MARÍA DEL CARMEN RODRÍGUEZ: "El 'instante' en SØREN KIERKEGAARD: ruptura, diferencia, subjetivación"
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UBA - Universidad de Caen, Francia

“Si hay una ‘filosofía’ de Kierkegaard, se asemeja menos a un sistema

que a un dardo. Es una filosofía del punto. Ese punto, es el instante.”

(Jeanne Hersch)

 

Kierkegaard firmó con su nombre, además de su tesis doctoral y de más de un artículo escrito para periódicos y revistas, una cantidad apabullante de Discursos edificantes (escritos para ser leídos en silencio) y nueve largos textos de tono panfletario, destinados a combatir la hipocresía de la religión establecida, que leyó a medida que los fue escribiendo en voz alta, incluso a gritos, frente a las iglesias, entre mayo y septiembre de 1855. Esos enormes panfletos llevaban por título El Instante y, cuando estaba leyendo el último, lo sorprendió una parálisis en los miembros inferiores que culminó en poco tiempo con su muerte. Se puede decir que se murió pataleando, con El Instante en la mano y a voz en cuello, fuera de la Iglesia, contradiciendo incluso su propio nombre, formado por kierke (“iglesia”) y gaard (“jardín”), conjunción a la que se debe que kierkegaard pasara a significar “cementerio”, dada la antigua costumbre de enterrar a los fieles en los jardines que rodeaban a las iglesias. Más fiel que los fieles, más luterano que Lutero, prefirió quedarse, en buen cristiano, afuera.

En el instante se cruzan esa obra militante y la que constituye su corpus filosófico, que escribió paralelamente y en la que puso en escena una verdadera “comedia de autores”: cada uno de los textos que la componen está firmado por un autor pseudónimo[1], lo cual le permite a Kierkegaard adoptar diferentes puntos de vista y desplegar una escritura pluriestilística, plurivocal, polifónica, en la que los relatos enmarcados, el discurso epistolar, los llamados al lector, las efusiones líricas y el discurso especulativo están siempre en contrapunto. En esa inmensa construcción, en esa “catedral de resonancias”, cada una de las “categorías” de la existencia que configuran su pensamiento (Kierkegaard era alérgico al término “concepto”), retomada por distintos autores, en diferentes estructuras discursivas y “tonalidades afectivas”[2], reaparece cada vez bajo una nueva luz o con una nueva sombra. Es así como, según los textos pseudónimos que se hayan leído, se tendrá tal o cual visión de esas categorías, y que sólo quien acceda a leer la enorme obra autónima y pseudónima que el gran danés escribió, en sólo trece años, con una pasión que él calificaba de “demoníaca”, habrá entrado en esa catedral de resonancias donde nadie predica una verdad unívoca.

Kierkegaard y/o sus pseudónimos, a quienes dice “prestar la pluma” sin hacerse responsable del contenido de sus obras[3], dedica cada texto a un lector particular, singular, único, de tal modo que no es imposible que cada lector tenga su Kierkegaard, como el joven A, cuyos manuscritos revela Víctor Eremita –primer pseudónimo que firma en calidad de editor O bien... o bien...–, se refiere en “El reflejo de lo trágico antiguo sobre lo trágico moderno” a su Antígona[4]. Yo voy a hablarles del instante en mi Kierkegaard –que es fundamentalmente el de la obra pseudónima–, siguiendo tres puntos que considero nodales en su pensamiento.

Uno. Ruptura

Kierkegaard ataca ruidosamente y con brío el “sistema” filosófico hegeliano, que era en cierto modo el “pensamiento único” de su época, la teología que de él se derivaba y la metafísica. Opone a la reflexión objetiva, al “pensamiento en el cual no hay sujeto pensante”[5], una reflexión subjetiva infinita, y a la verdad que identifica realidad y razón (cifrada en la frase “lo que es racional es real y lo que es real es racional”)[6], eje del pensamiento en su contexto cultural, una verdad interior como única realidad: la subjetividad pensada en términos de devenir: El “devenir subjetivo” es para él la tarea de la existencia, y por eso Sartre lo llama –no sin ironía– “el caballero de la Subjetividad”[7]. La “dialéctica de la existencia” que él propone le exige al individuo que reflexione sobre la existencia en su movimiento mismo, algo que nadie puede hacer sin pasión (pathos), ya que la existencia es una inmensa contradicción y un lugar de tensiones. Volveré sobre estos puntos –la subjetividad, la contradicción–, pero por ahora me interesa subrayar que la obra de Kierkegaard se concibe en franca ruptura en relación con el discurso filosófico (por otra parte él no se considera filósofo, sino “autor religioso”, y yo me permito contradecirlo)[8] y con lo que él llama la “comunicación directa”.

