OSCAR ALBERTO CUERVO: "Kierkegaard y la comunicación de poder"
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I

Un ejemplo de entonación

Georg Lukács, destacado autor del siglo XX, constituye un caso paradigmático de la recepción que tuvo la obra de Kierkegaard entre intelectuales marxistas y progresistas. En 1964, en el coloquio organizado por la Unesco, “Kierkegaad vivo”, Lucien Goldmann fue invitado a exponer las ideas de Lukács sobre el danés y allí Goldman dijo: “si bien Kierkegaard ha sido para Lukács hasta el día de hoy uno de sus interlocutores más importantes, también es verdad que aquel representó siempre una posición que este último ha repudiado constantemente”. [i] Lukács se dedicó a Kierkegaard en todas las etapas de su desarrollo filosófico. En su libro El asalto a la razón. La trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler, ubica a Kierkegaard como uno de los principales exponentes de este irracionalismo, ya que considera que el danés formuló una respuesta desde el campo reaccionario a la crisis que a mediados del siglo XIX estaba sufriendo la dialéctica idealista hegeliana. Lukács dice que de esta crisis surgió “la forma más alta de la dialéctica, con la completa superación de sus limitaciones idealistas, la dialéctica materialista de Marx y Engels”.[ii] En ese contexto, la figura de Kierkegaard constituye un anticipo de las tendencias irracionalistas y reaccionarias que florecerán a comienzos del siglo XX: “se trata de un intento típico en la historia del irracionalismo por frustrar el desarrollo ulterior de la dialéctica mediante la tergiversación del verdadero problema que en cada período señala el camino hacia delante”[iii]

Para comprender ese “repudio constante” de Lukács a Kierkegaard hay que bosquejar el escenario de ese drama en el que Hegel y Marx son los protagonistas principales y Kierkegaard una especie de pintoresco villano. Hegel tiene para Lukács la importancia de haber reducido a conceptos –si bien idealísticamente- las determinaciones y conexiones dialécticas más importantes de la realidad. Uno de los principales aportes de Hegel es su concepción de la historia universal como el ámbito del despliegue del sentido de la realidad. La verdad es, para Hegel, el resultado de un proceso histórico. Cada individuo, cada pueblo, cada realización cultural, son momentos de ese despliegue y encuentran su verdad en la unificación y recuperación que hace el espíritu de la totalidad de ese despliegue. En su particularidad, cada uno de esos momentos tiene su realidad y su conciencia respectivas; pero a la vez son instrumentos inconscientes del trabajo del Espíritu. Su falta de una conciencia total del proceso constituye su abstracción, su finitud y su irrealidad. Sólo cuando son pensados como momentos de un devenir dialéctico guiado por el trabajo interno del Espíritu, es decir, cuando son unificados por el pensamiento en el elemento concreto de la historia universal, es que adquieren su sentido.

Dice Hegel en la Filosofía del derecho: “La historia universal es un juicio, porque en su universalidad que es en sí y para sí, lo particular, los dioses lares, la sociedad civil y los espíritus nacionales en su variada realidad son sólo como algo ideal, y el movimiento del Espíritu en este elemento es mostrar ese algo ideal.”[iv]. Las particularidades de los individuos y de las naciones existentes poseen una realidad y una conciencia de sí limitadas, pero son la base sobre la cual se produce el Espíritu del mundo como ilimitado. La historia es la consecución del juicio universal que dota a estas particularidades de su verdad.[v]

Lo que Hegel entiende por “historia universal” no puede confundirse con un mero despliegue exterior de los hechos históricos, lo cual constituye un paso necesario del desarrollo pero, por su exterioridad, carece aún de verdad. La universalidad es la manifestación para sí de la Historia. Lo que la permite hacerse historia universal es la conciencia ante la cual se manifiesta: es en el ámbito de la conciencia donde la historia se unifica y universaliza, mostrando la idealidad de cada momento histórico particular y finito. Estas particularidades son la base sobre la cual “se produce el Espíritu del mundo como ilimitado”. La historia es, en definitiva, automanifestación del Espíritu.

