A partir del interrogante sobre las derivaciones políticas del pensamiento de Kierkegaard, surgieron varios caminos sucesivamente abandonados. No parecía satisfactoria la vía que buscaba en los propios enunciados explicitados por Kierkegaard su posición política. Pero esas marcas están allí: él mismo se define partidario de la monarquía hereditaria. Aceptar esta afirmación requeriría contextualizarlo en el siglo XIX, en ese particular momento de la Iglesia Danesa y de la política de su época, en el clima intelectual donde se propagan el idealismo de Hegel y de Fichte, las clases de Schelling a las que Kierkegaard asiste y que lo decepcionan tal como relata en su Diario. Seguramente podremos hallar allí esa ambigüedad que permite ubicarlo como un crítico del sistema o como un conservador individualista.
Una segunda vía de acercamiento sería plantear de qué modo, junto con Marx, Feuerbach, Stirner, los hegelianos de izquierda en definitiva, propició la más feroz crítica a la cristiandad mundanizada, a la subjetividad cristiano burguesa conformista y atada a una ética mercantilista, a la concepción del trabajo alienado, tan cercana en algunos puntos a la marxista, donde captura el momento de la cosificación del individuo. Aquí caben muchas de las observaciones críticas formuladas por Adorno o por Karl Lowith. Así por ejemplo, señalar que la primacía del individuo solitario es una apariencia, porque la generalidad no es más que el puro principio burgués de la economía librecambista, con lo cual hacer institución de la soledad es caer en la masificación no identificada como tal. Sería indicar que los individuos actúan inconscientemente para el todo bajo el cual padecen por lo que el solitario absoluto no haría mella en la totalidad a la cual descalifica y que lo atormenta. Según Adorno, en la interioridad aparece el desprecio del exterior, para que no irrumpa en ella, y en esa actitud acomodaticia, se reduce a los individuos a átomos impotentes. Este es el interior burgués que critica Adorno, el del Individuo despreciativo con las masas que cierra las cortinas de su living cuando la multitud protesta en una marcha y permanece mirando la pastorcilla de porcelana sobre su chimenea.
El esfuerzo kierkegaardiano de denunciar en la filosofía de la historia de Hegel la trampa de la afirmación de que el mundo finito tiene sentido lo precipita en el extremo opuesto de una realidad basada en una abstracta individualidad pura, que ya había sido superada por Hegel anteriormente. Lo que no habría percibido nuestro filósofo es que es tan falsa la totalidad como su contradictorio la singularidad, o lo que es igual, que ambas se hallan irremediablemente ligadas.
Pero cabe para Kierkegaard lo mismo que para Freud. No hay que agregarle lo social a la estructura de la interioridad: ya está contenido en ellos como los que les da forma. El superyo es el conjunto de las instituciones y de la moral internalizadas. Y ese núcleo de pura exterioridad acompaña a los individuos sobretodo cuando creen estar solos inmersos en una interioridad abstracta y antojadiza. El que se cree desde su comienzo uno y arrojado a un mundo, es completamente idéntico a la conciencia desgraciada e inmóvil que ya la fenomenología hegeliana habría descrito. Su unicidad deriva de una dialéctica que lo precede. Y su existencia no es más que un destello de la racionalidad del mundo en donde él mismo no ve más que azar y contingencia. Por eso, finalmente sucumbirá, precisamente porque la totalidad racional lo someterá en tanto mero instante inesencial. Así al no percibir la verdad del todo, no puede descubrir la verdad de sí mismo, y se descalabra en su falsedad abstracta. No habría interioridad sin objeto, de modo que no habría sujeto como sustancia devenida, ni individuo que no sea llevado en andas por una subjetividad que lo contiene. La condición de individuación, según Adorno, no puede estar dada sólo por Dios sino también por las determinaciones empíricas que Kierkegaard se negaría a reconocer.
