PATRICIA C. DIP: "Kierkegaard: ¿intelectual orgánico o tradicional?"
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Abstract

El objetivo de este trabajo consiste en determinar si Kierkegaard fue un intelectual orgánico o tradicional. Para poder analizar esta cuestión es fundamental tener presente dos cosas. En primer lugar, la relación establecida por el danés con los intelectuales de su época, mediada por el problema de recuperar el sentido del auténtico cristianismo en el seno de la cristiandad aburguesada. En segundo lugar, la conciencia del propio pensador acerca de la función social que cumplía como intelectual manifiesta en el método utilizado para criticar la cristiandad e intervenir políticamente en su época, a saber la producción de la “autoría”. La conclusión a la que llegamos es la siguiente: si bien las relaciones mantenidas con los filósofos idealistas y los eclesiásticos no son unívocas, Kierkegaard no llega a desprenderse de los prejuicios propios de cada uno de estos grupos, y de este modo no puede desprenderse de su rol de intelectual tradicional.

I. La organización de la sociedad civil y la sociedad política

Partiendo del supuesto de que, “cada grupo social, naciendo en el terreno originario de una función esencial en el mundo de la producción económica, se crea al mismo tiempo, orgánicamente, una o más capas de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función no sólo en el campo económico, sino también en el social y político”[1], considero que una manera posible de analizar el sentido que posee lo político-social en la obra de Kierkegaard consiste en determinar a qué clase social fue orgánico el pensador danés. Creo que la clave para comprender esto se encuentra en el ataque a la cristiandad,

–entendida como “desviación” del auténtico cristianismo–, y en la conciencia del mismo Kierkegaard respecto de su función social como intelectual[2], manifiesta en el método utilizado para llevar adelante este ataque e intervenir políticamente, a saber, la creación de la “autoría” como modo de desarrollar su –pretendidamente autónoma– “labor como escritor”.

Al pensador danés no le interesa explicar al hombre como ser social o político. Por el contrario, lo que busca es defender la particularidad del individuo como un modo de oponerse a la tendencia socializante y asociacionista de su época. Si no elabora teoría alguna acerca del Estado, es porque no le importa ni la organización de la sociedad civil ni la de la sociedad política o Estado. Si bien hacia el final de su vida se dedica a analizar la relación entre el Estado y la Iglesia, no lo mueve su interés por el primero, sino la necesidad de defender un “cristianismo” no “naturalizado”, es decir, viciado por el mal de la burocratización de la administración estatal. Este tipo de cristianismo al que Kierkegaard denomina “cristiandad” –y Löwith[3] concibe como parte del “mundo cristiano-burgués” al que se opone el danés– es el que decide combatir desde el comienzo hasta el final de su labor como escritor[4]. Por eso pienso que es difícil entender la función social de Kierkegaard como intelectual y su consecuente posicionamiento político si no se advierte que el mismo está determinado por su propia concepción del cristianismo.

Por otra parte, existen al menos cuatro razones que impiden definir a Kierkegaard como filósofo social y pensador de lo político. En primer lugar, el sujeto no se constituye como