Para el marxista Lukács hay algo que conservar y algo que superar en la concepción hegeliana de la historia. Según el materialismo dialéctico que Lukács sostiene, la dialéctica idealista mistifica su origen al dotar a las categorías lógicas de un automovimiento, cuando en realidad sólo son una abstracción del movimiento de la realidad objetiva: es la realidad objetiva misma la que se desenvuelve dialécticamente. La dialéctica subjetiva refleja, en el conocimiento humano, la dialéctica objetiva de la realidad. Lukács, apoyándose en una cita de Marx, afirma que sólo se trata de operar una inversión del idealismo hegeliano, manteniendo su carácter dialéctico: “Lo que ocurre es que en él [en Hegel] la dialéctica aparece invertida, vuelta del revés. No hay más que darle vuelta, mejor dicho enderezarla y en seguida se descubre bajo la corteza mística la semilla racional”[vi]. Es la relación reflejo-reflejado que se establece entre la lógica y la realidad la que le da verdad al pensamiento, al contrario de Hegel, para quien el pensamiento da sentido, valor y verdad a la mera exterioridad de los hechos objetivos. Los defectos de la lógica hegeliana se superan mediante la captación científica de aquel movimiento real, cuyo reflejo es el movimiento lógico, estableciendo así la relación certera entre lo reflejado (la realidad) y la imagen refleja (la lógica)[vii].

Excede los límites del presente trabajo determinar si lo que proponen Marx y Lukács (en el caso de que propongan lo mismo) se trata de una mera inversión del idealismo hegeliano. ¿Cómo puede fundamentarse la atribución de dialecticidad a la realidad objetiva, si no se presupone antes la lógica dialéctica? ¿Qué criterio epistemológico tiene esta “captación científica” del movimiento real? ¿Cómo accede la ciencia lukacsiana a la verdad de la realidad objetiva?

Para lo que me propongo aquí, resulta suficiente exponer el contexto en el que Lukács califica a Kierkegaard de irracionalista. Volvamos entonces a Lukács: los pensadores burgueses del siglo XIX (y eso es lo que Kierkegaard es para Lukács), por su propia situación de clase, pueden aprovechar la crisis de la dialéctica idealista para desandar el camino que Hegel había emprendido, pero no pueden seguir progresando racionalmente hacia la dialéctica materialista. Abandonan entonces el camino de la racionalidad y se dirigen hacia el irracionalismo. En Kierkegaard esto supone una suplantación de la dialéctica por una pseudodialéctica subjetivista que renuncia a captar la racionalidad objetiva de la historia. Kierkegaard funda su posición, en la versión lukacsiana, en “el individuo mentalmente aislado de la historia y de su comunidad”[viii] y estatuye un “solipsismo moral”[ix]. El individuo kierkegaardiano establece una relación de contemporaneidad con Cristo que pasa por alto los dos mil años de historia que nos separan de él. El hecho histórico “Cristo” es para Kierkegaard un hecho absoluto, al cual el individuo como tal se vincula absolutamente, sin mediación de la historia. La historia nunca puede otorgar una prueba decisiva a la fe, porque la historia es para Kierkegaard un saber basado en la aproximación indefinida y siempre indecidible. Dado que “El paso mismo de Cristo por la tierra constituye el punto culminante del incógnito, ¿por dónde -se pregunta Lukács- va a saber la subjetividad religiosa a quién y en qué actos o intenciones debe prestar acatamiento?”[x]. La incognoscibilidad de la historia, su incapacidad para decidir algo acerca del único hecho que para Kierkegaard verdaderamente importa, son a los ojos del marxista húngaro enteramente solidarios con el repudio kierkegaardiano del conocimiento objetivo y su necesidad de borrar toda huella de objetividad. Por eso, dice Lukács, el cristianismo kierkegaardiano no puede fijarse en una doctrina que sea comunicable. Confinado en el abismo mental del individuo, Kierkegaard rechaza toda experiencia comunitaria.

Kierkegaard era subjetivamente honrado, pero su condición de pensador burgués lo hacía incapaz de llevar a cabo una crítica correcta al idealismo hegeliano, crítica que, según Lukács, llegará a feliz término en “el desarrollo materialista de este concepto a través de Marx, Engels, Lenin y Stalin”.[xi]

Subjetivismo extremo, solipsismo, negación del carácter racional de la historia y, quizá, negación de la historia misma, borramiento de los lazos comunitarios: son las notas distintivas del irracionalismo que Lukács atribuye a Kierkegaard.

