ANNA FIORAVANTI: "Ni la una ni la otra"
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El tema tan controvertido y actual como es el de la mujer está presente en toda la obra de Kierkegaard, desde los más tempranos escritos hasta el último, que es El instante. Llama la atención, en el campo de la filosofía al menos, un pensador que le haya dedicado tal cantidad de páginas.
A esta altura, aunque supongo que nunca se insistirá lo suficiente, debería ir quedando en claro (porque de lo contrario siempre será un diálogo de sordos cuando se trate el pensamiento de este autor) que uno es el punto de vista que adoptan los seudónimos y otro el de los libros firmados por el propio Kierkegaard. No haber tenido, o incluso no querer, tener en cuenta esta tremenda diferencia es lo que lleva, por ejemplo, a que una figura tan descollante en el ámbito de la filosofía como Simone de Beauvoir cite la frase: “¡Qué desgracia ser mujer! Y cuando se es mujer, sin embargo, la peor desgracia, en el fondo, es no comprender que es una desgracia” y que la haga aparecer como firmada por Kierkegaard en el segundo tomo de su famoso libro El segundo sexo. Esas palabras, sin embargo, las pronuncia un personaje que es uno de los cinco convidados al banquete de In vino veritas y cuyo nombre, Víctor Eremita, fuera utilizado como seudónimo para un supuesto editor de O lo uno o lo otro. Lo cual es como si alguien le hiciera firmar a Shakespeare los parlamentos de Yago en la tragedia de Otelo, cosa que bien pudiera ser cierta, pero que nada nos da derecho a hacerlo. En este sentido, se podría aplicar perfectamente lo que dice Kierkegaard en su polémica con Andersen. Cuando Kierkegaard publicó su primer escrito titulado De los papeles de alguien que todavía vive —una fuerte crítica a Andersen—, éste se sintió profundamente herido en su amor propio y, a modo de venganza, puso en boca de un personaje hegeliano de su vaudevil Una comedia en el verde, frases extraídas del libro de Kierkegaard, aparecido en 1838, es decir dos años antes de que se estrenara la comedia en el teatro. El comentario de Kierkegaard, citado por Begonya Saez Tajafuerce, dice así: “yo nunca me he hecho pasar por un hegeliano, y, hasta tal punto ha sido una locura por parte de Andersen extraer frases de mi obrita y ponerlas en la boca de un hegeliano, que aun ante mis ojos aparezco casi como un demente”.1 Y casi como un demente seguirá apareciendo Kierkegaard, mientras se quiera eludir o no se aclare definitivamente el tema de los seudónimos.
 Lo innegable es que las obras seudónimas al igual que las que llevan su nombre, presentan un extenso y profundo tratamiento referido a la mujer, tanto desde la perspectiva estética, como desde la ética y la religiosa. Para la injusta cualidad de misógino que algunos le suelen atribuir, no es poco decir. O, cuando menos, es imposible decir que no le haya interesado esta cuestión.
            La hipótesis principal del presente trabajo es que cuando Kierkegaard trata la versión femenina de la alteridad (obviamente respecto del varón, el cual es también alteridad respecto de la mujer), no está pensando ni en la amante señora de la casa —atenta a todo y a todos, y sólo si tiene tiempo a su propia alma, como lo haría la esposa del asesor Wilhelm, en O lo uno o lo otro, o las fieles esposas de los pastores que aparecen tan bien retratados en su última obra El instante—, ni tampoco en las criaturas ingenuas y angelicales que el romanticismo supo elevar hasta la desmesura, y que harían las delicias de Juan, el seductor de Cordelia, o del nostálgico Constantin Constantius en La repetición.
           Por eso: ni la una ni la otra.         
          Más bien, pareciera que la intención de Kierkegaard es advertir a la una y a la otra sobre cómo esos caminos no conducen a ninguna parte. Ya en el Prólogo a O lo uno o lo otro, tras dibujar un rápido perfil de las “niñitas” que corren a tirarse en los brazos de su seductor y de aquellas que, según el asesor Wilhelm, son capaces de salvar a noventa y nueve de cien hombres (pues la gracia divina sólo salvaría al que queda), el editor seudónimo Víctor Eremita (cuyo nombre, por otra parte, significa “victorioso ermitaño”, es decir, el que vence en soledad) estimula a una posible lectora a seguir “meticulosamente” el buen consejo de Wilhelm: “mi encantadora lectora, en este libro encontrarás algunas cosas que quizá no deberías saber y otras de las que te resultará provechoso enterarte; así que lee unas cosas de modo que tú, habiéndolas leído, seas como quien no las ha leído, y lee las otras de modo que tú, habiéndolas leído, seas como quien no ha olvidado lo leído”.
