RAQUEL CARPINTERO ACERO: "Verdad y existencia en el pensamiento de S. Kierkegaard"
Universidad Pontificia Comillas (Madrid) - España
¿Qué significa existir? ¿Cómo hacerlo, además, en nuestro tiempo, en que lo propiamente humano parece desdibujado e incierto? La pregunta por el ser del hombre y su modo de existir se vuelve sobre aquél que trata de responderla. Ciertamente, el hombre es, de algún modo, un exceso para sí mismo; el hecho de que sea necesario preguntar por el alcance y sentido de su existencia es una muestra de ello. Y, sin embargo, la respuesta no puede pasar sólo por un detallado análisis, por un aséptico esfuerzo de introspección y disección de las facultades humanas; no es suficiente lo meramente sociológico, antropológico, psicológico, especulativo. En las verdades que implican la propia existencia, el acercamiento no puede ser neutro, sino que la libertad entra inevitablemente en juego, a pesar de que uno pueda vivir sin tomar conciencia de ello.
Asomarse a esa exigencia del hombre que, de algún modo, no puede deshacerse de su propia libertad, es una experiencia que engendra angustia. Pero si esa libertad forma parte del ser humano, forzosamente se hará presente en toda su andadura vital y, muy especialmente, en las acciones que más profundamente lo atañen. Y si es cierto que vivimos a expensas de lo que creemos, no sólo la filosofía se vuelve un “deber primordial y universal”[1], sino que la libertad entra de lleno en esta dificilísima tarea. De este modo, el concepto de apropiación emerge como el único capaz de dar cuenta de la relación que el hombre establece con la verdad (sobre todo, con la suya propia): la verdad de todo aquello que tiene que ver con la propia existencia no reside en su validez objetiva, en su corrección lógica[2], sino en su capacidad de reduplicarse, de hacerse carne en la vida del individuo.
Pero la libertad no consiste en una apertura absoluta a todo lo posible; ni siquiera se trata, en primera instancia, de una capacidad en sí misma indiferente entre dos caminos posibles (el del bien y el del mal, la salvación o el extravío), sino que se trata de un salto dado sin punto de apoyo alguno. Pero ¿por qué es necesario este salto? Si bien tal punto de inflexión no puede objetivarse, no puede retrotraerse a su estado anterior de la mano de las acostumbradas explicaciones otorgadas por la ciencia, sí es posible encontrar, en el modo de ser del hombre, algo que nos indica esta dirección de libertad, esta exigencia propia, cuya beatitud está a la altura del peligro que entraña: se trata del hecho de ser espíritu, de existir como “síntesis de lo infinito y lo finito, lo temporal y lo eterno, la libertad y la necesidad”[3]. Dicha síntesis implica una relación entre ambos términos que, a su vez, “se relaciona consigo misma”[4].
En su carácter relacional, el espíritu se tiene de algún modo en sus propias manos, y por ello el hombre no comienza a existir como espíritu en el momento de su nacimiento, sino que debe llegar a ello en una lucha constante, en un camino en el que hay avances y retrocesos. Al inicio, el espíritu -soñando- siente angustia ante su propia realidad, que todavía no existe como tal, sino que es sólo presentida en una ambivalencia radical, en lo que Vigilius Haufniensis llama una “simpatía antipatética” o “antipatía simpatética”[5], si bien esta angustia (angst) debería de traducirse más bien como “ansia”, puesto que el término “angustia” tiene una connotación marcadamente negativa en nuestra lengua[6]. Y es que el ansia no sólo es la única vía posible en la dirección del espíritu, sino que, además, ésta aparece ante lo que se presenta en la forma de una indeterminación absoluta.
