ANNA FIORAVANTI: "Lo demoníaco como angustia ante el bien y rechazo del perdón"
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Biblioteca Kierkegaard Argentina

“La fe no es un combate perpetuo, es una victoria que combate.”

S. Kierkegaard

I. LA ANGUSTIA DE LA POSIBILIDAD DE LA LIBERTAD

Kierkegaard trata sobre lo demoníaco en  varias de sus obras. Por razones de espacio, sólo se considerarán especialmente dos de ellas, ambas seudónimas. Una es “El concepto de la angustia”, firmada por Vigilius Haufniensis, un autor no cristiano, y la otra “La enfermedad mortal”, por Anti-Climacus, que representa, por el contrario, a un cristiano en grado sumo.

En la primera obra, la angustia aparece en relación con la inocencia, antes del pecado, cuando el espíritu como realidad es todavía una nada y es precisamente esa nada la que la engendra. Sin embargo, el espíritu está siempre de alguna manera presente, aunque de un modo ambiguo, porque si así no fuera, si el hombre pudiera ser un simple animal en un solo momento de su vida, no podría llegar nunca a ser un hombre. En este grado, la inocencia es ignorancia, no hay conocimiento alguno del bien y del mal. La prohibición divina de la que da cuenta la narración del Génesis, no origina la caída, como se considera habitualmente, pues de este modo la concupiscencia sería el fruto de la prohibición, es decir que la prohibición despertaría el deseo y en lugar de ignorancia habría un saber. No se trata de eso. Se trata de que la prohibición le angustia en cuanto le despierta no un saber de la libertad y el consiguiente deseo de usarla, sino “en cuanto despierta en él la posibilidad de la libertad”1. La posibilidad de poder resulta ahora una forma superior de la ignorancia y también de la angustia. La inocencia no es culpable todavía y, sin embargo, hay angustia, y la ambigüedad de la angustia es tal que se la busca y se le huye, se la ama y al mismo tiempo se le teme, dice Kierkegaard.

La tentación, cuyo sentido no consiste en hacer que los hombres caigan o para provocar el mal únicamente, aparece como el contrapeso de la libertad. Y con la tentación (que, según el apóstol Santiago, viene de la propia interioridad porque Dios no tienta a nadie ni es tentado por nadie sino que cada uno es tentado por sí mismo) sobreviene la caída, algo que ninguna ciencia es capaz de explicar. “Es una insensatez el que se pretenda explicar lógicamente el ingreso del pecado en el mundo”2. La caída no es una sucesión. Es el salto cualitativo que ninguna ciencia podrá explicar, pues el pecado entra en el mundo cada vez que un individuo singular (Enkelte) pierde la inocencia por una culpa. No se trata entonces de un problema científico. La estupidez de la pregunta acerca de qué habría pasado si Adán no hubiese pecado no reside tanto en la pregunta misma, sino en el hecho de que le sea dirigida a la ciencia, dado que cada uno debería dirigírsela a sí mismo, pues es por la culpa de cada uno que el pecado entra en el mundo. Por eso, si alguna manera hay de comprenderlo “es partiendo única y exclusivamente de su misma interioridad”3. Alcanza, entonces, sólo con no olvidarse de sí mismo.

Ahora bien, la angustia, que revela todos los horrores y el espanto de la posibilidad de la libertad, es junto con la fe la que revela también la salvación. Y más aún, la angustia, si se sabe comprenderla, con el auxilio de la fe, desarma al destino, descubre todos los engaños de la finitud y prepara el camino para que el individuo singular aprenda a descansar en la Providencia. La angustia muestra otra vez su faz ambigua: llevando a la perdición o desempeñando un papel educador y salvador.

 

II. LA ANGUSTIA DE LA REALIDAD DE LA LIBERTAD

La distinción entre el bien y el mal aparece no con la posibilidad, sino con la realidad de la libertad.