tal en el complejo entramado de las relaciones sociales, sino a través de una relación individual con Dios. En segundo lugar, las relaciones intersubjetivas o “meramente humanas”, están siempre mediadas por un tercero –Dios–[5] que funciona como correctivo y fundamento de la autenticidad de las mismas[6], con el fin de evitar su recaída en el egoísmo propio del amor preferencial. De este presupuesto se concluyen dos cosas: por un lado, la falta de interés por analizar las distintas formas de organización social y, por el otro, la incapacidad para concebir el cristianismo auténtico como una herramienta transformadora de la sociedad, sino tan sólo como un asunto de conciencia estrictamente individual limitado a transformar la existencia de cada individuo particular. En tercer lugar, el egoísmo es el mal, aquello que hay que erradicar del amor propio para poder comprender el amor por deber que enseña el cristianismo. La dificultad radica en que, si bien Kierkegaard distingue dos sentidos de “amor propio”, uno negativo y otro positivo, dado que este concepto funciona como presupuesto del amor cristiano mismo, ya que nadie puede amar al prójimo si antes no se ama a sí mismo, el sentido positivo del “amor de sí” no llega a percibirse si no se constituye en objeto del imperativo como condición de posibilidad del amor al prójimo. Es decir, se trata de un concepto que carece por completo de autonomía y cuyo sentido se reduce a transformarse en un antecedente lógico del amor cristiano. Este concepto es importante porque está a la base de la idea de comunidad que describe el danés. Esta última es presentada como el resultado de la sumatoria de individualidades. Según se desprende de Las obras del amor, la relación de asociación reproduce siempre el egoísmo que está presente en el amor preferencial, incapaz de amar al “primer tú” y sólo dispuesto a amar al otro como objeto de la predilección, esto es, como “otro yo”. El “nosotros” que surge en el contexto del amor preferencial no es más que el resultado de sumar “lo mío” y “lo tuyo”. De allí que la idea de comunidad que expresa “lo nuestro” sea introducida como mero resultado de la reproducción del sentido egoísta del amor propio.[7] Es tan sólo una extensión de la forma inauténtica de amar del amor preferencial que está basada en la propiedad. Por último, el danés sólo entiende el principio de asociación como sinónimo de masificación. De allí que presente la noción de individuo particular como antídoto contra la masa, y que sea crítico respecto de la revolución burguesa de 1848 que representa los cambios sociales de una época incapaz de entablar un vínculo serio con la eternidad.

II. El carácter no unívoco de la postura de Kierkegaard

El problema para comprender claramente el sentido de la intervención de Kierkegaard en su época radica en que la relación que mantiene con los intelectuales tradicionales representados por los eclesiásticos y los filósofos idealistas[8], no es unívoca. En lo que se refiere a su relación con los primeros, aunque en Dinamarca se oponga a un sector de la Iglesia danesa debido a su aburguesamiento y falta de compromiso real con el auténtico cristianismo, no llega a formular su crítica en términos tales que permitan considerarlo como un intelectual orgánico a la clase no dominante. Esto se debe básicamente al tipo de argumentación que utiliza con el fin de justificar la “universalidad” del cristianismo basada en la supuesta “neutralidad” de la eternidad.

En lo que se refiere a los segundos, aunque se oponga al idealismo absoluto de Hegel, sigue pensando con categorías provenientes del aparato ideológico idealista, tales como, dialéctica, espíritu, finitud-infinitud, etc. Si bien estas categorías poseen un sentido nuevo en la obra del danés, siguen formando parte del esquema teórico que supone la supremacía del espíritu sobre las condiciones materiales de existencia que determinan el pensar. Para decirlo de otra manera, sigue presa del supuesto que coloca al pensar teológico por sobre el político. En este contexto, el prójimo es un concepto “puramente espiritual”; quien no elige el cristianismo como norma de vida, vive en la desesperación, lo sepa o no; y por último, las relaciones “meramente humanas” no son de incumbencia del cristiano auténtico.

A pesar de la pretensión de “universalidad” de los eclesiásticos, no son independientes de las clases sociales[9], del mismo modo que la pretendida “autonomía” de los filósofos idealistas, como la de la intervención de Kierkegaard por medio de la escritura, esconde una posición de clase.[10]

III. La transformación “neutral” del cristianismo

La transformación radical que provoca el cristianismo no encuentra canales de expresión en la subversión de las relaciones sociales entre los hombres.[11] Lo que le permite sostener semejante postura es partir del supuesto que hace que el cristianismo opere con una “bendita indiferencia” de carácter neutral legitimada por “la eternidad”. “El cristianismo no es ciego, ni tampoco es parcial; el cristianismo contempla con la calma de la eternidad todas las diferencias propias de la vida terrestre, pero no toma partido asociándose belicosamente con ninguno.”[12]