Si el mismo ser espíritu constituye, ya en su misma raíz, una paradoja insoslayable, éste todavía se encuentra transido de otra paradoja más fundamental si cabe: el hecho de que la diferencia entre la identidad y la alteridad palidece, y casi se vuelve pregunta. Ya no se trata sólo de que la verdad requiera de una paulatina apropiación para llegar a serlo realmente (para llegar a ser subjetividad), sino que es la propia vida del hombre la que debe tomar esa misma dirección; el espíritu debe llegar a ser él mismo, llegar a ser individuo singular, pero siempre desde ese exceso que representa para sí. Y es que, desde este punto de vista, el ser humano no sería sino una alteridad radical para sí mismo, necesitada de una recepción efectiva, desplegada en un tiempo que, así, se vuelve historia.
Quisiera, en esta intervención, llevar este hecho fundamental de lo humano a una problematicidad concreta que se deriva de él: cómo lo recibido puede darse la mano con lo propio, cómo existir, en tanto que espíritu, en la paradoja de encontrarse en la inmediatez de lo que ya se encuentra dado pero, a su vez, todavía lejos; cómo relacionarse con uno mismo en la medida en que ese requerimiento no puede darse sino en el reflejo de una vida concreta, que transcurre en un tiempo, en una sociedad, en una familia y entorno y, sobre todo, en una lengua concreta.
En relación a este asunto, son muchas las dificultades que nos acechan, en nuestro tiempo y en tiempos pasados. El mismo Kierkegaard alertaba acerca del peligro que entraña la confusión e intercambio de lo público y lo privado, de la falta de equilibrio entre ambos aspectos en la vida del individuo. A este respecto, Ettore Rocca cita en su libro Kierkegaard, secreto y testimonio, un fragmento de La época presente del que me gustaría repetir aquí una parte:
“¿Qué es parlotear? Es la eliminación de la disyuntiva apasionada entre callar y hablar. [...] Mediante este parloteo la distinción entre la dimensión privada y la pública es eliminada en un cotorreo público-privado que corresponde aproximadamente a la categoría de público. Pues el público [Publikum] es lo público [det Offentlige] que se interesa por los asuntos más privados.”[7]
En nuestro tiempo esta dificultad es cada vez más manifiesta, e incluso nuestra propia identidad muchas veces se sobreexpone virtualmente (en las redes sociales, etc), rompiendo de forma definitiva esta barrera entre lo privado y lo público.
No obstante, ¿dónde estaría el equilibrio? ¿Se podría reconocer el individuo a sí mismo en una separación definitiva entre ambos ámbitos, sosteniendo un principio de contradicción inflexible que los mantuviera del todo alejados? Si así fuera, la categoría del individuo, que representaría la interioridad y la esfera privada, quedaría escindida de la colectividad y su neutralidad de “existencia sin existente”, en palabras de Levinas[8].
Y es que el hombre no puede eludir esa soledad última de la interioridad, a vueltas consigo misma e irremediablemente sola ante Dios. No puede deshacerse del peso de esa responsabilidad última que lo liga a sí mismo, y que no debe evadirse en el disfraz de falsas seguridades dadas por uno mismo o por ese afán de delegar en otros el peso de la propia vida, como si eso fuera realmente posible. La desesperación que subyace en tales actitudes no constituye sino un intento, en vano, de rechazar nuestra propia condición. Y por eso la desesperación no es sino la única enfermedad para la muerte, pues conduce a una agonía constante, pero sin poder librarse del todo de uno mismo, y sin que ese estar muriendo acabe, pues la exigencia de ser espíritu no nos la hemos dado a nosotros mismos y, por ello, tampoco podemos eliminarla, por grande que sea nuestro empeño.
Sin embargo, y a pesar de lo dicho, desde el punto de vista del pensamiento Kierkegaardiano no sería posible sostener una tajante separación entre el ámbito de lo privado y el de lo público. Y es que, si bien es cierto que el individuo debe adquirir sobre sí el imperativo de detenerse y separarse de la masa, el peligro de una excesiva estetización de la existencia, de una vida completamente entregada a la esfera estética, no deshace la paradoja más radical del acontecer del espíritu; el ser humano debe existir en el mundo y con los otros, y la necesidad de ir más allá de la mera inmediatez estética no anula en absoluto la importancia de ésta en el devenir del individuo. De hecho, esa presencia inevitable de la exterioridad alcanza al ser humano en su centro más propio, en el hecho de ser no sólo don, sino también tarea para sí mismo.
