SAMANTHA HERNÁNDEZ PÉREZ: “La farsa como repetición, ¿tan poderosa como la tragedia?”
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

Mucho se ha dicho sobre la tragedia a lo largo de los siglos, y otro tanto sobre la comedia y sus variaciones. De la primera se enumeran sus cualidades para llegar a lo más profundo del espíritu humano, mientras de la comedia alabamos el ingenio creativo que excita y entusiasma. Y sin embargo, a la farsa se la piensa de ordinario como un género menor,  encargado de entretener sin más. La farsa, ese género cómico y disparatado supone el centro del presente trabajo, no sin antes recuperar las palabras de advertencia de Kierkegaard cuando dice que “todos los criterios estéticos generales están condenados al fracaso cuando se trata de definir la farsa.”[1] Así pues, en un intento fallido de antemano por hablar de la farsa, comenzaremos con la revisión de su contraria: la tragedia. De esta forma, podremos contrastarlas para pensar en la farsa dentro de la compleja estructura de las artes teatrales.

Kierkegaard señala en su texto Repercusión de la tragedia antigua en la moderna, que el elemento fundamental de la tragedia es la acción, y la forma en la que esta aparece en la tragedia se encuentra estrechamente relacionada a la cosmovisión del mundo en que el se presenta. Cuando los griegos desarrollaban la tragedia dejaban a la acción ser un suceso construido sobre pilares comunes a toda su sociedad. Entre ellos, la Familia, el Destino y el Estado sostenían al héroe trágico en situaciones de las que no podía desprenderse, pues conformaban su propia ontología individual y social. Dicha generalidad de la que parte la tragedia antigua resulta en la pena profunda del héroe, que reconoce esa misma pena como algo que le compete al resto de los seres humanos sujetos a estos mismos cimientos tan constitutivos a su existencia, y que, aún sin poder comunicar sus afectos, sabe que son comprendidos por quienes lo atestiguan.[2]

Siglos más adelante, en la Modernidad, la preponderancia de las estructuras estatales, familiares y las relacionadas con el destino se debilitan, siendo sustituidas por una concepción progresiva del tiempo, una idea de nación y de Dios, que extraen al sujeto de este entramado de fundamentos ontológicos, dando paso a un héroe moderno que convierte ahora a la reflexión y la interiorización de sus actos en la nueva esencialidad de su sufrimiento. La profunda pena que antaño caracterizaba a la tragedia, se convierte en dolor individual y racional, y el héroe termina responsabilizándose de todos sus actos. El dolor y la responsabilidad (que por demás, dice Kierkegaard, nadie quiere asumir) genera el sentimiento de culpa tan característico de la tragedia moderna.

En este nuevo periodo las situaciones que provocan dolor parten de la concreción y del contexto particular del personaje trágico. La interioridad convierte el sufrimiento en algo particular, difícil de comunicar de manera total o parcial a quien presencia el espectáculo. Sin fundamentos comunes y constitutivos a todos, el héroe trágico no es ya víctima de designios superiores a sus fuerzas, sino que es solo un personaje malvado que ha elegido lo que le acontece.

La tragedia, como vemos, ha modificado sus cimientos, sus historias y personajes con el paso de los años, pero ha persistido a través del tiempo y de los cambios en el pensamiento y la forma de padecer los afectos. Entre todo el abanico de las emociones humanas la tragedia se ha ocupado de representar siempre las desventuras del héroe, ya sea de uno particular atado a estructuras externas e inmanentes, como de un héroe (aunque cuestionable aceptar que en la modernidad aún hayan héroes, siguiendo a nuestro autor) que sufre por sus propias reflexiones. Y no obstante, sería apresurado declarar que sólo la experiencia de lo trágico ha constituido el ser del humano. Desde la antigüedad hasta la época moderna han existido también el humor y la risa, lo cómico. ¿Cuáles son sus mecanismos? ¿Cuál es la acción del protagonista cómica? O en otras palabras, ¿cómo opera la farsa?