En Las obras del amor (primera parte, capítulo 2do, apartado tercero), Kierkegaard radicaliza la diferencia entre el cristianismo y la mundanidad (Christendom og Verdslighed) sin hacer referencia explícita al paganismo. Este último (Hedenskab) es un fenómeno histórico que consiste en la existencia de los hombres anterior al advenimiento del cristianismo. Por su parte, lo que define la mundanidad es la búsqueda de la igualdad entre todos los hombres. En este contexto distingue: “den christelige Ligelighed” de “den verdslige Lighed”, esto es: la equidad cristiana de la igualdad humana.[13] Aun cuando fuera posible realizar la perfecta igualdad humana, jamás se habría alcanzado con ello la equidad cristiana. “En cambio el cristianismo, recurriendo al atajo de la eternidad, se pone en un periquete junto a la meta; deja que todas las diferencias persistan, pero enseña la indiferencia de la eternidad. Enseña que cada uno ha de elevarse sobre la diferencia temporal.”[14] Es claro que el cambio social no reviste mayor importancia, puesto que “...la igualdad resultante de que el poderoso se abajase y el humilde creciese, no sería la equidad cristiana, sino la mundana igualdad.” [15]

Kierkegaard llega tan lejos en la defensa de la “indiferencia” del cristianismo que sostiene que tomar partido por una postura determinada es sinónimo de “contaminación”. “Sí, desde luego, la tarea y la doctrina del cristianismo en nosotros, consiste en que nos mantengamos puros del mundo, y quiera Dios que todos lo hagamos así; en cambio, el aferrarse uno con espíritu mundano a cualquiera de las diferencias, aunque se trate de la más gloriosa, constituye cabalmente la contaminación.”[16] El pensador danés pareciera exigir cierta “neutralidad”, por cierto inaceptable, cuando él mismo toma partido por el cristianismo partiendo del supuesto de la neutralidad.

Por otra parte, “amar al prójimo significa esencialmente querer existir sin barreras y por igual para todo hombre en absoluto, permaneciendo sin embargo en la diferencia temporal que a uno le ha sido asignada.[17] Kierkegaard no quiere comprender que las diferencias de clase no han sido asignadas de modo platónico y eterno, sino que surgen en el seno del devenir histórico. Es decir, no presentan el carácter necesario que él presupone al afirmar que “han sido asignadas” de una vez para siempre, sino que son de carácter absolutamente contingente. Es innegable el conservadurismo que manifiesta el danés al realizar estas afirmaciones. No obstante, más adelante sostiene que la “diferencia terrena” es como el traje del actor.[18] Es decir, al no tratarse de una diferencia esencial sino accidental, puede haber cambio, transformación, lucha de clases inclusive, aunque ésta no logre jamás transformar “esencialmente” la naturaleza humana.[19]

Además, el hombre no es el artífice de su propio destino, pues “no está en el poder del hombre lo que tiene o no tiene que ejecutar, no es él quien tiene providencia del mundo; la sola y única cosa que tiene que hacer es obedecer (at lyde).”[20] Esto es, si el hombre se resiste a obedecer al Dios cristiano del amor, jamás puede superar el punto de vista de la diferencia terrena, al que podríamos denominar, la “perspectiva de la parcialidad”, para consagrarse al amor al prójimo que se le ofrece a todos y cada uno de los hombres sin distinción alguna, es decir, contemplando a los otros y a uno mismo desde la “perspectiva de la imparcialidad” o neutralidad. El deber de amar exige que el hombre sea capaz de “...situarse en el punto donde la Providencia pueda, si le place, servirse de él como instrumento. Ese punto es cabalmente el amor al prójimo o, lo que es lo mismo, existir con esencial indiferencia para cada uno de los hombres. Cualquier otro punto es el de la discordia....”[21] Quien obedece a Dios es el que se ajusta a la diferencia temporal sin tomar partido por ningún hombre y el único que recibe consuelo en la muerte. La pretendida neutralidad del discurso espiritualista cristiano que Kierkegaard defiende no es tal, puesto que la toma de posición consciente es desalentada, ya que la desacredita al considerarla como parcial. Sin embargo, no sólo Kierkegaard, sino todos aquellos que defienden la “igualdad” de los hombres ante Dios, es decir la que no tiene en cuenta las diferencias de orden material, están tomando partido, sean conscientes o no, en el seno de la vida terrena (o político-social) por un modo de comprender la igualdad, a saber: “espiritualmente”. La pretensión, evidentemente, es que el espíritu se eleva por sobre las diferencias materiales. No obstante, la discusión se plantea (para los hombres) en el seno de ciertas condiciones materiales dadas y la supuesta supremacía del punto de vista espiritual, que se pretende neutral, es meramente presupuesta de modo dogmático-ideológico.

