MARÍA JOSÉ BINETTI: "El sorprendente debut feminista de Kierkegaard"
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Una nueva apología sobre la naturaleza superior de la mujer
1) La ambigua superioridad de la mujer kierkegaardiana
No deja de sorprender el hecho de que Kierkegaard se haya introducido en el mundo del pensamiento universal con la defensa de la superioridad femenina. En efecto, el primer artículo del cual su producción filosófico-literaria da cuenta consiste en Una nueva apología sobre la naturaleza superior de la mujer[1], publicada en diciembre de 1834, apenas cumplida su mayoría de edad. La temprana data del texto –que encabeza la obra kierkegaardiana– parecería sugerir que, aún antes de sus indagaciones sobre la existencia del individuo y la libertad singular, Kierkegaard debió reparar en la mujer, para descubrir allí el potencial subjetivo que su obra desplegaría.
El texto originario y primordial de la producción kierkegaardiana responde a un artículo previo, publicado pocos días antes por su camarada universitario P. E. Lind, en el que éste defiende El origen superior de la mujer[2]. El artículo de Lind afirma la procedencia celestial de la mujer, manifestada en su delicadeza, su belleza y su gracia. La mujer ha descendido del cielo y por lo tanto sólo una necia injusticia, provocada por el recelo de Adán y continuada por Mahoma y los rabinos, la ha transformado en un objeto doméstico y en una propiedad privada del hombre. Lind se rebela contra este tratamiento bestial, mientras sostiene que la mujer sólo puede ser objeto de veneración y su ascendencia hiperurania, exigencia de glorificación. En razón de tal supremacía, no es bueno que ella intervenga en el dominio científico o político, ni participe de conferencias o auditorios, porque estas trivialidades mundanas degradarían su condición celestial y opacarían su divinidad. La brillante conclusión de Lind es entonces que la mujer debe, a fin de honrar sus orígenes, abocarse a las artes y habilidades con las que ha sido magníficamente dotada, a saber, abocarse a la sublimidad del bordado, la costura y la cocina.
El espíritu esclarecido de Lind no pudo menos que arrancar la sarcástica respuesta de Kierkegaard, cuyo artículo ironiza la condición superior de la mujer. En efecto –asegura Kierkegaard– aun antes de que el hombre hubiera nacido, Eva tomaba lecciones de filosofía con la serpiente y las practicaba, a fin de probar su talento especulativo. La elocuencia y la retórica femeninas no tienen parangón y nadie es capaz de competir con sus sermones de alcoba. En el arte de la palabra, la mujer siempre ha reducido al silencio al adversario, al punto de que el cristianismo se vio obligado a la crueldad de excluirlas de las asambleas. Su ingeniosidad y su penetración espiritual abunda en chismes y charlatanería, y su talento intelectual las ha hecho avanzar en el dominio del arte, la estética, la medicina, la industria y la historia. No en vano los iluminados han puesto la razón en femenino. Con tales atributos, Kierkegaard augura una nueva era, en la cual el conocimiento volverá a surgir de la manzana de Eva y penetrará todos los misterios del mundo. Las mujeres superarán a los hombres y toda la filosofía quedará a la merced de su juicio. Bastaría esta sola premonición para inmortalizar el pensamiento kierkegaardiano.
Desde el punto de vista histórico, tanto Lind como Kierkegaard se ubican en los inicios de la emancipación femenina, que ya empezaba a ocupar y a preocupar el horizonte cultural. La atmósfera democrática e individualista de la Revolución Francesa había transformado la conciencia humana, cambiando los viejos ideales de una paternidad divina y despótica por los de una libre y fraterna igualdad. El iluminismo fue el primer gran aliado de la emancipación femenina. Pensadores como Voltaire, D. Diderot, Montesquieu, J. D’Alembert se indignaron ante el sometimiento de la mujer y denunciaron la injusticia, sin mencionar a N. Condorcet, que propuso su acceso a la vida política. No obstante, y a pesar de los intentos por convertir esta nueva conciencia humana en un avance feminista, la burguesía ganó la revolución y volvieron con ella las viejas instituciones y valores sociales, sancionados finalmente por Napoleón. Un nuevo aliado del feminismo emergía del socialismo utópico de Saint-Simon, C. Fourier, E. Cabet. La escuela saint-simoniana reclamaba la liberación de la mujer, justificada por el ideal de igualdad y justicia. Y a esto hay que sumar la revolución industrial, que comenzaba a incorporar la fuerza productiva de la mujer y a declarar su acceso al mundo del trabajo. Esta nueva conciencia democrática pronto ganó terreno en toda Europa, y en la década de 1840 se fundan los primeros clubes y diarios de mujeres.