2 La analogía con San Pablo resulta evidente cuando advierte en I Corintios 7,29-31 que el tiempo es corto y que, por tanto, los que lloran deben vivir como si no llorasen, los que están alegres como si no lo estuviesen y los que poseen como si no poseyesen porque la apariencia de este mundo pasa. Ahora bien, nosotros amamos esta apariencia más que a nada y nos aferramos a ella aunque nos cueste la vida, tanto espiritual como biológica. Por esta apariencia, la posibilidad de ser libres se dilapida. Por el afán de poseer algo, se pierde todo. Se pierde uno a sí mismo como prójimo y se pierde al otro como prójimo. Se pierde el seductor y también la seducida, se pierde el asesor Wilhelm y su dignísima esposa. Entre paréntesis, no sólo la primera parte de O lo uno o lo otro no tiene desperdicio sino tampoco la segunda, sobre todo la carta que el asesor le escribe al libertino joven A, que es un monumento a la ironía y que aparece enteramente desmentida por La pureza de corazón es querer una sola cosa, firmada por el propio Søren Kierkegaard.
Hacer un recorrido a través de todas las obras de Kierkegaard, seudónimas y firmadas, y mostrar las variadísimas personalidades femeninas que va presentado sería tarea de muchos seminarios. Para el poco tiempo de que se dispone aquí, sólo baste señalar que en El concepto de la angustia, y en consonancia con el relato bíblico de la caída, según el cual la apetencia de la mujer se dirige hacia el varón, que la dominará, el seudónimo Vigilius Haufniensis ya plantea el tema de la igualdad y de la diferencia cuando se refiere a la forma especial de angustia en la mujer. Esta angustia, como la del varón, surge en ella ante la posibilidad de la libertad, ante la posibilidad de poder, porque desde luego en el estado de ignorancia o inocencia ninguno de los dos sabe qué es eso que se puede pero que angustia. De ahí que “por muchas que sean las diferencias, nunca podrá discutirse la esencial igualdad entre el hombre y la mujer”. 3 Sin embargo, en la mujer, la angustia o “el vértigo de la libertad” —y ésa sería la diferencia— aparece en relación directa con la sensibilidad. La mujer  está más afectada por lo sensible que el varón, pero no porque físicamente sea menos fuerte o cosas por el estilo, sino por su belleza, su capacidad de procrear, etc. Pero, en el espíritu, es igual que el varón y, por esa causa, su angustia es más profunda, pues el volverse espiritual no puede expresarse en la culminación de lo erótico, y ni la bendición de la Iglesia ni la fidelidad del marido a la mujer podrán cambiar las cosas.
