PABLO URIEL RODRÍGUEZ: "Kierkegaard y la escritura política"
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Mientras intentaba esclarecer su labor como escritor, Kierkegaard anotaba lo siguiente: “En estos tiempos la política lo es todo”[i]. Así ligaba, como nuestro título indica, la política y la escritura. También formulaba, inconscientemente –aunque no de modo involuntario–, otra prodigiosa paradoja. Al parecer sus palabras estrechan los límites de su veracidad al instante en que son pronunciadas: sólo son ciertas si alcanzan a describir fehacientemente el estado de cosas correspondiente a un momento determinado. Pese a ello, algo así como “En estos tiempos la política lo es todo” resulta verdadero más allá del cuando y el quién de su enunciación. No expresa una «verdad esencial y eterna», tampoco proclama una «verdad accidental e histórica». Ni lo uno, ni lo otro.

Verdadera en todo momento a la par que destinada a adquirir esta veracidad sólo en la medida en que se la emplee en un instante específico, lo que queda encerrado en la frase “En estos tiempos la política lo es todo” sin pertenecer a una época concreta sólo se vuelve patente y real en tanto y en cuanto se encarna en un tiempo concreto. Se trata, en suma, de una «verdad en devenir»… pero un devenir a-dialéctico: no hay para la verdad contenida en ella un desarrollo histórico progresivo y, por ende, su intensidad es una y la misma para todo tiempo; aun cuando, paradójicamente, no podemos dejar de constatar que en cada época alcanza, efectivamente, su grado máximo de fuerza y vigencia. El carácter «singular» de su verdad hunde sus raíces en su carácter «universal»: es verdadera ahora, porque lo es en todo momento. A su vez, el carácter «universal» de su verdad reside en su carácter «singular»: es verdadera en todo momento, sólo si en cada caso ahora, sea cual sea éste “ahora”, es verdadera. Quien pronuncia la frase “En estos tiempos la política lo es todo” se instala, tal vez sin sospecharlo, en un horizonte de contemporaneidad que surca la totalidad de la historia: la política es aquello de lo cual, ya siempre, «hoy», sin la menor dilación y la máxima seriedad, hay que ocuparse.

Porque Kierkegaard (no) es un escritor político

En marzo de 1845 Marx interrumpía sus estudios sobre la alienación del trabajo humano para apuntar lo siguiente: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos al mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”[ii]. Es posible restringir las palabras de Marx a su más ingenua literalidad y trazar, en base a ello, una disyunción excluyente entre el escribir una política y el hacer política, es decir, entre la Filosofía –una suerte de no hacer político– y la Revolución –el hacer político por excelencia. No obstante, si la de Marx ha sido, en efecto, una filosofía revolucionaria, ya no cabría oponer sin más «teoría» y «praxis» sino enfrentar, más bien, una comprensión legitimadora a una comprensión transformadora del mundo. En un sentido laxo, toda escritura es un hacer político transformador que o bien puede modificar el orden vigente convalidándolo o bien puede modificarlo «luchando» por su superación. Hay, por tanto, una escritura política revolucionaria –la que para Marx sería la auténtica escritura política– y una escritura política reaccionaria.

El hecho de que los marxistas tradicionales consideren que toda escritura política por fuera de Marx –es decir, aquella que permanece alejada de los lineamientos fundamentales de la filosofía marxista– es reaccionaria y, como tal, impolítica no es un problema de escuela. Se trata, si, de un equívoco que trascendiendo los límites de la ortodoxia marxista puede ser atribuido a la casi totalidad de los teóricos políticos y no políticos ortodoxos. Equívoco que consiste en restringir la escritura política a la producción literaria de los escritores políticos, es decir, a la obra de aquellos autores que, para dar cuenta del fenómeno político, utilizan determinada terminología y emplazan su producción en un plano especulativo específico.

Vivimos en una sociedad aparentemente obsesionada con la política, al punto de llegar a considerar un «crimen» cometido contra ella misma el faltar al más sagrado de nuestros deberes civiles: hacer política, aunque más no sea como es el caso de la Filosofía, escribiendo una política. Vivimos en una sociedad, la nuestra, que, ante todo, exige escritores políticos. Pero ¿qué hay tras esta demanda social?

Un par de años atrás, en Dar la Muerte, Derrida «tropezaba» con una situación similar: “A menudo se escucha que los filósofos que no escriben una ética faltarían a su deber ya que el primer deber del filósofo es pensar la ética, adjuntar un capítulo de ética a cada uno de sus libros”[iii]. Para develar el sentido oculto tras esta «exigencia» Derrida acude a Kierkegaard de Silentio[iv]. Este pseudónimo del pseudónimo –en quien, simultáneamente, Kierkegaard se desliza hasta devenir Derrida y Derrida se desliza hasta devenir Kierkegaard– habría expuesto, de un modo magistral e inédito, el carácter esencialmente inmoral de todo discurso ético-racional.

