Universidad de Buenos Aires - Biblioteca Kierkegaard Argentina
-I-
En Dar la Muerte, Derrida señala que la misma expresión «temor y temblor» abarca comprensivamente la totalidad del relato abrahámico. El apóstol San Pablo, en su Epístola a los cristianos de Filipo, exhorta a sus discípulos a que trabajen por la salvación en «el temor y el temblor» “no en presencia (parousía) sino en ausencia (apousía) del maestro: sin ver ni saber, sin entender la ley o las razones de la ley”[1].
Para el filósofo francés, ya desde el nombre mismo de la obra Kierkegaard comienza a meditar la “experiencia todavía judía del Dios oculto, secreto, separado, ausente o misterioso”[2]. El título escogido intenta describir el silencioso vocabulario del secreto, único lenguaje con el que este Dios oculto se expresa a los hombres. Este Dios veterotestamentario, este Dios, que a decir de Balthasar, aún no se ha hecho hombre y sigue siendo completamente Otro[3], no tiene otro idioma sino el del «trueno y el relámpago», un Dios que desde su llameante desnudez[4], insiste Balthasar, no puede hablar al hombre sin “hacerle entrar en seguida en el relámpago de la elección y en el humo y la tiniebla de su Divinidad”[5].
De este modo y a partir de la insistencia en el secreto, la crítica kierkegaardiana a Hegel es atesorada por Derrida en su oposición a la propuesta habermasiana. Así, cuando Kierkegaard se lamenta de que la filosofía hegeliana inste rigurosamente al patriarca bíblico a expresar su accionar sin residualidad alguna en el lenguaje de lo general[6]; Derrida asegura que exigir el «develamiento del secreto», equivale a obligar al otro a que comparta con nosotros sus razones, que nos explique sus razones; es decir, exigir al otro que se comunique con nosotros en los términos de nuestra razón, en los términos de nuestro logos[7].
Pedir el «develamiento del secreto» es, en definitiva, aniquilar el misterio bíblico. No podemos olvidar, debemos resistirnos a olvidar, que el secreto no puede transgredir el silencio en el cual desde el comienzo de la historia está inscripto, si pretendemos que Abraham siga siendo Abraham. El patriarca bíblico calla porque no puede hablar[8]. El caballero de la fe, a diferencia del héroe trágico comprende que es imposible asumir la responsabilidad en soledad, sin asumir, al unísono, la soledad de la responsabilidad. No se trata, tan siquiera, de estar completamente solo al actuar, también el héroe trágico blande en soledad el cuchillo para consumar el sacrificio que le es impuesto. Abraham comprende esto y mucho más; también comprende, está obligado a comprender; que debe estar completamente solo en el momento de la elección. El padre de la fe, llega a decir Derrida, se atrinchera en su propia singularidad a la hora de decidir[9]. Incluso más, comprende que debe estar solo a la hora de la justificación; peor todavía, una apología, aún la más tenue de ellas, ya sería una compañía para él: debe permanecer solo, absolutamente solo, sin justificación alguna.
Exigir en nombre de la ética que lo interior se trasluzca en lo exterior; clamar, avalados por la moral y las buenas costumbres, que Abraham se manifieste en lo general, que razone cuáles son sus razones y nos dé los motivos de su decidir y su accionar; en definitiva que el secreto quede develado, es inmiscuirse de contrabando en la privadísima relación que guarda el Singular con lo Absoluto. Kierkegaard escribe que la vida de Abraham “es como un libro secuestrado por la divinidad que no puede convertirse en publici juris (propiedad pública)”[10]; si le damos la derecha al pensador danés ¿por qué pretender que Abraham hable? ¿por qué preferir sus palabras antes que su silencio? ¿por qué anhelamos «secuestrar» lo que la divinidad ha arrancado de lo general y apartado para sí?
¿Qué tenemos delante de nosotros? Reducida la fe a cero, «develado el secreto», “nos queda sólo el hecho simple y llano de que Abraham quiso matar a Isaac”[11]. Eso es, precisamente, todo lo que tenemos ante nuestros ojos y nuestra razón. Factum ante el cual, nos recuerda Kierkegaard, ni toda la potencia y pasión del pensamiento es capaz de penetrar ni tan siquiera el espesor de un cabello[12].
