferentes alternativas son siempre las que presentan los distintos modos de existencia de quien elige, ya que no de los diferentes términos a elegir. Lo que se elige no es el camino, podríamos decir, sino el andar (justamente: ‘el andar que hace camino’, como decía el poeta). Podría postularse que Fellini tiene una visión acaso menos atormentada que la de Kierkegaard, pero no estoy tan seguro. Un verso de Borges dictamina: “La firme trama es de incesante hierro,/ pero en algún recodo de tu encierro / puede haber un descuido, una hendidura,/ el camino es fatal como la flecha / pero en las grietas está Dios, que acecha.” Kierkegaard y Fellini llegaron a intuir esta misma verdad y ambos vivieron abrumados por eso, buscaron, cada uno a su modo, esa hendidura.
Llegamos por último al año 1963 en el cual, tras una profunda crisis de inspiración, Fellini presenta su filme 8 ½. Convendrá recordar el porqué de su título. Federico había estrenado hasta ese año siete películas y había contribuido con un episodio en el filme conjunto Bocaccio 70; motivo por el cual decide nombrar a esta película señalando sencillamente el lugar que viene a ocupar en su producción total: el otto e mezzo. Ensayemos, pues, una sinopsis sobre esta película en ciernes, sobre este work in progress. Guido Anselmi (el infaltable Marcello Mastroianni) encarna en esta ocasión a un director de cine atormentado por la inminencia del estreno –del demorado aunque inexorable estreno– de un film que no sólo no sabe cómo terminar, sino que no logra siquiera poder comenzar. Así, veremos desfilar una larga serie de figuras arquetípicas: aparecerá el intelectual (una suerte de representación del espíritu crítico); las actrices con su inquietante belleza (de la que resultará imposible evadirse); la tiránica figura del productor; los guionistas, toda suerte de técnicos y hasta un ilusionista. No en vano la película terminará emulando una pista de circo, sobre la cual habrán de girar todos ellos formando una ronda.
Tomemos de esta película algunas escenas. En principio, las dos apariciones de Claudia Cardinale. En los albores mismos del filme, aparece en un cándido aspecto virginal, en la figura de una agüista (la encargada de brindar agua termal a los enfermos). “Niña y mujer, joven y antigua, bellísima y radiante...”, como la definirá el propio director más adelante. Es la encarnación de la salvación para el atormentado Guido, pero, por desgracia, es también para él una simple figura espectral. Nuevamente, se trata de un opsigno (Fellini los utilizará en este film para situar estados oníricos o bien para destacar determinados recuerdos). En esta misma secuencia, hará su aparición Daumier, el escritor, con su primer y lapidario juicio sobre la película de marras: “...no tiene siquiera el mérito de ser una película de vanguardia, pero tiene todas sus deficiencias.” La segunda aparición de Claudia es también sumamente significativa. Ambos van en un auto buscando la fuente en la cual habrá de aparecérsele, ya en la ficción, recreando el citado episodio. El diálogo es insoslayable: “¿Serías capaz de dejarlo todo y empezar la vida de cero? Elegír una cosa, sólo una y serle totalmente fiel, hacerla la razón de tu vida. Una cosa que contenga todo, que se convierta en todo porque tu fidelidad la hace infinita, ¿Podrías?” le pregunta Guido a Claudia y cuando ésta le responde con la misma pregunta, Guido contestará: “No, este tipo no podría” diciéndole, acto seguido, que el personaje habrá de rechazar a esta mujer (a esta mujer que es su salvación, que lo es todo para él) porque “ya no cree”, a lo que Claudia replica que es porque “no sabe amar.” Lo interesante de este diálogo es, precisamente, esta relación que se establece entre fe y amor: la fe se determina por el amor y todo amor, finalmente, se reduce a una cuestión de fe. No es casual, según veo, que Fellini utilice aquí la palabra ‘fe’; para Kierkegaard la fe tiene sentido en sí misma y es capaz de operar esa transmutación de la que habla Fellini: tornar infinito lo finito. Casualmente, lo que buscaba Kierkegaard.
Recordemos ahora una última escena. Daumier le dedica a Guido, una vez que éste ha decidido que “la película no se hará” una suerte de invectiva que tiene como finalidad demostrarle que, en el momento en que se encuentran, “...destruir es mejor que crear.” Así, le dirá: “Estamos ahogados por palabras, imágenes, sonidos que no tienen razón de ser, vienen del vacío y van al vacío. A cualquier artista que se precie sólo habría que pedirle este acto de lealtad: aprender a estar en silencio. Si no podemos tenerlo todo, la nada es la verdadera perfección.” Kierkegaard habría suscrito, gustoso, estas palabras. ¡De cuántas maneras no ha intentado el danés, a lo largo de su obra, proponer una adoración silente y recogida en sí misma! ¿En cuáles de sus escritos no se puede encontrar esta misma idea de una pedagogía en la fe por la vía de la desesperación? No, desde luego, en su Tratado de la angustia. Reforzando esta lectura se halla el soliloquio en el que se enfrasca Guido Anselmi tras oir las palabras de Daumier: “¿qué es esta felicidad súbita que me hace temblar dándome fuerza y vida?” se preguntará. “Todo me parece bueno, todo tiene sentido, todo es verdad. Me gustaría poder explicarlo, pero no sé cómo. Ahora todo es confuso, pero esta confusión soy yo. Como soy, no como querría ser. Y ya no tengo miedo... Decir la verdad, lo que no sé, sólo así me siento vivo... acéptame como soy, si me quieres.” Es el humilde pedido con el cual se cierra el filme.
Ensayemos, para terminar, una suerte de definición de esa palabra indefinible que hemos evocado tantas veces ya: el curioso adjetivo ‘fellinesco’. Su complejidad radica, creo, en el carácter oximorónico del mismo. Sucede que decir ‘fellinesco’ es decir onírico, pero también lúcido (como son de lúcidos algunos sueños); es decir caótico, pero también simétrico (como pueden ser simétricos los laberintos); es decir bizarro, pero también cotidiano (como hay cotidianidad en lo extraño); es decir humorístico, pero también dramático (como hay dramatismo en ciertas situaciones jocosas y viceversa); decir ‘fellinesco’ es, por último, decir paradojal, pero también racional (toda paradoja, finalmente, es tal para la razón que la concibe y logra postularla). Si la angustia es el vértigo de la libertad, el cine de Fellini nos sitúa ante el vértigo de la angustia, puesto que nos muestra esa angustia a 24 cuadros por segundo.