PATRICIA C. DIP: "Kierkegaard: ¿del paradigma sujeto-céntrico a la 'filosofía de la otredad'?"
***

El “otro” en la obra de Kierkegaard

             

            La obra de Kierkegaard puede pensarse como la puesta en escena de múltiples identidades, cuyo telos es la figura del escritor que se concibe a sí mismo como un autor que interviene en la realidad a través de la escritura. Los pseudónimos forman parte de un plan en el que el “otro” expresa distintos modos de concebir lo real. A su vez, además de los múltiples autores que dan testimonio de que Kierkegaard no habla con su voz, sino con sus voces, aparece también el “lector” al que explícitamente le son dedicadas varias páginas. 

El primer tratamiento del otro que encontramos es “formal”. Desde el punto de vista de la forma existen dos niveles de análisis del problema del “otro”.Tenemos, por una parte, los “otros-pseudónimos”, quienes emiten discursos diversos, y por otra parte, el “otro-lector-receptor”. Si bien es cierto que desde el punto de vista de la moderna teoría de la comunicación este esquema puede reducirse a la estructura emisor-receptor, la particularidad del discurso de Kierkegaard radica en la conciencia de la explícita multiplicidad de ambos.            

Ahora bien, el danés no se ocupa del problema del otro sólo en sentido formal, es decir, en el contexto de la estructura de su producción escrita, sino también en sentido material. Éste puede deducirse del contenido de muchos de sus discursos. Podemos decir entonces que Kierkegaard piensa al otro a partir de dos planos distintos de análisis, uno formal y otro material. Intentaré describir estos dos planos con la intención de comprobar si la estructura y el contenido de su escritura logran articularse en la formulación de un concepto relevante de otro, o si simplemente se trata de artilugios ficcionales y retóricos que a pesar de presentar la apariencia del desarrollo de una concepción que defiende la idea de “múltiples y autónomas alteridades”, parte, no obstante, de un análisis ego-céntrico heredado de la filosofía moderna, que le impide pensar al otro de manera autónoma y lo vuelve entonces un concepto “relativo a” y “derivado de” el problema de la constitución del propio yo.

Si este último fuera el caso, la filosofía de Kierkegaard se mantendría presa del paradigma subjetivo moderno a pesar de haberle propiciado muchas de sus más feroces críticas. Podría aceptarse la caída del sujeto-sustancia, la necesidad de pensar al individuo como un inter-esse, es decir, un sujeto que desarrolla su existencia “entre” el pensar y el ser, la improbabilidad de que el sujeto pueda constituirse en sentido definitivo, pero todo esto seguiría tomando como punto de partida al yo y no al otro. Creo, por el contrario, que una “filosofía de la otredad” propiamente dicha jamás puede partir del yo.

           

 Del yo al otro

           

            Si bien Kierkegaard no concibe el sujeto a partir de los presupuestos teóricos de la filosofía moderna, su escritura se refiere constantemente al yo. Intentaré aclarar si está referencia al yo es concebida como un paso previo a la constitución de una suerte de “filosofía de la otredad”, o si la des-constitución del sujeto moderno no implica la constitución de un “otro” cuya autonomía sea evidente. Este tema no es sencillo porque la reflexión supone necesariamente la formulación de un sujeto que la realiza. De modo que, pareciera que el otro debe ser siempre deudor del yo. Incluso el pasaje del yo al nosotros que propone la fenomenología hegeliana posee sentido subjetivo.

            Sin embargo, una vez abandonado el paradigma “sujeto-céntrico” moderno, puede pensarse al otro en primera persona, o en términos de Kierkegaard, no como el “otro yo”, sino como el “primer tú”. En este sentido, se abre un campo de reflexión que permite formular los principios de una filosofía de la otredad. En el caso de Kierkegaard el sentido último de la misma sería ético-religioso.

            En sus primeras obras el pensador danés hace referencia a la necesidad de superar el sentido estético inmediato de la existencia. Podemos sostener que esta necesidad es de carácter antropológico. Lo que define al hombre como tal es su capacidad de reflexionar acerca de sí mismo. Esta reflexión sólo puede realizarla quien se ha elegido a sí mismo. La elección de uno mismo no tiene que ver en principio con la determinación de lo moral. No se trata de la elección del bien o el mal, sino de la elección de, en términos de Wittgenstein, un “modo de vida”.

            No elegirse a sí mismo es sinónimo de permanecer en la inmediatez irreflexiva de la estética. El individuo estético es sólo ciudadano del reino del deseo. Si bien todo hombre desea de modo inmediato, la incapacidad para reflexionar acerca de la necesidad de superar este estadio reduce al hombre a una suerte de mera animalidad. El hombre esclavo de su deseo desconoce la libertad. El conocimiento de la libertad viene acompañado de la responsabilidad moral. No obstante, el sujeto libre y responsable, vive en la desesperación. La desesperación es producto de la falta de certeza objetiva respecto a lo que el bien sea. Sólo la fe permite que el desesperado sea capaz de vivir sin certezas.

