MARÍA CIELO AUCAR: "Contentarse con ser hombre: en busca del camino hacia la plenitud del sí mismo"
IIGHI - CONICET / UNNE
Introducción
Desde una perspectiva profundamente humana, enraizada en la interioridad del hombre, a la vez que inclinada hacia el reconocimiento de lo divino en el propio origen y a lo largo de toda la existencia, Kierkegaard se propone en sus obras fundamentales abordar la cuestión del sí mismo (sig selv). La dilucidación de aquello en que consiste ser o, más bien, llegar a ser sí mismo, es el objetivo que esta presentación persigue.
Para ello, hemos de atender a las consideraciones que nuestro pensador señala respecto de la condición existencial-fundamental de todo sí mismo –la condición de espíritu y de síntesis–, la dimensión pasiva del sí mismo –el ser puesto por Otro–, y, por último, el tratamiento que reciben dos fenómenos peculiares que atraviesa todo sí mismo para llegar a ser el que es: la desesperación y la angustia. Nos interesa aquí circunscribirnos a la tercera forma de la desesperación –la desesperación de querer uno ser sí mismo o la desesperación de la obstinación– y a la angustia que atraviesa aquel que, habiendo sido educado por la posibilidad, asume su condición de espíritu y su propia facticidad –en otras palabras, se contenta con ser hombre– y realiza el salto de fe. No se trata aquí de una fe confesional, sino de la fe en que todo tiene un sentido pleno.
Procuraremos mostrar aquí que este hombre –aquel que asume su condición de espíritu y de haber sido puesto por Otro, a la vez que, habiendo atravesado la angustia de la posibilidad, se decide a dar el salto de fe– es aquel que comprende que el mayor de los peligros, el más grande sufrimiento de la existencia, no se da en las dificultades contingentes de la vida –ni en una enfermedad, ni en la pérdida de un ser querido, ni en las diversas situaciones dolorosas que podamos imaginarnos– sino en la posibilidad de perderse a sí mismo, de no asumirse como lo que es, de morir sin haber sido quién estaba llamado a ser.
En esta ocasión, me interesa presentarles, muy brevemente, lo que Kierkegaard plantea en tres de sus obras fundamentales: dos escritas bajo pseudónimos: El concepto de la angustia y La enfermedad mortal y una perteneciente a su época de madurez: Los lirios del campo y las aves del cielo. Se trata de tres obras muy reconocidas de nuestro pensador, en las que éste aborda la cuestión del sí mismo, la angustia y la desesperación, y en las que subsiste como fundamento una comprensión relacional y singular de la existencia. Estas tres son, a mi entender, fundamentales en la comprensión kierkegaardiana del sí mismo.
La presentación estará dividida en tres partes: la primera, referida a la constitución ontológica del sí mismo kierkegaardiano: su dimensión activa y su dimensión pasiva; la segunda, en la que se hará referencia a dos grandes fenómenos que todo sí mismo atraviesa inevitablemente: la desesperación –específicamente el modo más alto de desesperación, el del querer ser sí mismo o de la obstinación– y la angustia; finalmente, una tercera parte estará dedicada a las significaciones kierkegaardianas del contentarse con ser hombre.
1. El sí mismo como espíritu puesto por Otro
1.1 El individuo singular y el llegar a ser
A Kierkegaard, a diferencia de otros pensadores, le interesa el individuo singular y concreto, le interesa “este” –y no otro– individuo. Este individuo, con nombre y apellido, con una historia personal particular. El nombre propio que singulariza al hombre es determinante, de tal modo que aquel que se ha perdido a sí mismo es aquel que ha perdido su nombre; y entonces da igual decir Juan, Tomás o Agustín.
En este sentido, el abordaje kierkegaardiano de la existencia supone una distancia respecto de la concepción clásica del sujeto entendido como substancia genérica y atemporal que recibe su esencia por anticipado y que sólo se ocupa de desplegarla en el tiempo. Por el contrario, para Kierkegaard, la esencia del sí mismo no consiste en un mero desplegarse, sino en un llegar a ser que se realiza de modo temporal. De este modo, ya no se trataría de una subjetividad substancial, genérica y a-histórica, sino más bien de una subjetividad históricamente aconteciente, arrojada a un llegar a ser lo que ella misma es.
El ser de cada individuo singular está arrojado a un llegar a ser a cada instante. Es el individuo singular el que debe hacer ser su ser. ¿De qué modo? En un primer sentido, asumiendo su propia condición, es decir, aquello que es y aquello a lo que está llamado a ser. En un segundo sentido, empunando las propias posibilidades que le son dadas a lo largo de la existencia.