Tanto el sujeto trascendental kantiano como el amante auténtico kierkegaardiano, son sujetos transhistóricos que pretenden valer como norma de acción en cualquier tiempo y circunstancia. Ambos autores asumen el concepto de verdad de raíz platónica, que supone que ésta posee carácter eterno e inmutable. Para que el deber pueda imperar de modo universal debe clausurar las determinaciones históricas y la diversidad étnica, cultural y política implicada por esas mismas determinaciones. ¿No es acaso la búsqueda de lo incondicionado un modo de eludir las condiciones particulares que determinan el acto mismo de esta búsqueda? ¿No es acaso la pretensión de hallar el fundamento último de la acción en la trascendencia un modo de eludir sino de rechazar la inmanencia?

Recurrir a la trascendencia o a principios universales para fundamentar el orden de lo “meramente humano” implica la asunción dogmático-ideológica de prejuicios teórico-prácticos, sean éstos los del dogma cristiano o los de la filosofía de la Ilustración.[22] Partir de la universalidad como condición, en lugar de llegar a ella como resultado, implica cierta ceguera respecto de las contradicciones implícitas en el seno de los procesos históricos. Esta ceguera no es un asunto menor puesto que plantear el problema de la universalidad de manera histórica puede conducir a rechazar la legitimidad misma del planteo.[23] ¿Es posible juzgar de modo universal, es posible imperar el amor a todos los hombres sin establecer distinciones, y sin considerar la pretensión de eliminarlas como la asunción de una posición “aparentemente” inobjetable e incondicionada, que sólo clausura la discusión antes de haberla planteado?

Conclusión

Si bien Kierkegaard alza su voz contra el modelo burgués de cristianismo que representa la jerarquía de la iglesia danesa, los resultados últimos de su propia versión del cristianismo no implican la asunción de premisas revolucionarias propiamente dichas. Probablemente, Löwith se haya sentido seducido por algunas categorías como el salto, la paradoja y el absurdo, que cobran mayor fuerza crítica pensadas en el contexto de la oposición al sentido absoluto y racional del cristianismo de Hegel. No obstante, a pesar de rechazar “lo absoluto” como contenido racional y último de la fe cristiana, el cristianismo del danés no deja de poseer “sentido absoluto”. La significación histórica otorgada al origen del cristianismo es tan poco relativa como lo es para el alemán. Con la irrupción del cristianismo, las categorías éticas son resignificadas y se abandona la “feliz mentalidad” del mundo griego que desconoce “el pecado”. Aunque Kierkegaard no pretenda convertir el fenómeno cristiano en sinónimo de religión racional, ello no significa que supere el análisis de Hegel en este punto. Por el contrario, su preocupación por nociones tales como el dogma del pecado original, la tarea y el amor por deber, entre otras, lo colocan más bien en la línea del neo-kantismo, antes que en la del “quiebre revolucionario” con el idealismo hegeliano que, stricto sensu, sólo produce Marx.[24] En algún sentido, la filosofía de Kierkegaard podría identificarse con la de Feuerbach. Se trata de críticos de la filosofía alemana que descubren el anquilosamiento del pensar teológico, pero que no logran aún formular ni un lenguaje nuevo ni un cambio real porque siguen estructurando sus ideas a partir de cierto “cristiano-centrismo”.