Pero la sensibilidad, incluida en ella lo sexual, no es la pecaminosidad. Por el contrario, es la sensibilidad la que ha sido degradada por el pecado al punto de convertirse en pecaminosidad. Oigamos al propio Kierkegaard: “¿No dice San Pablo ‘que mejor es casarse que abrasarse’? No, el cristianismo, precisamente porque es de verdad espiritual, entiende por sensualidad algo distinto de eso que se suele llamar así, sin más ni más, y por eso de la misma manera que no les prohibe a los hombres el que coman y beban, así tampoco se ha llamado a escándalo a propósito de un instinto [el sexual] que el hombre, desde luego, no se ha dado a sí mismo”4. En la inocencia ya está puesta la diferencia sexual, pero no en cuanto tal. Sólo con la realidad del pecado aparece esta diferencia como impulso.

Tampoco la temporalidad es pecaminosidad. Pero con la realidad del pecado, también el tiempo se vuelve pecaminosidad, pues el que peca hace abstracción de lo eterno y sólo vive en el momento, tratando de apartar en vano la angustia de la muerte.

En este punto, el querer apartar la angustia no significa que sea posible lograrlo. En apariencia, el hombre que obra de esta manera está tan completamente satisfecho y feliz y falto de espíritu que no tiene lugar para la angustia. No obstante, aunque no pueda o no quiera reconocerlo, la angustia está al acecho, “oculta y enmascarada”. En esta relación con el espíritu están tanto los paganos dentro del paganismo como los paganos dentro de la cristiandad. Con la diferencia de que en los primeros hay algo así como una ausencia de espíritu que va camino hacia el espíritu; mientras que en los segundos, hay una positiva falta de espíritu que consiste en un alejarse constantemente del espíritu. Lo terrible es que la falta de espíritu tenga relación con el espíritu y que esta relación no sea nada.

De esta manera, se trata de eliminar la angustia en cuanto aparecen como reales la libertad y el espíritu. Ahora bien, la nada de la angustia es el destino (unidad de necesidad y casualidad) en el paganismo y la culpa en el judaísmo. Por eso, el pagano no puede prescindir del oráculo y su tragedia no estriba en que el oráculo sea ambiguo, sino en que no tenga suficiente coraje como para dejar de pedirle consejo. Aquí el destino es la nada de la angustia porque si entrara en escena el espíritu, desaparecerían la angustia y el destino para ceder el lugar a la Providencia.

De igual modo que el oráculo corresponde al destino, el sacrificio corresponde a la culpa. Y aunque ese sacrificio no le sirva de nada, el judío se ampara en él, como el pagano lo hace con el oráculo. Por eso, el sacrificio se renueva sin que desaparezca la angustia.

Lo opuesto de la libertad no es la necesidad, lo cual implicaría una concepción meramente mental de la libertad, sino la culpa. Por la culpa entra el pecado en el mundo.

La libertad es el bien y sólo para la libertad en concreto, para la realidad de la libertad, no para la libertad en abstracto, puede existir la distinción entre el bien y el mal.

 

 

III. LA ANGUSTIA ANTE EL MAL

Una vez puesto el pecado, éste resulta ser una posibilidad desaparecida y, al mismo tiempo, una realidad injustificada5. Por esta causa, por ser una realidad injustificada, puede la angustia entrar en relación con él, pues por muy profundo que haya caído un hombre, puede caer aún más hondo si, como dice Kierkegaard, no se deja deja conducir por dos guías que no son precisamente ciegos: uno es el remordimiento, “que lo incita a apartarse del mal”, y el otro, el arrepentimiento, que lo “invita a ir hacia Dios".6 Ni siquiera tiene importancia por cuáles caminos pueda llegar a la puerta ancha de la perdición. Cualquier cosa, por estúpida y anodina que aparente ser, posee matices variados y sutiles, con alcances vastísimos e imposibles de predecir. Como los baobabs que describe el principito de Saint-Exupéry, comienzan por ser pequeños y después son capaces de destruir un planeta. En Las obras del amor, leemos: “El cristianismo no atiende a los instrumentos con que el hombre puede destrozarse en algún modo el alma, sino al hecho de que se la destroce, sea por lo que fuere, aunque quizá sólo se trate de una bagatela. ¡Claro que el hecho de destrozársela no es de seguro una bagatela!”7