Soren Kierkegaard dice en su texto titulado La repetición que la farsa es el género teatral más naturalmente aprehendido por los públicos más variados; desde los espectadores del llamado “gallinero” (haciendo alusión a los sectores más empobrecidos), hasta los críticos teatrales y los más asiduos asistentes y entusiastas del teatro. Ésto sostenido en que en la farsa se muestran eventos abstractos y generales, comunes a todos. Lo anterior podría sugerir entonces que la farsa consiste en una reproducción de la banalidad de la realidad tal y como la experimentamos, y que, sin embargo, es el momento artístico de la escena el que traza la línea de lo real y lo ideal de los acontecimientos. El llevar a un escenario la reproducción de los mecanismos más burdos y cotidianos de la sociabilidad y los deseos humanos los transforma en posibilidad en la medida en que nos reconocemos naturalmente en ellos. Pero vamos a desarrollar esto con más detalle.

Kierkegaard rememora sus años de juventud asistiendo al teatro Konigstadler, y reflexiona entonces que todo joven que se sienta atraído hacia la fantasía habrá experimentado la fascinación que resulta al presenciar una obra en el teatro, e inclusive, podría casi asegurar que aquellos espíritus enardecidos no podrían resistirse al arrebato del espectáculo, creyendo haber encontrado en el teatro su verdadera vocación. Y apunta que ese deseo de representar viene acompañado “con el fin de poder contemplarse a sí mismo, como si fuera su propio doble, al encarnar la realidad soñada. Y no sólo contemplarse, sino también oírse y verse multiplicado o dividido en un sinfín de personajes distintos, aunque con todo, arraigados y dimanados de alguna manera de lo más entrañable de su personalidad.”[3]

Esta manera de existir como entre sombras, buscando siempre una nueva personalidad que nos encaje en cada momento solo puede ser aceptable en estos primeros años de juventud , donde se carece de experiencias propias, a no ser que, efectivamente, el joven se conviertan en actor, pero esos casos son los menos. Entonces, de continuar en la adultez con este deseo de ocultarse y contemplarse desde afuera como un personaje es sólo la muestra de una inmadurez de la fantasía. Y sin embargo, nos enfrentamos ahora al hecho de que aún los adultos asisten al teatro. Pero, si el adulto ha madurado en sus afectos y ha renunciado a las sombras como refugio, retornará al teatro para refrescar esas viejas pasiones, ahora buscando el descanso del drama real de su vida. Ni la tragedia ni la comedia sublime le darán este reposo: será en la farsa donde retornarán a ese placer sin prejuicio. Así, nuestro filosofo describe con jovialidad:

“Porque no existe, desde luego, ningún ser humano que no haya conocido un período en su vida en el que no notara con enorme impaciencia que todos los recursos del lenguaje y todas las interjecciones de la pasión no le bastaban para volcar en ellos lo que su fantasía era capaz de imaginar; un período en el que no le satisfacía ni dejaba contento ninguna forma de expresión o gesticulación; un período, finalmente, en el que lo único que lo podía apaciguar era sencillamente dar brincos y volteretas en el aire.”[4]

Asimismo, el encanto de la farsa se sostiene en su capacidad de repetirse indefinidamente, mostrando una vez tras otra las mismas burlas y los mismos reproches hacía todo lo que el humano hace y construye, tan similar al desenfado del joven. La misma tendencia a errar que lo orilla a los grandes conflictos internos y a los enfrentamientos portentosos con los otros, lo llevan igualmente a ridiculizar sus tropiezos, hallando en ese ejercicio catártico un conocimiento certero de la falibilidad humana, mirándola con candor y gracia.

En el convivo entorno a la farsa, las lineas entre expertos estetas / críticos teatrales y público de ocasión pierden total relevancia, pues cada uno en su calidad de ser humano, se congrega para retornar a la experiencia de los brincos y las volteretas en el aire. Los protocolos de conducta que se le exigen al publico de las tragedias no corresponden a la experiencia de la farsa. Los aplausos y gritos de excitación en estás funciones cómicas no alaban la maestría del actor ni la exquisitez de los vestuarios, sino al único gozo de hallar en escena las acciones que de ordinario acontecen en la vida y que satisfacen de tan intimas y familiares. Aquellas acciones que nos sonrojarían y abochornarían en nuestro día a día, son el motivo del jubilo y la aceptación cuando se presentan en un escenario.