Pero no se trata de cualquier tipo de posibilidades, sino de aquellas que le resultan propias. Las posibilidades más propias son aquellas que me realizan históricamente en mi individualidad, que me constituyen como un “quien” singular, con una continuidad histórico-aconteciente. Por lo tanto, llegar a ser sí mismo supone la configuración de una historia personal particular fundada en el encuentro entre las posibiliidades existenciales propias que le son dadas al individuo y que lo realizan, por un lado, y las elecciones a partir de las que él mismo hace ser su ser a lo largo de su existencia, por el otro.
1.2 El espíritu como relación y síntesis
Entonces, en un primer sentido, para hacer ser su ser, el individuo debe asumir su propia condición. Pero, ¿en qué consiste esta condición fundamental? Para Kierkegaard, ser sí mismo es ser espíritu:
El hombre es espíritu. Mas ¿qué es el espíritu? El espíritu es el yo. Pero ¿qué es el yo? El yo es una relación que se relaciona consigo misma, o dicho de otra manera: es lo que en la relación hace que ésta se relacione consigo misma. El yo no es la relación, sino el hecho de que la relación se relacione consigo misma. El hombre es una síntesis de infinitud y finitud, de lo temporal y lo eterno, de libertad y necesidad, en una palabra: una síntesis[2].
Desde una perspectiva ontológico-existencial, el sí mismo (sig selv) es relación consigo mismo y es síntesis de dos elementos que se relacionan entre sí sin contradecirse. Que el espíritu sea la relación que se relaciona consigo misma, o más bien, lo que hace que la relación se relacione consigo misma, significa que el espíritu es el tercer elemento que hace entrar en relación a los dos elementos que conforman la síntesis que es el hombre. Esos dos elementos de cada síntesis son cuerpo-alma, finitud-infinitud, temporalidad-eternidad y libertad-necesidad. La relación entre cuerpo y alma, infinitud y finitud, temporalidad y eternidad, libertad y necesidad que el hombre mismo es, es puesta por el espíritu (es decir, se hace posible por el espíritu).
Por lo tanto, el sí mismo es espíritu y en tanto espíritu, relación consigo mismo y síntesis de elementos dialécticos que, sin contradecirse, se relacionan entre sí.
1.3 La dimensión pasiva del espíritu: el ser como existencia puesta por Otro
Ahora bien, en un segundo sentido, hacer ser el propio ser supone cierto grado de pasividad. Como se ha dicho antes, es necesario que el sí mismo acepte su condición espiritual para poder hacer ser su ser. Pero no basta con asumir mi propia condición de espíritu, sino también la condición pasiva de mi existencia.
Vivimos en un mundo que nos ofrece –o no– ciertas posibilidades de ser. Ahora bien, yo soy capaz de elegir el modo de existir, es decir, puedo elegir el modo particular de relacionarme con las posibilidades que el mundo me ofrece. Sin embargo, lo que no puedo hacer, es determinar mi propio ser. Es decir, el individuo singular no puede elegir existir. No puede elegir su ser como existencia, sino sólo el modo de existir en el mundo. Pero la dimensión pasiva no se agota aquí. Hay un segundo aspecto fundamental a considerar: el sí mismo no tiene su origen en sí mismo, sino en Otro. Frente a la pregunta por el origen y fundamento del sí mismo, sólo caben dos opciones: que la relación que el hombre es haya sido puesta por él mismo o que haya sido puesta por otro. Si la opción elegida es la segunda, es decir “si la relación, que se relaciona consigo misma, ha sido puesta por otro, entonces la relación es lo tercero; pero esta relación, esto tercero, es por su parte una relación que a pesar de todo se relaciona con lo que ha puesto la relación entera”[3]. La relación que el sí mismo es ha sido puesta por Aquel que lo ha creado. La relación entre el sí mismo y aquel Otro que ha puesto la relación –es decir, aquel que lo ha creado como el sí mismo que es– acaece a lo largo de toda la existencia. Ese Otro, para Kierkegaard, es Dios.
De este modo, hacer ser nuestro ser supone, en un primer sentido, asumir nuestra condición de espíritu y síntesis, y en un segundo sentido, aceptar cierto grado de pasividad en nuestra constitución ontológico-fundamental: es decir, asumir que podemos elegir el modo de hacer ser nuestro ser, eligiendo el modo de relacionarnos con las posibilidades que nos son dadas, pero que no podemos elegir que nuestro ser sea, ni que sea lo que es: un espíritu que ha sido puesto por el Poder que lo fundamenta desde su origen y a lo largo de toda su existencia.