Para Kierkegaard de Silentio el discurso ético impone un origen por fuera de sí a la responsabilidad y así la circunscribe a un rango de acción determinado. La ética es la tentación[v] de un sujeto que, desatendiendo la solicitud del otro, pretende fundar a priori y desde sí el orden y la jerarquía de sus responsabilidades. El autor de Temor y Temblor, comprende Derrida, acudiría al nombre de Dios para señalar la posibilidad de una responsabilidad an-árquica, una responsabilidad sin origen, una responsabilidad que no tendría su principio en la autodeterminación racional del sujeto sino en la solicitud del Otro. Responsabilidad ante la cual el discurso ético –con su búsqueda de un fundamento seguro para la acción– no es sino evasión e irresponsabilidad.

Derrida centra su análisis de Temor y Temblor en el tercero de sus problemas –aquel que explora la intrincada relación entre el lenguaje, la ética y el Singular– dado que en él intuye la denuncia kierkegaardiana de este estratégico ocultamiento de la irresponsabilidad tras la responsabilidad. La ética y la Filosofía, de ordinario, son enemigas del secreto y del silencio. Del secreto porque gracias a él recortamos un sentido y lo apartamos de lo general en provecho de nuestra íntima singularidad; del silencio porque es el dispositivo que permite la conservación del sentido sustraído dentro del secreto. Por lo común, el silencio se produce en la medida en que el individuo –tras sucumbir a su particularidad– rehúsa expresar lo que para lo general es una falta. Sin embargo, lo «oculto» y lo «expreso» comparten un mismo lenguaje; por lo cual aquello que permanece en silencio podría ser comprendido, en caso de ser develado. Por este motivo, la ética que vincula la responsabilidad con la publicidad[vi] y exige la manifestación de la interioridad singular en la exterioridad de lo general[vii] considera injustificable todo silencio y, por ende, también el de Abraham.

Pero es necesario precisar otro tipo de silencio y otro tipo de secreto. En este caso, el silencio no esconde sentido alguno dentro del secreto; lo que el silencio aleja de lo general y preserva dentro del secreto no es otra cosa sino el silencio mismo. Kierkegaard y Derrida, pese a sus diferencias[viii], son tajantes: para el lenguaje general, el silencio carece de sentido; nuevo y fundamental motivo por el cual la ética condena al silencio. Guardar silencio ante Eleazar, Sara e Isaac supone renunciar a la única justificación de nuestra conducta que cuenta con el beneplácito de la ética, es decir, la justificación discursivo-racional. «Abandonar» el lenguaje de lo general es situarse por fuera de la ética; no al modo de quien la infringe –quien, en última instancia, sigue sujeto a ella– sino de un modo más radical y terminante: desistir de la comunicación significa volver imposible la construcción de la ética y de la vida comunitaria, por lo menos, aquellas que se erigen en base a cierta clase de racionalidad.

¿A qué se debe esta «hostilidad» hacia el lenguaje? ¿Qué hay de malo en la comunicación? Tal vez esta condena nos resulte demasiado excesiva. No debemos perder de vista que lo que aquí se condena es un uso calculador del lenguaje, una utilización estratégica del discurso ético y de la ética misma. Si el silencio es la «entrada a la paradoja», es decir, el salto desde lo ético hacia lo religioso; «hablar», dar razones, equivale a salirse de la paradoja[ix] invirtiendo la dirección del salto. Si el silencio nos intima a abandonar la tranquilidad de lo general con sus responsabilidades siempre relativas y asumir el temblor de nuestra Singularidad y responsabilidad absolutas; tal vez, Derrida tenga razón cuando mencione que un posible efecto o destino del lenguaje sea el privarnos de nuestra Singularidad y liberarnos de nuestra responsabilidad[x]. No nos detengamos aquí. Este efecto o destino del lenguaje alcanza su mayor patencia allí donde se recurre al «hablar» para construir o, como en este caso, discutir una ética. El cometido de esta condena al discurso etico es señalar que no hay una correspondencia inmediata entre el hacer ético y el hacer una ética. No somos más o menos éticos en la medida en que «hablemos» [o no] de la ética.

Todo lo que ha sido dicho en torno a la ética puede ser dicho de la política. Así como es posible hablar de la inmoralidad de la ética, se torna necesario señalar la impoliticidad del escritor político o, en otras palabras, se vuelve imperioso testificar la actual inconmensurabilidad entre la escritura política y el escritor político. Pero ¿qué es lo que aquí se denomina impolítico?, ¿qué escritura política?, ¿a quién, escritor político?

Volvamos explícita nuestra de-cisión originaria: quisiéramos «conservar» la expresión escritura política para lo que se ha denominado escritura política revolucionaria, es decir, aquella escritura que se compromete en la construcción de una propuesta que –en la senda abierta por Marx– procure «derrumbar» un sistema social que cifra su buen funcionamiento económico, político y jurídico en la silenciosa y calculada muerte –física y «espiritual»– de centenares de almas anónimas[xi].