Por otra parte, en La enfermedad mortal, Anticlimacus, otro seudónimo (ya desde la perspectiva religiosa), advierte sobre el peligro de que el yo vea aparecer posibilidades en todos lados y de que ninguna se vuelva real. En este proceso de infinitización, el yo mismo corre el riesgo de volverse fantástico, de alejarse más y más de sí mismo y de Dios, pues el Dios de la cristiandad (que es esa falsificación del cristianismo estimulada y respaldada por los sacerdotes) se convierte también en un fetiche, un amuleto, una figura imaginaria. Ya en su tesis doctoral de 1840, trata Kierkegaard este tema, tomando como modelo a una figura femenina que tiene el mismo nombre de la obra Lucinde, de Friedrich Schlegel. Esta mujer pretende vivir una vida poética y para ello se sueña a sí misma de manera tal que agota toda su fuerza en “blandos placeres”. Ahora bien, Kierkegaard dice (no sus seudónimos) que, si así lo quiere, todo hombre puede vivir de manera poética (y recordemos que el modelo es Lucinde, una mujer), pues este vivir poético niega una realidad imperfecta para abrirse a una realidad superior que infinitiza. Pero que lejos de ser una reconciliación con la realidad dada, resulta más bien una enemistad con ella, ya que no la transfigura. Y no la transfigura porque se trata de una infinitud exterior que, de hecho, termina siendo infinitamente cobarde y al final completamente impoética. Toma el ejemplo de la venganza que los paganos, por ser placentera, reservaban a los dioses y afirma que el goce de tal venganza también es una infinitud exterior frente a la cual hasta el más sencillo de los hombres habría vencido de verdad al mundo con sólo refrenar su ira. Lucinde, partiendo de la libertad del yo, sólo llega a alcanzar la sensualidad y termina como había comenzado, dice Kierkegaard: quitándose la vida para deshacerse de sí misma.5 
En La enfermedad mortal, Anticlimacus señala que existen dos formas básicas de perderse a sí mismo: la desesperación de no querer sí mismo y la deseperación de querer ser sí mismo. A la primera la llama desesperación de la debilidad o de la femineidad y a la segunda desesperación de la obstinación o desafío o de la virilidad. Pero, aclara a continuación que no sólo en la mujer se pueden dar formas de desesperación masculina y viceversa, sino que además no hay forma de desesperación que no implique obstinación o desafío. De hecho, resulta notable que más adelante, a lo largo de todos los parágrafos del capítulo en que se refiere al tipo de desesperación femenina, hable del “hombre” o los “hombres”. Pues de lo que se trata, tanto para la mujer como para el varón, es “que al autorrelacionarse y querer ser sí mismo [en cualquiera de sus formas], el yo se apoye de una manera lúcida en el Poder que lo ha creado”.6 ¿Y quién está dispuesto a hacerlo de una manera lúcida? 
Si la desesperación es la enfermedad mortal, tan mortal que, aun cuando se le ofreciera la salvación, el ser humano la rechazaría, porque lo que desea es seguir viviendo en el engaño, no existe ningún otro modo de curarla más que amando. Ahora bien, lo que las personas entendemos por amor es precisamente ese vértigo de lo infinito o, mejor, de la infinitización que nos lleva a decir que amamos a una mujer o a un hombre más que a Dios. Y esto —dice Kierkegaard—, que cantan y ensalzan los poetas, para el cristianismo no es otra cosa que blasfemia, pues “lo más elevado que se puede decir sobre este amor ”es que amarás a otra persona sólo como a ti mismo”.7 Y es más, cuando lo amas sólo como a ti mismo, entonces te amarás a ti mismo. ¿Acaso —se pregunta Kierkegaard— el hombre ajetreado, el frívolo, el melancólico, el traicionado que se hunde en la desperación, el que atenta contra su propia vida, se ama a sí mismo? Todos hablamos y nos quejamos de engaños, infidelidades y traiciones, especialmente (y esta es una opinión personal) las mujeres, cuando en realidad es cada uno de nosotros el que se traiciona a sí mismo por eludir el deber de amarse a sí mismo y el de convertirse también en prójimo para el otro. El amor inmediato, Elskov, en danés, siempre está acechado por dentro y por fuera y, como dijo, después de dos guerras mundiales, el poeta surrealista Louis Aragaon, il n’y a pas d’amour heureux (no hay, o no existe, amor dichoso). Siempre está sometido a prueba, por los celos, por la costumbre, por los incesantes cambios, y “las llamas vehementes del deseo [.........] son cabalmente el síntoma de que la angustia yace oculta en el fondo”. 