CHRISTOPHER BARBA: "Individuo y peculiaridad en la dialéctica del género"
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Introducción
 
El presente trabajo tiene como objetivo primordial mostrar los aspectos fundamentales de la alteridad, aplicados a las cuestiones del género desde la perspectiva existencial propia de Sören Kierkegaard, pretendiendo iluminar un tema, por demás, actual en nuestra contemporaneidad, dados los continuos debates y, ya de suyo, el ofuscamiento existencial presente en nuestras sociedades.
 
El itinerario lo iniciaremos subrayando al individuo delante de su finitud y de su aspiración infinita como presupuesto comprensivo. En segundo lugar, a partir de las reflexiones realizadas en Las obras del amor, presentaremos la peculiaridad como aspecto necesario en la dinámica yo-tú. Para terminar con algunas consideraciones que nos aclaran lo que hemos llamado “la dialéctica del género”, tomando de base algunas aseveraciones que Kierkegaard realizó en su Diario íntimo, y que por ende, nos aclaran su concepción.
 
Por supuesto, no estamos frente a un trabajo exhaustivo, pero si delante de un intento sincero por comprender más a Kierkegaard, a nuestro mundo y a nuestra propia existencia.
 
 
1. El individuo en el vaivén de la necesidad y la posibilidad
 
El individuo existente que Kierkegaard va describiendo, unas veces directa otras indirectamente, está concentrado dentro del vaivén de dos aspectos ordenadores de la concepción yoica propia que encontramos bien especificada en su Tratado de la desesperación: «El hombre es una síntesis de infinito y finito, de temporal y eterno, de libertad y necesidad, en resumen una síntesis»[1].
 
Así, vemos que el individuo, delante de sí, se halla en un vaivén existencial que le hace descubrir su ordenación hacia la nada, es decir, su finitud. Por ello, el hombre, el singular individual, ha de reafirmarse en su finitud como condición que problematiza su existencia, dada su consciencia y su aspiración, a lo necesario dentro de su propia teleología.
 
De esta forma, el hombre, en su individualidad y concretez, se descubre posible dentro del devenir. Su propia estructura ontológica existencial le proclama a sí mismo su término: «Escucha el grito del que nace, observa la agonía del que muere y di luego si quien comienza y acaba de ese modo puede estar hecho para el goce»[2].
 
Pero además, la propia finitud entra en su propia dinámica existencial como realidad que complexivamente abarca su realidad más profunda, el hombre se halla delante de su propia paradoja: su tendencia lo orienta hacia su realización no desde la categoría de la posibilidad sino de la necesidad como finalidad. En una palabra, el individuo se descubre incompleto y lanzado en su estructura existencial y óntica a otros “no yo” que le hagan, en primer lugar, ratificar su posibilidad y, de algún modo, extender su reconocimiento en la interacción, aunque sabemos que el apaciguamiento de su paradoja necesidad, sólo es colmado en el salto definitivo dentro del estadio religioso[3].
 
Este binomio que encontramos en el individuo, nos clarifica la problemática tensionante dentro de la convergencia de finitud e infinitud. La primera como realidad dada, la otra como permanencia y tendencia, pero, ambas dan cuenta de que esta actividad es sólo y exclusivamente un acontecimiento humano. El individuo no está cerrado, ni mucho menos identificado con su posibilidad, con su finitud. Ha sido dado en la temporalidad, pero, su desenvolvimiento marca su necesidad expresada en su pathos subjetivomismo que le permite el reconocimiento yoico, conjuntamente con el “no yo” en su propia singularidad.
 
Ahora bien, este pathos subjetivo del individuo nos especifica la preponderancia que tiene el amor como realidad humana que manifiesta nuevamente la necesidad y la posibilidad. El amor es propio del individuo existencial, en cuanto reclama un singular desde el cual se ordene un darse hacia un “no yo” y que a su vez ejerza un influjo recíproco, pero, desde la libertad individual. Por ello, Kierkegaard clarifica que la individualidad es el presupuesto para el reconocimiento del otro, y por ende, para que tenga lugar amor auténtico.
 
En efecto, la golondrina carece de individualidad. De aquí se deduce que la individualidad es la presuposición para amar, la diferencia de la distinción. De aquí se deduce también que la mayoría no puede amar de veras, porque la diferencia de sus propias individualidades es demasiado insignificante[4].
 
