Licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires
Encantador el juego, seriamente sostenido, de pensar la intransigencia de lo Absoluto, desde la errancia gutural de la existencia.
Así el maestro de Copenhague unge la razón filosófica con la patencia del individuo hombre, que un Dios, de pordiosero ensueño, divaga entre los hombres transeúntes, perdidos en medio de lo más entrañable de sus vidas.
Consecuentemente, la razón filosófica, como una pasajera indocumentada y sin equipaje, abordará la pregunta de sí misma en la intemperie de viajar desnuda, adánica, entre la atormentada indiferencia de las cosas y su salvífico martirio de nombrarles un cielo y una infancia.
Pues Kierkegaard revuelve pasos mientras dice, es la inmensa polvareda de un habla encarnada en movimiento. Este compás inaudito a Zenón de Elea, quien deseó recusarlo con la idéntica saeta que, a él mismo, mordió después mortalmente, cuando Aristóteles enseñó a pensarlo insuperadamente al señalar su consistencia en : “.. el acto de lo que está en potencia en tanto que está en potencia”[1]. El acto de un alma en potencia en tanto en potencia es su espasmo de animarse a sí misma, de conquistarse una alusión desde el foro sin fondo de su indiviso espacio, este éxtasis carnal de espíritu y cuerpo, de fraseo y duración.
En este singular verdaderamente otro y semejante, la divinidad se custodia, teniéndose en él como en su encrucijada creatural y decisiva.
Pues el gran discípulo nórdico del Sócrates incorruptible no ha buscado una verdad desinteresada y acabadamente externa, sino, antes bien, “una que fuera verdad para mí”[2].
Este lugar kierkegaardiano basta para desbaratar cualquier fantasmagoría especulativa, que lo sea, precisamente, por no ser consecuente la osadía que siempre ha bendecido al pensamiento, con la irremediable encarnadura, deviniente, histórica, en la cual le es dado a aquél multiplicar su dialéctico latir día a día, dando el fruto de su concepción como un ázimo tierno de frescura, como una joven saciedad recién macerada de un saber todavía tibio, para suavizar la siempre recrudecida herida que la apatía abre y por la que se escurre el ignorado kosmos de los hombres y de los dioses.
Platón mismo, escéptico ante la escudilla donde abrevan el verso felinamente trágico y la ardiente metáfora nocturna de toda poesía, no dudó en hacer hablar a esta pasajera temeraria y pasional, advirtiendo, en el viril acento homérico, que tal vez un dios extranjero y harapiento disimula su vergüenza entre las calles y las sombras para inspeccionar la desmesura y la equidad humanas[3].
Esta acrobacia existencial, debe crecer sin peligro de monstruosa desarmonía de titanes con el reconocimiento persistente que su emocionado daimon exige para ser tomada y comprendida.
Kierkegaard la ha rematado insistiendo en que lo absoluto del hombre es su absoluta relación con el Absoluto.
Pero ha de prevenirse que esta relación incondicional primera y última debe ver su fundamento en la irrepetibilidad del individuo. La primera e inagotable heredad que lo divino se agradece en él.
El amante agradece amar.
Inagotable por irreductible al concepto. Lo cual no es lo mismo que enemigo de éste.
Lo cual indica una firme revisión del forzado antagonismo entre la razón y la fe que en Kierkegaard aparece retóricamente alarmante.
Todo se centra, por lo tanto, en hallar y reconocer los primeros vestigios de este vínculo primordial, en el orden del ser, entre Dios y el hombre. Y, por justicia al paso lógico que obliga este centramiento, debe analizarse en qué medida Kierkegaard discierne las implicancias de la semejanza misma en la cual la Gracia se agracia a sí misma: “Escucha, hija, mira y pon atento el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna, y el rey se prendará de tu belleza. Él es tu Señor, ¡póstrate ante Él![4].
