SARA VASSALLO: "Kierkegaard entre el amor humano y el amor eterno"
(Colegio Internacional de Filosofía de París)

Estoy lejos de pretender reducir el peso del pensamiento de Kierkegaard en la obra de Lacan a menciones puntuales. Propongo sin embargo que existen tres lugares eminentes de su inscripción en la producción de Lacan. El primero se sitúa en la función de la angustia como “única aprehensión de lo real” en el seminario de 1962-1963, inspirada en la Introducción del Concepto de la Angustia de Kierkegaard de 1844 ; el segundo, en la evocación del texto de Kierkegaard sobre La repetición en Les quatre concepts fundamentaux de la psychanlyse1, después de haber comentado el sueño relatado por Freud (“Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”). El tercero emerge de un modo efímero pero decisivo en el Libro 22 del Seminario (Les non dupes errent)2, a propósito de los Discursos edificantes publicados por entonces en Aubier en el contexto de la elaboración ternaria del nudo borromeo.
No es exagerado decir que Kierkegaard expone en esos discursos, en términos religiosos, una verdadera teoría de la relación de objeto. El tema no es nuevo, más bien habría que decir que viene elaborándose desde hace tres años en los textos pseudónimos, o sea, desde La Repetición, prolongándose en Temor y Temblor y en In Vino Veritas. En una disgresión pasajera de Temor y Temblor (y en uno de esos relumbres autobiográficos que emergen súbitamente en medio de desarrollos altamente especulativos), Kierkegaard se pregunta en efecto: “¿Cómo amar prescindiendo del objeto?” 3, desemboca en una reflexión sobre la imposibilidad de sostener por la “reminiscencia” el objeto de su enamoramiento tanto como de sostenerlo a través de los intentos reiterados por renovar el goce en encuentros repetidos con el mismo objeto (el personaje de Don Juan será muchas veces el paradigma invertido de esta búsqueda fracasada). Recordemos en efecto que el joven melancólico, que había renunciado a volver a ver a su amada (transformando el primer encuentro en el último) afirmaba que quien no experimenta desde los primeros momentos del amor, que éste está ya perdido, “nunca ha conocido el sentimiento erótico”4. Constantius, por su lado, que se lanza deliberadamente, como un frío experimentador, a reiterar diversos placeres durante una estadía en Berlín, vuelve decepcionado diciendo que “lo único que se repitió fue la repetición”. El canto que entona a la muerte a la vuelta de su viaje nos dice en un estilo poético la conclusión teórica de Kierkegaard, a saber: lo que se repite no es el objeto concreto del deseo sino algo que éste oculta y que se manifiesta en la vuelta vacía (lo único que se repitió fue la repetición) de una especie de ley destructora de la subsistencia del objeto. Ley que sugiere la presencia de una muerte simbólica que nos amenaza y que se manifiesta, fatalmente, en eso que se llama el paso del tiempo. El mismo interrogante circula de un modo oculto en La Repetición, donde una doble enunciación, sostenida por el joven melancólico por un lado y por Constantino Constantius por otro lado
Las últimas páginas de La Repetición se adentran con una sutileza singular en lo complejo del proceso, que está lejos de constituir un problema puramente teórico (ya que Kierkegaard no hace sino relatar su propia experiencia). La primera vez que el joven recibe la noticia de que su amada se ha vuelto a casar (episodio que reproduce el matrimonio de Regina Olsen con Schlegel), “cuando lo leí en el diario, escribe, éste se me cayó de las manos. Soy de nuevo yo mismo. Poseo la repetición. Entiendo todo. El mundo me parece más bello que nunca”. ¿Cómo entenderlo? ¿Experimentó un sentimiento de alivio al ver realizado algo que lo exime de encarar un compromiso que nunca deseó? ¿A qué viene su aparente alegría? “Soy de nuevo yo mismo, agrega, ese mismo que nadie se hubiera dignado recoger en un camino campestre. Lo poseo de nuevo. La discordia en mi ser ha cesado, reúno los pedazos dispersos” Todo hace pensar que hubo que provocar primero la pérdida y luego aceptarla cuando ésta se vuelve real, para que en este doble acaecer se produzca la conversión interna que parece regir la alegría de Kierkegaard en este pasaje : “¿No es eso una repetición? ¿No he recibido todo doblemente? ¿no me he recuperado a mí mismo de tal modo que pueda experimentar su sentido doblemente? ¿y qué es una repetición de bienes terrestres, indiferentes al espíritu, si se la compara con semejante repetición (....) lo único que Job no recibió doblemente fueron sus hijos (.....) solo la repetición espiritual es posible”5