En términos de Gramsci, Kierkegaard no deja de ser un intelectual tradicional incapaz siquiera de sospechar la posibilidad de convertirse en “orgánico” a la incipiente burguesía. El problema no radica en su crítica a las revoluciones burguesas, que comparte con Marx, sino en las razones que la fundamentan, a saber: su “horror” a la asociación y su acérrima defensa del individuo particular. Lo opuesto al individuo es la masa. De allí que, cualquier principio de asociación represente una amenaza. En este contexto, el danés prefiere la monarquía antes que la democracia burguesa.

Mientras en su época se resistió a las transformaciones sociales que observaba, en la nuestra su modelo de cristianismo centrado en la conciencia individual, la defensa de la intención y la preocupación por la interioridad, obligan a pensar su estrategia como una recaída en el proyecto burgués de la Ilustración representado por Kant. Lo único que los diferencia es que la “autonomía” no es propia de la razón, sino de la fe. El cristianismo individualista y espiritual del danés lo convierte en “doblemente tradicional”. Por un lado, y a pesar de introducir ciertas variaciones conceptuales de envergadura, fue un intelectual incapaz de abandonar el lenguaje “espiritualista” de Hegel. Por el otro, debido al valor que posee la “conciencia individual” en el contexto de su cristianismo, hoy no podría ser concebido como un intelectual orgánico al proletariado, sino a la clase burguesa.


[1] Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, Edición crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana, traducción de María Palos revisada por José Luis González, tomo 4, cuaderno 12 (XXIX), México, Ediciones Era, 1986, p.353.

[2] Según Gramsci, si bien todos los intelectuales son orgánicos a una clase, los que son orgánicos a clases desaparecidas o en vías de desaparición, se denominan “tradicionales”. Como sostiene J.M. Piotte (El pensamiento político de Antonio Gramsci, Cuadernos de Cultura revolucionaria 2, Bs.As, 1973), Gramsci delimita el concepto de intelectual en dos sentidos. Según la definición de tipo sociológico, “orgánicos” son los intelectuales definidos por el lugar y la función que ocupan en el seno de una estructura social. Mientras que la definición de tipo histórico, convierte en “tradicionales” a los intelectuales según el lugar y la función que ocupan en el seno del proceso histórico.

[3] Karl Löwith , De Hegel a Nietzsche. La quiebra revolucionaria del pensamiento en el siglo XIX. Marx y Kierkegaard, trad. Emilio Estiú, Bs.As, Ed. Sudamericana, 1968.

[4] Cfr. S. Kierkegaard, Mi punto de vista (publicado junto con Sobre mi labor como escritor y Ese individuo. Dos notas sobre mi labor como escritor), traducción José Miguel Velloso, Madrid, Sarpe, 1985, p.169: “Toda persona seria que tenga vista para las condiciones de nuestro tiempo, se dará cuenta fácilmente de lo importante que es hacer un esfuerzo profundo y rigurosamente consistente, que no se asusta de las extremas consecuencias de la verdad, para oponer la inmoral confusión que, filosófica y socialmente, tiende a desmoralizar “el individuo” mediante la “humanidad” como una fantástica idea de la sociedad; una confusión que propone un desprecio absoluto por aquello que es la primera condición de la religiosidad, ser un individuo singular.” Más adelante agrega: “...es imposible edificar o ser edificado en masa...” p.172: “Con la categoría de “lo individual” está ligada toda la importancia ética que yo pueda tener.” “Esta categoría, el hecho de haber usado esa categoría y haberla usado tan personal y decisivamente, es éticamente el punto definitivo. Sin esta categoría y sin el uso que se ha hecho de ella, la reduplicación faltaría en toda mi actividad como escritor.” p.176: “Toda revolución en la ciencia...contra la disciplina moral, toda revolución en la vida social...contra la obediencia, toda revolución en la vida política...contra el gobierno mundano está relacionada con y se deriva de esta revolución contra Dios con respecto al cristianismo.”