***

No resulta casual que la recepción que hizo la izquierda marxista en la primera mitad del siglo XX (de la cual Lukács es uno de los primeros y principales exponentes) evidencie una radical incomprensión de todos los conceptos claves del pensamiento kierkegaardiano: no se tiene en cuenta el planteo acerca de la comunicación indirecta como comunicación de poder (diferenciada de la comunicación directa como comunicación de saber); no se presta suficiente atención a la estrategia de los pseudónimos en el despliegue de la comunicación indirecta, por lo que se le atribuye erróneamente a Kierkegaard los dichos de Johannes de Silentio, Constantin Constantius, Johannes Climacus, el juez Wilhelm y Vigilius Haufniensis –autores respectivamente de Temor y temblor, La repetición, Migajas filosóficas y el Postcriptum, la segunda parte de O lo uno o lo otro y El concepto de angustia-; se cita indistintamente el diario personal, las obras pseudónimas y las firmadas por su propio nombre para armar un remedo de “sistema kierkegaardiano” que desbarata la meditada arquitectura que Kierkegaard quiso dar al conjunto de sus libros; se esquiva cuidadosamente el difícil y decisivo concepto de repetición (Gjentagelse), acuñado como alternativa a la mediación hegeliana; se confunde constantemente la posición del singular (Enkelte) con la de un individuo particular aislado en su subjetividad; se desdibuja la noción kierkegaardiana de contemporaneidad como rasgo distintivo de la verdad y en cambio se le atribuye una negación obsecada y antojadiza de la historia, negación encerrada en una eternidad fantasmagórica que se asimila a un tosco idealismo, siempre desligado de la potencia práctica que la contemporaneidad tiene en Kierkegaard. Todo esto permite configurar un Kierkegaard al alcance de sus impugnadores: reaccionario, individualista extremo, negador de toda posibilidad de asociación entre los hombres, sólo preocupado por el interés egoista de la salvación individual, irracionalista, defensor de valores aristocráticos que exaltan a los individuos “elegidos” frente a la degradación de la “multitud”. Es decir: un concentrado de todo lo que el pensamiento progresista repudia. Para reducirlo a una versión rancia del idealismo metafísico hace falta desconocer precisamente sus aportes más originales.

Esta reducción del pensamiento kierkegaardiano se hace a partir de una naturalización del concepto de poder, de la historia, de la posibilidad de conocer la historia científicamente y de la posibilidad de obrar para hacer avanzar la historia hacia una creciente racionalidad, como si todos estos conceptos fueran comprensibles por sí mismos y sólo hubiera que optar por ponerse al servicio de las fuerzas progresivas u oponerse irracionalmente a ellas. Lo que siempre queda afuera de estos discursos que reducen el pensamiento a nociones políticas comunes es una auténtica interrogación por la naturaleza del poder y un escandaloso olvido por el propio poder encarnado en el mismo discurso que se ejerce. Porque si siempre y en todos los casos se trata de una lucha por el poder, ¿cuál es el poder que se pone en juego en enunciar estas teorías políticas? ¿Qué poder se ejerce, cómo aparece y qué es lo que queda oculto cada vez que se habla teóricamente en nombre del progreso, de la historia y de la sociedad, de la racionalidad y del cononocimento objetivo, cada vez que se toma a Kierkegaard o a cualquier otro como un objeto clasificable en la cuadrícula de las fuerzas políticas? Al decir, por ejemplo, que Kierkegaard es un individualista, burgués, reaccionario: ¿desde qué posición autoerigida en árbitro de la racionalidad se puede hacer accesible la validez de semejante dictamen? Y este discurso mismo que estoy yo ahora sosteniendo ¿cuál es su poder? ¿cuál es su política? ¿Un discurso se pone del lado del progreso siempre que denuncie a otro como reaccionario y por el sólo hecho de denunciarlo? ¿Cómo procesa entonces su propio poder? ¿O sólo puede procesarse el poder del discurso de otro?