Estos pasajes anuncian una nota ulterior del Concepto de la Angustia en que Kierkegaard resignifica retrospectivamente lo expuesto en La Repetición: “Por eso Constantino Contantius dice varias veces que la repetición es una categoría religiosa”6. En realidad no encontramos esa formulación en La Repetición. Es probable que Kierkegaard haya encontrado la forma de levantar la ambiguedad del final del relato de 1843, marcado por el doble impasse de la repetición, tanto el que recurría a la reminiscencia como el que se escudaba en el cálculo de Constantius llevándolo a la amarga constatación de que la “vida, como el dinero, no nos es devuelta”. La repetición religiosa recuperaría en un instante contingente e imprevisible, el goce del objeto y el objeto mismo, el cual nos será devuelto con creces (como en el caso de Job). Es obvio que resuena en esta “solución” la fórmula evangélica “Si quieres ganar tu vida, la perderás pero si la pierdes y me sigues, la ganarás en el cielo”. Más allá del interés improbable que le merezca a Kierkegaard una recompensa eterna, es evidente sin embargo que sus textos indagan en términos especulativos (y no solo religiosos) en el sentido que puede encerrar el “con creces”. No niego la dificultad que presenta el texto de Kierkegaard en la medida en que un mismo problema es tratado a menudo desde ópticas heterogéneas (autobiográficas, poéticas, filosóficas, religiosas)7. Sin embargo, en la misma nota mencionada, plantea el asunto en términos filosóficos . “La repetición es el interés de la metafísica y es ese interés el que la hace fracasar”8. Notemos que el término interés es utilizado aquí en un sentido similar al otorgado en otros contextos (sobre todo en la Posdata a las Migajas Filosóficas) al término real o individuo real. “Como dice Kant de la estética, escribe en la dicha nota, la metafísica es desinteresada, en cuanto aparece el interés, la metafísica se aparta. Por eso subrayamos más arriba el término interés. En la realidad, todo el interés del individuo estalla y hace fracasar la metafísica. Si no se plantea la repetición, se transforma la ética en un poder inapelable (.....)” (Ibid).· Es decir, el individuo real, capturado en el enigma de la repetición que lo separa del objeto, deja de pertenecer al dominio de la ética (donde la ley paraliza el deseo) y de la metafísica, que ignora el obstáculo que plantea la repetición al pensamiento.
Las tres fases (estética, ética y religiosa) vienen a suplir en este sentido la solución abstracta de la metafísica. Por eso, decíamos que la solución religiosa no aparece en Kierkegaard sin antes examinar los problemas no resueltos por la especulación filosófica. Desde el punto de vista estético, alimentado por la imaginación y la melancolía, se cree que se podrá conservar el objeto complaciéndose en su pérdida. Desde el punto de vista ético, que Kierkegaard encarna con particular saña irónica en la monogamia matrimonial, se trata de aceptar modestamente la repetición como una ley de la vida cotidiana, lo cual significa ignorar el abismo estructural que revelaba pese a todo la experiencia del melancólico, para el cual el encuentro con el objeto iba acompañado por el sentimiento de una pérdida que rebasaba al objeto mismo. Sólo el registro religioso toma a cargo ese abismo (como en el “abrir y cerrar de ojos” de la resurrección paulina, evocado a menudo en los sermones). Sólo en él se entrevé una solución a la medida del callejón sin salida que representa la inadecuación radical del objeto encontrado en la realidad con el objeto del deseo, que enmascara una nada originaria. Solo la devolución “con creces” del objeto puede responder, en un instante de “gracia” divina, imprevisible e incalculable, a lo perdido desde siempre en el objeto. Es probable que los pasajes del Diario de Kierkegaard en que nos habla de una “alegría indescriptible” que lo invade sin razón alguna (a las 10 H 30 de la mañana de un día de 1838), o el “amén” de otro pasaje de diez años después (“No pude ser otro que el que soy, no tuve otro padre que el que tuve, amé y fui desgraciado y eso me convirtió en autor (.....) fui desgraciado pero fui feliz (....) lo único que deseo es decir amén”, sean expresiones de la irrupción repentina de un goce donde el objeto perdido ya ha dejado de ser el objeto que era para resurgir en un nuevo registro. Lo cual significa sin lugar a dudas que ha perdido su carácter sexuado. Veremos más adelante que el “amor al prójimo” en el cristianismo es afirmado explícitamente por Kierkegaard como el borramiento de la diferencia sexual.