Kierkegaard permite iniciarse en la reflexión de este vínculo al dar testimonio del suyo propio expresado como poeta de lo religioso. Y esta condición de poeta no es para él una honra sino un don que habla más bien de su distancia que de su cercanía vital con Dios, combinación que lo interpela a modo de misión extraordinaria. Lo poético es por él comprendido como una salvaje retina de extranjero cristal, capaz de revelar el misterio del hombre y de Dios, en la misma medida en que es eunuca respecto de la posibilidad de unirse a él en una intimidad visceral y segadora de toda división espuria de lo humano entre razón y pathos. Una póiesis así concebida devela de tal misterio mucho más las condiciones de su imposibilidad experiencial íntegra que la vívida experiencia consumada del mismo.
¡Recordar la música! ¡Recordar que su musa honda y crepuscular siempre dice la verdad, porque siempre al decirla la crea y la obra en las arterias desnudas del espíritu, allí donde sólo hablan el silencio y la tempestuosa libertad del sentimiento! El poeta crea en su forma original y única la substancia misma de la verdad que su genial impronta testifica como una confesión del misterio que lo invade y participa. No posee una sabiduría “puramente formal de los secretos de la existencia”[5], pudiendo ser, simultáneamente, un inútil para consumirse de viviente unidad con ellos. Antes bien, el mundo nuevo que su misterio único y personal abre a través del talento que lo reverencia, lo tiene por señor primero, por un lado, y por el otro, principal servidor. ¿Cómo, si no a fuerza de impetrarse con toda la medida y el rigor en el tuétano final de su respiración arrolladora, flagelada en los golpes que ya de niño quebraron su precoz escucha, ha Beethoven revuelto de solar explosión el final de su sonata Tempestad ? ¿Cómo, si no de sagradas confidencias Chopin ha soplado al piano un alma y ha creado y hecho saber los versos más incomparables, para el Cielo y todo el arte, en la cadencia abismal de sus Nocturnos ? ¿Cómo no citar ese tiempo roto que es un romperse inacabable hablado en la exquisita ternura melancólica del Arabeske, en el que el propio Schumann explora hasta absorberse de su propia identidad entrecortada, presintiéndola fría e inerte, como le escribe a Clara, y presintiendo en ella su lucha secreta contra su enemigo esquizoide, y declarándola entre murmullos tullidos en sus conmovedoras Escenas de Niños ?
El poeta santifica su propio estigma, haciendo de la mera existencia, la majestad de existir, extraída con sus manos invisibles del fondo inmaculado de los seres.
Kierkegaard ha invertido de un modo excepcional el orden de toda la filosofía cuando refiriéndose a Abraham afirmó que “ la paradoja de la Fe consiste en que el Individuo es superior a lo general”[6] . El valor de este latigazo de luz abarca todos los amaneceres de la esperanza, de la que Charles Peguy profetiza con estremecedora rotundidad.
No hay posibilidad de evadir este rayo que purifica al espíritu de toda esquizofrenia entre la libertad personal y la Gracia.
Kierkegaard santifica el acto filosófico, dándole a sus pensamientos el cuerpo necesario donde ellos prueban el dolor, el hambre o la elevación, la caída libre de sentir, la gravedad de nacer y corromperse.
Pero ha sido también él quien ha dicho que “para Dios es siempre una humillación hacerse hombre, aunque fuese éste el rey de los reyes”[7]. Si humillarse quiere decir que Dios asume la finitud, deberá urgente y subsiguientemente aclararse que Dios no ama lo despreciable, sino que las obras de su amor, procediendo de su Gracia, llevan en sí el abismo de su generosidad divina en la exacta e inconcebible señal del reconocimiento oceánico que el Creador Trinitario hace de ellas, reconocimiento que el Creador regenera en el asombro que todo auténtico creador firma en sus obras.