[5] Kierkegaard es consciente de esto y por eso reconoce que eliminar este elemento mediador implica que las relaciones sociales y políticas se vuelvan autónomas, y que por ende pueda defenderse una esfera de lo propiamente humano no atravesada por el discurso cristiano. El danés se opone a tal posibilidad y la reduce a reproducción del modelo “pagano”. Señala esta cuestión al referirse a la diferencia entre el “juicio” humano y el divino. Leemos en S. Kierkegaard, Las obras del amor, traducción de Demetrio G. Rivero, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1965, Segunda Parte, p.45: “...Si fuese posible juzgar con verdad absoluta a cada hombre según una escala universalmente aceptada, la relación con Dios quedaría en esencia eliminada, y todas las cosas quedarían a su vez vueltas hacia lo exterior, buscando solamente su perfección de una manera pagana en la vida política y social.” En adelante: LOA.

[6] “Cuando la relación de hombre a hombre no reposa sobre algo tercero, no puede por menos de ser malsana.” LOA, Segunda Parte, p.216.

[7] La noción de propiedad aparece claramente expresada aquí, pues “lo nuestro” es lo que nos pertenece “en oposición a” lo que poseen “los otros”. El otro surge entonces como una amenaza a la propiedad privada.

[8] Gramsci hace referencia a tres categorías de intelectuales tradicionales, los de tipo rural, los eclesiásticos y los filósofos idealistas. Cfr. ob.cit, pp.353-382.

[9] “...Todo grupo social “esencial”, emergiendo a la historia desde la precedente estructura económica y como expresión de su desarrollo (de esta estructura), ha encontrado, al menos en la historia conocida hasta ahora, categorías sociales preexistentes, y que incluso aparecían como representantes de una continuidad histórica ininterrumpida incluso por los más complicados y radicales cambios de las formas sociales y políticas. La más típica de estas categorías intelectuales es la de los eclesiásticos, monopolizadores durante largo tiempo (durante toda una fase histórica que incluso se caracteriza en parte por este monopolio) de algunos servicios importantes: la ideología religiosa, o sea la filosofía y la ciencia de la época, con la escuela, la instrucción, la moral, la justicia, la beneficencia, la asistencia, etcétera. La categoría de los eclesiásticos puede ser considerada como la categoría intelectual orgánicamente ligada a la aristocracia terrateniente: era equiparada jurídicamente a la aristocracia, con la que compartía el ejercicio de la propiedad feudal de la tierra y el uso de los privilegios-estatales ligados a la propiedad.” Antonio Gramsci, idem, p.354.

[10] “Así como estas diversas categorías de intelectuales tradicionales sienten con “espíritu de cuerpo” su ininterrumpida continuidad histórica y su “calificación”, de igual manera se ven a sí mismas como autónomas e independientes del grupo social dominante; esta autoposición no carece de consecuencias en el campo ideológico y político, consecuencias de vasto alcance (toda la filosofía idealista puede fácilmente conectarse con esta posición asumida por el complejo social de los intelectuales y se puede definir la expresión de esta utopía social por la que los intelectuales se creen “independientes”, autónomos, revestidos de características propias a ellos solos, etcétera...)” ibídem, pp.354-355.

[11] “La desigualdad es como una enorme red en la que está encerrada la temporalidad, y las mismas mallas de esa red son a su vez diferentes, de suerte que unos hombres aparecen más aprisionados y ligados en la existencia que otros. Pero el cristianismo no se ocupa lo más mínimo de toda esta desigualdad, es decir, de la desigualdad entre diferencia y diferencia o de la desigualdad cotejadora; porque semejante ocupación y preocupación son a su vez mundanidad. El cristianismo y la mundanidad jamás llegarán a comprenderse mutuamente, por más que alguna vez un observador superficial pueda llamarse a engaño sobre este punto. La mundanidad está ocupadísima con el ideal de abrir paso en el mundo a la igualdad entre los hombres, de que las condiciones de la vida temporal sean semejantes y en lo posible iguales para todos los hombres. Pero incluso ni el que podríamos llamar el mejor intencionado empeño mundano en este sentido, coincidirá jamás comprensivamente con el cristianismo.” LOA, p. 144.

[12] S. Kierkegaard, LOA, primera parte, p. 143.