Se confundiría en esa interioridad lo que es puro exterior, los más baratos intereses por los que está amordazado cualquier existente. Ninguna metafísica del sujeto absoluto puede hacer una crítica profunda del estado de cosas, porque ella misma se ha cosificado. Ciego frente a sí mismo, este individuo no concibe que ese sistema moral de las instituciones cristianas a las que tanto desprecia, lo ha atravesado completamente y que no es nada fuera de ellas. Porque no percibe que toda religión es en una cultura, y sólo retiene de ella el momento abstracto que no se reconoce en el desorden del mundo. De este modo, aboliendo la cristiandad termina eliminando al cristianismo, que no es distinto de ella. Quizás como sospecha Adorno, no haya en Kierkegaard más que “la rebelión de las entidades derrocadas contra el mundo anterior”. Individualidad melancólica que en su identidad de nada, no puede reconocer que lo que considera absoluto no es más que la tradición en la que ha sido criado. Y eso se da precisamente porque no se atreve a pensar que su conocimiento tiene la misma estructura histórica que lo conocido, donde convive la verdad bajo la estructura de la ficción. Frente a la voracidad de un mundo hecho mercado y poblado no de hombres sino de mercancías fetichizadas, se produce un estallido de indeterminaciones, a partir de la cual un hombre en los márgenes del capitalismo, se atreve a creerse solo.
Sin embargo, Kierkegaard no quiso conformarse y reconoció su condición pequeñoburguesa de rentista. Tanto que acomodó su vida mortal a la duración de sus bienes aún más mortales. Podemos preguntarnos aquí si esta no fue su revuelta. Tal como Kristeva emplea el término “re-vuelta en el sentido etimológico y proustiano del término: retorno del sentido a la pulsión y viceversa, para revelar la memoria y recomenzar el sujeto”[1] Kierkegaard se reconoce como hijo del padre que le da la vida material pero también la de la tradición, la del orden simbólico, que sin embargo, se encarga cuidadosamente de cuestionar hasta el fin de su vida biológica.
Una tercera perspectiva, quizás la que hoy, desde mi punto de vista, para usar la expresión kiekegaardiana, da más que pensar es que el efecto de sentido político de su teología fue romper precisamente con la filosofía de la historia en el instante en que introduce el punto de vista de la alteridad absoluta. Frente al monismo hegeliano, al circuito pulsional de la historia donde reina la indistinción entre bien y mal –dado que hay razón suficiente para todo mal- y determinismo absoluto –dado que hay razones para todo-, el punto de vista de lo divino es el que sale del circuito de la pulsión. Es el que en su materialidad, logra desconectar la cadena de causalidades, el que introduce la falla. Sí, el Individuo kierkegaardiano está fallado. Creo que así tal vez en cierto sentido se podría pensar el modo de salir de esa mónada que cree albergar en su interior a la verdad que Adorno criticaba. Si el sujeto es lo que falla, el punto de vista teológico, introducido por Kierkegaard como deconstrucción de lo político, descubre el inmanentismo de lo Humano, combatiendo al Individuo devenido estado, o al Estado que habita al Individuo. Esta nueva alteridad que nuestro pensador introduce en el juego de las formas políticas no pone el Mal afuera, como el alma bella hegeliana, sino que encuentra en el propio Interior lo social, el superyo, y las formas de la tradición. La mónada individual se descubre como multitud.. Si se trata de salir de la mala infinitud Individuo-totalidad desarticulándola a través de la mirada de Dios, se podría elaborar aún más el concepto de Gracia que puede dar cuenta entonces de la inconmensurabilidad entre lo finito y lo infinito. Desarrollar la categoría teológica de gracia tiene un efecto político: el de producir la novedad, en el sentido en que Hannah Arendt plantea el milagro de la natalidad, lo posible en la acción humana, lo impredecible en el tiempo. La gratuidad del don, lo que de la fe no trasmuta nunca en saber. Creo que el juicio kierkegaardiano sobre la cristiandad también puede pensarse como el punto de vista de un Dios que opera frente a la palabra vana. En la polifonía tumultuosa de las políticas, Kierkegaard escucha el silencio de Dios.
Y en eso consiste su devenir cristiano. Da cuenta del itinerario mediante la escritura de los márgenes, lo que se murmura en los límites de la palabra, donde la verdad no puede ser dicha toda. Una única certeza anida en esa escritura “el resto volverà”. El sujeto es un punto de vista sobre el mundo y escribir es significar a partir de las marcas de nuestra percepción desde un cuerpo sexuado.