II

La comunicación de poder

Kierkegaard no realiza lo que para Lukács había que realizar (una inversión de la tendencia idealista del sistema hegeliano). En una obra temprana de Kierkegaard, Johannes Climacus, o De omnibus dubitandum est, que sólo fue publicada póstumamente, el narrador de la misma parece anticiparse a responder negativamente al reclamo de Lukács: “A quien suponga que la filosofía jamás ha estado tan cerca como ahora de resolver su problema (de explicar todos los secretos) puede que le parezca raro, rebuscado y hasta ofensivo que yo elija la forma narrativa, en vez de dar una mano, dentro de mis humildes posibilidades, poniendo la piedra que remate el sistema. Por otro lado, aquel que se haya convencido de que la filosofía nunca ha estado tan fuera de su centro como ahora, tan confundida pese a todas sus determinaciones (...), a ese le parecerá correcto que yo trate, aun por medio de la forma, de contrarrestar la detestable width=100% falsedad de la filosofía moderna (...)”[xii]. Escrito probablemente en el invierno de 1842/1843, este texto elige la forma narrativa frente al discurso sistemático y hace hablar en primera persona a Johannes Climacus, que años después se constituirá en uno de sus principales pseudónimos de Kierkegaard, el autor de Migajas filosóficas y del Postcriptum. En la edad media existió un Climacus real, asceta del siglo VI de nuestra era, que escribió un tratado titulado Scala Paradisi[xiii], en el que habría desarrollado un camino de ascención al cielo, escalón por escalón, mediante distintos grados del saber. A Kierkegaard, el pseudónimo Climacus le servirá para encarnar un intento de mediación para concebir el problema de la divinidad, en contraste con la posición más propia de Kierkegaard de caracterizar el movimiento de la fe como un salto. Pero más que internarme aquí en el contenido de esta obra, quiero remarcar la temprana decisión de poner en marcha, por medio de la forma narrativa, el dispositivo de la comunicación indirecta. Esta audacia formal de rebelarse a la voluntad de sistema, en medio del predominio hegeliano, equivalía a quedarse fuera del paradigma dominante. Kierkegaard, ya antes de escribir Enten Eller, ha decidido dar un golpe de timón que lo vinculará con la filosofía por venir. No se trata de corregir, enderezar, completar ni dar vuelta el sistema, sino de romper con él.

En la forma discursiva se juega el poder de la intervención de un pensador sobre la realidad. Hay un rigor en la entonación (Stemning) que se adopta para comunicar. Hay que pensar en la escritura como acto de enunciación, en sus posiblidades y límites. Hay que romper con la ilusión de que todo puede decirse. Hay que denunciar la posición del que escribe desde una simulada neutralidad que borra las huellas de la enunciación. Hay que pensar en el lector, dirigirse personalmente a cada uno que pueda leer, apelar al ser posible, es decir, al poder del lector, que nunca es un mero “receptáculo” de un saber trasmitido. Hay que abrir con la escritura una brecha de silencio en la cual el lector pueda instalarse para decidir él mismo lo que le concierne como lector. ¿Quién habla en los textos filosóficos y desde dónde habla? ¿Qué puede hacer el que lee con la comunicación que se le dirige? Con Kierkegaard, la filosofía abandona toda ingenuidad en el elemento de la escritura, porque el danés escribe pensando y piensa escribiendo y supone que lo mismo puede hacer el lector: leer pensando y pensar leyendo.

La escritura kierkegaardiana no “representa”, no refleja ni reproduce una verdad, sino que la pone en marcha en concreto en el propio texto. Y la verdad que vive en la escritura tiene el ser de la posibilidad. Creo que no puedo decirlo mejor que el propio Kierkegaard, cuando distingue la comuicación directa como “comunicación de saber” de la comunicación indirecta como “comunicación de poder”[xiv]. En la comunicación de saber, impersonal y objetiva, con pretensión científica, “no actúo lo que expongo, no soy lo que digo, no doy a la verdad expuesta la forma más verdadera de ser, exsitencialmente, lo que digo: yo hablo de ella”[xv]. En la comunicación de saber se borra el ser del que escribe y del que lee, en pos de un predominio del objeto acerca del cual se habla. Y por sobre todo, podríamos agregar, se escabulle el ser mismo de la escritura. No se trata de encontrar un tono más o menos personal para dirigirse íntimamente a la persona del lector (aunque esta posibilidad no queda en Kierkegaard descartada), sino de dejar ser al texto lo que siempre es: posibilidad. Esta es la clave de la comunicación indirecta: Kierkegaard la denomina “comunicación de poder”. No quiero extenderme aquí acerca de lo que ya es harto sabido: en Mi punto de vista Kierkegaard expone su estrategia de escritor destinada a instalar decisivamente la cuestión de la verdad en una comunidad que él supone presa de la ilusión. ¿Cómo se instala lo decisivo? ¿Cómo dirigirse al que se aferra al engaño? ¿Cómo escribirles a los que están consolidados en la ilusión? Creo que estas preguntas exceden el propósito personal de Kierkegaard, su pregunta acerca de cómo llegar a ser cristiano. Uno puede sentirse concernido por ella o no. Pero el ambiente de la escritura filosófica se ha mostrado frecuentemente inepto para pensar en el poder del discurso o se ha inclinado a pensarlo sólo teóricamente, como si la filosofía estuviera condenada de antemano al discurso teórico, a la comunicación de saber.