La nota mentada más arriba no deja de esclarecer en qué puede consistir esa transformación del objeto. Kierkegaard designa en efecto con el término latino discrimen rerum el desvío que diferencia el ideal ético del goce milagrosamente devuelto en que exclamamos: “¡Todo es nuevo!”. El libro de Constantino Constantius, escribe Kierkegaard, “es el primero en haber captado con energía lo que separa al pagano del cristiano mostrando la punta invisible de ese discrimen rerum en que los conocimientos se chocan unos con otros y lo nuevo hace su aparición”. Está claro: el discrimen rerum que separa el pagano del cristiano marca una diferencia sustancial en el estatuto del objeto, sexuado para el primero y asexuado para el segundo. Este discrimen, que se afirma y se acepta como un dato del discurso religioso, conlleva sin embargo una rigurosa justificación teórica en un plano que no es sexual. El discrimen se deduce de un conjunto de argumentos de estricto corte filosófico que pasando por las paradojas de Zenón y terminando en la temporalidad hegeliana, desecha la “continuidad con el pasado”. Por otro lado, el texto La Repetición teoriza que lo que se repite en la repetición no es el objeto empírico sino una ley mortífera imposible de representarse (de hecho, es sólo aquí donde Kierkegaard converge con Lacan quien, como se sabe, no otorga ningún lugar en Los cuatro conceptos ....., a la solución religiosa). Pero también es evidente, para un psicoanalista, que la irrupción de “lo nuevo” no puede sino situarse en el registro que Lacan llama lo Real en tanto lo Real es irrepresentable en el plano imaginario y constituye asimismo un límite en lo simbólico. Lo religioso de la solución de Kierkegaard, mirado desde este punto de vista, tiene visos lacanianos. En su lenguaje, Kierkegaard lo dice así : “Hay dos opciones, o toda la vida se interrumpe ante la exigencia ética o bien se obtienen por fin las condiciones para satisfacerla y en este caso toda la vida vuelve a empezar, no en una continuidad inmanente con el pasado (subrayado por mí) lo cual sería una contradicción, sino por una trascendencia que ahonda todavía más entre la repetición y la primera experiencia un abismo tal que sería cosa de nada compararlo con el que separa la fauna marina con la tierra y el cielo (....)” (Ibid).
“Un abismo” separa, pues, lo recordado anterior y el presente. El lector familiarizado con Kierkegaard reconoce ese abismo en muchos otros niveles de su reflexión. Según los contextos, no siempre lleva el mismo nombre. A veces lo llama “intervalo” y otras “salto”. Para definir la existencia como lo que es imposible de ser absorbido por el pensamiento “inmanente” (el pensamiento dialéctico de Hegel), o sea, como un real, Kierkegaard dice en la Posdata a las Migajas filosóficas, que la existencia es un “intervalo entre el ser y el pensamiento”. En El concepto de la angustia, para mostrar que el pecado original es un concepto imposible de ser captado por el pensamiento, dice, siguiendo la tradición de san Agustín, que el “pecado entra en el mundo por el pecado”, o sea, que ninguna causa le puede ser atribuible salvo el pecado mismo (o la voluntad de pecado). O sea, el pecado entra en el mundo por un “salto”, al que ubica en un lugar teórico irreductible a la determinación causal (en el mismo sentido, las disquisiciones de In Vino Veritas muestran que es imposible remontarse a una causa identificable del enamoramiento que justifique que uno se enamore de una persona y no de otra). El salto vuelve en Temor y Temblor para marcar el paso de la fase ética a la fase religiosa. Cuando su padre se le aparece a Isaac bajo una faz irreconocible, se produce una especie de interrupción de la comprensión de la Ley (en el episodio de la orden de Dios dada a Abraham de matar a su hijo, Kierkegaard lee su propio descubrimiento, hecho en la confusión y la angustia, del “pecado” sexual del padre). Kierkegaard lo formula diciendo que la “Ley se vuelve tentación”. El hecho incomprensible de que la Ley edicta el Bien tanto como su reverso, el Mal, exige el recurso a Dios. Sólo en ese momento de angustia aparece la relación con Dios, es decir, cuando el sujeto se enfrenta con un agujero incomprensible en la Ley. “Allí se produce el salto”, escribe Kierkegaard, “la comprensión directa es imposible”.