8 Pues el amor que se confunde con posesión del ser amado es capaz de convertirse en odio. Con el mismo amor que amamos también odiamos, y es lo más espantoso que puede ocurrirles al que ama y al que es amado. Se ha ligado a un ser finito con una pasión infinita y así es como se pierde tanto lo finito como lo infinito. El que ama con el amor Elskov es incapaz de renunciar a Isaac y, por tanto, nunca podrá recuperarlo. Para Kierkegaard las alabanzas a la amistad y al amor son paganas y el poeta que los ensalza es un pagano, aun cuando consciente o inconscientemente se los adscriba al cristianismo. Porque el otro amor, el que en danés se llama Kjerlighed, que es amor al prójimo, no quiere ser cantado sino ser puesto en práctica. 9 Desde la perspectiva del Elskov, hay una única persona amada en el mundo o dos o tres o muchas (el número no hace la diferencia). Desde la del Kjerlighed, en cambio, con la misma firmeza se afirma lo totalmente opuesto: que si se deja de amar a un solo hombre en el mundo, ya no hay amor en absoluto. Por eso, puede tan fácilmente ser reconocido el prójimo, pues el prójimo son todos y cada uno de los hombres y si a alguien se le ocurriera aprender el amor al prójimo por la amistad o el enamoramiento no se habría acercado ni siquiera un paso a su prójimo, pues nadie más que el prójimo es “el primer tú”.10 Y si este amor se detuviera finitamente en sí mismo, todo estaría perdido. Cuando aparece el prójimo, “aparece la igualdad de todos los hombres ante Dios” y “esta igualdad la tiene absolutamente todo hombre y la tiene en absoluto”.11 Inmediatamente después, dice Kierkegaard: “prescinde resueltamente de todas las diferencias o semejanzas correspondientes, a fin de que logres amar a tu prójimo. Renuncia a la diferencia de la predilección para que puedas amar al prójimo. Con esto no se quiere decir, ni mucho menos, que tengas que dejar de amar a la persona amada. Esta expresión de ‘prójimo’ sería el peor de los engaños hasta ahora inventados si, para amar al prójimo, fuera preciso comenzar por dejar de amar a aquéllos por los que sientes predilección. Ello también sería ciertamente una contradicción, pues el prójimo son todos los hombres y ninguno puede quedar excluido. ¿Cómo podríamos afirmar que al menos habría que excluir al amado o a la amada? De ninguna manera; ello volvería a ser la forma de hablar de la discriminación.” Más adelante, al hablar de la infantil exterioridad de ocultarse en un convento, insiste en que ese era el recurso para “expresar de una manera mundana la indiferencia del cristianismo respecto de la amistad, de la vida familiar, del amor a la patria, etc. Sin embargo esta posición es falsa, pues el cristianismo mundanamente no es indiferente respecto de nada, al revés, el cristianismo sólo y exclusivamente de una manera espiritual se preocupa por todo.” 12  
Esta extensa cita contiene el núcleo del pensamiento kierkegaardiano en torno de la “otredad” en relación con los seres humanos. Su autor no deja de advertir a renglón seguido que el precepto de amor al prójimo pueda ser motivo de escándalo, y sin embargo aun así hay que creerlo contra todo discurso lisonjero de poeta, contra toda ilusión que promueve el regateo del amor para evadirse, porque “quien de verdad quiere el Bien, de seguro utiliza la inteligencia en contra de las evasiones” 13 y se liga a la vida para transfigurarla.        
Es verdad que para Kierkegaard las diferencias temporales y mundanas ni quitan ni ponen, pero en ningún momento las ignora. No se trata de hacer que desaparezcan las diferencias o de que nos apartemos de este mundo. Dice que de la misma manera que no se puede vivir sin el cuerpo, tampoco se puede vivir sin las diferencias ya que siempre estamos inmersos en cicunstancias particulares en razón de la cultura, el estado, el origen, etc. porque no somos el puro hombre o una abstracción del hombre. Y agrega que si bien puso fuera de combate lo que él llama “aquella espantosa abominación del paganismo”, en clara referencia a la esclavitud, el cristianismo no liberó al hombre de las diferencias. El hombre no quedó liberado de las diferencias por ser cristiano; por el contrario, “se hace cristiano en cuanto vence la tentación que estas diferencias comportan”. 14 Desde luego, este no es el lugar para ampliar lo que significa para Kierkegaard “hacerse cristiano”, pero baste decir que, en su opinión, los hombres recurren a todos medios para conseguir la igualdad, excepto por supuesto al único que aconseja el cristianismo.
El otro día, en el programa “La otra radio”, que dirige Oscar Cuervo, en FM La Tribu, Roberta Arta, después de leer una poesía sobre crudos recuerdos de su despertar sexual, dijo que en realidad su poema estaba dirigido a tratar de protestar contra la victimización que también la mujer hace de sí misma. Y en lo esencial estuve de acuerdo con ella. Las cosas no son fáciles en la vida. Más bien son como el “Sueño con serpientes” del cantautor cubano Silvio Rodríguez, en que en cuanto se mata a una de ellas, aparece otra mayor.
