Abstract
El objetivo de estas líneas consiste en confrontar lo que podríamos llamar los estadios de la co-existencia política en el pensamiento de S. Kierkegaard con los momentos del devenir espiritual trazado por G. W. F. Hegel. El presente texto busca señalar los puntos de confluencia entre ambos pensadores, quienes parecerían compartir una similar comprensión intersubjetiva de la existencia espiritual. Tanto Kierkegaard como Hegel intentan explicitar el dinamismo concreto del yo en los términos de una superación de la individualidad abstracta, capaz de realizar la pura autodeterminación subjetiva como comunidad amorosa.
1. Introducción
El primer gran desafío que plantea la «cuestión política» en el pensamiento kierkegaardiano consiste en determinar qué se entiende por tal y, conforme con la respuesta a esta primera pregunta, en definir cuál de todos los estadios existenciales resulta consistente con la presunta política kierkegaardiana. Al primer interrogante responderemos que –en un sentido sumamente laxo– entendemos aquí por política todo tipo de relación intersubjetiva entre seres humanos. Al segundo interrogante respondemos que, así como Kierkegaard distingue tres estadios de la existencia individual, habrá otros tantos estadios de la co-existencia política, respectivamente consistentes con la determinación estética, ética y religiosa de la subjetividad.
Ciertamente, esta triple gradación excede el sentido y el uso vulgar de lo político, que en rigor debería limitarse a la sociedad familiar, civil y estatal, y ubicarse específicamente en el segundo de los estadios kierkegaardianos. No obstante, la justificación de este exceso significativo reside en un exceso real de la existencia subjetiva, que trasciende y funda su sociabilidad desde una instancia más alta que ella misma y sin embargo mediatamente constitutiva de todo lo humano.
En concomitancia con el dinamismo reflexivo de la existencia singular, entendemos que hay en Kierkegaard una comprensión dinámica y reflexiva de la co-existencia intersubjetiva, que intentaremos describir brevemente y que, a la postre, intentaremos aproximar a las instancias fundamentales del devenir espiritual en el pensamiento de Hegel. Debemos aclarar que este proceso reflexivo no describe tres tipos estáticos y aislados de comunidad –así como tampoco describe tres modelos rígidos de individualidades aisladas– sino tres niveles diferentes de un mismo proceso de interiorización dialéctica. Cada uno de estos niveles señala una instancia reflexiva de la misma realidad comunitaria, a la cual pertenece como momento necesario de su devenir.
2. Los estadios de la co-existencia política en Kierkegaard
Si estadio estético describe para Kierkegaard la existencia abstracta, arbitraria e irreflexiva de la subjetividad, dominada o bien por su relación inmediata con el mundo finito o bien por la mediación de una idealidad infinita, pero vacía e ineficaz, tal estadio es consistente con un tipo de co-existencia, sometida a estas mismas determinaciones. Esto significa que la primera forma de lo político designa una comunidad unificada exclusivamente por un intercambio externo y objetivo, donde prima el interés privado y la racionalidad se mide en función de los beneficios finitos. Este tipo de sociedad puede muy bien ser exaltada por grandes ideales, pero ella no supera el umbral de un romanticismo ideológico, tras el cual se esconde la dominación.
Si buscamos una categoría kierkegaardiana capaz de resumir esta instancia, tal es la categoría de la «masa», calificada por Kierkegaard como la irreflexividad de la sociedad humana. Así como el esteta miente la plenitud espiritual, la masa es la mentira de lo social, por carecer de interioridad efectiva. Su criterio exclusivo es la suma numérica de individuos abstractos, y esta es la razón por la cual los Papirer kierkegaardianos aluden a la sociedad como una determinación animal del hombre. Descontando el sentido peyorativo de esta expresión, podemos afirmar que efectivamente la sociedad estética satisface la dimensión animal constituva e insoslayable del espíritu humano. No obstante, como tal dimensión es tan sólo el nivel elemental de la existencia humana, ella supone la emergencia de un dinamismo superador, implicado en la propia idealidad universal e infinita que caracteriza a la vida estética y que, finalmente, contradice y derrumba su inmediatez.