 
Hemos rozado hasta ahora los dos primeros lugares de inscripción de Kierkegaard en los seminarios de Lacan. Pese a lo rápido del recorrido, se puede ver que tanto el tema de la angustia (que pone en cuestión un objeto Bien, por así decir, inscripto ontológicamente en la Ley) como la problematización del estatuto del objeto amoroso en La Repetición y en In Vino Veritas interrogan el estatuto del objeto. Se trata por cierto de dos niveles objetales diferentes. En los textos citados, el objeto es el del deseo. Un desarrollo más pormenorizado debería poner de relieve que el cuestionamiento del objeto se hace también al nivel del conocimiento, siendo Kierkegaard uno de los que con más fuerza han “desconstruido” la relación entre sujeto y objeto consagrada por la metafísica (tanto en su versión escolástica de la adaequatio rei intellectu como en las versiones empiristas (Hume o Locke, por ejemplo) o incluso en el idealismo. Observemos solamente que al final del capítulo III de Las Migajas Filosóficas (“La paradoja absoluta”), Kierkegaard hace converger, sabiéndolo o no, la paradoja del objeto amoroso (cuyo encuentro solo es posible, como vimos, en lo Real de la repetición religiosa), con la paradoja de un “límite” en el pensamiento inmanente: “La pasión paradójica de la inteligencia se detiene frente a algo Desconocido que existe, por cierto, pero que permanece desconocido [.....] Alegar que es desconocido porque somos incapaces de conocerlo [....] no satisface la pasión, aunque ésta tenga razón en ver su límite en lo Desconocido. Un límite es para ella su tortura y su aguijón [....] pero ¿qué es ese Desconocido? [....] Es una diferencia absoluta, lo absolutamente diferente, lo que no posee ningún signo distintivo [....] la diferencia absoluta no puede ser pensada por la inteligencia [....] cuando la inteligencia cree captarla ya la hizo igual a aquello de lo cual difiere”.9 El pensamiento inmanente, pues, que piensa las diferencias y las contradicciones, se detiene ante un Otro respecto de lo diferente (que en el sermón Sobre una tumba, de 1847, Kierkegaard identificará con la muerte). Diferencia absoluta que se da en una diáspora (otra metáfora que podemos agregar a las de “salto, “intervalo” o “abismo”)10. No nos detendrernos por razones de espacio en el concepto de diferencia absoluta, inspirado en Hegel y empleado en contra de éste 10 ni en su incidencia posible en la idea lacaniana del factor “letal” del significante en la constitución del sujeto11.
Retengamos solamente que un mismo tipo de obstáculo es postulado al nivel del objeto en el amor y en el conocimiento. Este vínculo entre ambos niveles pone a Kierkegaard en un lugar singular en la filosofía: “La paradoja también desea la pérdida de la inteligencia y es así como terminan por entenderse; pero su mutua comprensión existe solo en el instante de la pasión. Veamos lo que ocurre en el amor, aunque ilustre la situación de un modo imperfecto. El egoísmo está en el origen del sentimiento por los otros pero cuando culmina su pasión paradójica, desea precisamente su propia pérdida. Eso es también lo que quiere el amor (...)”12.
 
Se hace ahora posible abordar el tema anunciado al principio, o sea, la estructura ternaria del amor. Si ocurre con el objeto de la pasión amorosa lo mismo que con el conocimiento de las diferencias, es porque un elemento se interpone para que el acceso al objeto no sea “directo”. Los conceptos de salto, intervalo, diáspora, incluso diferencia absoluta, configuran en Kierkegaard un sistema de pensamiento que invalida la relación directa sujeto/objeto. En lenguaje lacaniano, diremos que Kierkegaard distingue el otro del Otro. ¿Es posible amar, se pregunta, con prescidencia del objeto? La sola formulación de la pregunta nos avisa que hay un engaño en el amor narcisista, es decir, creemos amar al otro pero, como dice en las Migajas, amamos en realidad nuestro egoísmo. Ese es el límite del amor. “Es cierto que [el egoísmo] naufraga en el amor, agrega, pero sin anihilarse en él, está solo en situación de prisionero, pero su resurrección es posible y entonces vendrán los desgarramientos del amor·” 13. La cuestión había sido planteada también por Freud : ¿porqué, si tendemos al egoísmo, necesitamos salir al encuentro de un objeto exterior? No es tampoco un azar que el breve comentario de Lacan sobre La Repetición en el seminario XI se refiera a los espejismos del amor que envuelven la vuelta mortífera y vacía de la repetición: “¿Quién empezó primero? (....) ¿Quién, con el otro, creó la demanda más falsa, la de la satisfacción narcisista, ya sea la del ideal del yo o del yo que se toma por ideal?”14.