Todo el mundo conoce a cuáles tortuosos abismos nos pueden llevar la soberbia, los celos, el odio, la envidia, la codicia, el sadismo, la indiferencia, la cólera y todos los desenfrenos que enceguecen aun a los espíritus superiores. Pero, consiguen hacerlo asimismo lo que a veces se consideran apenas minucias, nimiedades, como el alcohol, los alucinógenos o el libertinaje. Es posible que Esquilo pensara en la primera categoría de desmesuras cuando afirmó: “Nada hay con exceso, sin que sobrevenga la desgracia”; sin embargo, son palabras perfectamente aplicables también a la segunda.

Hay que tener presente que Vigilius Haufniensis insiste en la ambigüedad no sólo de la angustia, sino también del remordimiento y el arrepentimiento. En La pureza de corazón es querer una sola cosa, Kierkegaard los trata extensamente como los dos guías imprescindibles para la salvación, mientras que El concepto de la angustia subraya su carácter negativo, en cuanto ambos pueden ser ocasión de un nuevo pecado, equivalente al que comete quien echa de menos la inocencia que ya no posee y entonces pierde el tiempo en inútiles deseos de volver adonde ya resulta del todo imposible volver.8 No marchan junto a la fe, como compañeros y guías. Aquí la fe tiene que “desarmarlos”, a la vez que ella misma tiene que “arrancarse” permanentemente de las garras de la angustia.9

De todos modos, en este primer caso, debe quedar claro que el pecador en cierto sentido se encuentra en el bien y se angustia ante el mal que lo asedia desde tantos recodos posibles. Es decir, que está en el bien, pero en una relación forzada con el mal. Y ésta es la esclavitud o servidumbre del pecado.

 

IV. LA ANGUSTIA ANTE EL BIEN O LO DEMONÍACO

Si en la esclavitud del pecado el hombre se halla en el bien pero se angustia ante el mal, en lo demoníaco, en cambio, se halla en el mal pero se angustia ante el bien. Lo demoníaco es la relación forzada con el bien10. De ahí que en Marcos, 1, 34 y en Lucas 4, 41 se mencione el inquietante conocimiento que los demonios tienen de Cristo.

Lo demoníaco aparece sólo cuando es acosado por el bien y por la eternidad, es decir cuando le es ofrecida la salvación. Todo demoníaco pregunta lo que Fiodor Dostoyevski pone en boca del Gran Inquisidor cuando se enfrenta con Cristo: “¿Por qué vienes a estorbarnos?”

Lo demoníaco, como la angustia, es ambiguo, y se lo puede abordar desde una perspectiva terapéutica (que corresponde a la esfera corporal), o bien desde el enjuiciamiento ético (en la esfera del alma o psíquica) o bien desde un punto de vista estático-metafísico (que corresponde a la esfera neumática o espiritual). Lo que muestra que el hombre es una síntesis de cuerpo y alma sostenida por el espíritu, como se repetirá luego en La enfermedad mortal y en otros escritos.

Desde el punto de vista terapéutico, lo demoníaco ha sido tratado como un problema físico y somático, susceptible de ser tratado con medicamentos e internación hospitalaria para aislar al enfermo del miedo de los demás.

Desde el punto de vista ético, lo demoníaco siempre ha sido perseguido y castigado con el máximo rigor, incluida la pena de muerte. Ahora bien, Vigilius Haufniensis aprueba con ironía que los hombres ilustrados de nuestro tiempo se horroricen ante la mera narración de esos hechos, pero al mismo tiempo encuentra menos respetable esa pura compasión sentimental que la severidad de los antiguos. Y esto, porque esa severidad daba por sentado que lo demoníaco estaba directamente relacionado con la culpa y no pretendía robarle al hombre, bajo la máscara de la compasión, su joya preciosa: la libertad.11 Sin embargo, unas páginas más adelante, descubre la contradicción de la excesiva severidad empleada en el pasado, ya que si el demoníaco podía salvarse, no estaba enteramente en poder del mal, y si lo estaba, entonces del todo contradictorio el castigo.