Lo que plantea de revolucionario la perspectiva kierkegaardiana es que su noción de la teología siempre diferenciándose de la filosofía conduce a la palabra de Dios, al planteo de una exterioridad. En un punto siempre hay alteridad, un otro, respecto del cual el sujeto no es creador, ni causa, ni fin, ni sentido. Los hombres no son más que tumulto. En la masa donde hay pluralidad de voces, se pierde la condición de inicio, se enturbia la voz del Espíritu, y el hombre masificado cree saber qué es. Es ese tumulto político la que Kierkegaad ve como engañosa. Los individuos encadenados por la agitación del instante en una revolución perpetua., “lo que siempre gira en su sitio, como un ventilador” se burlaba Gide. El mundo brillante de la conmoción es el opuesto de la errancia trágica. Los hombres creen que hablan cuando profieren sonidos y que son ellos la fuente del sentido. No hay un emisor privilegiado, Babel restaurada, las políticas se hacen religiosas. Kierkegaard denuncia ya en la Europa del siglo XIX, la esteticidad del instante. El gregarismo que también denunció Nietzsche en el rebaño. Así las políticas y ese estadio estético se identifican en una nudo que sólo crea más incomunicación bajo la forma de aldea global. Lo que se escucha en la opinión pública es la multiplicidad de voces, donde no hay lugar para la unicidad de Dios. Se quiere poner orden por medio de nuevas revoluciones. Pero los movimientos políticos no causan más que movilizaciones sin desplazamiento. Torbellinos que giran sobre sí, sin punto fijo. No salva de esa continua seguidilla de revoluciones, la fijación en un Estado o una Iglesia consustanciada con él, de donde la familia burguesa pueda sujetarse para no enfrentarse con la desesperación. A las Políticas estéticas o éticas, Kierkegaard les opone el único símbolo desde el que puede medirse el movimiento: la Cruz Y a Cristo como punto fijo.
La Exterioridad de Dios engendra siempre distancia. Pero no para intervenir en la historia de las políticas sino para describir su momento impolítico. El mal se vuelve inexplicable, lo que no significa que no combatamos contra él. Lo nuevo viene de Dios no de la calle. Pero para escuchar ese silencio, hay salir del interior burgués y deslizarse por el Inter. - esse, por el tumulto del animal social. Será la revuelta una vez más, escuchar detrás del aullido de la prensa, y de la construida opinión pública, el murmullo, la voz en sordina, la nada de voz, de los que no se pueden hacer escuchar.
Claro que las políticas son del orden de la palabra. Pero quizás sea interesante escuchar el silencio primordial en medio del ágora donde los hombres hablan. Esa escucha solo puede darse, si se parte de la creencia en un silencio primordial. No se trata entonces de hacer silencio, que en ningún caso es salud, para no caer en el pensamiento conservador que no termina conservando más que la muerte, sino de escuchar aquello que se dice por medio del silencio en el centro mismo de las turbulencias, incluso de las revolucionarias, para no confundir los dialectos, las lenguas de las naciones, las plegarias... No se trata de una revuelta individualista, concentrada sobre el yo. Al contrario, es el sostenimiento de la polis incluso en su confusión babélico por un el punto fuera del mundo, al que lleva la fe. Para Kierkegaard ella mueve al mundo entero y más profundamente que todas las revoluciones. Se trata de otra clase de comunicación, que pasa por el acto de escribir y no de producir palabra vacía.
El escritor es que va al encuentro de los individuos aislados en su secreto esencial, es el riesgo que asume. Porque obliga siempre a identificarse con los otros en el lugar de la falta y no en el de la sustancia. Es la forma inédita de un pasaje de lo singular a lo universal. De lo privado a lo público. Se comunica la propia manifestación, se da cuenta de sí mismo en el decir. Pero solo se puede comunicar el quién bajo la aceptación de una imposibilidad que se manifiesta como posibilidad de la escritura. Porque es imposible la comunicación plena, porque no se puede hacer que el otro responda, y aun menos el Otro, nuestra Causa.