       ¿Es entonces la paradoja del narcisismo la que exige la solución “religiosa”? La cuestión se dirime en los sermones de 1846 y 1847. Aquí también Kierkegaard navega entre un análisis psicológico del vínculo amoroso y un comentario del tema cristiano del “amor al prójimo”. No hay duda de que a través de la temática sigue reflexionando sobre su ruptura con Regina Olsen. “Hay tres términos en el amor, dice, el amado, el amante y el Amor. Se habla de ruptura porque se cree que el amor liga a dos personas .[.....] pero los interesados son tres. Es imposible que uno de los amantes pueda romper el vínculo. El tercero, ya lo dije, es el amor [....] el amor persiste ”

Examinemos el funcionamiento de esa renuncia. Kierkegaard califica de “eterno” al tercer término que hace de vínculo entre los amantes: “Si el amor fuera pura y simplemente un vínculo entre dos seres, el uno estaría siempre a la merced del otro [...] pero el que persiste en el amor permanece en un vínculo con lo eterno [...] Por lo eterno, cada amante, aún separado del otro, mantiene un vínculo con el amor [subrayado en el original]”19. En In Vino Veritas, usará la palabra “eterno” irónicamente poniéndolo en boca del joven inexperimentado, que pretende, dice, aún cuando no ha conocido el amor, “librar un cheque a la orden de lo eterno” (de lo cual se burla Johannes el Seductor al replicar que con ese cheque el joven está dismulando un “déficit”). El término eterno y eternidad parecen ser utilizados por Kierkegaard para referirse a lo que queda afuera del registro objetal o a la dependencia del objeto. Los términos emergen en el texto cuando se apela a la necesidad de renunciar al objeto para conservarlo en otro registro. Si Kierkegaard responde a la pregunta planteada en Temor y Temblor: ¿Cómo amar privándose del objeto?; pasa ahora a esta otra: ¿Cómo conservar el amor habiéndolo perdido, o sea, en el registro de lo “eterno”?
Es aquí donde implementa la diferenciación entre amor pagano/amor cristiano. En el paganismo, la pasión amorosa cantada por el poeta está dictada por la predilección por un ser singular. “Se define por su objeto, y lo mismo ocurre con la amistad. Solo el amor al prójimo se define por el amor [....], en el amor cristiano, nada especifica al objeto [....] Dios es el intermediario” 20. Lo eterno remplaza aquí, pues, como calificativo de Dios, al objeto pagano de la “predilección”. Más aún, lo eterno es el Amor mismo como tercer término :“Para que ningún cambio te arrebate al prójimo (separación, muerte, mala suerte) [es preciso que] no sea él [el prójimo] el que determina tu apego a él sino que el Amor debe ser el que te una a él”. Al escribir amor a veces entre comillas y otras veces con mayúsculas, Kierkegaard separa, pues, la persona amada y el Amor. El Tercero implica, por consiguiente, la distinción entre el otro y el Otro. De ahí la conclusión tajante en lo que hace al paganismo, donde el amor se limita para Kierkegaard a una relación dual amante/amado; o sea, al Dos. En este tramo de su razonamiento, Kierkegaard reproduce en realidad, en lenguaje paulino, la argumentación hegeliana del pasaje del judaísmo al cristianismo como interiorización del Otro terrorífico, de donde resulta un desdoblamiento interno del Otro. El Tres que resulta de la interiorización hegeliana no es ajeno, en efecto, a la estructura triádica que Kierkegaard descifra en las epístolas de san Pablo, estructura que alimentó probablemente la dialéctica de Hegel. En el amor cristiano, pues, concluye Kierkegaard, “toda relación en que uno ama comporta tres términos, el amante, el amado y el amor. El amor es Dios”. Lo propio del amor cristiano es contar con tres términos.