Finalmente, desde el punto de vista estático-metafísico, lo demoníaco aparece como desgracia, destino, locura congénita y otras explicaciones similares. ¿Y qué ocurre? Otra vez, la máscara de la compasión, a la que califica “como la más miserable entre todas las virtuosidades y destrezas de los que viven en la sociedad".12 Esa compasión —dice— no beneficia al que sufre, sino que sólo encubre el propio egoísmo. Porque el auténtico sentido de la compasión se manifiesta únicamente cuando el que compadece se identifica de tal manera con el que sufre que comprende que es su propia causa la que está en juego y entonces no tratará de arreglarlo todo con unas palabritas de consuelo o un encogerse de hombros, pues si lo demoníaco es una desgracia o cosa del destino, entonces nos puede alcanzar a todos.

Lo demoníaco se presenta cuando la libertad es puesta como realidad, no en la inocencia, porque es angustia ante el bien. Pero con lo demoníaco, la libertad se convierte en una no-libertad que quiere encerrarse en sí misma, pero no puede hacerlo porque siempre está en una relación con el bien “que nunca deja de existir por más que aparentemente haya desaparecido por completo”.13

 

V. CARACTERES DE LO DEMONÍACO

 Lo demoníaco es mutismo y revelación o apertura involuntaria porque la libertad, que está completamente cautiva en la no-libertad, se rebela y no quiere entrar en comunicación con la libertad que el bien le ofrece. Y si se rompe el hermetismo, ello sucede contra la voluntad del endemoniado, cuando éste se traiciona a sí mismo en la angustia. Este ensimismamiento tiene que ver con el contenido de la reserva y puede ser tanto lo más terrorífico como lo más insignificante. Recordemos que el hombre puede perderse por una bagatela, nomás. Pero lo peor es que lo que se oculta pueda ser considerado tan espantoso que no sólo no se quiera comunicarlo a nadie, sino ni siquiera a sí mismo. Sólo la palabra abierta y sincera, deshace el ensimismamiento, pues podría ocurrir que el endemoniado deseara de alguna manera la apertura y lo hiciera, pero en forma de falsedad, con lo cual la esclavitud seguiría permaneciendo victoriosa, y por eso se llama al diablo “el padre de la mentira”. En síntesis, el criterio para decidir si el fenómeno es o no demoníaco lo proporciona únicamente el hecho de que se quiera asumir o no en libertad, con la palabra verdadera y clara, lo que la reserva ha clausurado, puesto que tanto en el reservado mudo como en el que habla en la mentira como en el que practica el parloteo involuntario, hay doblez, voluntad doble que impide toda entrada en el bien.

Lo demoníaco es lo súbito cuando se lo considera en relación con lo temporal. La comunicación es la expresión de la continuidad, pero el ensimismamiento no quiere tener nada que ver con ella y por eso su expresión es lo mímico. De ahí que como mejor se puede hacer aparecer en escena al diablo es en la posición del salto, como la de un ave de rapiña o un relámpago o una fiera salvaje.

Lo demoníaco es vacuidad y aburrimiento que revela la falta de contenido del mal y el todo endemoniado parece un muerto en vida.

Estas tres características se dan en todos los endemoniados, tanto los que lo están muy poco como los que lo están completamente, porque todos ellos sienten la misma angustia ante el bien.

Hay dos maneras diferentes en que el endemoniado pierde la libertad: una es la pérdida somático-psíquica y la otra, la pérdida neumática de la libertad.

El cuerpo es el órgano del alma y del espíritu.