El pseudónimo kierkegaardiano, con «temor y temblor», se afana por estrechar más y más la relación entre el Singular y el Absoluto. Nadie es capaz de comprender a Abraham, ni siquiera otro Singular en la misma situación[13]. ¿Puede pensarse una singularidad más absoluta? No se trata aquí de una mera excepción a la regla, trasgresión a la ley que el lenguaje de la misma contempla; prediciendo, en definitiva, la posibilidad de su reiteración; no se trata, aquí, de aquello que se exceptúa de, sino simplemente de aquello que se exceptúa en sí mismo sin posibilidad de imitación. Precisamente en este punto el Singular y lo General –el individuo y la ética– colisionan: la Ética me prohíbe, en todo momento y situación, constituirme como la excepción; la más refinada receta de la razón práctica es obrar de modo tal que mi accionar pueda convertirse en el accionar de absolutamente todos los demás; por el contrario, aquí al Singular se le exige que sea la excepción, que actúe de modo tal que, bajo ningún punto de vista, su acción pueda repetirse, tan siquiera una vez y menos que menos, pueda convertirse en norma general, en el ethos de la comunidad.
La angustia de Abraham estriba, en efecto, en la comprensión de que el deber ante Dios no puede ser cumplido meramente por deber. Kierkegaard insiste en el hecho de que obedecer a Dios por deber es, en definitiva, obedecer al deber, pero no a Dios. La prueba de Abraham no consiste tanto en consumar el sacrificio de Isaac; sino, más bien, en ofrecer su más preciado don sin caer en la tentación de buscar las razones de su proceder por fuera de su entrega incondicionada al Dios que demanda la muerte de su amado hijo.
Por lo dicho hasta aquí, es necesario concederle a Derrida el que “Kierkegaard despliega una vez más una tradición kantiana”[14]. El deber es en todo momento el sacrificio de las pasiones, de los afectos, de los intereses y el deseo[15]. Pero al mismo tiempo, y aunque Derrida no lo recalque con la vehemencia que consideramos oportuna, Temor y Temblor trasciende la lógica kantiana: no se trata simplemente de oponer el deber al deseo, de resolver la oposición deseando lo que debemos. No. Al caballero de la fe el sacrificio sólo le es exigido cuando el deber y el deseo son uno: el deber absoluto no se opone al deseo, tampoco al deber; sino a la «afortunada circunstancia de la vida» en la cual ambos coinciden[16].
Si, ¡justamente Derrida!, no acentúa la diferencia es porque, en cierto sentido, su hermenéutica de la orden divina es tributaria de la interpretación hegeliana: Abraham sacrifica a Isaac para demostrar que su deseo de Dios es superior a cualquier otro deseo. El Abraham hegeliano vivencia su amor por Isaac como una objeción a la «inquebrantable unidad» entre él y su Dios. La predilección por el hijo de la promesa, llegó a perturbar a Abraham de tal modo que su corazón sólo pudo apaciguarse “merced a la certeza de que este amor no era tan fuerte como para impedirle sacrificar a su hijo bienamado con su propia mano”[17]. En el caso de Derrida, la lógica de la indebida predilección se repite. La única salvedad es que en la reconstrucción derridiana no es Abraham quien ofrece la declaración de un amor exclusivo, sino Dios mismo quien la implora: “dime que me amas, dime que estás vuelto hacia mí, hacia el único, hacia el otro como único -y sobre todo, por encima de todo, de forma incondicional; y, para ello, da (la) muerte, da (la) muerte a tu hijo único y dame esta muerte que te pido, que te doy pidiéndotela”[18].
-II-
¿Qué nos ofrece Kierkegaard en su reconstrucción del relato bíblico? Un hecho «simple y llano» al cual no podemos acercarnos sin ser rechazados violentamente. Lo que Sartre afirma sobre la totalidad del pensar kierkegaardiano, se aplica a este fragmento concreto de su obra: por mucho que se pueda pensar y decir sobre el hecho en cuestión, este escapa siempre al saber en la medida en que el saber mismo es impotente para transformarlo[19].
La narrativa del pseudónimo kierkegaardiano plasma en el texto un significante puro carente de todo significado. Una imagen acústica que resuena inquisitivamente en nuestro interior. Un sonido mudo, que en sí mismo se escapa a cualquier significación compartida; pero que, al mismo tiempo, demanda, de modo implacable, una significación.
El acto de Abraham es meramente un significante; sin embargo, con esto no se supone, ni siquiera de lejos, el que posea un único significado exclusivo. Johannes de Silentio es consciente de esto y lo expresa con total rigurosidad: “Desde un punto de vista ético, podemos expresar lo que hizo Abraham diciendo que quiso matar a Isaac, y desde un punto de vista religioso, que quiso ofrecerlo en sacrificio”[20].
Pero así como Kierkegaard considera autoengaño y traición al hecho de que una generación no comience su tarea desde cero y pretenda usufructuar a su favor las conquistas de las generaciones precedentes[21]; del mismo modo ni el significado ético, ni el significado religioso nos eximen, en modo alguno, de contestar, sin dilaciones, aquella pregunta que interroga por un tercer significado, ese que a cada uno y en cada caso se le presenta como el «mío».