La consecuencia del amor al prójimo para el narcisismo consiste en suprimir todo elemento de identificación con un rasgo peculiar del otro (que es la fuente del deseo en el paganismo de la “predilección”). En el amor al prójimo, no hay predilección por un objeto. Es ése el sentido de la frase “El prójimo es tu igual” 21¿Renunciar a toda diferencia en el otro equivaldría entonces a ocupar ese lugar de la “diferencia absoluta” que Kierkegaard encuentra al final de las Migajas como el límite de lo Desconocido, allí donde se detienen las diferencias? El mismo sermón mencionado converge aquí con absoluta coherencia con lo dicho en el capítulo sobre la “paradoja absoluta”: “La muerte aniquila todas las diferencias mientras que la predilección se apega siempre a una de ellas. Sin embargo, el camino que lleva a la vida y a la eternidad pasa por la muerte y por eso sólo el amor al prójimo lleva a la vida” 22. Agreguemos: a la vida eterna, que equivale aquí a la muerte del deseo. El sermón de 1847 que pone en escena a la muchacha que espera lo dice claramente : “El hecho de que el amante que posea ese amor envejezca con los años [....] no prueba nada. Sin amor, no deja de ser eternamente joven; no tiene nada que ver con el amor natural [....] cuando muere [el amante] ha alcanzado su fin; y es entonces cuando se revela que su espera no fue vana” 23.
¿En virtud de qué extraña transformación la muerte del deseo es el camino que lleva a la vida y a la eternidad, siendo la muerte del deseo el efecto de renunciar a toda identificación con el rasgo diferencial del otro? ¿En qué condiciones el Dos es suplido por el Tres, o sea, el Otro intermediario? La condición no es otra que la mortificación y la privación de la satisfacción. La dialéctica en cuestión no es una novedad, se dirá, se trata de “perder la vida” y sus placeres en vistas a obtener que nos sea devuelta “con creces”. Pero Kierkegaard insiste, siguiendo esta lógica, en que la renuncia al objeto “no es la privación de un bien” sino un “redoblamiento” de vida que conlleva un goce particular. No tendría ningún mérito, dice, quien no remplazara el goce pagano del Dos por otro que no le fuera superior en intensidad. Y en cuanto a la naturaleza de lo que se obtiene “con creces”, “no es propiamente una cosa, dice, sino el modo en que se lo obtiene [....] eso que no puede obtenerse más que de un solo modo, o sea, en la pasión infinita, es lo eterno”.
Tratemos de articular esta lógica de Kierkegaard con lo que Lacan intenta delinear con la estructura triádica del nudo borromeo. Kierkegaard nos dice que para obtener lo eterno es preciso salir del registro del objeto (así como para “repetir” religiosamente era preciso aceptar un discrimen entre el objeto del enamoramiento y el que resuscita en lo Real de la repetición). Teóricamente, en el límite entre el vacío de todo objeto (y de todo rasgo diferencial) y el objeto que lo rellena, Kierkegaard ha nombrado la “diferencia absoluta”, que no es solo una noción teórica sino una experiencia. En ella parece esbozarse la solución en virtud de la cual el yo narcisista debe encontrarse, por intermedio de la privación del objeto, con su yo “eterno”. Ese yo “eterno” no es en este caso, como vimos, sino el yo despojado de todos los oropeles narcisistas; el yo muerto a las “diferencias” del mundo. Un yo reducido a un objeto a en estado puro y por consiguiente “a-sexuado”24.
Es tentador, por lo tanto, traducir el término eterno como “no objetal” (que es en el fondo no solo el terreno en que Lacan descubre la “letra” sino además el deseo místico). Lo cual nos lleva a afirmar un doble nivel en las disquisiciones de Kierkegaard sobre el amor al prójimo. Uno es religioso (construido sobre la privación de los placeres) y el otro se construye, estructuralmente hablando, sobre la evicción del objeto y los impasses del narcisismo. Es obvio que esa evicción es sufrida por Kierkegaard al nivel del síntoma pero al mismo tiempo Kierkegaard la escribe, a caballo entre la melancolía y un discurso religioso. La distinción machacada entre amor pagano y cristiano, entre amor dual y triádico, entre amor humano y eterno, nos pone en la pista de una construcción de orden estructural.
Lacan no pudo no tener en cuenta estos pasajes cuando declara : “Si dije que la religión es de lo más verdadero que se haya inventado [....] que amarás a tu prójimo como a tí mismo, ¿eso quiere decir que seremos tres, sí o no? 25. Una cosa es amar al prójimo por su rasgo diferencial, otra es amarlo en el Otro y por el Otro. El Otro que en el discurso cristiano ordena “renunciar al mundo” desempeña a la vez una función estructural de Tercero intermediario. Laicizada para uso psicoanalítico, esa función da por resultado lo siguiente: “El amor, a propósito del cual algunos pensaron que habíamos procedido a su degradación, solo puede plantearse en ese más allá en que, primero, renuncia a su objeto [....] Todo abrigo donde pueda instituirse una relación vivible, templada, de un sexo con otro, necesita la intervención (y es ésta la enseñanza del psicoanálisis) de la metáfora paterna” (Los cuatro conceptos).