El artículo de Kierkegaard da cuenta de este nuevo horizonte cultural. Él ironiza la revolución francesa, cuya razón es mujer, y los intentos saint-simonianos que ponen a la mujer y al hombre en pie de igual. Pero una amenaza más próxima cernía sobre poder patriarcal de Copenhague. Efectivamente, y a tono con los nuevos tiempos, J. L. Heiberg –maestro y rival de Kierkegaard– se había osado ofrecer en 1833 una serie de conferencias públicas sobre filosofía, a la cual estaban invitados no sólo los hombres sino también las mujeres cultivadas. Heiberg reconocía en la mujer una capacidad cierta e inefable para captar la verdad[3], de manera tal que no hallaba razones para excluirlas del dominio intelectual. Escándalo para los conservadores daneses, la voz de Lind y de Kierkegaard no tardó en recordar los sacrosantos valores burgueses. Por lo demás, sabido es que Kierkegaard se ha declarado conservador, proclive al régimen monárquico, refractario a la revolución francesa y hostil tanto a la democracia parlamentaria como a los movimientos socialistas. Ni que hablar entonces de emancipación femenina. Sin embargo, la superación de la mujer parece haberle preocupado a tal punto, que sus Papeles personales confiesan que fue miembro de la asociación de «Mujeres de 1843»[4], década en la cual se dejan escuchar las primeras voces feministas.
Kierkegaard se mantuvo fiel a los valores conservadores y entendió su obra como una contribución al fortalecimiento de las instituciones establecidas. No obstante, y a pesar de esta intención explícita, su vida y su pensamiento contienen una ambigüedad, por momentos contradictoria, cuyo potencial estaba destinado a superar todo orden anterior. Esta ambigüedad y contradicción se manifiesta claramente en el tratamiento de la mujer y del matrimonio.
Por un lado, el pensamiento kierkegaardiano exalta la superioridad de la mujer. Los argumentos que utiliza son los clásicos atributos femeninos de pureza, entrega, abandono, sensibilidad, sacrificio, silencio, inocencia, ingenuidad, etc[5]. La feminidad constituye el lugar encantado de la belleza estética, y de aquí que Kierkegaard la ubique siempre en este mismo estadio y la asocie a la infancia del espíritu y a los niños. Desde el punto de vista estético, la mujer posee más idealidad –fantástica– que el hombre, más corazón y más subjetividad. Por eso no sería bueno despojarlas de este privilegio para arrojarlas al mundo viril de la política, la ciencia, la cultura, abundante en cálculos racionales e intereses egoístas. Todo lo contrario, hombre y mujer deben seguir la lógica dualista de su complementación, celebrando el matrimonio de la inmanencia doméstica y la trascendencia mundana.
No encontramos aquí con el ya conocido «eterno femenino», del cual se han excluido todos los rasgos escogidos para definir al sexo opuesto. A saber, la luminosidad espiritual, el talento dialéctico y la fuerza de acción. En el reparto de las capacidades humanas –físicas, psíquicas y mentales– a la mujer le corresponde la corporeidad sensible y llena de vida, la inmediatez ideal y la pasiva sumisión. La división del trabajo y de los roles es consecuente con esta diferencia, y de aquí que para Kierkegaard la emancipación de la mujer que apunta a desarrollar su persona “es una invención del diablo”[6], porque arruinaría lo más puro y sublime de la humanidad.
Por otro lado, detrás del alegato burgués que alaba las virtudes presuntamente femeninas a fin de excluirlas políticamente, se esconde la ambigüedad –diríamos patológica– del pensamiento kierkegaardiano. En efecto, Kierkegaard siempre sospechó de la sexualidad y jamás elaboró el trauma de la manzana de Eva. La sexualidad constituye, en su inconsciente, un invento del diablo –vale decir, de la mujer–, la propagación de la especie es el pecado del mundo y el matrimonio, una blasfemia[7]. Si la alabanza burguesa de Kierkegaard se esforzó por salvar el matrimonio, sus apuntes personales, desde los primeros hasta los últimos Papirer, confiesan su recelo sobre la procreación, entendida como la culminación del egoísmo de la mujer. Cada niño que nace es un condenado que paga con su vida el placer de sus padres y, para concluir, la generación es un crimen. Todo coincide con un cristianismo que es para Kierkegaard el odium totius generis humani y con una mujer al cual este mismo cristianismo consideró una bestia promiscua, fuente de toda injusticia y raíz del desorden satánico del mundo. La condena explícita y definitiva de Kierkegaard a la sexualidad y a la procreación se hace eco de esta concepción, en la cual se amparan sus traumas inconscientes.