Por tanto, el individuo en el vaivén de la necesidad y la posibilidad se sumerge dentro de su propio devenir interior que le da cuenta de su particularidad, pero a la vez, de la condición de reconocer en otro la misma circunstancia existencial que lo constituye como individuo determinado por la finitud, pero, por la necesidad, referido a un nuevo movimiento también de reconocimiento y legitimización de lo más propiamente humano en su constitución.
 
2. Amor y peculiaridad en el reconocimiento de la alteridad.
 
Dentro de Las obras del amor descubrimos reflexiones profundas sobre el papel que juega el amor en la propia dimensión antropológica. Dentro de la sección IV de la segunda parte titulada “El amor no busca lo suyo”, Kierkegaard hace consideraciones de gran importancia sobre el amor auténtico y el reconocimiento del otro como un tú.
 
Como primer aspecto a señalar, cabe decir que, el amor auténtico es descrito como aquel que es capaz de sobrepasar los límites del propio egoísmo y de la propia conveniencia para dar lugar, de manera veraz, al otro como destino de la ordenación de nuestra entrega. Pues, para Kierkegaard, el amor es principalmente un volcarse hacia el otro, pero no en busca de sí mismo, sino, en busca de aquello por lo cual somos capaces incluso de realizar un movimiento de negatividad incluyente.
 
No, el amor no busca lo suyo; ya que buscar lo suyo no es otra cosa sino amor de sí, egoísmo, embeberse en sí mismo, […]. El amor es cabalmente entrega; y buscando amor ella es a su vez amor y el amor supremo[5].
 
Ahora bien, esta negatividad que se realiza en el individuo desde su necesidad y posibilidad existencial, es descrita por Kierkegaard como un suceso al que ha poner especial atención, ya que se trata de una revolución, en cuanto el hombre es empujado por su propia realidad interior a realizarse, no desde los propios presupuesto, sino, en el cambio, fruto de la propia renuncia a los límites estructurales del egoísmo. Por ello mismo, nuestro filósofo señala que es una cuestión que atañe a todo el hombre en su dimensión significativa y comprensiva, de aquí que, en este suceso se vea una reconfiguración, o más bien dicho, una nueva visión desde la que se ordenan todos los parámetros estructurales internos con los que se enfrenta el exterior.
 
¡Terrible espectáculo! Y sin embargo, ¿acaso el amor no causa en cierto sentido, aunque del modo más vivificador, la misma confusión? Porque el amor es también un suceso, el mayor de todos, y el más alegre; el amor es un cambio, el más extraño de todos, si bien el más deseable, y precisamente solemos decir, en un sentido excelente, que alguien que es presa del amor se transforma, o que es transformado; el amor es una revolución, la más profunda de todas, si bien ¡la más bienaventurada! Así la confusión se encuentra allí donde está el amor; y en esta vivificadora confusión ya no hay para los amantes ninguna diferencia entre mío y tuyo[6].
 
El horizonte de comprensión del individuo que estaba determinado en todo por su propio arraigamiento, en el momento de la negatividad fruto de la revolución integrante, se constituye ahora desde el reconocimiento, no desde la calidad de objeto de tendencia, donde tiene lugar una especificación posesiva del otro sin mirar su singularidad e individualidad, sino, más bien, concentrándose en la propia pertenecía: mío-tuyo. En la nueva dimensión, Kierkegaard establece que dicho cambio interior radica principalmente en que descubro al “no yo” que se presenta como un tú que me interpela y me hace sabedor de su propia especificidad y por ende, de su constitución humana.
 
¡Asombroso: hay un tú y un yo, y no hay ni mío ni tuyo! Ya que sin tú ni yo ningún amor, y con mío y tuyo ningún amor; pero mío y tuyo (estos pronombre posesivos) están formados a partir de yo y tú, y por tanto, parecería que debieran darse en todas las partes n que hubiera tú y yo. Y claro que se da en todas las partes, excepto en el amor, que es una revolución desde los fundamentos[7].
 
Estamos delante de un doble movimiento en dos direcciones afirmativas: 1) Al reconocer al otro como un tú, me instalo en la perspectiva de una afirmación que incluye ya mi propia identidad, es decir, si yo identifico la alteridad con un tú, estoy significando desde la más íntima experiencia que tengo de mí mismo. 2) En el segundo, el otro ve en mí un tú que igualmente me afirma como un singular, poseedor de una identidad anclada en mi propio devenir histórico que tiene su fuente en la misma experiencia que el otro tiene de sí mismo y desde la cual reconoce.
 