Desarrollar el significado propio, aquel que en todo momento y en cada caso es el mío, profundizar en él, ahondar en él, insistir en él, refugiarse en él, agotarlo a sabiendas de que con él, en ningún caso, se agota el significante, el hecho «simple y llano», ¿no implica esto una tarea, mi tarea?
Pero ¿qué tipo de tarea? ¿a quién interpela la tarea? No se trata de elucidar un problema intelectual, ni siquiera de concentrar los esfuerzos en aquellos pasajes que no se llegan a comprender[22]. Tampoco es una tarea apta para aquellos profesionales de la duda, aquellos que hacen surgir la duda en el interior de sus razonamientos y “en sus cátedras a razón de una hora al semestre y que en el tiempo restante se pueden dedicar a cualquier otra tarea”[23]. La tarea, en suma, no es para aquellos que poseen poder sobre la duda, sino para aquellos de los que la duda se apodera. Los primeros conciben conveniente la duda y se imponen la tarea de dudar, a los segundos la duda se les impone devorando el mundo que los circunda[24].
Una tarea que no nos imponemos, sino que la misma historia de Abraham nos impone, una tarea que se nos exige en tono de ofrenda, que se nos ofrece sin que podamos rechazarla. Una tarea que no procede de nuestra libertad, sino que la precede. Una tarea que nos toma por asalto y demanda que demoremos las tareas que nosotros mismos nos hemos dado, nos damos y nos daremos. Otra vez un deber absoluto postergando al deber ético. La historia de Abraham, la historia de la dilación de los deberes éticos; parece estar, de este modo, condenada a repetir y perpetuar este aplazamiento.
Tarea, al fin, que se inaugura sin inicio alguno; que se inserta en el tiempo mismo de la tarea ya comenzada y que sólo puede ser cumplida en su acabamiento incompleto. Recibimos, pues, una tarea ya comenzada y deberemos entregarla sin que esta haya quedado consumada. Acogemos, entonces, la historia bíblica de la mano de Kierkegaard; recogemos el significado que el danés le ha dado al relato del Génesis, como un nuevo significante al cual hay que darle un nuevo significado. Pero debemos acoger la hermenéutica kierkegaardiana desde la inalienable convicción de que nuestra comprensión misma de Temor y Temblor está afectada, desde un primer momento, desde antes de un primer momento, por lo que otros comprenderán al enfrentarse a nuestra comprensión.
-III-
¿Debió Abraham haber pedido perdón a Dios, no por traicionarlo sino por obedecerlo? –se pregunta y responde afirmativamente Derrida en la hoja que nos ruega insertar en su libro[25].
Si Abraham pide perdón, si Abraham clama al cielo por la redención de su acto –aunque más no sea por la intención de consumar el acto–, ¿no encontramos aquí la asunción de una responsabilidad infinita?
Al pedir perdón por su accionar, por un accionar que, no olvidemos, le ha sido impuesto por Dios mismo, Abraham testimonia, de modo irrebatible, aquello que el tono superficial del relato parecería negar: la absoluta independencia de la libertad humana. A través de su acto penitencial Abraham no hace otra cosa sino repetir su “Heme aquí” (Génesis 22: 1): «¡Estoy aquí, acudo al sitio al que tú me llamas, dispuesto a cumplir con aquello que tú ordenes; pero si estoy aquí donde tú lo dispones y presto a obedecerte es porque soy yo quien así lo he querido, lo quiero y lo querré!». Así, se revela en todo su expresión la curiosa paradoja: sólo a través del aplazamiento de la ética, vuelve patente la facticidad de la libertad en su radicalidad infinita; sólo el ocultamiento del imperativo moral tras el dictum divino, devela la responsabilidad más absoluta del accionar.
Pero no nos detendremos en esto. No es esto lo que queremos significar. Hemos dado un salto y hemos aceptado, tal vez de modo precipitado, el motivo que Derrida encontraba y nos ofrecía sobre las disculpas del patriarca.
¿Debió, Abraham, pedir perdón? Precisamente en este interrogante queremos demorarnos e insistir. Suponiendo que Abraham deba solicitar la absolución divina ¿de qué es de lo que tiene que disculparse? ¿por qué debe pedir perdón a Dios?
Hay una pregunta que nos retumba y nos interpela a lo largo de la lectura de Temor y Temblor, una pregunta que configura la totalidad de ese significado propio que en este caso es el nuestro. Una pregunta que, cual furibundo relámpago, ilumina, sólo instantáneamente, la noche del sentido para luego devolvernos a la desconocida familiaridad de la oscuridad.