Dios ama la creaturalidad de sus creaturas, ama sus límites, pues en ellos se configura un excedente de sentido en la clave infatigable de toda alteridad que el amor gesta, elige y justifica en y para el amor, que le da a cada cual el prodigio de una identidad, ese reino individual ante el cual el Creador se descalza en la alegría del Hijo lavándoles los pies a sus hermanos.
El Maestro del Evangelio ha dicho casi escandalosamente, como todo lo que despliega el milagro de la unidad Dios-hombre, “...el que crea en mí, hará también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre...”[8] . Anunciando que no dejará huérfanos a los suyos, anunciando la donación del Espíritu cumplimentada en la Ascensión del Resucitado, anuncia que allí, en el Espíritu, ese mar sin riberas, ese substrato común al Padre y al Hijo, que a su vez es un tercero sin otro nombre que aquél, cuya carencia de nombre distintivo y propio nombra la imposibilidad de captar en un nombre la ebullente comunión de ser ambos un único Dios y Amor perfectos.
En ese exacto lugar Dios gime desbordándose en la glorificación de su semejanza humana, esa creatura en donde el sueño sagrado del Creador, a fin de estar en la intimidad absoluta con su obra, no cesa de despertar de realidad renovada de futuro mayor.
Esta es la auténtica cabalgadura en la que el caballero de la Fe debe volar como los niños inocentes, que, agradeciendo, y sin reparar en ello, el amor recibido de sus padres, obran sus vidas en el desparpajo inocente de su peculiar alegría, que en sus amados mayores celebra el más santo orgullo y la más exuberante felicidad. En el gesto de esta libertad agradecida, el caballero de la Fe no será “solamente testigo y nunca maestro”[9], sino que su testimonio será un magisterio nuevo que es para el Maestro-Dios-Hombre una obra que, por guardar el sello de la originalidad de la libertad y la caridad de la gratitud, recibe en su dulcísima voz el nombre sonoro de “obra mayor”.
Todo depende del comienzo desde el cual el hombre quiere progresivamente entenderse para resituarse el pensar sobre Dios, y recíprocamente.
Tanto el dolor como el amor equiparan lo que se ha lastimado con aquella clase de desproporción que nunca será magnanimidad. La pena y el mérito resguárdanse en una esencia geométrica sellada en la forma, pues el bien siempre quiere al ser, y lo ama y quiere en el deseo de colmarlo allí donde su fragilidad (que no es debilidad ni limitación) es la única constancia de su perfección y de su vulnerabilidad simultáneamente. Pues aquel se señala reflejándose en la tragedia de su posible pérdida irreversible.
Este resguardo se opone sin modales a la acumulación aritmética sin rumbo de términos dispares e incapaces de familiaridad alguna. Esto ya lo sabía bien Aristóteles, al hablar de la equidad como superación de la abstracta justicia privada de phrónesis, y de la verdadera representatividad democrática que un individuo puede portar en un Estado razonable [10]. ¿Cuánto más insondable y a la vez consecuente será esta equiparación y proporción si ya no se trata de un Estado cuya racionalidad se mide en la justa retribución, sino en la iniciativa libérrima e incalculable de un Amor que siempre amó y amará primero, y que abre el espacio para su adoración en la respuesta admirable de su obra, el acto de ofrendarse ella en su insondable valor con un amor equivalente en prodigalidad libre, y jamás con el temor, porque en el amor no hay lugar para el temor, puesto que el temor no hay vez que no mire al castigo ? [11]
Kierkegaard es emotivamente conciente de la desesperación que el hombre hace brotar desde su propia autorreferencialidad cuando omite esta disposición hacia Dios. Exquisito análisis de esta enfermedad mortal , gracias al cual la síntesis de posibilidad y necesidad en que lo humano consiste explicita el equilibrio infinito que el hombre debe actuar sostenidamente para hallarse signado en la verdad definitiva de su implicación con Dios [12].