Lo que el cristianismo formula a través de una ética de la renuncia a la que poco importa en este caso calificar de masoquista es, a no dudarlo, inseparable de una estructura: “El dos por excelencia es el amor por su propia imagen [....] se imagina en general que el amor es dos, por la experiencia imaginaria [....] el nudo borromeo nos introduce a considerar que lo Imaginario no es de lo más recomendado para encontrar las reglas de juego del amor”26. El apoyo de Lacan en Kierkegaard es claro: “Lean eso, no hay lógica más implacable, nunca se articuló nada mejor sobre el amor, el amor divino, por supuesto” 27. Hasta el título del seminario (Los no incautos se engañan) parece calcado de los primeros párrafos del sermón que inaugura la serie de 1846: “Nada es tan terrible como perder el amor engañándose a sí mismo, escribe Kierkegaard, es una pérdida eterna que nada podrá compensar, ni en el tiempo ni en la eternidad [...] Nunca la vida se vuelve tan grave ni terrible cuando permite al presuntuoso o al obstinado, para su castigo, hacer lo que le plazca pasando sus días con el orgullo de no ser engañado, a la espera de hacerle dar cuenta de que se engañó para siempre ....”28. ¿A qué amor se hace referencia allí sino al Amor escrito con mayúsculas o entre comillas, o sea, al amor eterno que posibilita el Otro como Tercero? De donde no es difícil deducir el paralelismo entre: “Si se quiere no ser engañado por la estructura, uno se equivoca” (Lacan) y “Si (el presuntuoso) quiere no ser engañado por el Amor, se equivoca” (Kierkegaard).
Lacan no puede sino referirse al texto de Kierkegaard cuando dice que “la relación del cuerpo con la muerte está articulada por el amor divino de manera tal que es preciso que el cuerpo se vuelva muerte y que eso es posible por medio del amor.”29 Es exactamente el modo en que se marchita y perece la muchacha que espera en el sermón de 1847. La tesis de Lacan, ya expuesta en La Etica, era por el contrario que el amor no ocupa el redondel S sino el I. ¡Pero Lacan hablaba allí, a no dudarlo, del amor humano! Lo que agrega a ello la estructura triádica del cristianismo, es haber “bautizado” con la palabra Amor “esa relación del cuerpo con la muerte” (Ibid), donde el Amor es asumido en el discurso simbólico: “El amor cristiano no ha extinguido, lejos de ello, el deseo. Esa relación del cuerpo con la muerte, la bautizó, si puedo expresarme así, amor” (Ibid). Para nuestra sorpresa, la distinción kierkegaardiana entre amor pagano y amor cristiano resurge en el nudo borromeo cuando, en vez de tomar como “medio” el amor divino (en lugar del deseo), Lacan toma el ejemplo del amor cortés, situado como prolongación del amor antiguo, donde ocupa el lugar de lo imaginario.
Cuando lo Real en el lugar de la muerte sirve de medio entre lo simbólico y lo imaginario, “tenemos el masoquismo”, dice Lacan30. O sea, cuando la muerte vincula el goce y el cuerpo, como es el caso patente del discurso de Kierkegaard sobre la diferencia absoluta aplicada al amor (en tanto es muerte de toda diferencia y acceso a lo eterno), se construye la idea del Amor divino. Pero se construye asimismo, en virtud de la lógica “implacable” de Kierkegaard, los lineamientos de una estructura (que hará decir a Lacan que la religión cristiana es la “verdadera”). El que Kierkegaard haya investido al Tercero de la función de borrar toda diferencia no lo exime de haber pensado, a partir de los tormentos del amor humano, un Tercero que lo hace posible. Desde el punto de vista “borromeo”, pues, la solución de Kierkegaard, que ningún psicoanalista recomendaría, revela en su articulación lógica que el discurso cristiano de la renuncia mantiene al sujeto en un orden simbólico.
 
 
 
 


1 Lacan, Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse, Cap V, « Tuché et automaton », Ed. Points Seuil, Paris, p. 71.