En este sentido, declarar impolítica la obra de un filósofo; equivale a decir que la escritura política revolucionaria «ya–no–puede–vehiculizarse» a través de las realizaciones teóricas de quien se concibe como un escritor político y ajusta la producción de sus textos a esta imagen que de sí ofrece. Incluso, y muy especialmente, en aquellos casos en los cuales este escritor, honestamente, se propone «combatir» contra el orden estable width=100%cido.

Durante los siglos XVIII, XIX y principios del XX el Capitalismo afianzó su poder hegemónico a partir de una doble ofensiva: una de ellas se jugaba en el plano de lo macro-político y otra en el de lo micro-político. En el plano macro-político, el Capitalismo aseguró el correcto funcionamiento de su lógica económica a partir del surgimiento de un Estado Nación que, con su marco jurídico, garantizaba y protegía el desarrollo autónomo del Mercado. En el plano micro-político, el Capitalismo destinó las instituciones estatales burguesas a la producción programática de un tipo de subjetividad que convalidase la racionalidad técnico-mercantil. Si la victoria en el frente macro-político aseguró la posibilidad de contar con un andamiaje que permitiese poner en marcha el plan de «colonización» del sujeto; será el éxito rotundo de esta segunda ofensiva lo que hoy en día permita al Capitalismo «deshacerse» del Estado Nación sin perder, en lo absoluto, el dominio ideológico global. El Estado puede retirarse en la medida en que ya está presente en los individuos. El límite esencial del escritor político radica en comprender el imperialismo micro-político como un mero fenómeno psicológico que puede ser disipado con un poco de conciencia de clase. No obstante, esta solución es insuficiente en la medida en que es necesario reconocer que esta presencia conlleva una transformación «ontológica» radical del individuo.

El escritor político parte de la base de que el Estado habita en el individuo en la medida en que el individuo habita en el Estado; por lo cual la solución al imperialismo micro-político depende, pura y exclusivamente, de la «aniquilación» del imperialismo macro-político. Sin embargo, el verdadero problema radica en que el Estado ya no precisa ser habitado por individuos puesto que el individuo ha devenido Estado. Por tanto, la actividad política revolucionaria por excelencia es aquella que combate al Estado Interior.

De la escritura religiosa a la escritura política

¿En qué consiste este estrecho vínculo entre escritura y revolución? ¿Qué tiene que ver Kierkegaard, un autor ideológicamente reaccionario, con esta «alianza»?

El tercer problema de Temor y Temblor esboza, desde el punto de vista de la comunicación, la teoría de los «estadios existenciales». Allí se señala que el lenguaje ético-general se encuentra emplazado entre dos silencios: uno de ellos estético y el otro religioso. Silencio – tal y como señala S. Hay[xii]– no equivale aquí a ausencia de sonido; sino, más bien, a ausencia de sentido[xiii]. Lo estético y lo religioso son determinados como silencio y, por ende, sus expresiones son un sin-sentido. Esta distinción que –de modo aparentemente inofensivo– se establece en el registro de lo comunicativo tiene, por su parte, graves consecuencias en el plano de lo comunitario.

Al comienzo del Leviatán, Hobbes, llega a decir que “sin lenguaje no hubiera habido entre los hombres ni república, ni sociedad, ni contrato, ni paz”[xiv]. Establecer un ethos comunicativo es condición necesaria para la fundación de un Estado: el lenguaje es, pacto antes del pacto, el cimiento sobre el cual descansa el edificio de la sociedad política. Esto es así, en la medida en que a partir del lenguaje se «estructura» y «limita» el pensamiento del hombre. Hobbes dirá, por tanto, que a fines de consolidar su legitimidad y garantizar el dominio sobre sus súbditos el Soberano deberá imponer unilateralmente un determinado lenguaje y ejercer sobre él, en todo momento, un poder monopólico. El logos estatal es un dispositivo de control cuya finalidad es asegurar la supervivencia de una determinado tipo de «organización» comunitaria; su principal mecanismo es aquel que sería denunciado por Kierkegaard con motivo de la defensa del silencio abrahámico: estrechar los márgenes del sentido sólo a aquellas expresiones que para el lenguaje tienen sentido.

Tanto las expresiones de lo estético como en mayor medida las de lo religioso son presentadas, en Temor y Temblor, como carentes de sentido; de este modo se considera que ellas no sirven como cimiento a partir del cual construir ningún tipo de vida comunitaria; antes bien deben ser consideradas como potenciales agentes de su disolución. Sin embargo, esta caracterización es unilateral; ella responde al punto de vista del lenguaje ético-general.