            En este camino ascendente hacia la fe aparece el otro en la figura del prójimo. La ética del amor al prójimo coloca al otro en el centro de la discusión filosófica. Desde el punto de vista formal, los “otros-pseudónimos” discuten el problema de la fe utilizando recursos propios de la esfera estética. Desde el punto de vista del contenido, el propio Kierkegaard esboza una teoría del erotismo que busca superar el amor sensual, haciendo hincapié en la relación fe-amor-esperanza.

 

¿Quién es el otro?

            El prójimo son todos y cada uno de los hombres. Es decir, el concepto de prójimo pretende poseer el mayor grado posible de universalidad. El prójimo es el otro yo, es el hombre que vemos, el amigo, el amado, e incluso el enemigo. El prójimo interpela al individuo para que amar no sea producto de una pasión sino de un deber. El otro es quien cuestiona al sujeto respecto de su forma de vida con el objeto de transformarla de modo radical. Esta transformación absoluta, la mayor revolución a la que puede asistir el individuo, sólo la provoca el cristianismo. El cristianismo es la regla que debe seguirse para transformar al individuo egoísta en un amante desinteresado. Sólo quien esté dispuesto a aceptar este desafío podrá evitar caer en la desesperación, y al mismo tiempo, transformar la realidad.

            El prójimo es el otro. Pero el amor que este otro provoca en el sujeto no es inmediato. Se origina sólo por medio de la intervención de un tercero. El otro es Dios. El otro es Dios y el prójimo. Sin la intervención del primero, sin embargo, jamás puede aparecer el segundo como otro. El amor cristiano es el misterio de la trilogía amorosa y de la otredad desdoblada.

            ¿Puede ocupar algún lugar el otro material y concreto en el seno de este planteo, o se trata de un rodeo que conduce nuevamente al idealismo subjetivo y auto-referencial? 

 

La muerte del otro como prueba

            Tal vez la prueba más perturbadora e incluso patológica que Kierkegaard le hace al amante auténtico pueda servirnos para comprender el modo en que el otro es concebido por el danés. El sentido último de Las obras del amor radica en un auto-examen que el sujeto realiza con el fin de comprobar qué tipo de amante es. Para saberlo, se le recomienda que analice el comportamiento que tiene con un muerto amado. Todos los movimientos de la interioridad son realizados aquí por el propio sujeto. Evidentemente, el “otro-muerto”no posee derecho a réplica, y esta desventaja lo coloca, no obstante, en un lugar privilegiado para estudiar la relación que el sujeto posee con el amor.

            En este contexto surge un inevitable horror, puesto que la primera condición para que el amante se comprenda a sí mismo, es la completa anulación de la relación propiamente dicha con el otro. En el vínculo que un vivo establece con un muerto la “reciprocidad” es obliterada. El verdadero amor desconoce la “reciprocidad” e incluso la exige. Esta exigencia no deja de poseer resonancias patológicas puesto que, erradicar el egoísmo del amor de predilección implica la negación de una relación “igualitaria” con el otro. Si salir del egoísmo sensual, supone la indiferencia respecto de las acciones e intenciones del amado con respecto al amante, entonces, el sujeto sólo puede comprobar qué tipo de amante es, desconociendo al amado.

            En definitiva, el misterioso amor al prójimo, cuyo origen el hombre no puede conocer por fundarse en Dios, implica la total indiferencia frente al otro. Este sujeto que pretende amar a todos y cada uno de los hombres de modo auténtico es incapaz de perturbarse o sentirse interpelado por las acciones del otro. Por el contrario, cuanto menor sea la influencia que el otro ejerza sobre el amante, mucho más sencillo resultará para éste descubrir si ama en verdad o si sólo reproduce la lógica del egoísmo, basada en la búsqueda de la “reduplicación del propio yo”.

            La dificultad que encuentro aquí es la siguiente. O bien se ama de modo egoísta eligiendo como objeto de amor aquel que satisface la predilección del sujeto, o bien se ama desconociendo por completo al objeto de amor. En ninguno de los dos casos se ama a partir de la interpelación concreta del otro.  

 El otro como patología del yo

Es importante distinguir dos cuestiones en el tratamiento que Kierkegaard hace de la relación con el otro. Su preocupación es puramente subjetiva, es decir, intenta subrayar el grado de “implicación” que el sujeto posee con el amor, y por ende, con el otro. Es evidente que no parte sino del sujeto. No obstante, ello no significa que se desentienda del objeto, ya que todos somos “otro” para alguien. Si de este modo podemos salvar lo que denominamos “patología” de la concepción del otro que se esboza en Las obras del amor, no evitamos, no obstante, ciertas dificultades. Kierkegaard pretende que el sujeto sea capaz de realizar un auto-examen desprendido de toda “influencia externa” que el “otro” pueda ejercer. Por eso ofrece el extraño ejemplo de la relación con un muerto. Ahora bien, aún en el terreno de la “imaginación” individual, sino es en el de la concreta realidad social en el que las relaciones se establecen, el otro ocupa un espacio. El sujeto que se auto-examine sobre esta base, no podrá hacerlo si no es a partir del concepto de fordoblelse o reduplicación del yo trabajado en la primera parte de la obra.