Esa vida en que el hombre trata de esquivar su tarea de llegar a ser subjetividad queda recogida en una existencia que elude la confrontación consigo misma desde una pretendida equivalencia entre lo externo y lo interno, de la que Kierkegaard alerta en numerosas ocasiones. Tal equiparación supone la ilusión de poder tomar las cosas a distancia, como si el sujeto pudiera adquirir la verdad (también la suya propia) como un objeto disponible que puede ser aprehendido o asimilado de un modo directo. Mediante este proceder, se estaría llevando a cabo un engaño radical, bajo la promesa de un acabamiento, de un cierre que congelaría la realidad a la que uno trata de aproximarse; así, ésta quedaría reducida a algo estático, inmóvil e intercambiable.
Sin embargo, cuando dicha realidad no es sino la existencia, tal proceder se vuelve del todo imposible, puesto que, como ya se ha apuntado, el ser humano no puede llegar a ser de un modo directo, sino que debe ir adquiriendo su propia realidad; su mismo ser hombre consiste en esa posibilidad inexcusable de llegar a ser, en una forma de recepción que se hace entonces indirecta.
En la comunicación indirecta, el modo de apropiación es tan importante como el objeto mismo, e incluso no habría objeto como tal, sino que todo contenido no podría llegar a ser al margen de la forma en que llega a darse, al margen de una adquisición constantemente renovada que, por ello, se opondría a toda pretensión de acabamiento, que anularía de suyo la realidad del espíritu. Así pues, la comunicación indirecta -en la que el espíritu como tal se inscribe- exige la puesta en relación del sujeto consigo mismo.
Este hecho implica la no equivalencia directa –al modo hegeliano- entre lo interno y lo externo, sin despojar por ello a la exterioridad de toda su importancia. Y es que la misma paradoja que se encuentra en el modo de ser del espíritu (la tensión entre ambos extremos de la síntesis) se traduce también en un necesario equilibrio entre lo interno y lo externo, que adquiere su significado más pleno en el estadio religioso de la existencia (concretamente, en la religiosidad B, la propiamente cristiana), donde interioridad y exterioridad entran en una paradójica relación en que el individuo anticipa de algún modo lo eterno no fuera, sino en el mismo despliegue de su devenir en el tiempo.
El título de estas jornadas venía acompañado de una cita de La época presente, en que se dice que se trata de una época caracterizada por la publicidad, por los misceláneos anuncios, en que “no sucede nada, pero hay publicidad inmediata”. Lo inmediato también se ha vuelto desbordante en esta época nuestra, en que se da un constante decir, un constante mostrar, en una exterioridad doblemente exacerbada –en el auge de lo virtual- que se ha escindido de la dinámica relacional en que el espíritu se puede reconocer. Así, todo se vuelve exterior, objetivo, objeto de un consumo impersonal, e incluso la propia identidad parece diluirse en esa red de informaciones que, demasiadas veces, aparecen desvinculadas de toda forma de verdadera subjetividad. Por ello, aunque la información se multiplica infinitamente, no hay propiamente infinitud que la sobreviva, no ocurre nada en un sentido radical. Se vive en la inmediatez, sin que la decisión -la puesta en marcha de la libertad que caracteriza el estadio ético de la existencia – llegue a darse.
No obstante, la ética conduce al individuo a una imposibilidad, a un choque: no sólo la decisión mediante la cual el sujeto se elige a sí mismo -en tanto que la libertad es puesta- no puede tener un reflejo directo en la historia universal, no sólo el movimiento de la interioridad no es, en este punto, susceptible de una traducción externa directa, sino que el ser humano es, en un sentido aún más radical, también incapaz de cambiarse a sí mismo.