[13] ibídem, p. 145. Primera Parte.

[14] ibídem, p. 145.

[15] ibídem, p. 145. Por el contrario, “el cristianismo permite que persistan todas las diferencias de la vida en la tierra, pero precisamente en el precepto del amor, en el deber de amar al prójimo está contenida esa igualdad de elevación sobre todas las diferencias de la vida terrestre.” p.146

[16] ibídem, p. 147-148. Aquí hay que recordar que el mismo Cristo toma partido por los pobres y desposeídos.

[17] ibídem, p.163.

[18] Cfr. ibídem, p.168 y p.169: “Sin embargo, si se ha de amar al prójimo, hay que estar siempre recordando que la diferencia no es más que un disfraz. Porque, ya lo dijimos, el cristianismo no ha querido irrumpir con el fin de eliminar las diferencias, ni la de la grandeza ni la de la pequeñez; el cristianismo tampoco ha querido encontrar mundanamente una concordia mundana entre todas las diferencias; sino que el cristianismo quiere que cada individuo porte la diferencia que le cubre con una cierta soltura, que la lleve suelta como el manto que el rey deja a un lado en cualquier momento, para mostrarnos quién es él; que la lleve suelta, como una carnavalesca vestimenta en la que se ha ocultado una esencia sobrenatural.”

[19] Evidentemente, Kierkegaard no concibe al hombre como el producto de determinadas relaciones históricas, sino que supone la existencia de una “naturaleza” humana cuya transformación sólo es posible a partir de una relación “esencial” con Dios.

[20] ibídem, p.164.

[21] ibídem, p.164. En la pág. 166 agrega: “Verdaderamente sólo amando al prójimo puede el hombre realizar el bien supremo; ya que el bien supremo es ser un instrumento en las manos de la Providencia. Pero, según quedó dicho, todo el que se ha instalado a sí mismo en cualquier otro punto distinto, todo el que forma partido o grupo, sea jefe o uno de tantos afiliados, no hace más que jugar a ser su propia providencia y todas sus realizaciones, aunque transformen el mundo, no serían más que un engaño.”

[22] En relación con este problema, consultar el comentario de Gramsci a la ética de Kant en: Antonio Gramsci, El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Traducción de Isidoro Flambaun, Buenos Aires, Nueva Visión, 2003, pp.53-54. Sostiene Gramsci: “La máxima de Kant: “Obra de modo que toda tu conducta pueda convertirse en norma para todos los hombres, en condiciones similares”, es menos simple y obvia de lo que parece a primera vista. ¿Qué se entiende por “condiciones similares”? ¿Las condiciones inmediatas en medio de las cuales se obra, o las condiciones generales complejas y orgánicas, cuyo conocimiento requiere una investigación amplia y críticamente elaborada?” [...] “Cada cual obra según su cultura, esto es, según la cultura de su ambiente, y “todos los hombres” son para él su ambiente, aquellos que piensan como él: la máxima de Kant presupone una sola cultura, una sola religión, un conformismo “mundial”.”

[23] Como sostiene Gramsci respecto del catolicismo: “...no existe de hecho, históricamente un modo de concebir y de obrar igual para todos los hombres, y sólo uno.” Por eso, “no hay ninguna razón favorable al catolicismo, aun cuando este modo de pensar y de obrar esté organizado desde hace siglos, lo que no ha ocurrido en el caso de ninguna otra religión con los mismos medios, el mismo espíritu de sistema, la misma continuidad y centralización.” Antonio Gramsci, idem, p.33.

[24] Si bien Kierkegaard comparte con Marx algunos diagnósticos epocales, pues es consciente de la transformación histórica que implica el tránsito de la sociedad feudal a la capitalista, las consecuencias que deriva de éstos son distintas. Aunque llega a percibir el “cambio” implicado en este tránsito, le es completamente indiferente, ya que, en desmedro de las transformaciones históricas, defiende siempre la supremacía de la “eternidad”. El danés no es capaz de pensar la temporalidad, y por ende la historia, independientemente de su relación con la eternidad.

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