El modelo kierkegaardiano de comunicación supone la radical incomunicación. ¿Acaso el deseo que me posee es comparable al infinito deseo de Dios? Porque no se puede colmar ese deseo, surge la escritura. La escritura es la experiencia –el salto no acumulable– el pasaje entre dos mundos. Lo inasible, inenarrable del cuerpo se constituye en la escritura como posibilidad de enfrentarse con lo Real. El estar-entre de los sujetos, depende de lo inédito de la escritura que se constituye como un lazo. Escribir es soportar la heterogeneidad radical de un cuerpo, de lo que golpea en el cuerpo y que tiende –desea– ser inscrito en el orden simbólico. Escribir es el intento de pagar la deuda impagable. Es dirigir una voz a lo alto, es preguntar cada vez por qué soy y no nada. Es sostenerse en la pregunta por el quién soy, que remite a la angustia agustiniana, y que no deja de hacer mundo. Es poner esa imposibilidad radical a hacer lazo con otro. Alianza que permite la salida de lo privado. De lo privado de ser al poder de la palabra, dialéctica de una comunicación distinta. Porque toma como modelo la comunicación con Dios. Engendramiento de lo político: escribir es aparecer para el otro y para sí mismo por medio del acto que se instituye en la palabra. La escritura se da en el límite paradojal en que no comunica mas que la fascinación de lo imposible de escribir. Porque soy un cuerpo privado de todo lazo connatural con los otros, escribo para hacer comunidad. Pero la escritura lograda es la que da cuenta de lo fallido de ese gesto, de lo impolítico en el seno de lo político. El acto de escribir y el objetivo de la obra es devenir cristiano. Ese devenir es el proceso mismo y no su resultado, no es experiencia en el sentido hegeliano, porque no se trata de saber, sino de la experiencia del salto cualitativo que deja una marca sin sustancializarse, que no confirma en el ser sino que lo señala, que intenta volver tangible por un instante algo del orden de lo evanescente. La escritura es el rasgo por el que se inscribe una marca en lo imposible de atrapar. Pero a la vez es la forma paradojal en que se hace público lo privado: privado de la relación con Dios hecho público en una dialéctica de la comunicación, que tiene como modelo ese vínculo con lo Absoluto. Comunicación paradojal en tanto se basa en una absoluta asimetría, una voz que clama en el desierto a un llamado sin palabras que se inscribe en la intimidad que cada sujeto puede develar, retener, en sí mismo, por un proceso de ensimismamiento. Y sin embargo, la escritura y sobre todo la escritura religiosa, la obra religiosa, es la que da cuenta de esta instancia. La pretensión de unicidad del Individuo ante Dios, única forma de la soledad auténtica. Unicidad a la que se renueva por una visión, un llamado el otro que obliga a desdoblarse para escuchar. Y lo que se escucha es una apelación a su diferencia absoluta de los otros. En el seno de la cristiandad, el único tiende a fundirse en la masa, en lo público, se trate de política o de literatura. Kierkegaard denuncia lo propio de la modernidad, el vicio que consiste en abolir la personalidad volviéndola objetiva. La comunicación directa de un mensaje verdadero, se discrimina de la comunicación en la reflexión que consiste en caer (en el sentido bíblico del término que lo liga al pecado) para entrar en lo verdadero. La escritura da cuenta de ese método indirecto, el único modo en que la verdad se muestra, sesgada, por la vía de un trazo que la recorta. La escritura es así un trabajo contra sí mismo, el esfuerzo de la negatividad como precio para acceder al Único ante Dios. Inscripción como modo de subjetivarse. La comunicación indirecta, se va dando, por una mayéutica socrática, como un deslizamiento que se inicia en la producción estética y finaliza en la religiosa. Los seudónimos son el medio transversal por el cual se llega al nombre, la metáfora por la que se avanza de lo conocido a algo siempre desconocido. Esta fenomenología de la escritura no describe el devenir de una sustancia que se hace sujeto sino el itinerario de la constitución de la subjetividad.
Se nos suscita la dificultad de no domesticar a Kierkegaard. Porque no es tan fácil estar solo, y rápidamente se hace escuela, tumultos, congresos, jornadas. La revuelta tal vez consista en no hipostasiar la paradoja develada por Kierkegaard. La del Solitario en la multitud. Escribir siempre desde el margen, desde el resto. Sostener que lo que tenemos los hombres en común, incluso los que queremos vivir juntos, es algo que no nos pertenece: la gracia de Dios. Pero cómo no traicionar a alguien que despreciaba la victoria. Es difícil no traicionarlo poniéndolo a competir en el mercado de filósofos. Tal vez haya que ocultarlo, porque su triunfo póstumo sería el fracaso de su verdad.
[1] Kristeva Julia. El porvenir de la revuelta. Buenos Aires, FCE, 1998.pag. 50.