2. Desesperación y angustia
2.1 El fenómeno de la desesperación
La desesperación es una categoría ontológica de la existencia –en cuanto categoría originaria del espíritu–. Esto significa que todo sí mismo, en cuanto espíritu, desespera. Podría decirse que la desesperación es el modo de existir en el que el hombre no llega a ser el sí mismo que él es delante del Poder por el que ha sido puesto: “...si el yo no llega a ser sí mismo, entonces lo tenemos desesperado, sépalo o no lo sepa”[4]. Por lo tanto, “el yo no es sí mismo mientras no se haga sí mismo, y el no ser sí mismo es cabalmente la desesperación”[5].
La desesperación tiene su fundamento en la condición de síntesis nunca acabada del sí mismo y en su pasividad; en otras palabras, en el haber sido puesto por Otro como síntesis y no poder consumar esa síntesis que él es por sí mismo. Dicho de otro modo: no poder consumar por sí el sí mismo que se ve llamado a ser.
Para Kierkegaard, la desesperación puede darse de formas distintas, de acuerdo al grado de conciencia que el hombre tenga respecto de tres cuestiones: 1. de que él mismo es un yo, 2. de lo que es la desesperación y 3. de su estado actual de desesperación, “pues, al fin de cuentas, la diferencia cualitativa entre una y otra desesperación depende del hecho de que aquélla sea o no consciente (...) De esta manera, la consciencia es lo decisivo”[6]. De acuerdo con esto, el desesperado puede tener mayor o menor consciencia de estar desesperado. Y, de acuerdo a esta conciencia, su desesperación será más o menos intensa.
Nos interesa mencionar aquí el grado más alto de desesperación, el de mayor conciencia: la desesperación de querer uno ser sí mismo o la desesperación de la obstinación. En esta forma de desesperación, el desesperado tiene mayor conciencia de ser un yo, de lo que es la desesperación y de su estado actual de desesperación. Este desesperado “pretende (...) desesperadamente, disponer de sí mismo, o ser su propio creador, haciendo de su propio yo el yo que él quiere ser”[7]. No acepta las propias limitaciones y se arroga el derecho de determinar su propio ser. Lo que pretende hacer, en última instancia, es desligarse “de toda relación al Poder que lo fundamenta”[8].
Sin embargo, para Kierkegaard, “este yo desesperado no hace más que construir castillos en el aire y siempre está luchando en las nubes”[9], porque nadie puede negar que somos seres limitados y que, aunque podemos determinar el modo en que existimos, no podemos determinar nuestro existir como sí mismos ni el sentido último de nuestra propia determinación de la existencia. Pretender hacerlo, es decir, determinarnos a nosotros mismos, solucionar nuestros problemas desde nuestras propias fuerzas e impedir ser salvados –sin poner condiciones– por Aquel que nos creó, no sería más que un sinsentido.
Me interesa especialmente este grado de desesperación, porque en él se vuelve patente lo afirmado con anterioridad: el existente sabe que es un yo, sabe que es espíritu. Al mismo tiempo, sabe lo que es la desesperación y que no puede evitar estar desesperado. Sin embargo, se niega a aceptar que ha sido puesto por Otro, y pretende disponer de su propia existencia: no del modo de existir, sino del existir mismo y su sentido. Esto mismo es lo que lo lleva a desesperar.
Éste es, a mi entender, para Kierkegaard, el nivel de desesperación en el que el individuo padece el sufrimiento más grande que uno pueda tener: intentar vivir esta vida pretendiendo no necesitar de Aquel que lo ha puesto, suponiendo poder determinar el sentido de su existir. De este modo, no hace más que evitar llegar a ser quien es o, en otras palabras, morir sin haber sido en plenitud aquel que estaba llamado a ser.
Ahora bien, frente a la desesperación, el desesperado tiene dos alternativas: puede hundirse “en una desesperación todavía más profunda”[10] o puede “terminar alcanzando la fe”[11]. La fe en que su existencia puede tener un sentido pleno. En palabras de Kierkegaard, “será una desesperación (...) toda existencia humana que no tenga conciencia de ser espíritu, o que no esté personalmente convencida, delante de Dios, de que es espíritu”. Por el contrario, será una existencia no-desesperada aquella que esté fundada en la fe, por la cual “relacionándose consigo mismo y queriendo ser sí mismo, el yo se apoya lúcido en el Poder que lo fundamenta”[12].