Por tanto se impone al pensar el preguntar si es posible encontrar algún medio en el cual lo estético y lo religioso gocen de sentido. Kierkegaard, en Los estadios eróticos inmediatos o el erotismo musical, en un momento en el que presumiblemente aún no se había formulado de modo explícito este «desafío» –si es que en algún momento lo hizo–, ya había bosquejado una solución parcial a esta cuestión. En las primeras páginas de esta obra dedicada al Don Juan mozartiano la música es presentada como el medio en el cual lo estético se expresa sin falsear ni escamotear su sentido. De este modo, «otorgando» sentido a lo estético a partir de su «conducción» al elemento musical; se abre teóricamente la posibilidad de «otorgar» sentido a lo religioso en la medida en que éste sea «conducido» a su propio elemento. Nuestra apuesta hermenéutica es pensar la escritura como el medio que expresa lo religioso en sus caracteres esenciales. De modo que, la escritura es, propiamente, escritura religiosa. Pero, ¿en qué consiste esta escritura religiosa? ¿cuál es su cometido?

El solitario de Copenhague ha dedicado su vida a combatir una espantosa ilusión. ¿Cuál? La ilusión de creer que ese enemigo mortal, la Cristiandad, se efectivizaba únicamente en la Iglesia establecida. El «oficialismo» más nocivo no es el de las instituciones sino el que se asienta en nuestra propia subjetividad. Por ello, la crítica kierkegaardiana a la Iglesia-Institución no es una vuelta sin más al individuo. Tal retorno, a la corta o a la larga, terminaría por conducirnos a la misma situación. Si la Cristiandad ha triunfado en el mundo lo ha hecho porque, día a día, triunfa en el individuo[xv]. Ciertamente, hallamos en Kierkegaard un enfrentamiento con la Iglesia establecida –la Cristiandad exterior– pero, en un sentido más profundo, hay una lucha contra lo que en su propia subjetividad hay de Cristiandad.

Mi punto de Vista presenta a la escritura como la «estrategia» empleada para deshacerse de esta cristiandad interior. El lector de esta escritura de la escritura asiste a una extraña tensión. Por una parte, Kierkegaard señala que la escritura religiosa trasciende los estrechos límites que cualquier escritor religioso pueda imponerle. Esto es así, en la medida en que las más de las veces es el mismo escritor religioso quien fortalece la ilusión. Sólo la escritura religiosa es capaz de «desarticular» la ilusión; y lo es únicamente en la medida en que para desarrollarse acepta desplegarse a lo largo de una producción literaria que incluye la actividad mancomunada del poeta, el psicólogo, el filósofo, el editor, el pastor, el funcionario judicial, el seductor…

Por otra parte, Kierkegaard afirma que es posible alcanzar el sentido esencial de su obra a través de la sola comprensión de sus escritos religiosos; prescindiendo, por completo, del resto de su producción literaria[xvi]. Así señala que la escritura religiosa sin quedar reducida a los discursos edificantes sólo alcanza en ellos su cumplimiento. Por tanto el desfile de pseudónimos sólo estaría permitido si y sólo si, en todo momento, por detrás de ellos nos encontramos con el nombre propio operando a modo de horizonte de inteligibilidad.

Decidirse por un término de esta tensión no es otra cosa sino definir la relación entre pseudonimia y nombre propio; y con ello «jugarse» la totalidad de la recepción del pensamiento kierkegaardiano. ¿El nombre propio es anterior al despliegue de los pseudónimos o surge con y a partir de él?

Si el nombre propio es anterior al pseudónimo, éste último no será otra cosa sino la «máscara» que el primero acepta llevar para asegurarse, de ese modo, la posterior exhibición de su verdadero «rostro». Así las cosas, en último término, el «yo» sigue siendo el trasfondo del «otro»[xvii]. De modo que –precisamente por este motivo– de tomar seriamente la advertencia kierkegaardiana de que es el escritor religioso quien fortalece la ilusión, deberíamos aceptar, le pese a quien le pese, que la primera víctima de esta acusación sería aquel escritor religioso que el mismo Kierkegaard fue.

No obstante, cabe realizar otra lectura[xviii]. Una que, tal vez trascendiendo (y, tal vez, violentando) la literalidad del texto kierkegaardiano, se plantease la posibilidad de un segundo Kierkegaard emplazado entre los pseudónimos y ese autor que firma con nombre propio sus discursos edificantes. Esta lectura plantearía que el verdadero «nombre propio» sería lógicamente posterior tanto a los pseudónimos como al nombre propio del escritor religioso y se situaría, precisamente, en el espacio abierto entre uno y otro. Pero se trataría de un yo que en modo alguno oficiaría de síntesis entre ambos elementos sino, por el contrario, como aquella referencia que permitiría transitar, en uno y otro sentido, desde el «ser-otro» del pseudónimo hasta el «ser-yo» del nombre propio. Sería, finalmente, un yo abierto, un yo atravesado por la alteridad del «otro»; siempre inconcluso y en perpetuo estado de no-acabamiento. En este sentido, sólo aquello que esbozamos como primer sentido de la escritura religiosa, a saber aquel que se resiste a estrechar los límites de ella a la obra de un escritor religioso, sería capaz de llevar a término el objetivo kierkegaardiano: derribar la ilusión de la Cristiandad. Y ello en la medida en que la presencia de la fluidez del pseudónimo «impediría» la cristalización de cualquier formación fija de la subjetividad.