«Creer en Dios, como Abraham creyó, con una fe inquebrantable más allá de todo cálculo y toda duda, ¿no es acaso tentar a Dios?»; ¿debe Abraham pedirle perdón a Dios por esto? Sostenerse en la certeza de que Isaac finalmente será recuperado, aun si el sacrificio llega a consumarse, ¿no «obliga» a Dios a devolver a Isaac?
Convengamos que Abraham no pretende, de ningún modo, condicionar a Dios. Si Abraham entendiese que el único modo de conservar a Isaac era sacrificarlo, Johannes de Silentio no hubiese hallado dificultad alguna en la historia del patriarca y no hubiese dudado, tan sólo un segundo, en proclamar que Abraham ni siquiera era un héroe trágico.
Johannes de Silentio señala que Abraham presentó batalla en tres frentes al unísono: contra el mundo, contra sí mismo y contra Dios[26]. ¿Por esto debe pedir perdón Abraham, por haber presentado batalla contra Dios? No. Kierkegaard nos pregunta “¿no resulta también evidente que cuando Dios bendice a alguien lo maldice también al mismo tiempo?”[27]. Ha sido Dios quien ha emplazado a Abraham en el campo de batalla.
El caballero de la fe ha prevalecido sobre Dios[28], sin aniquilar a su oponente. Y si debe pedir perdón, no lo debe hacer por haber sido el vencedor, sino por el modo en que consiguió su victoria.
Abraham ha desarmado a su oponente con la incalculable fuerza de la debilidad; lo ha atacado con la irresistible violencia de un amor ilimitado. Si no hay mayor violencia que aquella que suprime radicalmente la violencia del enemigo, no hay mayor violencia que la de aquel que pone la otra mejilla o la de quien comprende que el mayor mal que puede hacérsele al Mal es el Bien.
¿Qué pasa cuando el otro se nos ofrece como Abraham se ha ofrecido a Dios, ofreciendo la muerte de Isaac? ¿Qué sucede cuando el otro se entrega en un Sacrificio sin reservas, cuando ofrece su muerte o peor aún cuando ofrece la muerte en vida al renunciar a lo más amado? ¿No nos conmina a una deuda absoluta el ser los amados hasta el punto de la donación absoluta? ¿No nos pulveriza el que nos amen hasta el no-extremo de la incondicionalidad?
Sin embargo, el amor de Abraham no pulveriza a Dios, sólo porque Él había amado a Abraham desde el principio. Sólo el verdadero amante tolera la insoportable violencia de ser amado. El verdadero amante se entrega de modo absoluto, en la esperanza de que el amado no tomará absolutamente todo, no para resguardar lo más preciado, sino para conservar algo y entregarlo nuevamente al amado.
[1] Derrida J., Dar la muerte, trad. Cristina Peretti y Paco Vidarte, Barcelona, Paidos, 2000, p. 60
[2] Ibíd.., pp. 60 - 61
[3] Cfr. Balthasar H., El Cristiano y la Angustia, trad. José María Valverde, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1998, p. 48
[4] Cfr. ibíd.
[5] Ibíd., p. 49
[6] Cfr. Kierkegaard S.A., Temor y Temblor, trad. Simón Merchan, Barcelona, Altaya, 1994, p. 69
[7] Cfr. Derrida J., op. cit., p. 60
[8] Cfr. Kierkegaard S., op. cit., p. 96
[9] Cfr. Derrida J., op. cit., p. 62
[10] Kierkegaard S., op. cit., p. 65
[11] Ibíd.., p. 22
[12] Cfr. ibíd.., p. 25
[13] Cfr. ibíd.., p. 60
[14] Derrida J., op. cit., p. 91
[15] Cfr. ibíd.
[16] Cfr. Kierkegaard S., op. cit., p. 66
[17] Hegel G.W.F., El Espíritu del Cristianismo y su Destino, trad. Llanos y Astrada, Buenos Aires, Kairos, 1971, p. 9
[18] Derrida J., op. cit., p. 73
[19] Cfr. Sartre J.P., Crítica de la Razón Dialéctica, trad. Manuel Lamana, Buenos Aires, Losada, 19 p. 20
[20] Kierkegaard S., op. cit., p. 22
[21] Cfr. ibíd., p. 103
[22] Cfr. ibíd., p. 25
[23] Ibíd., p. 93
[24] Cfr. ibíd.
[25] Cfr. Derrida J., op. cit.
[26] Cfr. Kierkegaard S., op. cit., p. 12
[27] Ibíd., p. 55
[28] Cfr. ibíd., p. 12