La formación estética de lo social colapsa ante la contradicción de una infinitud ideal que exige concretarse en el espacio y tiempo determinados de la subjetividad. Dicho esto mismo en el tono seudonímico de Kierkegaard: Don Juan no resiste el imperativo de la decisión aclamado por el Asesor Guillermo. La reflexión concreta del yo, o bien, su decisión absoluta afirman la existencia bajo las dos determinaciones esenciales de la sociedad ético-política, a saber, la universalidad y la necesidad del deber. Cuando el esteta se elige a sí mismo, no hace sino afirmar su esencia universal como realidad incondicionalmente debida a los condicionamientos de su transcurrir histórico y social.
Tal como ha sido descrita por La alternativa y Temor y temblor, la subjetividad ética se reconoce a sí misma en el elemento infinito, universal, libre y sustancial que la liga todos los hombres y que está llamado a encarnarse en una comunidad concreta de deberes y derechos mutuos. Lo ético es lo universal, en tanto que realidad divina y sagrada comunicada a todos los hombres mediante el lenguaje y concretada, por el lenguaje, en el universo de la ley. La mediación del discurso garantiza el orden social y el poder del Estado objetiva la voluntad sustancial de todos los hombres.
El estadio ético de Kierkegaard es eminentemente político, porque descubre la vocación individual como vocación humana-general, la interioridad como necesidad de manifestación externa y objetiva, y la eternidad de la esencia espiritual como construcción histórica. La especificidad de lo ético reside en esta síntesis libre, donde se armonizan lo interior y lo exterior, lo individual y lo universal, el deseo y la obligación, la persona y la sociedad, lo eterno y lo cultural. El ético elige el deber de la familia, la amistad, la sociedad civil, el estado, no por una imposición extrínseca sino por la reflexión intrínseca de su subjetividad, que reconoce al espíritu como universalidad efectiva.
La síntesis inmanente de lo ético hace posible la comunidad como un espacio reconciliado por la conciencia del deber y la igualdad sustancial del otro. Sin embargo, esta suerte de comunión social es obra de la subjetividad no por sí sola sino por la mediación de un tercero, en quien se estable width=100%ce propiamente toda unidad. Sin el reconocimiento de este tercero positivo, el desenlace de la conciencia ética es la contradicción consigo misma y, por lo tanto, con el otro. El hecho de que ella sea siempre culpable expresa esta imposiblidad de conciliación o, mejor dicho, expresa que la conciliación del deber debe ser superada por un vínculo de unidad reconocido plenamente en su caracter subjetivo.
La culpabilidad de la conciencia ética promueve el dinamismo social hacia la forma superior de lo que podríamos llamar la comunidad religiosa, descrita magistralmente por Kierkegaard en Las obras del amor. En esta tercera y última instancia, el vínculo determinante lo constituye el amor, en virtud del cual la ley es abolida y el otro se convierte en prójimo. Mientras que la universalidad ética es siempre culpable, porque su concreción en lo finito traiciona su vocación absoluta y su elección privilegiada cercena el derecho a la igualdad, la universalidad religiosa nunca lo es, porque ama a todo y a todos por igual o, mejor dicho, porque el amor hace la igualdad que el deber impone a su propia contradicción.
El amor no es para Kierkegaard un atributo ni una sustancia sino una subjetividad plena, la Divina, en quien reside el origen, el fundamento y el fin de la vida espiritual. Todo nace, permanece y vuelve al amor, por una suerte de reduplicación que crea y abraza la diferencia en su unión inmutable width=100%. En virtud de esta reduplicación, el individuo se ama en el prójimo y ama al prójimo en sí mismo, por el hecho de amarse en Dios y amar a Dios en él. La sociedad religiosa reproduce de este modo un silogismo amoroso entre Dios, el singular y el prójimo, donde cada uno de los términos se descubre en el otro y juntos hacen la unidad.