Aquel que se atreva a salir del estado de desesperación, reconociendo su ser como relación consigo mismo y reconociendo, a su vez, haber sido puesto por Otro, en el que se fundamenta su existencia, sabe diferenciar las nimiedades del verdadero sufrimiento: el de no encontrarse, de pretender ser alguien que no es, de hallarse en un mundo en el que decir María es exactamente igual que decir Ana y en la que decir Ana es igual que decir María.
2.1 La angustia ontológica
Al igual que la desesperación, la angustia es “una determinación del espíritu”, es decir, una categoría fundamental del ser espíritu. Todo sí mismo atraviesa indefectiblemente, en algún momento de su vida, la angustia. El individuo sólo deviene espíritu asumiendo desde la angustia la propia condición que le ha sido dada.
Lo que angustia al existente es la indeterminación de la posibilidad de la propia existencia, es decir, su tener que llegar a ser. No se trata de una angustia ante una posibilidad determinada u otra. No me angustio ante el tener que elegir entre la posibilidad de leer una obra de Kierkegaard y la posibilidad de subir al Belchen con amigos. Me angustio ante la absoluta indeterminación de la posibilidad que mi propia existencia es. Me angustio ante la posibilidad como “una nada, la angustiosa posibilidad de poder”[14], es decir, ante mi ser como pura posibilidad. Lo que angustia al existente es la indeterminación de la posibilidad que su misma existencia es, es decir, saber que puede ser, pero no saber qué puede ser.
Para Kierkegaard, esta angustia ontológica fundamental conduce necesariamente y se caracteriza siempre como angustia ante la posibilidad de no ser hoy el sí mismo particular que se me ofrece ser y ante la posibilidad de no decidirme por una vida integral, contínua, histórica, en la que yo pueda asumir, en armonía con los otros y con el mundo, las posibilidades fácticas que me son dadas. En otras palaberas, el espíritu se angustia ante la posibilidad de no asumirse como el espíritu finito que él es, con la ayuda del Poder que lo creó como ese sí mismo que es, y que lo deja ser a lo largo de su vida, ofreciéndole en cada situación particular un conjunto de posibilidades de ser, por medio de la apertura de una realidad fáctica en la cual éste puede ser quién es y está llamado a ser.
Pero, por sobre todo, el espíritu se angustia ante la posibilidad de la nada: de que la muerte –en un sentido general e individual– desemboque en el absurdo del sinsentido, consumiendo una vida para nada. Me angustio, en otras palabras, ante la posibilidad de dejar de ser sin haber sido quien podía haber sido, es decir, de morir sin haber sido en plenitud. En este sentido, la angustia es tal ante el hecho de que la posibilidad indeterminada –que es nada antes de ser elegida y asumida– nos lleve a la nada del sinsentido.
Sin embargo, para Kierkegaard, la angustia, aunque constituye una categoría ontológica de la existencia humana, implica también un estado de transición: no es posible permanecer angustiado indefinidamente, sino que es necesario saltar: ya sea a la desesperación de la falta de espíritu o a la fe en que todo tiene un sentido absoluto que el espíritu no puede crear ni conocer, y que para Kierekgaard se encarna, por antonomasia, en el cristianismo.
3. Contentarse con ser hombre. Contemplar a los lirios del campo y las aves del cielo.
La pregunta que se me plantea, entonces, es la siguiente: ¿en qué consiste, pues, la vida de aquel que quiere y se decide a ser el sí mismo que él es? Frente a esta pregunta, las respuestas posibles son muchas. Uno podría pensar que aquel que se decide por una existencia plena es aquel que dedica su vida entera en servicio concreto a los demás. O bien, aquel que encontró “la paz interior” en la contemplación del universo, o aquel que ha alcanzado sus propias metas personales. Pero, en última instancia, ¿en qué consiste, para Kierkegaard, una vida plena, llena de sentido?
A mí entender, Kierkegaard entiende que la plenitud, en un sentido originario y fundamental, no consiste en otra cosa que contentarse con ser hombre. Contentarse con ser hombre significa, en un primer sentido, lo siguiente: que, habiendo sido educado por la angustia de la posibilidad, me resuelvo a salir de mi estado de desesperación, asumo mi propia facticidad –es decir, el estar inserto en determinadas circunstancias fácticas– y la dimensión pasiva de mi existencia, por la que no puedo elegir existir y por la que asumo haber sido puesto por Otro. En este modo de existir ya no hay lugar para la desesperación ni para la angustia.