Ahora bien, la escritura religiosa, tal y como ella sería proyectada por este primer sentido, se constituye como un arma de combate contra una determinada formación de la subjetividad llamada cristiandad. De modo que, esta escritura coincide «programáticamente» con nuestros intereses políticos: el combate contra la «organización estatal» de la subjetividad. Hallamos en Kierkegaard una teoría y praxis de la escritura política, en tanto que escritura religiosa. No obstante, recurriendo a un motivo marxista, no podemos obviar el hecho de que la alienación religiosa es producto de una alienación más originaria que debe ser pensada en los términos de una doble alienación macro-política y micro-política. Sin lugar a dudas Kierkegaard permaneció «ignorante» de este hecho y por ello su escritura religiosa parece permanecer «inconsciente» de sus efectos políticos.

Lo que nos interesa señalar es el hecho de que el proyecto de emancipación religiosa emprendido por el danés sólo puede llegar a término en la medida en que trascendiendo los límites en los cuales el mismo Kierkegaard lo habría encriptado, sea inscripto dentro de un proyecto más amplio de emancipación política.

La escritura política como [des]organización de la subjetividad

Tanto la escritura como la música posibilitarían, en principio, la «construcción» de una propuesta alternativa al orden estable width=100%cido, puesto que sus expresiones trascienden los límites impuestos por el lenguaje al sentido. Escritura y música serían, dentro de este esquema, herramientas políticas de combate.

A partir de esta línea interpretativa, sería posible trazar una alianza entre Kierkegaard y el joven Nietzsche quien, en El Nacimiento de la Tragedia, afirma que sólo a través de la música es posible el «nacimiento» de una nueva cultura trágica. Sin embargo, Kierkegaard –tal vez porque su concepción del fenómeno musical todavía permanece demasiado dependiente del idealismo alemán– aún desconfía de la potencia revolucionaria de la música. Como expresión de lo erótico, la música es caracterizada como un «traer-a-la-superficie» una sensibilidad anterior al «yo-individuado». No obstante, tal y como señala Klossowski[xix], la música daría cuenta de lo «no-individuado» pero en el modo de ser de lo «pre-individual» destinado inevitablemente a la «individuación». En otras palabras, la música nos pone en contacto con aquello que escapa a todo tipo de «formación figurativa», pero lo hace, precisamente, para mostrar el movimiento de este fondo «in-forme» originario hacia lo ya «organizado». He allí el motivo por el cual, en Los estadios eróticos inmediatos o el erotismo musical, el pseudónimo percibe que en la música “lo que realmente se oye es aquello que siempre se libera de lo sensual”[xx]. Lo musical de Kierkegaard es, Nietzsche mediante, aquello que está a medio camino entre lo dionisíaco y lo apolíneo. “Don Juan –señala el danés– reside en la permanente oscilación entre ser idea, es decir, fuerza, vida… y ser individuo. Pero esa oscilación es la vibración musical”[xxi]. De modo que, lo musical dista mucho de ser un medio expresivo que se «aleje» del lenguaje; por el contrario, la música «tiende» hacia él. La música, en resumen, debe su insuficiencia al carácter «pre-individual» que se le asigna. En el terreno político su propuesta se diluye en un imposible retorno a lo originario. En todo caso, como señala Klossowski, lo musical puede ser un proyecto político válido para el alma griega pero no para una conciencia moderna reflexivamente determinada que “al plantear lo inmediato como el principio que ella misma excluye, se plantea a sí misma como la individuación irreversible del alma inmortal”[xxii].

El pasaje que va desde lo «pre-individual» a lo «individuado», es decir, de la música al lenguaje implica una «organización estatal» de la subjetividad humana. Se trata de la estructuración del sí mismo como un «yo»; que puede y debe ser entendida en analogía a la estructuración estatal de la comunidad. En términos más afines al universo conceptual kierkegaardiano, este pasaje debe ser comprendido como la «elección ética del yo». Tal elección, antes que el asentimiento a llevar adelante una vida de corrección moral, supone aceptar que las categorías éticas adquieren un valor normativo sobre la propia existencia. Para el autor de Estética y ética en la formación de la personalidad, vive de modo ético tanto aquel que conscientemente actúa en «conformidad» a la moral como aquel que de modo consciente determina su conducta en «contra» de ella; precisamente vivir éticamente implica percatarse de esta diferencia. Vivir éticamente no significa, en efecto, vivir en el bien; sino vivir en la distinción entre el bien y el mal. Por lo que, si tenemos en cuenta que en El Concepto de la Angustia se afirma que esta distinción se asienta en el lenguaje; mas sólo alcanza trascendencia cuando es interiorizada por el individuo[xxiii]; podríamos decir que vivir éticamente no es sino vivir dentro de las determinaciones del lenguaje. A través de la elección ética, la existencia se configura bajo las determinaciones ético-discursivas del bien, el mal, la responsabilidad, el arrepentimiento y la culpa; y esto lo hace a través del reconocimiento/fundación de un «yo» claramente individuado que, aceptando remitir la totalidad de su devenir a los límites impuestos por estas categorías, sólo admite la vida comunitaria dentro de una sociedad cuya supervivencia esté garantizada por la exclusión de aquellos que no compartan el mismo ethos lingüístico, es decir, dentro de una comunidad que para ser tal debe organizarse de modo estatal. Aún cuando parezca que con ello se recae en un extremismo insensato y aberrante puede decirse, a la luz de estas reflexiones, que hablar es la más reaccionaria y conservadora de las actividades y romper con el lenguaje, por su parte, la práctica más revolucionaria. Pero ¿cuál es el significado de este «no hablar»? En modo alguno, un entregarse sin más al mutismo. Se trata, en efecto, desde el punto de vista del lenguaje, de un silencio, pero un silencio que no es un mero «callar» sino un buscar otros modos de comunicación.