Podemos concluir que el amor si es auténtico, desvanece la posesión y la objetivación del sujeto frente a otro sujeto y, en una dinámica subjetiva de autorreconocimiento, emerge el binomio inseparable tú-yo. Ahora bien, en este mismo reconocimiento queda especificado que el amor esta referido no en autodirección, ni como hecho serial, sino, desde el reconocimiento de la particularidad del tú, desde su peculiaridad.
 
Solamente el amor verdadero ama a cada ser humano según la peculiaridad de éste. El severo, el imperioso carece de flexibilidad y carece de condescendencia para comprender a otros; exige de cada uno lo propio de él, pretende que cada uno se transforme en su modalidad, recortando conforme a su patrón a los seres humanos[8].
 
El que ha sido capaz de entrar en la dinámica de la negatividad propia del amor, reconoce en el otro a un individuo, pero, no en el sentido del propio parámetro, sino, en el del tú que ha sido dado igualmente en la individualidad del propio ser. La diferencia que se encuentra dentro del reconocimiento no es un atentado contra el yo, sino, una afirmación que nuevamente corrobora el sustrato individual como necesario en la dinámica de la alteridad, en la del reconocimiento del otro en su propia determinación dada su necesidad y posibilidad. Así lo describe Kierkegaard:
 
Para el que posee la peculiaridad, ninguna peculiaridad ajena representa una refutación, sino una corroboración o una prueba más; pues no le puede estorbar que se revele lo que él cree: que cada uno tiene peculiaridad[9].
 
3. La dialéctica del género: ser hombre-ser mujer.
 
Después de haber afirmado que el individuo finito está referenciando necesariamente a un tú desde su particularidad, como forma propia de la construcción de las estructuras existenciales de sentido, quisiéramos poner a consideración algunas notas en la comprensión de las cuestiones del género desde la perspectiva de la dialéctica existencial propia del estilo de Kierkegaard.
 
Nos referimos principalmente a que el Sócrates Danés identifica la relación entre hombre y mujer desde un acercamiento acentuado donde diferencia la peculiaridad, pero, donde esta misma diferenciación es la causa de la mutua necesidad para la realización vital en la esfera más íntima del devenir subjetivo en el interior tanto del hombre y como de la mujer.
 
El cristianismo iguala al hombre y a la mujer ciertamente, pero no cambia por eso la determinación de la naturaleza; de lo contrario, por este camino llegaríamos al resultado de que a mujer debería tener igual estatura, una musculatura robusta como la del hombre o también (si el cristianismo se refiriera a ello) que éste podría lograr que dentro de la cristiandad, la gestación careciera de leyes, ¡y que algunas veces pariera la mujer y otras el hombre![10]
 
Es claro que Kierkegaard contempla la diferencia entre el hombre y la mujer no como ajena una de otra, pero, si con una peculiaridad, en primer lugar, reclamada por la misma individualidad, y en segundo, por la propia dinámica interior que caracteriza a cada uno. Hombre y mujer en su singularidad son afirmación, ambos del género humano, pero con estructuras propias inherentes a su propia condición.
 
Se trata de una unidad en la singularidad que se manifiesta en la interdependencia desde el ámbito biológico hasta el existencial, pues el hombre y la mujer han sido creados para vivir en la unidad, pero siempre salvaguardando la individualidad desde la que se vive el instante y la pasión, la angustia y la desesperación, el gran salto que configura el horizonte hermenéutico de la propia existencia. En este sentido es que Kierkegaard afirma: «Sin la mujer, el hombre es más débil en este mundo; tiene un lado flaco que la mujer protege, y unidos ambos son fuertes para esta vida»[11].
 
Es interesante también, ver cómo Kierkegaard contempla en la mujer una capacidad propia de su género: el amor auténtico. Es decir un amor que tiene de base un movimiento que busca no desde el yo-tu que es afirmación egoísta, sino más bien, desde una dinámica que va del tú al yo pasando por la negatividad y la doble afirmación descrita anteriormente. La mujer está más despierta a la donación porque le es más propia la dinámica de la interioridad. El hombre está más referido y replegado hacia sí, es más egoísta y por ende el camino hacia la verdadera elección es más trabajoso.
 