Pero alcanzar la plenitud significa todavía más. En la primera parte de Los lirios del campo y las aves del cielo, Kierkegaard hace referencia al Evangelio de San Mateo:
“...mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni ciegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta ¿No valéis vosotros más que ellas? (...) Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Mirad a los lirios del campo cómo crecen: no se fatigan ni hilan. Pues yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos (...) No os preocupéis, pues, diciendo: ¿qué comeremos, qué beberemos o qué vestiremos? (...) Buscad, pues, el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura”.
En la búsqueda de la plenitud de la propia existencia, Kierkegaard nos llama a mirar a estos ejemplos “baratos”, porque no hay nada que a ellos debamos pagar. Nos llama a contemplar “allí donde el lirio florece bello: sobre el campo; allí donde el pájaro habita en libertad: bajo el cielo; allí, junto a estas creaturas cuyo consuelo se va buscando, reina un silencio ininterrumpido”. Y señala lúcidamente que es en la contemplación de los lirios del campo y las aves del cielo, poniéndose a sí mismo en un segundo plano, donde el hombre aprende de ellos a contentarse con ser hombre: “esto solamente sucede así, en el caso de que el apenado preste realmente atención a los lirios y a los pájaros, olvidándose, en la contemplación de ellos y de su vida, de sí mismo, mientras que en este desaparecer en ellos recapacita íntimamente e inadvertido aprende algo acerca de sí mismo”. Y agrega: “Consideremos, pues, en este discurso, cómo el afligido, contemplando debidamente a los lirios del campo y a las aves del cielo, aprende a: contentarse con ser hombre”. Cuando ello ocurre, aprende también “a no preocuparse de las diferencias entre hombre y hombre; aprende a hablar tan brevemente, tan solemnemente, tan elevadamente de eso de ser hombre, como el Evangelio lo hace con toda brevedad acerca de los lirios”.
Alcanzar la plenitud no significa otra cosa que contentarse con ser hombre. ¿Cómo hacerlo? Contemplando los lirios del campo y las aves del cielo: su existencia gloriosa cuidada y fundada en el Creador. Quien esto hace, comprende que debe hacer ser su ser de tal modo que éste llegue a ser aquello a lo que ha sido llamado a ser. Éste es aquel que, reconociéndose como espíritu, como un ser limitado, reconoce, además, haber sido creado por Otro, es consciente de su existir delante de Aquel que lo ha creado, e intentando imitar a los lirios del campo y las aves del cielo, deja de afanarse y preocuparse por la indeterminación de la posibilidad de su propia existencia, a sabiendas de que su Creador dispondrá para él de una vida plena. Éste se contenta con ser hombre: reconociéndose a sí mismo como espíritu, abrazando las posibilidades que el mundo le ofrece y que plenifican y llenan de sentido su existir, asumiendo las propias limitaciones y contemplando la creación, aprendiendo de ella a fundar su vida en el Creador, quien se contenta con ser hombre es aquel que da el salto de fe –la fe en que su existencia puede ser plena, llena de sentido– y se dispone a ser salvado incondicionalmente –es decir, sin poner condiciones– por Dios.
En esto consiste, para Kierkegaard, el camino de plenitud. Nuevamente, pero esta vez en palabras de Anti-Climacus, “cabalmente, la fórmula que describe la situación del yo una vez que ha quedado exterminada por completo la desesperación es la siguiente: que al autorrelacionarse y querer ser sí mismo, el yo se apoye de una manera lúcida en el Poder que lo ha creado”[20]. Y ahora en palabras de Kierkegaard: “por eso cuando un hombre, a semejanza del lirio, se contenta con ser hombre, entonces no cae enfermo de preocupación temporal; y cuando no llega a preocuparse temporalmente, entonces permanece firme en el sitio que se le ha asignado; y si permanece allí, entonces es cierto que por el solo hecho de ser hombre es más glorioso que la gloria de Salomón”.
Entre sus obras fundamentales me refiero a El concepto de la angustia, La enfermedad mortal y Los lirios del campo y las aves del cielo.
Kierkegaard, Søren, “El concepto de la angustia”, en: Escritos, vol. 4/2, Trotta, Madrid, 2016, pp. 125-278, p. 159
Kierkegaard, S., Los lirios del campo y las aves del cielo, Trotta, Madrid, 2007, p. 29
[20] Kierkegaard, S., La enfermedad mortal, Op. Cit., p. 34
Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, Op. Cit., p. 40
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