El movimiento político revolucionario, por excelencia, es aquel que va desde lo «individuado» a lo «post-individual», es decir, desde el lenguaje hacia la escritura y es comprendido como un proceso de «desorganización» de la subjetividad en tanto que «distanciamiento» del ethos lingüístico. La escritura, por su parte, no debe ser comprendida como aquello que acontece una vez que nos hemos librado del lenguaje, antes bien deberíamos concebirla como el medio a través del cual combatimos en aras de esta liberación. La escritura no es el término de éste devenir «desorganizador» sino su ritmo interno; de manera que la actividad revolucionaria sólo es tal en la medida en que hace de sí misma su única finalidad.

Hemos dicho que la escritura puede ser política o no serlo, es decir, revolucionaria o reaccionaria. Pero ¿cuál es el criterio para determinar lo uno o lo otro? Esta cuestión ya no puede ser dirimida, pura y exclusivamente, en términos de «contenido» sino que para juzgar la orientación política de una escritura deberá atenderse su «estilo». Ciertamente con esto no queremos dar a entender que se deba renunciar al «contenido». Si queremos ser revolucionarios estamos «destinados» a seguir hablando en términos de lucha de clase y emancipación colectiva. No obstante, lo que se vuelve patente es que ya no es posible hacer referencia significativa a estos «contenidos» sino es a través de un «estilo» que pugne por la deconstrucción de la codificación racional de la subjetividad y la emancipación de la singularidad.

En este sentido se comprende el aporte de Kierkegaard a la escritura política. Es posible hablar de un «estilo» Kierkegaard en la medida en que la producción filosófica del danés es un trabajo literario, cuyo pensamiento total es la tarea de devenir Singular. Pero ¿en qué consiste la originalidad del «estilo» kierkegaardiano? ¿cuáles son sus herramientas? La novedad del «estilo-Kierkegaard» se juega en dos notas esenciales: por un parte, la comprensión de la escritura como lectura y por otra parte, la comprensión de la escritura como «dictado» del pseudónimo.

Es el mismo Kierkegaard quien confiesa considerarse a sí mismo “más como lector de libros que como escritor”[xxiv]. Pero ¿qué quiere decir todo esto? Principalmente que la escritura es realmente tal sólo en la medida en que se concibe como lectura de una «textualidad» previa a la escritura misma. En Mi Punto de Vista se diferencia entre la escritura de quien tiene ante sí una hoja de papel en blanco y la escritura de quien, mediante la aplicación de un líquido cáustico pone en evidencia un texto escondido[xxv]. Jugando en los límites de esta metáfora podríamos decir lo siguiente: el lenguaje[xxvi] es un tipo de escritura que creyendo imprimir su grafía sobre una superficie límpida no hace otra cosa sino trazar sus expresiones sobre los surcos ya abiertos por una «textualidad» arcana; por el contrario, la escritura es lectura de ésta «textualidad». De modo que, mientras el lenguaje es un dispositivo de ocultamiento de la «textualidad» interior; en la escritura acontece el develamiento de esta «textualidad». Lenguaje y escritura, en este sentido, serían repetición de la «textualidad»; su diferencia radical es que el lenguaje es un mero «decir» mientras que la escritura es un «decir autoconsciente»[xxvii].

El «decir» del lenguaje es un re-ligarse a la codificación racional de la subjetividad; un continuo volver sobre sí del individuo que exacerba un proceso de interiorización que conduce y reconduce al sí mismo hacia el «yo». Por su parte, el «decir autoconsciente» de la escritura es un des-ligarse de esta codificación racional; un salir por fuera de sí del individuo. No obstante, no se trata de dar un salto por fuera de la subjetividad; tal posibilidad no sería sino pensar en los términos de una escritura absolutamente originaria, es decir, una escritura sobre la hoja en blanco y, con ello, una recaída en el lenguaje. Esta salida, paradójicamente, sólo es posible en tanto que profundización consciente del individuo sobre su propia subjetividad. Es necesario pensar en los términos de una escritura sobre la escritura, es preciso ahondar en la perspectiva de una escritura que es autora de una nueva «textualidad» que no puede aspirar a ser la única «textualidad». La escritura es, en síntesis, el intento por trascender la propia subjetividad a partir de un proceso de inmanencia.