Ahora bien, si se invierte esta relación y la libertad conspira contra sí misma con el cuerpo, estamos ya en presencia de lo demoníaco, de la pérdida de la libertad en la primera forma. Porque si hay desorden, pero la libertad no está insurrecta, es natural que aparezca la angustia, pero será angustia ante el mal, no ante el bien. En esta esfera, los grados de lo demoníaco pueden ser muy variados, desde algunos fenómenos psicológicos como la sensibilidad o la irritabilidad exageradas, la tensión nerviosa, el histerismo y la hipocondría, entre otros, hasta el caso extremo del descarrío bestial. En este último caso, el bien se convierte en una amenaza y el endemoniado sólo quiere que lo dejen en paz, que no le hablen siquiera de la posibilidad de su salvación, pues esa posibilidad, si alguna vez existió, siempre estuvo en el pasado. Otro rasgo propio de esta esfera es que los endemoniados se apegan unos a otros de tal manera que “no existe amistad comparable con esta intimidad”.14

La pérdida neumática de la libertad está referida al ámbito espiritual y lo demoníaco puede manifestarse aquí como indolencia, curiosidad, autoengaño, ignorancia distinguida o activismo estúpido. Es decir, distintas formas de eludir el compromiso concreto de vivir la verdad con la propia vida, pues “la verdad solamente existe para el individuo en cuanto él mismo la produce actuando. Si la verdad existe de cualquier otro modo [es decir, como indolencia, curiosidad, autoengaño, etc.] para el individuo y éste no hace más que impedir que ella exista para él del modo dicho, entonces es que tenemos delante un fenómeno peculiar de lo demoníaco”15. Seguramente, Kierkegaard no tenía conocimientos de la lengua hebrea. Sin embargo, ése es el sentido real que tiene en las Escrituras la palabra “verdad”, que se dice “emet”y que significa al mismo tiempo “verdad” y “fidelidad”. No es una adecuación ni un des-cubrir, sino una relación en que la persona se caracteriza por ser fiel (“emet”) y activamente firme (“ne eman”) en sostenerla. Mentir es ser infiel a esa relación. Es un modo de comportarse, de actuar, no una cualidad ni un decir (aunque, en la Biblia, para Dios decir y hacer son lo mismo). Esta verdad o “emet”, que es fidelidad y firmeza activa, tiene en hebreo la misma raíz que “emunah”, que significa fe, confianza y que proviene de reconocer como segura la fidelidad del otro. Todo esto se corresponde con la verdad en el sentido en que se habla de ella en El concepto de la angustia. Y tal vez por eso se dice allí que la arbitrariedad, la incredulidad, el burlarse de la religión, tanto como la superstición, el servilismo y la beatería carecen de certeza y de interioridad, que es como decir confianza. A falta de eso, se buscan pruebas y recontrapruebas que sólo resultan pruebas del alejamiento de eso mismo que se deseaba probar.

La certeza, la interioridad, son seriedad. Ahora bien, la seriedad “es una cosa tan seria que cualquier definición de la misma ya representa por sí sola una enorme ligereza”16. Y, por otra parte, no es éste el lugar para tratarla. Baste decir que quien no comprende lo eterno de una manera absolutamente concreta carece de seriedad, pues 1) niega lo eterno en el hombre a través de la burla, el entusiasmo por lo mundano, etc.; 2) lo concibe en forma abstracta, commo si estuviera fuera del tiempo; 3) lo introduce en el tiempo por medio de la fantasía, con lo cual resulta un pasatiempo quimérico; 4) lo concibe de forma metafísica, y así cada hombre se convierte en un yo puro o en la conciencia eterna del yo. Pero esto no representa otra cosa que lo demoníaco, es decir todos los escapes que busca la angustia ante la eternidad.

 

VI. LA DESESPERACIÓN DEL DIABLO ES LA MÁS INTENSA

 En La enfermedad mortal, que Kierkegaard escribió en 1849, dice que la desesperación es la enfermedad mortal en el más categórico de los sentidos, pues “consiste exactamente en no poder morirse”.17 Es una autodestrucción que no puede conseguir lo que ella quiere. El tormento del desesperado es morir la muerte o, mejor dicho, vivir el morir. Dice San Juan en el Apocalipsis: “Buscarán la muerte y no podrán hallarla”18.