Con dictaminar que Kierkegaard fue políticamente esto o aquello, transformarlo en un objeto de nuestro presunto saber, hacerlo ingresar en una cuadrícula, con todo ello seguramente no le habremos hecho ningún favor al pensamiento ni a la política; ni a Kierkegaard ni a nosotros mismos. Considero que lo que un pensador puede darnos es la oportunidad de pensar con él y más que nada la de pensarnos. Si hablamos de política, hay toda una política en esto de dar por buenas nuestras nociones comunes para juzgar la posición de otro; hay toda una política en sustraer nuestra propia posición cuando teorizamos o juzgamos la política de un pensador. Corremos el riesgo de olvidarnos de que, en estas ocasiones, lo que decimos acerca de las derivaciones políticas del pensamiento kierkegaardiano termina por alcanzarnos indefectiblemente: más que la posición política de Kierkegaard, lo que aquí se hace patente es nuestra propia política. Ser autor, profesor, dirigir un mensaje a los contemporáneos, son ejercitaciones del poder de la comunicación. Kierkegaard no es un teórico del poder en sentido clásico; sin embargo, creo que ningún autor antes que él puso en cuestión la praxis de la escritura como posición de la existencia. Ningún autor antes que él cuestionó en acto su propia autoridad (si se me permite usar esta palabra para referirme al “ser autor”). Al menos no conozco a un autor que haya planteado con más claridad el vínculo que lo liga como autor a sus lectores, es decir: a nosotros. Es como si Kierkegaard estuviera preguntándome todo el tiempo: ¿qué hacés al leerme?

***

Es preciso reparar en la doble acepción con que usamos la palabra “poder”. Por un lado, la pensamos como una praxis de dominio, de fuerza, de dirección que se impone sobre la realidad o sobre nuestros semejantes. Así parece ser usada por Nietzsche cuando habla de “voluntad de poder”. Pero, por otro lado, también puede ser pensada como “posibilidad”. En esta acepción, se la suele confinar al campo de la lógica: lo posible es siempre degradado a “meramente posible”, opuesto a lo lógicamente imposible por contradictorio, distinto e inferior a lo real y efectivo y casi un vapor de nada ante el poder ineludible de lo necesario. Por lo general, no se nos ocurre que no se trate de una mera coincidencia verbal, que las dos acepciones de “poder” estén indicando una conexión esencial. Creo que uno de los principales aportes de Kierkegaard a la ontología es su máximo esfuerzo por pensar el ser como posibilidad.

El ser del hombre como ser posible: no un despliegue imaginario de las cosas que podrían ser. Sino: la singularidad de cada hombre como su posibilidad única e intransferible a los otros, con la temporalidad propia del instante y no de la historia universal. Si yo me pienso en la historia universal soy casi nada, apenas un extra de una película con un reparto multitudinario. Si yo me pienso en el instante, mi ser es posibilidad y el peso de mi decisión es infinito. Contra quienes pretenden reducir el singular (Enkelte) a un mero individuo encerrado en el abismo de su mente, la singularidad no puede ser separada de su posibilidad intransferible y ésta de su dimensión temporal: el Instante; y de su posibilidad más propia: la recuperación (Gjentagelse).

En la posibilidad radica la angustia de ser; todo el riesgo y la esperanza del ser. El captarse como posibilidad es una experiencia inconmensurable, porque nos sitúa en el instante, no como un punto de cruce de fuerzas histórico sociales, no como ejemplar de una especie, no como “caso”, sino como una singularidad irrepetible, irremplazable, decisiva. No como instancia relativa de un desarrollo que empezó antes y seguirá después, en el escenario de la historia universal. No: como soledad con la que algo empieza y con la que algo termina definitivamente; en lenguaje kierkegaardiano: empieza y termina eternamente. Esta manera de hablar resulta extraña en el contexto de la modernidad, en la que el hombre llega a convencerse de la irrebasabilidad de su ser histórico y social, en la que lo natural es pensarse a sí mismo mediado por lo social y verse a sí mismo como un punto en un cuadro general.

Pensarse como posibilidad y no como un mero caso es pensarse como poder: como poder ser. Por lo que Kierkegaard nos brinda la posibilidad de repensar el poder en otros términos que los del pensamiento político clásico: no como instauración de un estado, no como dominio ni como voluntad de poder, no como técnica ni como imposición sobre la naturaleza y los otros hombres, sino como posibilidad arraigada en el ser cada cual un yo; o mejor: en llegar a serlo.