Sólo a partir de la escritura es posible quebrar la equivalencia sí mismo = «yo». Ella, la escritura, es un poner al sí mismo en el centro de la escena relegando al «yo» a un segundo plano. El pseudónimo no es sino una de las tantas estrategias que posibilitan que este desplazamiento se consume. A través del pseudónimo, es decir, a través de la multiplicación de los lugares de la enunciación, hacemos la experiencia de que el autor de la escritura es un sí mismo que en modo alguno puede reducirse al «yo».

Debemos tomar en serio a Kierkegaard cuando declara, una y otra vez, no ser el autor de sus obras pseudónimas. Es el «otro» y no el «yo» el artífice de esta escritura. Lleno de estupor Kierkegaard comparte esta experiencia del pseudónimo con sus lectores: “… me parece oír una voz que me habla como la del maestro cuando habla a un niño y le dice: Coge bien la pluma, y traza cada letra con igual precisión. Y entonces puedo hacerlo, entonces no me atrevo a hacerlo de otra manera, entonces escribo cada palabra, cada línea, sin saber cuál va a ser la próxima palabra, la próxima línea[xxviii].

La escritura pseudónima designa un devenir otro, pero de ningún modo un «otro cualquiera». Precisamente, es en la escritura pseudónima –y sólo en ella– donde se alcanza el punto más alejado al lenguaje ético-general. La meta del lenguaje ético, tal y como se lo concibe en Temor y Temblor, es «traducir» la particularidad en los términos de lo universal[xxix]. Expresarse en los términos propuestos por el «garante» de la comunicación racional, es decir, el Estado equivale a vivenciar una experiencia que aplana la singularidad al nivel de la multitud. De modo que hablar entraña una pérdida de la singularidad: sirviéndose del lenguaje ético-general nada hay de lo dicho que no pueda ser dicho por cualquier otro. Hablar no es otra cosa sino in-corporar nuestro propio «yo» a la corporalidad del Yo-Estado.

Se comprende, por tanto, que el «yo» lejos de ser lo más propio es lo más común. El «yo» es esa porción del sí mismo que puede entablar contacto con el orden establecido en la medida en que comparte sus códigos. Lo general, lo instituido, por su parte, concibe al «yo» como el representante total del sí mismo. En otras palabras, la única singularidad admitida por lo general es aquella que se expresa en los términos del caso, es decir, del ejemplar.

La estrategia de la escritura pseudónima debe ser interpretada como una contraofensiva a este proceso de «desingularización» propiciado por el lenguaje. La pseudonimia, tal y como se plantea sobre el final del Postscriptum, representó para Kierkegaard un «vivenciar» ciertas posibilidades de su propia subjetividad que le habían sido prohibidas por los límites morales de su «yo». El pseudónimo vendría a hacer estallar esta interesada coincidencia entre el sí mismo y el «yo» sobre la cual el orden estable width=100%cido fundamenta su legitimidad. El pseudónimo es la personificación de un pathos existencial en estado puro. Se trata, en definitiva, de un tipo de subjetividad que no puede ser contenida dentro de las fronteras del «yo». Hay, por tanto, algo del sí mismo esencialmente «subversivo»; algo incapaz de habitar el mundo conforme al ethos del orden establecido.

La escritura pseudónima, en suma, significa un tomar conciencia de la presencia de aquellos «otros concretos» que habitan junto al «yo» dentro de la territorialidad del sí mismo. Su único objetivo es un «hacer lugar en la subjetividad» a todo aquello que, de ningún modo, puede devenir «yo»; a todo aquello que, de ningún modo, puede legitimar el orden establecido. Por tanto, la escritura pseudónima es escritura de la marginalidad, de lo que siempre queda por fuera de las garantías que brinda el Sistema. En este último sentido se vuelve patente el valor de la escritura pseudónima para el programa revolucionario: sólo dando voz a la marginalidad es posible hacer colapsar lo instituido.

Pensemos una última cuestión. ¿Por qué Kierkegaard fue incapaz de capitalizar –aunque sea de modo seminal– la estrategia de la escritura pseudónima a favor de una tendencia política de carácter revolucionario? Tal vez, porque pese a comprender que el Singular es la comunidad del sí mismo, su prematura muerte le impidió, aunque más no sea sólo plantearse la cuestión de si es posible una comunidad de singularidades.


Notas

[i] KIERKEGAARD S., Mi punto de vista, trad. José Miguel Velloso, Buenos Aires, Aguilar, 1959, p. 147.

[ii] MARX K., Tesis sobre Feuerbach, trad. Julio Vera, Buenos Aires, Ediciones Calden, 1969, p. 158.

[iii] DERRIDA J., Dar la muerte, trad. Cristina de Peretti y Paco Vidarte, Barcelona, Paidos, 2000, p. 69.