Lo dicho hasta aquí podría resumirse en lo siguiente. El primer momento estético de lo social se basa en la voluntad inmediata y abstracta de los individuos, y constituye por lo mismo una realidad contingente, sometida a la dialéctica de las necesidades finitas, a la masificación irreflexiva y a un romanticismo ineficaz. La sociedad ética, por el contrario, se basa en la universalidad del deber como esencia sustancial del individuo. La conciencia de la ley coincide aquí con la conciencia de la libertad personal, y esta armonía permite construir la sociedad humana bajo una racionalidad universal. Sin embargo, la pura inmanencia subjetiva no resiste la prueba de su contradicción y finalmente sucumbe al peso del deber. El tercer y último modo de lo social se basa en el amor, como vínculo perfecto y sujeto de toda igualdad. La unidad del amor es cierta en sí misma, y no necesita otra prueba que la de su propia trinidad espiritual.
Queremos insistir en que no se trata de tres tipos de sociedades sino tres niveles de una misma realidad social, cada uno de los cuales es conservado a la vez que transformado por el superior. En otras palabras, esto significa que es la misma co-existencia inmediata e interesada la que se supera en una tarea libre de construcción social para ser asumida por el amor en el reconocimiento del otro como igual.
3. El devenir del nosotros como realización del espíritu en Hegel
Los tres estadios de la co-existencia política descritos hasta aquí parecen guardar una estrecha relación con algunas categorías fundamentales que dominan el devenir espiritual tal como Hegel lo ha comprendido, especialmente en la Fenomenología del espíritu y en la Filosofía del derecho. En una breve aproximación, intentaremos señalar las ideas fundamentales que muestran un claro paralelismo entre ambos pensadores.
Tanto la Fenomenología como la Filosofía del derecho ubican a la individualidad inmediata, abstracta y arbitraria en el inicio del devenir espiritual. Sea desde el punto de vista del conocimiento, sea desde el punto de vista del querer, tal individualidad se expresa en un dualismo que separa su subjetividad consciente o autoconsciente de la objetividad externa a la cual tiende, la acción del contenido actuado. La arbitrariedad de esta conciencia reside en su particularidad contigente, limitada a querer los bienes extrínsecos y finitos según la racionalidad de su propio interés egoísta. Hegel le concede a este sujeto primordial el derecho a la vida, la libertad y la propiedad. Ahora bien, precisamente porque en el estadio actual la subjetividad cuenta con el criterio exclusivo de su deseo inmediato, la lucha es segura y la reconciliación social imposible, a menos que emerja de ella un nuevo criterio universal.
La dialéctica del amo y el esclavo intenta expresar la ausencia de una instancia impersonal y común, descubierta por la autoconciencia estoica y escéptica, aunque de manera ineficaz. La alusión histórica al estoicismo y al escepticismo como solución de la dialéctica precedente muestra la apertura de la individualidad inmediata a la manifestación de un ideal infinito y universal, vale decir, al reconocimiento de la propia libertad como racionalidad universal, y no ya como mera arbitrariedad contingente. Sin embargo, esta conciencia universal constituye todavía un ideal abstracto, formal e indiferente, incapaz de engendrar una sociedad de hecho y de derecho. La emergencia de la libertad como ideal de infinitud y universalidad no soporta la contingencia de los fenómenos, y concluye en una contradicción entre lo individual y lo social, lo universal y lo particular, la racionalidad y la facticidad, propia de la conciencia infeliz.
El desenlace contradictorio de esta primera empresa dialéctica promueve el advenimiento de la Sittlichkeit como nueva instancia de reconciliación efectiva. Lo que Hegel denomina Sittlichkeit ha sido explícitamente vinculado –no sólo por Kierkegaard sino por la mayor parte de sus comentadores– con el estadio ético kierkegaardiano. El momento ético de la individualidad designa el reconocimiento de su propio fundamento universal, actuado como tal por la propia acción subjetiva y encarnado históricamente en las instituciones sociales y en las costumbres de cada cultura. Lo universal no designa entonces una abstracción meramente pensada sino la esencia misma de lo individual, su sustancialidad infinita, manifestada en el deber y objetivada en un complejo de instituciones que abarcan desde la comunidad familiar hasta la sociedad civil y el estado, atravesando la mediación del lenguaje en tanto que órgano de lo universal y medio efectivo de mutuo reconocimiento.