2 Curso del 18 de diciembre de 1973 (Version dactilográfica).
3 S. Kierkegaard, Temor y Temblor, Losada, Buenos Aires, p. 86.
4 S. Kierkegaard, La Répétition, Paris, Alcan, p. 53.
5Ibid, p.???????
6 Kierkegaard, Le Concept de l’angoisse, Paris, Gallimard, trad.Gateau, 1935, p. 28.
7 Las posiciones divergen sobre este punto, desde Heidegger, que piensa que Kierkegaard no hizo sino glosar los textos de Lutero, hasta Jaspers, que piensa que sus escritos son la manifestación de los “esfuerzos ingentes hechos por una gran inteligencia para creer” o Vergote, que homologa la “paradoja” de Kierkegaard con el límite del lenguaje postulado por Wittgenstein.
8Ibid, p. 27.
9 S. Kierkegaard, Riens philosophiques, Paris, Gallimard, p. 97-98.
10 “Lo Desconocido se sitúa así en una diáspora”, Riens philosophiques, op. cit. , p. 97.
11 La diferencia absoluta, que Hegel evoca desde el primer capítulo de La Fenomenología del Espíritu hasta el último, es identificada con el poder de la “negatividad pura” que crea infinitamente un contrario de cada determinación. Kierkegaard doblega el concepto transformándolo en un elemento mortífero que detiene y paraliza el poder de lo negativo, haciendo que la negación de la negación (o Aufhebung), en vez de “levantar” la contradicción, remita del supuesto tercer término al primero, sin levantar la alienación. Creemos a este respecto que los desarrollos de Lacan en el capítulo XVIII de Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanalisis deben mucho a la critica de Kierkegaard al sistema de Hegel. Véase sobre todo el pasaje : “Pasado del segundo significante al tercero, vuelve al primero pero no desde el segundo”, de donde Lacan deduce el efecto de afánisis (Ibid, p. 272).
 
12 Ibid, p. 101.
13 Ibid.
14 Lacan, Les quatre concepts ....op. cit., p. 72.
15 Kierkegaard, Discours édifiants, Oeuvres Complétes, ed L’Orante, vol 14, pp. 279 y siguientes.
16Ibid.
17Ibid, p. 284.
18 Lacan, Encore, Paris, Seuil, p. 71.
19 Kierkegaard, Discours édifiants, op. cit., p. 113.
20 Ibid, p. 57 y siguientes:
21 Ibid, comentario de San Pablo “Debes amar al prójimo”, p. 57
22Ibid.
23 Ibid, p. 288.
24 Lacan, Encore, op cit, p. 42.
25 Lacan, Les non-dupes errent (Los no incautos se engañan), curso del 11 de diciembre de 1973.
26 Ibid, curso del 12 de marzo de 1974.
27Ibid, curso del 18 de diciembre de 1973.
28Kierkegaard, Discours édifiants, Vol 14, p. 5 y siguientes.
29Lacan, Les non-dupes errent, curso del 18 de diciembre de 1973.
30Ibid.
 
15. La cuestión de lo “eterno” en el amor tiene como condición la estructura ternaria: “Cuando uno deja de amar, es porque nunca amó [....] la ruptura no es nunca real, porque comporta tres factores [...] cada uno de los amantes, aún separado del otro, se relaciona separadamente con el “amor”16. Kierkegaard ama a Regina Olsen, pero en realidad no la ama a ella sino que ama a “x” en ella; “x” es una parte de Kierkegaard. Cuando se separa de ella ¿se separa de Regina o de “x”? Si “x” estaba ya en él (o en su egoísmo), no puede separarse de “x” ya que eso significaría separarse de sí mismo. Amar algo que ya estaba en nosotros explica que la desaparición del objeto no implique necesariamente separarse o renunciar a él. Seguimos atados al objeto del amor, así como un guión separa y une a la vez una palabra compuesta, dice. En otro sermón, donde describe la situación de una muchacha a la espera a su amado consumiéndose de deseo, reitera la misma estructura : “Es a causa de ella, y no de él, que ella deseaba esa unión”

 17. La paradoja del narcisismo, o sea, que amar es desear ser amado, esboza también aquí una tríada: la amante, el amado y, en la ausencia de éste, el amor que lo reconstituye por intermedio de un tercer término. Sostener la ausencia del amado privándose deliberadamente de satisfacer el deseo lleva por así decir a una intensidad particular el tercer término. De un modo similar, al renunciar a Regina, Kierkegaard no la pierde y por intermedio de ella accede, como dice Lacan, “a un bien que no fue causado por un pequeño otro”18.

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