Creo que lo prodigioso de Kierkegaard es que piensa su escritura en correspondencia con esta ontología. Es decir: él pone en juego su concepción de la singularidad, del instante, de la comunicación de poder y de la repetición en su propia escritura. Si la cuestión clave de su filosofía es cómo llegar a ser singular, la respuesta la da en el acto de su escritura. Esto explica aún sus opciones biográficas, a las que muchas veces se usa malamente para reducir su pensamiento a biografía. Cuando en realidad se trata de que él se volvió singular en su escritura. Al leerlo, nos permite la posibilidad de vincularnos al singular.

III

Epílogo

Para determinar si Kierkegaard es un progresista, un conservador o un reaccionario, antes habría que tratar de comprender la posición desde la que se hace esta distribución de roles. Porque si no la comprendemos, decirle a Kierkegaard revolucionario o decirle reaccionario sólo puede afianzar el estado de cosas en el que nos encontramos. ¿Existe una revolución en curso, o creemos que existirá o que ha existido? ¿Estaríamos en condiciones de conservar algo del mundo o de revolucionarlo, si es que nos lo propusiéramos? ¿Son conservación o revolución posibilidades nuestras? Yo, por mi parte, me quiero resistir al mandato revolucionario de la Tesis XI de Marx sobre Feuerbach, el tan conocido “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo[xvi]. ¿Transformar al mundo? ¿Hacia dónde? El ímpetu activista parece quedar un poco a la zaga del proyecto tecnocientífico en marcha: el mundo está siendo transformado como nunca antes y de un modo que los marxistas ni soñaron: la tecnificación del mundo está penetrando hasta en los aspectos microscópicos de la realidad; y las mismas cosas humanas están sufriendo una mutación cuyos alcances quizá no podamos prever. Si la tesis IV proponía “aniquilar teórica y prácticamente” a la familia terrenal[xvii], puede que la licuación generalizada de las relaciones humanas que el neocapitalismo está llevando a cabo vuelva en poco tiempo superfluo este slogan, porque el sistema actual habrá hecho lo que los revolucionarios se proponían, aunque ya no en el sentido deseado por Marx. Esto sí que es transformar el mundo. Si hubo en la historia occidental una revolución triunfante, esa ha sido la revolución burguesa y el concepto mismo de revolución parece haber sido diseñado desde esa matriz. Si aplicáramos a los proyectos revolucionarios de la modernidad el tratamiento que permite interpretar todas las empresas humanas como productos de un contexto histórico, el activismo de las proclamas revolucionarias pueden entenderse como un eco del ímpetu revolucionario de la burguesía.

Después del siglo XX, cuando tenemos ante nuestros ojos los ruinas del socialismo real y los efectos operantes del progreso indefinido, hay que desconfiar sobre todo de la historia universal y de la curiosa pretensión de haber captado científicamente la clave de su desarrollo: hay que someter estas ideas a una presión de pensamiento inédita, hay que preguntar por el sentido y también preguntarse por la posibilidad de esta pregunta. Y por nosotros: pensar nuestro poder no como una “toma del poder”, sino como nuestra posibilidad.


[i] AAVV, Kierkegaard vivo, Alianza, Madrid, 1966, p.97-98.

[ii] LUKÁCS, G., El asalto a la razón. La trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler, Grijalbo, Barcelona; “Kierkegaard”, pág. 203.

[iii] op. cit, pás203-204.

[iv] HEGEL, G.F., Filosofía del derecho, Claridad, Buenos Aires, 1955; “El estado”, c) “La historia universal”, parr. 341, pág, 272.

[v] cfr. op. cit., párr. 340, pág. 271.

[vi] MARX, K., El capital, t. I, p XXIV.

[vii] cf. LUKÁCS, pág. 208.

[viii] op. cit., pág. 216.

[ix] op. cit., pág. 227.

[x] op. cit., pág. 239.

[xi] op. cit., pág. 219.

[xii] KIERKEGAARD, S., Johannes Climacus o De omnibus dubitandum est, Serpent’s Tail, London, 2001, p. 13, trad. Propia.

[xiii] Ver la introducción de Rafael Larrañeta a la edición española de Migajas filosóficas, pág. 12.

[xiv] KIERKEGAARD, S., La dialéctica de la comunicación ética y ético-religiosa, Pap., VIII B2 89.

[xv] op. cit., VIII B2 88.

[xvi] MARX, K., “Tesis sobre Feuerbach”, en La ideología alemana, Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo, 1971, pág. 668.

[xvii] op. cit., pág. 666.

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