Y este análisis permite resignificar toda la dimensión personal del hombre existente, y del hombre que desea filosofar como hombre existente y no como un Fausto disipándose entre fantasmas de conceptos y la procaz manía de construir con ellos aquella Lengua que, a través de sus volandas quiméricas, pretenda dar cuenta de la realidad cabalmente bien preciada.
Pues la etimología de persona remite a per-sonare, la voz que atraviesa la máscara. ¿Qué es el yo, sino un trasfondo que sólo aparece en una máscara necesitada de resonar a través de la voz de un papel, en el cual el yo puede respirar y emanciparse del aire enviciado de sus catacumbas huérfanas de toda inspiración, para acceder a la luz de la acción que amanece la actividad misma de ser? ¿Qué es la persona sino un piano minúsculo en el que su alma incalculable es insuflada en la justa medida en que su docilidad se vierte en música, cuando el pianista devotamente la actúa con su impronta incomparable y con la fe más inconmovible de que sólo así pondrá a la luz el alma única y singular de aquél, de la música y de sí mismo?
Es por ello que Kierkegaard jamás vaciló en proveerse de sus personajes heterónimos, pues su obra reedita la convicción inapelable según la cual una filosofía verdadera no puede prescindir del escenario, ese altar universal en el que los personajes dan vida a las palabras que pronuncian las cosas ejecutando un mundo donde alabar el libre himno de existir.
Pero, se detalla aquí: hasta callar no menos libremente, allí donde las cosas sólo pueden escucharse en la brisa remota de su música, ese cantar de los cantares indiviso y propio que cada una reza en su alcoba secreta, en la que cada una anochece despierta y confidente, disponiéndose así sólo al amor que la extraña y la reclama.
Esta apelación teatral al arte de destilar filosofía es en Kierkegaard el contrapunto dramático e irónico de la trama dialéctica de su reflexión conceptual.
No es menor entonces que nuestro autor vea en la dialéctica de Hegel una herencia irrenunciable. Pues Hegel ya ha visto en la dialéctica griega antigua el albor profético de la esencia especulativa del pensamiento auténticamente filosófico. Y esta dialéctica es para Hegel la trascripción lógica incipiente del pathos que la tragedia expone hasta alcanzar el clímax heroico de Antígona, transparentándose en ella, para la conciencia, el escándalo inserto en la filigrana invisible del corazón humano, en la cual, de un modo necesario, se conjuga el tenor deviniente de lo Absoluto: “...La vida de Dios y el conocimiento divino, pueden, pues, expresarse como un juego del amor consigo mismo; y esta idea desciende al plano de lo meramente edificante o incluso de lo insulso, si faltan en ella la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo...”[13]
No es posible entender a Kierkegaard sin el esfuerzo de cíclopes que Hegel ha realizado para mostrar los lazos intrínsecamente especulativos entre lo infinito y lo finito, entre lo divino y lo humano. Tal vez porque Hegel los ha estrechado hasta un extremo en donde la libertad de la Gracia y la libertad humana desaparecen en la rigurosidad de una lógica que elimina toda la paradoja que la libertad reconoce en su sustento, tal vez por ello la reacción de Kierkegaard explotó hacia una separación radical entre Dios y lo humano que ha puesto en un plano inmerecido la semejanza con la que Dios ama eterna y creadoramente al hombre, por encima de todo deseo y de todo ícono digno de su sacralidad fundamental.
Ya Heráclito anuncia esta paradoja al sentenciar: “Ethos antropoi daimon” [14]. Lo cual afirma que “...en la morada del hombre se halla su dios ( su destino)...”. En la intimidad de lo humano escribe su naturaleza la cifra más esencial y a la vez sobrenatural.
Lo más íntimamente humano es de cuño sobrecogedoramente divino, lo cual no debe entenderse como identificación absoluta o confusión entre Dios y lo humano, pero sí como una verdad humana que se caracteriza a sí misma por una referencia a sí misma mediada estructuralmente por el excedente siempre extático, de horizonte y luz, que significa lo divino en el seno irreductible de ella.