Todo coincide además con la propia vida de su autor. Por una parte, Kierkegaard inmortalizó el ideal de una mujer a la cual su fantasía unió eternamente y en la cual proyectó su su trascendencia. Por la otra parte, y en lo concreto, eliminó toda posibilidad de un contacto que lo contaminaría. En el balance final de su vida, él agradece a Dios por tres cosas: por no ser padre ni pastor y por haberse expuesto voluntariamente a las injurias del Corsario[8]. El orden establecido que Kierkegaard intentó sostener, se derrumba por su propia ley.
La ambivalencia de Kierkegaard da cuenta de las dos grandes caras que ha asumido históricamente la cultura patriarcal. La primera es la domesticación cortés y galante que, a través de la invención del «eterno femenino», ha disciplinado el comportamiento social de la mujer y le ha impedido transgredir la norma de la amorosa maternidad y la sumisión al hogar. Sentimiento, interioridad, inmanencia caracterizan a la mujer, y son venerados por la racionalidad trascendente de lo masculino, a fin de mantener su servidumbre doméstica. La segunda cara, escondida detrás de la anterior, es la consideración de la mujer como el representante del mal en la tierra. Desde la ancestral tabla pitagórica de los opuestos, la mujer se ha alineado a las filas del mal, la imperfección, la oscuridad y pasividad indeterminada de la materia, frente al brillo perfecto de la espiritualidad masculina. Considerada una especie sub-humana, el cristianismo la cargó con la culpa de un pecado original, de la cual Kierkegard no logró desembarazarse jamás. En ambos casos, tenemos el esquema arcaico de una lógica dualista, de la cual se alimenta el orden patriarcal y cuyo origen hay que buscarlo en el temido deseo de una superioridad real y en el terror inconsciente de la sexualidad femenina, encarnada en la maternidad. La apología irónica de Kierkegaard sabía perfectamente de qué debía defenderse.
Sin embargo, la premonición de Kierkegaard fue más lejos que su ironía, y la condición superior de la mujer ha comenzado a manifestarse. Él no sólo la anticipó, sino que su pensamiento contribuyó a su concreta emancipación, signada por la búsqueda de una identidad que convierta la existencia en la obra de la propia libertad.
2) Contribución de Kierkegaard a la liberación femenina
Kierkegaard sentó las bases para la superación definitiva de la mujer. Sus principios filosóficos –heredados del idealismo alemán– han constituido una de las mayores fuerzas liberadoras de la individualidad femenina y vale la pena repasarlos.
La filosofía kierkegaardiana afirmó la esfera de la libertad humana como pura posibilidad creadora de existencia. Con Kierkegaard, la libertad dejó de estar supeditada a los mandatos materiales del mundo o al superuranio de las abstracciones platónicas, para convertirse en la acción temporal y finita del existente, siempre en devenir y siempre abierto a la novedad futura de su propia creación. La libertad kierkegaardiana está al resguardo de todo determinismo materialista o psíquico, porque ella se eleva sobre el mundo de los hechos para hacer posible su transformación. El devenir continuo de la libertad niega igualmente la rigidez de una esencia trascendente, ajena al transcurrir de la existencia. No cabe para ella un paradigma ejemplar y normativo, sino sólo un desarrollo esencial que avanza sobre sí mismo al ritmo dialéctico y reflexivo del espíritu humano, que siempre existe en lo concreto.
Esta libertad le pertenece de manera original e incondicionada a toda subjetividad singular, y su valor absoluto no admite discriminación alguna entre los hombres, porque es sólo el espíritu el que juzga el valor cada individuo. Aunque Kierkegaard haya negado la capacidad dialéctica de la mujer y, por lo tanto, su efectiva espiritualidad, sus propios principios lo obligaban a reconocer la universalidad de la conciencia humana y la igualdad de todos los hombres. Todo hombre es un igual, porque posee una misma potencia espiritual, llamada a expresarse en el orden objetivo del mundo y en el mundo subjetivo de lo divino.
Por último, el pensamiento de Kierkegaard se consuma en la superación definitiva de todo dualismo. Finitud e infinitud, tiempo y eternidad, pensamiento y ser, idea y fenómeno están llamados a reconciliarse en la unidad de una conciencia absoluta, cuya identidad es su propia diferencia. Una vez mediada internamente la lógica binaria que ha dominado la historia del pensamiento occidental y dentro de la cual la mujer se definía como el «otro» extrínseco al hombre, la cultura debía afirmar la identificación intrínseca de los opuestos, a partir de la cual es posible diseminar infinitas diferencias individuales.