El hecho de asumir la universalidad como fundamento sustancial de la existencia subjetiva le permite a Hegel la identificación del principio de la autonomía absoluta del yo con el principio de la vida ética como racionalidad social. La autodeterminación de la libertad humana es concomitante con su manifestación objetiva en el contexto de su realidad socio-cultural, así como esta última solo es posible por la acción libre del individuo en tanto que propia realización. Los fines éticos son el resultado de la autodeterminación del agente individual, capaz de concretar su racionalidad ideal en el dominio objetivo del espacio social y, a la postre, en el estado de derecho como la más alta encarnación de la universalidad humana esencial.
No obstante, lo cierto es que esta manifestación objetiva de la vida social, cultural y política no agota la existencia del espíritu ni se basta a sí misma como fundamentación de la comunidad. Todo lo contrario, la subjetividad moral y ética está llamada a recaer en una nueva contradicción, que exige para Hegel la emergencia de lo absoluto como autoconciencia divina de un yo que es un nosotros. Siguiendo la descripción de la Fenomenología, resulta ser la culpa el destino inexorable de la conciencia ética, incapaz de satisfacer su propia exigencia universal, a no ser por una suerte de superación amorosa inaugurada en el perdón. Con la idea de perdón y reconciliación, emerge para Hegel la conciencia religiosa y se abre un nuevo capítulo del devenir espiritual.
Si la instancia ética expresa la naturaleza universal y objetiva de la subjetividad, la religión expresa su carácter absoluto, conforme con el cual el espíritu se reconoce a sí mismo en una comunidad aglutinada por la presencia divina. La reconciliación realiza lo absoluto como mutuo conocimiento, y es allí mismo donde la reflexión individual se afirma, en su última autoidentidad fundamental y libre. Este mutuo reconocimiento coincide con la emergencia de un yo universal, que es propiamente la manifestación de Dios. La esencia y la existencia de lo divino reside en esta recíproca unidad intersubjetiva, cuya forma y contenido se identifica con un puro conocimiento amoroso. El punto clave del perdón y de la reconciliación religiosa consiste así en la emergencia divina, esto es, en la mediación de un tercero que sea fundamento y obra de la mutua comprensión. Porque la individualidad coincide con lo absoluto, es posible la comunidad como conciencia universal de un nosotros, existente en el puro conocimiento del espíritu, vale decir, en su plena realidad concreta y amorosa.
Gracias a los escritos juveniles de Hegel, sabemos que él entiende al amor como la superación de toda contraposición y la realización efectiva de la unidad. El amor es un tipo de conocimiento concreto, donde el sí mismo no resiste la pertenencia al otro y donde la diferencia cede ante una igualdad fundamental. Hegel compara el dinamismo amoroso con el movimiento inferencial del silogismo, donde cada uno de los tres términos –Dios, el individuo y el otro– está inmediatamente implicado en los restantes. Este tercer tipo de intersubjetividad, esta mediación comunicativa que ha superado la mediación universal del deber y del lenguaje, concreta la juvenil aspiración hegeliana hacia un reino divino, realizado ahora como sociedad amorosa de todos los hombres. El sentido religioso de esta comunidad no alude a ninguna institución eclesiástica ni a su estructura representativa, positiva y dogmática, sino a la efectividad concreta de un conocimiento que es ser, vida, existencia, totalidad orgánica, concepto.
Lo dicho hasta aquí podría resumirse en la idea de un dinamismo subjetivo y dialéctico, que avanza desde la individualidad abstracta hacia la conciencia efectiva de su esencia universal y llega finalmente a la realización de una comunidad ético-religiosa, presente a sí misma en espíritu y amor. A lo largo de este desarrollo, lo que propiamente ha acontecido es una reduplicación de la conciencia individual, llamada a reconocerse en su alteridad absoluta y a reconocer esta alteridad no como extraña sino como su propio fundamento. De la voluntad arbitraria a la ley y de la ley al amor hay una misma comunidad que busca comprenderse.