Kierkegaard ha iluminado las penumbras que rodean la amorosa seriedad del individuo ante Dios. Porque es cierto que no puede omitirse el valor que a una vida le es dable alcanzar en su decisión por encontrar una verdad para ella. Una verdad que sea su nombre escrito en el firmamento de Dios. Y no puede omitirse este valor puesto que encierra una valor absoluto, “eterno” en las palabras de nuestro autor: “Lo individual es la categoría del espíritu....la decisiva categoría cristiana, y decisiva también para el futuro de la Cristiandad”[15] .
Este valor absoluto lo es no sólo para el individuo. Pues toda absolutez se funda en el amor absoluto de Dios. Por lo que este valor es absoluto para Dios. Y que lo sea no quiere decir algo distinto a que Dios ve en tal valor una absoluta destinación para Él mismo, en la cual Dios se decide, con la dramaticidad sin atenuantes de la Cruz, por Él mismo. Pues la salvación no puede tener sentido para Dios en el no lugar de su misericordia[16], si no constituye algo en lo cual Dios se gana a sí mismo de un modo ontológico radical, y no sólo “éticamente”, en el sentido de probarle al hombre su compasión por él. La Gracia no es desinteresada al punto de que la respuesta humana la deja impertérrita bajo toda significación plausible del término. Ninguna relación que constituya al ser puede dejar a éste inmutable width=100% según en ella se satisfaga el horizonte de todas sus posibilidades, o se aborte en el rechazo irremediable. Kiérkegaard funda el escándalo en la “incognoscibilidad” de la figura de Siervo que oculta “lo que se es esencialmente”[17] . La paradoja consiste en que Cristo oculta, tal vez, que lo esencialmente humano es , ante Dios, la divinización del sueño supremo del Dios-Trinidad, de ser, Él mismo, aquella especialísima creatura que concentre su amor sin limites gritando silenciosamente en la belleza de todas las creaturas. Lo que obliga a plantear si la encarnación del Hijo sólo se debe al plan mortificante de salvataje que Dios tiene que cargar, o si expresa un deseo que precisamente consuma su aliento de vida en el martirio imprescindible que Dios acepta para restaurar su pasión ensoñadora por lo humano.
Todo esto, más allá o más acá de nuestro maestro danés, puede derivarse de su ardor por el individuo hombre, por cierto que con la invención hermenéutica y devota a las marcas que la verdad desparrama entre la historia para poder ser alcanzada nuevamente en su ilimitada capacidad de develar la existencia.
[1] Aristóteles, Física, III 1, 201 a 10 s.
[2] Kierkegaard, Diario, &22.
[3] Platón, Sofista, 216 b, refiriéndose a Odisea, XVII 484-487.
[4] Salmo 45(44),11-12.
[5] Kierkegaard, Samlede Vaerker, t.XII, p. 160.
[6] Kierkegaard, Temor y Temblor, Problema II.
[7] Kierkegaard, Ejercitación del Cristianismo,La Parada, II, El Invitante.
[8] Evangelio según San Juan, 14, 12.
[9] Temor y Temblor, Problema II, pág. 90.
[10] Aristóteles, Etica a Nic., VI, 12 1144 a 23-26 y Política, III 9, 1280 a 7-22.
[11] Primera Epistola de San Juan, 4,18.
[12] La Enfermedad Mortal, Libro III, Cap. 1, II.
[13] Hegel, Fenomenología del Espíritu, Prólogo, II, 1.
[14] Heráclito, Fragmento 119.
[15] Kierkegaard, Mi Punto de Vista, Este Individuo. Dos notas sobre mi labor como escritor, 2.
[16] Evangelio según San Lucas, 9,58: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”.
[17] Elercitación del Cristianismo, Determinaciones conceptuales del “Escándalo”, esto es, del Escándalo Esencial, 2.