A menos que se quiera decir que todos estos atributos son privilegios de un sexo, la participación de la mujer en los derechos universales del espíritu humano estaba asegurada.
3) Hacia la superación de la mujer
El segundo sexo (1949) de Simone de Beauvoir[9] constituye el mejor exponente de la superación que Kierkegaard le augura a la mujer. La autora elabora allí un feminismo de carácter existencial, basado precisamente en las categorías kierkegaaardianas de individualidad, subjetividad y libertad. Dado que la mujer es también un singular libre y existente, ella debe crear su propio ser, fuera del destino fisiológico, cultural, económico y político al que la sociedad patriarcal la ha sometido. Su libertad es para-sí misma un proyecto siempre abierto a la novedad, la creación de un instante que desborda el presente y transfigura lo pasado. La necesidad de afirmarse como sujeto absoluto le pertenece a la mujer, que es también la obra libre de su acción. Y este derecho es un imperativo moral, capaz de elevarse sobre todo condicionamiento cultural. Un nuevo Abraham vuelve a levantarse contra los imperativos sociales, para recuperarse transformado.
Beauvoir sabe que la existencia no se corresponde con una esencia estática y trascendente, sino con un devenir superador de sí mismo y definido por sus posibilidades futuras. Lo existente es lo libremente actuado, no lo que se es sino lo que se deviene. De aquí la necesidad de una autotrascendencia continua, que ponga al mundo a disposición de la libertad y decline las imposiciones de la naturaleza ante el tribunal del espíritu. No se nace mujer, se llega a serlo, y el único camino es el propio modo de la libertad singular.
Una vez mediado todo dualismo, la alteridad vuelve para reclamar su derecho a la identidad. Si frente a la bondad transparente de lo masculino la mujer representaba la perdición oscura del mal, una vez afirmada la dialéctica como constitución propia del sujeto, lo mismo y lo otro debían reconciliarse en la interioridad de cada conciencia individual. En función de los valores de igualdad, libertad y amor, la subjetividad se ha elevado por encima de las arcaicas diferencias biológicas para hacer de su identidad y de su diferencia lo que la propia libertad decida hacer.
Gracias a Kierkegaard, cada mujer se ha convertido en una totalidad, cuyo valor absoluto es capaz de incorporar la diferencia de lo que otrora fuera otro. Ella se singulariza al desarrollar las capacidades estéticas, éticas y religiosas que el espíritu ha concedido universalmente a la humanidad. Lo que vale en todo caso no es la diferencia sexual, sino la diferencia de lo que cada individuo singular existente desee y decida, y de aquí la diseminación de géneros hacia la cual se orienta nuestra cultura. Gracias a Kierkegaard, la subjetividad femenina nunca ha estado tan segura de sí misma.
Pero también, y gracias al feminismo, la filosofía kierkegaardiana se hizo realidad y su sorprendente debut estrena le asegura hoy su consagración definitiva.
[1]S. Kierkegaard, “Ogsaa et Forsvar for Qvindes høie Anlæg”, en Kjøbenhavns flyvende Post, nº 34, 17 de diciembre de 1834, col. 4-6.
[2] P. E. Lind, “Qvindens høiere Oprindelse Forsvaret”, en Kjøbenhavns flyvende Post, nº 33, 4 de diciembre de 1834, col. 5-7.
[3] Cf. J. L. Heiberg, Prosaiske Skrifter, vol. I, Copenhague 1861, p. 435.
[4] Cf. N. J. Cappelørn - J. Garff – J. Kondrup, Written Images, trad. Bruce H. Kirmmse, Princeton University Press, Princeton 2003, p. 64.
[5] Cf. S. Kierkegaard, Søren Kierkegaard´s Papirer, ed. P. A. Heiberg, V. Kuhr - E. Torsting, 2ª ed., 20 vol., Gyldendal, København 1909-1948 [en adelante Pap.], X3 A 562; X4 A 106; XI2 A 54; XI2 A 70; XI2 A 193.
[6] S. Kierkegaard, Pap., X1 A 459.
[7] Cf. S. Kierkegaard, Pap., XI1 A 157; XI1 A 204; XI1 A 226-33; XI1 A 289; XI2 A 163; XI3 B 150.
[8] Cf. S. Kierkegaard, Pap., XI2 A 248.
[9] Cf. S. de Beauvoir, El segundo sexo, trad. P. Palant, 2 vol., Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires 1970.
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