La dificultad radica en que el mismo Kierkegaard critica este concepto por considerarlo una “categoría filosófica” que no se ocupa de la realidad del otro, sino de su concepto. No se trata, sin embargo, únicamente de una cuestión conceptual. Además, surge el problema de que el otro de la duplicación no escapa a la lógica del egoísmo que es necesario superar para hablar con sentido de “amor al prójimo”. He aquí una primera cuestión.

            Veamos la segunda cuestión. Si decimos que Kierkegaard se desentiende por completo del otro, la primera cuestión cobra mayor magnitud, puesto que su mismo planteo se agotaría en la lógica del egoísmo que intenta superar. La falta de reciprocidad, la imposibilidad de que el otro “sea escuchado”, que “influya” al sujeto en su auto-examen no puede pensarse más que como carencia. La carencia de la “relación” con otro. Pareciera que, y esto posee ecos psicoanalíticos, el sujeto sólo puede relacionarse con el otro a partir de la falta. Creo que este modelo parte de un decidido pesimismo respecto de las posibilidades reales de relación con los otros, que si bien puede estar justificado por la historia, es necesario erradicar a través del optimismo de la voluntad.

            Una “filosofía de la otredad” no puede aceptar estos presupuestos que cuestionan, tanto la autonomía del otro, quien no posee consistencia ontológica más que en el sentido de convertirse en objeto del auto-examen de un sujeto, como la necesaria influencia que éste debiera ejercer en la constitución propiamente dicha de un yo cuyo sustento no es el otro “imaginario”, sino el otro “real” y material.

            Es decir, el aspecto que Kierkegaard considera como “disvalor”, a saber: la influencia del “otro” sobre el yo, es el rasgo definitorio de la “relación” con los demás. El yo que se desentiende por completo de esta influencia no establece ninguna relación real con los otros. Esta falta de relación no puede entenderse más que como carencia. De hecho, incluso desde el punto de vista de la moderna subjetividad psicológica, es entendido como “psicosis”. Volvemos entonces al punto de partida, esto es, a la psicopatología.

            El último eslabón de este camino ascendente a la patología lo constituye la elaboración de un supuesto concepto superador del amor sensual, movido a la acción por el pathos, a saber: el amor cristiano, movido a la acción por el “deber” de amar a un otro sin rostro, “el prójimo”, originado en el insondable misterio de un “gran otro”, Dios, cuya presencia sólo se constata en la palabra del mandato.

 

Nota final

 

           Tanto los otros-pseudónimos como los otros-lectores que surgen en el nivel formal de análisis de la producción de Kierkegaard, como el otro-prójimo y el otro-Dios que encontramos en el nivel de análisis material, poseen carácter “imaginario”. La realidad del otro material y concreto deviene una objeción para el yo concentrado exclusivamente en su propio modo de amar.

No obstante, esto no es lo más importante. Aunque partiendo de los presupuestos kierkegaardianos no sea posible pensar una “filosofía de la otredad”, la recurrente obsesión respecto a la necesidad subjetiva de auto-examen crítico, se convierte en la conditio sine qua non tanto del cambio individual como del potencial cambio social. El punto nodal aquí consiste en comprender que ninguna transformación puede tener lugar sin que el sujeto sea capaz de auto-implicarse en las decisiones, concientes o inconscientes, que toma. En este sentido, el modelo kierkegaardiano deviene “psicológico”. La conciencia de los límites de la propia subjetividad es el primer paso hacia la ruptura con un modelo sujeto-céntrico de pensamiento. Sin embargo, los pasos subsiguientes no han sido formulados por el danés. Probablemente se trate de la necesidad de realizar el salto cualitativo.

En definitiva, el modelo a partir del cual Kierkegaard piensa la subjetividad se constituye a partir de la refutación del principio idealista moderno que identifica pensar y ser, pero no logra formular una filosofía de la alteridad propiamente dicha. En todo caso, se encuentra entre lo uno y lo otro.

 

Volver

Usted es bienvenido a contactarse mediante el siguiente formulario:

(*) Campos requeridos

Para quienes estén interesados en enviarnos alguna nota, artículo o comentario pueden hacerlo en este espacio:

(*) Campos requeridos

 
Carlos Calvo 257 - C1102AAE Buenos Aires - Argentina -
Ir arriba