Como la angustia, la desesperación se presenta en distintos grados que oscilan entre la falta total de conciencia de que se es un desesperado y la potenciación más elevada e intensa de todas que es la del diablo.

Invirtiendo la fórmula de San Pablo, lo contrario de la fe es el pecado. Y el pecado surge cuando, delante de Dios, el hombre no quiere desesperadamente ser sí mismo (que es la desesperación-debilidad) y se aferra a lo temporal con toda clase de engaños e ilusiones a costa de lo eterno, o bien cuando quiere desesperadamente ser sí mismo (o desesperación-desafío) y se obstina en desligar su yo del Poder que lo fundamenta, en no querer reconocerlo, para así disponer de sí mismo y constituirse en su propio creador. La diferencia es que el que no quiere ser sí mismo, en realidad, rechaza ser curado y salvado por lo eterno porque pone tan alto lo temporal que lo eterno no significa para él ningún consuelo, mientras que el que quiere desesperadamente ser sí mismo prefiere padecer cualquier sufrimiento antes que humillarse para pedir ayuda. Ahora bien, cuanto mayor sea la conciencia del que desesperadamente quiere ser sí mismo, tanto mayor será la potencia de la desesperación, hasta que se vuelve demoníaca. Se refugia en su tormento y busca su propia desgracia para rebelarse contra la existencia entera y su bondad.19

Permanecer en el pecado sin arrepentirse es un nuevo pecado al punto de convertirse en una segunda naturaleza, pues “el pecado crece a cada instante en que no se salga de él.20 En realidad, la mayoría de los hombres tienen tan poca conciencia de que son espíritu que su vida es una mezcla de infantilismo y superficialidad, un juego donde sólo se pierden y ganan cosas particulares y aisladas. Pero así como el creyente siente un temor infinito por cualquier pecado porque está arriesgando una ganancia infinita, del mismo modo el hombre diabólico es tan consecuente dentro del encadenamiento del mal porque también tiene una totalidad que perder. Por eso, lo único que quiere es encerrarse en su cárcel interior y resistir las acechanzas del bien. Al desesperar por los pecados, se corta toda relación con la gracia y también consigo mismo porque, en efecto, lo contrario del pecado que es la fe consiste en querer ser sí mismo pero sin desvincularse del Poder que lo fundamenta. Esto sucede con frecuencia en personas que han resistido por mucho tiempo la tentación y vuelven a caer en ella.

Por eso, la fe, aunque no signifique la esterilidad de un combate perpetuo, siempre será una victoria que combate. El Evangelio lo da a entender con claridad cuando advierte la necesidad permanente de velar, de lo contrario, aunque se haya expulsado con éxito un demonio y se tenga la casa barrida y ordenada, vienen otros siete demonios peores que el primero y resultan las postrimerías peores que el comienzo.21 Porque, entonces, tal hombre se declarará en rebelión contra la Providencia y rechazará el perdón aunque Dios mismo se lo ofrezca. En el fondo, como carece de suficiente bondad para perdonarse a sí mismo, piensa que Dios tampoco puede hacerlo. Y de este modo se hunde en la desesperación y en la más profunda tristeza. Pero, “una cosa es clara, que la dirección de la tristeza no apunta en absoluta a Dios. Es egoísmo solapado y es soberbia."22 Sin embargo, para el público en general y los sacerdotes en particular esta desesperación por los propios pecados es algo bueno y, consolando a los pobres pecadores, no hacen más que agravar la enfermedad.

El pecado se afirma y se potencia diciendo: “Dios no podrá perdonármelo nunca” y así tanto el desesperado por debilidad como el desesperado por obstinación se escandalizan: el primero porque no se atreve a creer y el segundo porque no quiere creer. Los escribas y fariseos se escandalizaban de que Jesús dijera: “Tus pecados te son perdonados”, y ésa constituía para ellos la peor blasfemia.23 En ese contexto, el milagro aparece casi como una concesión que Cristo efectúa para que los incrédulos vean que el que tiene poder para hacer el milagro, también lo tiene para perdonar los pecados.