En cierto sentido, la mujer está mejor constituida para el verdadero servicio religioso, porque la naturaleza de la mujer es de abandono total. Pero por otra parte eso no explica nada. Una eminente intelectualidad viril que se entrega con femenina sujeción, tal es la verdadera religiosidad. El abandono de la mujer se relaciona esencialmente con la interiorización, y es contrario a la naturaleza de la mujer el convertirse en algo más. Pero, por otra parte, una eminente intelectualidad viril se relaciona inmediatamente con un enorme egoísmo que ha de ser sofocado en la sujeción[12].
 
La experiencia del amor auténtico necesariamente coloca al hombre en un estado donde tienen lugar planteamientos decisivos para su historia. De aquí que Kierkegaard equipare al amor con una revolución y la más profunda de todas. Es en la singularidad de dos individuos, en el caso propio del amor entre hombre y mujer, donde tiene lugar el reconocimiento de la peculiaridad y desde esta diferenciación es que se encuentra el eje conductor que señala el encuentro de la misma humanidad en el proyecto eterno. El hombre y la mujer son, el uno para el otro, camino de referencia que debe conducir a la afirmación que exalta la mutua insuficiencia y la necesaria ligación con el Absoluto, con el Dios que ha irrumpido en la historia. Sólo de esta forma es completado en movimiento existencial de la alteridad.
 
Cuando un adolescente o un joven se extravía en las pasiones, sólo dos poderes lo esperan para salvarlo: una mujer que ama… y Dios en el cielo. En el primer caso se salva claro está, pero se convierte en finito. Pero, si no lo salva el amor de una mujer, sino se detiene ahí, si es Dios quien lo salva, tendrá una existencia importante[13].
 
De otra forma, si el amor se ha quedado en el plano de la finitud como lo es la ética queda parcializado, en cambio si se abre al gran salto recupera la finitud pero desde la comprensión teleológica en la que ya, desde el devenir histórico, permanece por el instante. En suma, el hombre y la mujer son la más clara expresión de que la existencia humana en su ritmo es dialéctica y, por ello, convergente en la afirmación de la necesidad en cuanto viene la autoconciencia de la finitud al presentarse el tú, y divergente en cuanto no hay identificación y se reclama una alteridad diferente que logre responder a la dinámica interior que no se identifique con la posibilidad, más si con la necesidad.
 
A manera de conclusión
 
La rotunda apuesta que hace Kierkegaard por el individuo nos permite vislumbrar, en su necesidad absoluta, que el hombre está llamado hoy más que nunca, ante el creciente anonimato, a considerar que sólo se encuentra cauce a su finitud desde la apertura hacia el reconocimiento del otro, pero, no desde las propias categorías o supuestos, sino, desde la peculiaridad en la que se reconoce la estructura fundamental del hombre como un ser referido para su comprensión en un tú que le reclama su concretez histórica.
 
Sólo desde esta dimensión es que emerge la dialéctica humana del género como una diferenciación necesaria en igual condición, pero, desde la propia especificidad. El hombre y la mujer, en la dinámica del amor auténtico, se hallan en la singularidad que se les plantea como la fuerza propia que los lanza al mutuo reconocimiento ante su propia contingencia, pero, cimentados en su teleología absoluta. El hombre y la mujer deben ser reconocidos, pero, jamás en detrimento de la diferenciación propia del género, que hace profunda y aun más misteriosa la dinámica humana.
 
Nuestras sociedades caminan por el desgaste existencial y, por ello, es cada día más urgente la clarificación de que el hombre, en su aspiración más íntima, busca encontrarse con el Tú capaz de saciar los estragos de su angustia y desesperación, con el Tú que completa el movimiento dialéctico de la existencia misma, y por ende, de la alteridad. Sólo esta experiencia será capaz de integrar dicho movimiento como forma propia de la vida, sólo está experiencia nos abrirá a la comprensión nítida de nuestro ser en el mundo, ambos, hombre y mujer, como individuos en busca de la plenitud existencial.
 
 

[1] S. Kierkegaard, Tratado de la desesperación, 19.
[2] S. Kierkegaard, Diario íntimo, 442.
[3] Cfr. J. Collins, El pensamiento de Kierkegaard, 195.
[4] S. Kierkegaard, Diario íntimo, 207-208.
[5] S. Kierkegaard, Las obras del amor, 319.
[6] Ibíd., 321.
[7] S. Kierkegaard, Las obras del amor, 321.
[8] Ibíd., 326.
[9] Ibíd., 329.
[10] S. Kierkegaard, Diario íntimo, 442.
[11] Ibíd., 427.
[12] S. Kierkegaard, Diario íntimo, 435.
[13] Ibíd., 423.

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