Es aquí donde surge la noción de pecado, como realidad que caracteriza la existencia religiosa: el individuo infinitamente vuelto sobre sí se descubre culpable, incapaz, y es que se encuentra “en un estado exactamente opuesto al exigido por lo ético”[9]. Como la ley, la ética “sólo juzga, pero no da vida”[10]. Por ello, el individuo que nace a la libertad al mismo tiempo desespera, sumiéndose en el sufrimiento que deriva de la conciencia de pecado. Aquí lo positivo se distingue por lo negativo, y el existente, en el sufrimiento de saberse un obstáculo para la relación con Dios, se aniquila a sí mismo para dejarle espacio.
No se va más allá del terreno de la inmanencia sino en la religiosidad llamada “B”; aquí emerge sin ambages la paradoja de que lo eterno se dé realmente en el tiempo, algo completamente absurdo pero real en la medida en que la fe lo acoge, no como algo que afecta al sujeto desde fuera, sino como aquello que lo define en su ser más propio: tal verdad se da la mano con la existencia en la forma de una comunicación indirecta (en su sentido más notorio) en que el hombre recibe su existencia de manos de Dios, pero no de una vez, sino en la forma de la llamada a vivirse como espíritu.
Por eso, el hecho de que el hombre sea, en cierto modo, una alteridad para sí mismo, lo pone en relación no sólo consigo mismo, sino también con su prójimo (¿acaso se puede recibir el amor de otro modo que amando uno al mismo tiempo?), en los modos en que dicha relación sea posible (hoy en día, formaría parte de ello el contacto a través de lo virtual) y en un esforzado equilibrio nutrido de la confianza en que lo eterno, que caracteriza la existencia interior del individuo, no puede darse sino en los márgenes de la vida en comunidad, en que la inmediatez de lo externo siempre está presente; no como traba, sino como permanente invitación:
“(…) a menor exterioridad, mayor interioridad, si realmente está ahí; pero también es el caso que a menor exterioridad, mayor posibilidad de que la interioridad se ausente por completo. La exterioridad es el vigilante que despierta al durmiente; la exterioridad es la madre amorosa que le llama a uno; la exterioridad es la inspección que hace arrodillarse al soldado; la exterioridad es el ímpetu que ayuda a uno a esforzarse más; pero la ausencia de exterioridad puede también significar que la propia interioridad llama interiormente a una persona- ah, pero también puede significar que la interioridad faltará a su cita-[11].”
[1] Miguel García Baró, Del dolor, la verdad y el bien, Editorial Sígueme, Salamanca 2006, p.107.
[2] Cf. Ettore Rocca, Kierkegaard. Secreto y testimonio, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2020, p. 23.
[3] Søren Kierkegaard, The sickness unto death. A Christian psychological exposition for upbuilding and awakening, Princeton University Press, New Jersey 1983, p.13.
[5] Søren Kierkegaard, The concept of anxiety, Princeton University Press, New Jersey 1980, p. 42.
[6]Cf. Miguel García-Baró, Husserl y Gadamer. Fenomenología y hermenéutica, El país, libro 30, p. 94, en Ángel Viñas, S. Kierkegaard: una teoría del cielo, Universidad Pontificia Comillas, tesis doctoral, 2017, p. 61.
[7] Ettore Rocca, Kierkegaard. Secreto y testimonio, p. 210.
[8] Cf. Emmanuel Levinas, Le temps et l’autre, PUF, Paris 1983, pp. 24-30.
[10] Søren Kierkegaard, The concept of anxiety, p. 16.
[11] Søren Kierkegaard, Post Scriptum no científico y definitivo a “Migajas filosóficas”, Editorial Sígueme, Salamanca 2010, p. 375.
Volver