Finalmente, el grado supremo de la desesperación y el escándalo, que corresponde a lo propiamente diabólico, es el pecado contra el Espíritu Santo, el único que no será perdonado. La posibilidad del escándalo es el momento dialéctico de la fe, pues aun en la adoración del creyente la “gran muralla de la infinita diferencia entre Dios y el hombre” sigue en pie y no deja de ser un misterio, aunque la cristiandad pretenda entenderlo de lo más ufana. Pero de lo que aquí se trata es de la forma positiva del escándalo, que también tiene diferentes grados:

a) La inferior es la de la indiferencia, la del ni sí ni no, la de los que dicen que en este respecto no tienen en absoluto ninguna gana de opinar, los aristócratas que desprecian a Dios de una manera sumamente distinguida. La mayoría de la gente no ve en esto una forma de escándalo. Sin embargo, tales individuos también serán juzgados, “ya que ningún hombre ha de ser tan insolente que deje que la vida de Cristo se le escurra como una mera curiosidad. No es ninguna ocurrencia ociosa el que Dios se digne encarnarse y hacerse hombre. Como si por ese camino Dios buscara alguna cosa con la que estar ocupado, o quizá para entretenerse, poniendo así fin a su aburrimiento..., pues no será la primera vez que con todo descaro se ha dicho que lo de ser Dios tiene que ser muy aburrido. ni tampoco se hace hombre para correr simplemente unas cuantas aventuras. No, cuando Dios lo hace, ello significa que este hecho constituye la seriedad de la existencia”24 —dice Anticlimacus.

b) La segunda forma de este escándalo, igual que la anterior, es todavía negativa, pues es como el caso de un amor desgraciado. No le es posible ignorar a Cristo, pero tampoco puede creer en él.

c) La última forma, la positiva, es la del que niega a Cristo. Niega que haya existido o que fuera aquel que dijo ser. Se lo transforma en poesía o mitología pura, sin vinculación con la realidad, o bien se lo trata como una realidad, pero sin ninguna vinculación con lo divino.

Esta tercera forma de escándalo es la potenciación máxima del pecado, pues es el pecado contra el Espíritu Santo, el que hace de Cristo un invento del demonio y que niega con ello la posibilidad del perdón de los pecados.

 

 

 

1 Soeren Kierkegaard, El concepto de la angustia, Ediciones Libertador, Buenos Aires, 2004, pág. 53.

2 Op. cit., pág. 59.

3 Op. cit., pág. 61.

4 Soeren Kierkegaard, Las obras del amor, Ediciones Guadarrama, Madrid, pág. 116.

5 Soeren Kierkegaard, El concepto de la angustia, pág. 133.

6 Soeren Kierkegaard, La pureza de corazón es querer una sola cosa, Ediciones La Aurora, Buenos Aires,

1979, pág. 48.

7 S. Kierkegaard, Las obras del amor, op. cit., pág. 144.

8 S. Kierkegaard, El concepto de la angustia, op. cit., pág. 45.

9 Op. cit., pág. 138.

10 Op. cit., pág. 140.

11 Op. cit., nota al pie de pág. 142.

12 Op. cit., pág. 140.

13 Op. cit., pág. 145.

 

 

14 Op. cit., pág 161.

15 Op. cit., pág. 162.

16 Op. cit., pág. 172.

 17 Soeren Kierkegaard, La enfermedad mortal, Ediciones Sarpe, Madrid, 1984, pág. 43.

18 San Juan, Apocalipsis, 9,6.

19 Soeren Kierkegaard, op. cit., pág. 113.

20 Op. cit., pág. 156.

21 Mateo, 12, 43-45.

22 S. Kierkegaard, op. cit., pág. 165.

23 Cf. Mt 9, 1-8; Mc 2, 1-12; Lc, 5, 18-25.

24 Op. cit., págs. 189-190.

 


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