4. Conclusiones
Tanto en Kierkegaard como en Hegel, la fenomenología de la conciencia individual parte de la experiencia inmediata del sí mismo abstracto, cuya co-existencia social no supera los límites o bien de una suma cuantitativa de átomos sociales, o bien de una lucha por el propio interés, o bien de un ideal romántico carente de efectividad. La reflexión subjetiva de este sí mismo abstracto –impulsada siempre por la contradicción de su infeliz conciencia– lo restituye a una comprensión universal fundada en su propia sustancialidad existente y concretada en instituciones sociales de hecho y de derecho. No obstante, no es la necesidad eterna del deber lo que hace posible la comunidad entre los hombres, sino la unidad del amor la que posibilita tanto la justicia como la propia libertad personal. El pensamiento de Kierkegaard concluye en una trinidad amorosa entre Dios, el singular y el prójimo, donde los términos se implican mutuamente y donde lo divino constituye el fundamento y el medio de la igualdad. El pensamiento de Hegel concluye también en un «nosotros», que transforma la conciencia individual en una conciencia divina y amorosamente comunitaria.
En ambos casos, el principio de la libertad subjetiva termina por identificarse con la realización plena de lo social. Si Hegel ha intentado armonizar el liberalismo de la Aufklarum con el ideal de una comunidad auténtica inspirado en el modelo cristiano, Kierkegaard ha equiparado la decisión absoluta del yo con el amor divino y la donación al prójimo. Si Hegel ha buscado la coincidencia entre la autonomía absoluta y la unidad orgánica del todo, Kierkegaard ha descubierto en la afirmación singular el nexo de la totalidad. Para los dos, la autodeterminación plena del individuo como agente personal coincide con una acción histórica, social y política, porque coincide –por encima de esto– con una autoconciencia transpolítica y transhistórica.
En ningún caso se trata de tres sociedades distintas ni de un último modelo social que represente el sueño eterno de todos los mesianismos políticos. No hay sociedades puramente arbitrarias, junto a otras puramente legales y frente a una tercera comunidad amorosa. No, se trata de una sola y misma sociedad, la única histórica y existente, en el despliegue de su conciencia autorreflexiva y en la comprensión total de sus momentos. Por la misma razón, no se trata de tres alternativas sino de la única realidad en la cual nos movemos y existimos.
En el punto conclusivo de estas líneas, no podemos dejar de mencionar el irreconciliable solipsismo y la naturaleza anti-social y anti-histórica que se le han achado al singular. En respuesta a este tópico –que creemos no resistir el menor análisis serio–, nos resulta evidente que, en cualquier estadio de su existencia, la subjetividad singular es consistente con un entramado social, que reproduce su propia reflexión interior y manifiesta su relacionalidad esencial. Dicho de otro modo, el yo kierkegaardiano es siempre y en todo caso una síntesis de tiempo, historia, finitud, contingencia, universalidad y alteridad. Por otra parte, resulta claro también que la conciencia individual se reconoce en su prójimo como en su igual y no puede existir sino en el amor que la une al Otro y a los otros. Tanto como el sujeto hegeliano exige un mutuo reconocimiento, el sujeto kierkegaardiano se reduplica en una expansión amorosa que exige la alteridad.
Sin embargo, y en ocasión del mencionado cliché que, aunque injusto, se ampara en algunos excesos de Kierkegaard, quisiéramos dejar abierta la siguiente pregunta: ¿necesita el individuo kierkegaardiano ser amado por su prójimo? Si la respuesta es afirmativa –como efectivamente entendemos serla– Kierkegaard debería haberlo puesto más en claro. Y junto con Kierkegaard, toda la filosofía contemporánea dedicada a amar al huérfano, a la viuda y al extranjero debería dejar más en claro que es el propio yo quien necesita ser reconocido y amado por el pobre, la viuda, el rico o el genio. Sin esta reciprocidad del amor, ni la libertad personal, ni la conciencia moral, ni la sociedad civil, ni el estado hubiesen comenzado nunca a existir.
Bibiografía
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