No es cuestión de que Kierkegaard niegue la igualdad mundana porque le parezca mala o no la desee. Simplemente señala que por muy bien intencionado que ese propósito sea, resulta imposible realizarlo en la temporalidad aunque los siglos pasen y pasen. Por supuesto, es muy fácil simplificar todo diciendo que Kierkegaard era un misógino o un conservador o un loco que debería figurar en los manuales de psicopatología, como más o menos escuché en una conferencia que tuvo lugar en la Academia Nacional de Ciencias el año pasado. Pero lo que él propone en sus escritos no es precisamente dejar las cosas como están. Aquello en lo que insiste una y otra vez es que los posibles cambios que se producen sólo en la exterioridad resultan, cuando menos, siempre dudosos e inciertos, como demuestra a cada paso la historia nuestra de cada día: su destino es quedarse en la exterioridad. De hecho, lo que se pueda hacer habrá que hacerlo, pero sugiere al mismo tiempo que no nos engañemos respecto de tales avances, porque una estúpida bagatela basta para que se pierda un hombre. Mientras que en el amor al prójimo, así como el rey debería elevarse sobre la diferencia del encumbramiento y el mendigo debería elevarse por encima de la diferencia de la pequeñez, así también tanto la mujer como el varón deberían elevarse por encima de la desesperación de no querer ser sí mismos o de querer serlo a toda costa, precisamente porque “en el deber de amar al prójimo está contenida esa igualdad de elevación sobre todas las diferencias de la vida terrestre.” 15 Para Kierkegaard, es ésta la hazaña mayor, la que cada uno trata de postergar y, de ser posible, incluso sepultar. Pues lo que nos cuesta mucho comprender es que ninguna persona tiene derecho a entregarse como propiedad a otra y que tampoco la otra debe permitir que se lo convierta en propietario. Pero eso no puede conseguirse por decreto. Sólo la misma vida lo enseñará (o no) a través del sufrimiento.
El juicio del poeta Rainer María Rilke (1875-1926), cuya vida sentimental no se caracterizó en verdad por la serenidad y el sosiego, sino que fue, por el contrario, sumamente enredada y tumultuosa, coincide de manera sorprendente con el enfoque de Kierkegaard en la cuestión del género, cuando dice: “Tal vez los sexos sean más afines de lo que se piensa, y la gran renovación del mundo consistirá, quizás, en que hombre y doncella, liberados de todos los sentimientos y displaceres, se busquen no como contrarios sino como hermanos y prójimos, y se asocien como humanos para sobrellevar sencilla, grave y pacientemente el arduo sexo que les ha sido impuesto."
 
 
 

1 Søren KIERKEGAARD, citado por la traductora en la Introducción a “De los papeles de alguien que todavía vive – Sobre el concepto de ironía”, Escritos, Volumen 1, Trad. Begonya Saez Tajafuerce y Darío González, Ed. Trotta, Madrid, 2000, pág. 15.
2 Søren KIERKEGAARD, “O lo uno o lo otro – Un fragmento de vida”, Escritos, Volumen 2/1, Trad. B. Saez Tajafuerce y Darío González, Ed. Trotta, Madrid, 2006, pág. 39.
3 Søren KIERKEGAARD, “El concepto de la angustia”, Ediciones Libertador, Buenos Aires, 2006, pág. 76.
5 Søren KIERKEGAARD, “De los papeles de alguien que todavía vive – Sobre el concepto de ironía”, op. cit., págs. 316-319.
6 Søren KIERKEGAARD, “La enfermedad mortal”, Trad. de Demetrio Gutiérrez Rivero, Ed. Sarpe, Madrid, 1984, pág. 37.
7 Søren KIERKEGAARD, “Las obras del amor”, Primera parte, Trad. Demetrio Gutiérrez Rivero, Ed. Guadarrama, Madrid, pág. 67.
8 Id., pág. 87.
9 Id., págs. 105-107.
10 Id. , págs.117-123.
11 Id., págs. 127-128.
12 Id., pág. 129.
13 Søren KIERKEGAARD, “La pureza de corazón es querer una sola cosa”, Trad. Luis Farré, Ed. La Aurora, Buenos Aires, 1979, pág. 159.
14 Søren KIERKEGAARD, “Las obras del amor”, op. cit., págs. 142-143.
15 Id., págs. 146 y 253.
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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