[iv] Cfr. Ibíd., p. 61

[v] Cfr. KIERKEGAARD S., Temor y Temblor, trad. Simón Merchán, Barcelona, Altaya, 1994, p. 50

[vi] Cfr. DERRIDA J., op. cit., p. 63.

[vii] Cfr. KIERKEGAARD S., Temor y Temblor, op. cit., p. 69.

[viii] En la determinación del silencio, Dar la Muerte extrema la propuesta de Temor y Temblor. Para Kierkegaard, Abraham calla porque el secreto que Dios le ha revelado no tiene expresión alguna en el lenguaje de lo general. Para Derrida, el primer excluido del secreto es Abraham; quien en el fondo: no conoce el secreto, sabe que lo hay, pero ignora su sentido y sus razones últimas[viii] (DERRIDA J., op. cit., p. 62)

[ix] Cfr. KIERKEGAARD S., Temor y Temblor, op. cit., pp. 100 – 101.

[x] Cfr. DERRIDA J., op. cit., p. 63.

[xi] Cfr. DERRIDA J., op. cit., p. 85.

[xii] Cfr. HAY S., “Kierkegaard´s «Silent Voice»”, Enrahonar 29 (1998), p. 115.

[xiii] De este modo alcanzamos una comprensión cabal de lo que anteriormente habíamos dicho. Si de ordinario el silencio oculta un sentido; en el caso de Abraham el silencio ocultándose a sí mismo refiere a un sin-sentido.

[xiv] HOBBES T., Leviatán: La materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, trad. Mellizo, Barcelona, Altaya, 1994, p. 33 (el destacado es del original)

[xv] Es una espantosa ilusión creer que alguien es cristiano porque vive en un país que se proclama cristiano (Cfr. KIERKEGAARD S., Mi punto de vista, op. cit., p. 32); pero también es una espantosa ilusión creer que alguien es cristiano si así se proclama en un país que dice no serlo.

[xvi] Cfr. Ibíd.

[xvii] Si adoptamos este punto, sería posible observar una esencial identidad y una (¿)accidental(?) diferencia entre Kierkegaard y Hegel. El segundo concibe al otro como un mero ser-otro por el cual el yo debe transitar para retornar a sí. El primero otorga cierta «autonomía» al otro, pero precisamente en la medida en que éste puede constituir para el yo un alejamiento irreversible; es decir el otro vale por sí en la función de «distanciarse» del yo.

[xviii] La cual podría acudir a Derrida quien en Violencia y Metafísica habría dicho que: El nombre de un sujeto filosófico, cuando dice Yo, es siempre, de una cierta manera, un pseudónimo. Esto es una verdad que Kierkegaard ha asumido de manera sistemática, aun protestando contra la «posibilitación» de la existencia individual por la esencia” (DERRIDA J., “Violencia y Metafísica” en La escritura y la diferencia, trad. Peñalver, Barcelona, Anthropos, 1989, pp. 107 – 210)

[xix] KLOSSOWSKI P., “Don Juan según Kierkegaard” en Acephale. Religión, sociología, filosofía, 1936-1939, Buenos Aires, Caja Negra Editora, 2005, pp. 137 – 150.

[xx] KIERKEGAARD S., Escritos de Soren Kierkegaard. Volumen 2/1. O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida I, trad. Saez Tajafuerce y González, Madrid, Trotta, 2006, p. 91.

[xxi] Ibíd., p. 112.

[xxii] KLOSSOWSKI P., op. cit.,

[xxiii] Cfr. KIERKEGAARD S., El Concepto de la Angustia, trad. Rivero, Madrid, Ediciones Orbis, 1984, p. 71.

[xxiv] KIERKEGAARD S., Mi punto de vista, op. cit., p. 195.

[xxv] Cfr. Ibíd., pp. 70 – 71.

[xxvi] Quedará por definir si también la música es pasible de esta caracterización y en qué medida lo es.

[xxvii] Hay aquí una similitud entre el proyecto kierkegaardiano y el hegeliano. En ambos se trata de un «repetir» la historia de lo real. No obstante es necesario señalar tres salvedades. En primer lugar, Hegel concibe lo real como Espíritu Absoluto, como acontecer histórico-mundial; Kierkegaard, por su parte, concibe lo real como Espíritu Singular, como acontecer subjetivo-existencial. En segundo lugar, la repetición hegeliana es un recuerdo, un revivir lo pasado en su dimensión pretérita; por el contrario, la repetición kierkegaardiana es un vivir lo pasado en su dimensión presente (lo acontecido en Kierkegaard jamás puede ser pensado como momento totalmente superado). Por último, Hegel concibe su filosofía como una dialéctica constructiva, se trata de ir sumando elementos; en contraposición Kierkegaard plantearía una dialéctica destructiva, se trata de ir desmontando los elementos para volver patente el carácter endeble de todo sistema.

[xxviii] KIERKEGAARD S., Mi punto de Vista, op. cit., p. 102.

[xxix] Cfr. KIERKEGAARD S., Temor y Temblor, op. cit., p. 96.

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