Kierkegaard advierte cómo para el público más cultivado y docto, los cánones de conducta para su estancia en el teatro resultan completamente inútiles, pues sería como estar jugando a la lotería.[5] Las prescripciones de manual para el llanto o el asombro no son capaces de corresponderse con el fenómeno de la farsa. Y es precisamente esta falta de garantías y protocolos estéticos la que asusta al experto en teatro, pues se sabrá vulnerable ante la más pura y desinteresada risa. De ahí que se haya menospreciado tanto y por tanto tiempo.

Así como hemos revisado los elementos centrales de la tragedia antigua y la moderna, y sus mecanismos para comunicar los conflictos representados, encontramos que para la farsa no hay criterios suficientes que definan su funcionamiento, y esto es precisamente porque parten de la completa generalidad. Y esta generalidad será alcanzada desde la concreción y lo arbitrario. es decir. desde la representación de los más burdos e insignificantes eventos. El tropezón a media calle, el portazo en las narices o la tinta explotando a media cara. En la farsa no existe el “buen tono” y la línea entre actor y espectador se difumina, deseando los segundos acercarse a los actores para introducirse en la acción, por hallarla tan cercana.

Recapitulando, encontramos a través de Kierkegaard diferencias sustanciales entre la tragedia griega y la moderna en donde cada periodo rige la construcción del drama desde ontologías y relaciones determinadas. Por otro lado, al pensar en la farsa como la burla permanente de uno mismo y del entorno, identificamos en ella la cualidad de hacerlo desde la autoreflexión del sujeto (tan propia de la tragedia moderna) como desde la más rígida abstracción atribuida a la tragedia griega. La farsa posibilita la comprensión del mundo en una dialéctica que parte de lo concreto al entendimiento de lo general, y de regreso, es decir, desde lo más abstracto hasta las más nimias particularidades.

Y la risa es el resultado de este viaje de ida a vuelta. Como decíamos al inicio, mucho se ha dicho de la tragedia, de la catarsis que viene tras la pena, ya venga acompañada de llanto o se limite a la afección del espíritu. Pero se pasa por alto que también en la risa nos enfrentamos a un reconocimiento de las propias experiencias de nuestros cuerpos y sus respuestas a procesos tanto internos reflexivos y los generales y comunes.

La línea tan compleja y tan delgada que ha separado por lo menos hasta el siglo XX a la ficción  de la realidad en las puestas en escena, permite ese ejercicio fantástico en el que la farsa lleva a un escenario las acciones más cotidianas. Y en el que estas acciones cotidianas, se convierten con la magia del teatro, en la revelación de nuestra vulnerabilidad, nuestros errores, temores, pudores y el largo etcétera que le sigue.

El ejercicio de la virtualidad del teatro depura y reconfigura en los mejores casos, nuestras ideas y nuestros sentimientos. Pero como hemos visto hasta ahora con Kierkegaard, este arrojo performartivo llega desde todos los flancos, y la flecha de lo cómico es tan aguda como las punzadas que la tragedia dirige al corazón. En la farsa encontramos la conjugación de lo abstracto con lo individual, el placer sin prejuicios, las experiencias de nuestros años pasados de  juventud. Los públicos se unifican en uno sólo reunido con los demás espectadores, reconociéndose como si fueran niños. Si se sabe más o se sabe menos, si se puede pagar un palco como si se ocupan los lugares del gallinero, la risa alcanza para todos.



Referencias:

Jacobo Zabalo Puig, El espejismo de la inmediatez: lo estético en Soren Kierkegaard en Ironía y destino. La filosofía secreta de Soren Kierkegaard, Herder, Barcelona, 2013

Peter Szondi, An Essay on the Tragic, Translate by Paul Fleming, Stanford University Press, Stanford California, 2002

Soren Kierkegaard, La repetición, Trad. Karla Atrid Hjelmstrom, JVE Psique, Argentina, 1997

Soren Kierkegaard, Repercusión de la tragedia antigua en la moderna, Trad. Demetrio Gutiérrez, Gredos, Madrid, 2010

 
 

[1] Soren Kierkegaard, La repetición, Trad. Karla Atrid Hjelmstrom, JVE Psique, Argentina, 1997pp. 61
[2] Cf. Soren Kierkegaard, Repercusión de la tragedia antigua en la moderna, Trad. Demetrio Gutiérrez, Gredos, Madrid, 2010
[3] Ibíd. pp. 20
[4] Ibíd. pp. 23
 

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