En la medida en que no hay una “verdad objetiva”, la verdad no puede decirse, no puede comunicarse directamente, no puede enseñarse, y por eso él inventa el método de “comunicación indirecta”, que incluye el recurso a la pseudonimia, la variación de estilos a la que acabo de referirme, el malentendido, el equívoco, el humor y la ironía (uno de los pseudónimos, Johannes Climacus, por ejemplo, autor de Migajas filosóficas y de Post-Scriptum a las migajas filosóficas, ironiza el discurso especulativo imitándolo y recargando las tintas hasta la exasperación). El mensaje que Kierkegaard busca transmitir a través de la “comunicación indirecta” pasa, justamente, por esas diferencias de estilo, por esos equívocos, por ese “cambio de forma” que se lee en la entrelínea. Es todo lo contrario del mensaje didáctico: no está subtendido por un sujeto supuesto saber. “Supongamos –escribe Climacus en Posdata a las Migajas filosóficas...– que la desgracia del hombre que sabe mucho reside en el hecho de que está habituado a cierta forma, que puede demostrar una fórmula matemática cuando las letras están en el orden ABC, pero no cuando están en el orden ACB. El cambio de forma le sustrae así su saber, y sin embargo esa operación es justamente el mensaje”.[9]

Ruptura en la línea de la filiación filosófica, ruptura en la linealidad discursiva, ruptura, finalmente, en el tiempo, que para Kierkegaard no es una suerte de desfile, sino una discontinuidad de instantes. “La historia nace siempre en el instante” –escribe Vigilius Haufniensis en el Concepto de la angustia[10], que es inconcebible fuera del espíritu –de un individuo. En esta concepción del tiempo, la continuidad y la sucesión –que no remiten al espíritu– no tienen gran valor, tampoco la sucesión de las generaciones, ya que “la descendencia no expresa más que la continuidad en la historia del género humano, cuyo movimiento, por determinaciones siempre cuantitativas, es en consecuencia incapaz de producir un solo individuo”[11]. Kierkegaard opone a la continuidad y a la sucesión, cuantitativas, la discontinuidad de instantes, cualitativos. La continuidad y la sucesión se dan en la naturaleza, en los cambios de estaciones, en los pasajes del día a la noche, en el animal, pero lo que hace de un individuo existente un existente son los puntos de ruptura de esa continuidad, los instantes cualitativos. Se podría decir que el tiempo “natural”, el tiempo cronológico, es la condición necesaria para la ruptura del instante, que es la extensión necesaria para que emerja la intensidad del instante. Y efectivamente es una condición necesaria, pero no suficiente, porque el instante es a la vez eternidad.

Dos. Diferencia

Kierkegaard es el pensador de los extremos, de las contradicciones no resueltas, de las diferencias cualitativas infranqueables, de la diferencia absoluta. La existencia se constituye en la diferencia absoluta entre Dios y el hombre y por eso el Dios-hombre, Cristo, la paradoja, es la “maravilla” inimitable de la dialéctica existencial. Me tomo la licencia de llamar a ese Dios el Otro absoluto, ese Otro que le permite al autor danés pensar “patéticamente” –con pasión– lo absoluto en lo relativo, la trascendencia en la inmanencia, la eternidad y el infinito actuales; pensar –dicho de otro modo– lo irrepresentable, poner en escena lo que desborda los límites del espacio de las representaciones (el registro Imaginario) y no puede encontrar una formulación lógica en el lenguaje de la “comunicación directa” (registro de lo Simbólico). Kierkegaard “se da la cabeza contra los límites del lenguaje”, dice Wittgenstein[12], y es lo que él describe como una confrontación con la paradoja, que es una categoría de la existencia y una pasión del pensamiento. En la religión vislumbra la diferencia absoluta que constituye al existente y en el cristianismo la unión paradójica de lo eterno y lo temporal en el tiempo.

Lo cierto es que la diferencia absoluta es vivida como un sufrimiento, porque es la que determina la existencia, el único hecho inicial e indemostrable[13], como una gran contradicción, como ese lugar en que vibran las diferencias cualitativas absolutas que la constituyen, como una cuerda siempre tensa entre dos términos inconmensurables: la trascendencia y la inmanencia, el infinito y lo finito, la eternidad y el tiempo. Si el existente es el lugar de esa tensión impensable, el punto en que se acentúa el hecho de existir, el punto de máxima tensión de la cuerda existencial, es el instante. El devenir subjetivo se va pautando de a saltos: no se hace camino al andar sino al saltar de un instante al otro, de un punto de intensidad al otro. ¿Cómo se define ese instante?

El "instante“ es ese equívoco en que el tiempo y la eternidad se tocan, y es ese contacto el que plantea el concepto de temporal en el que el tiempo no cesa de rechazar la eternidad y en el que la eternidad no cesa de penetrar el tiempo”, escribe Vigilius Haufniensis en El concepto de la angustia[14], donde aborda la división temporal a partir del instante así definido. En la medida en que el porvenir es ese horizonte desconocido en que lo eterno, como inconmensurable al tiempo, quiere salvaguardar su comercio con el tiempo, significa más que el presente, y son el instante y el porvenir los que plantean el pasado. Tomando como punto de mira la eternidad, una eternidad “hacia adelante”, el pensamiento del danés privilegia el instante y el porvenir allí donde los griegos, dice, privilegian el pasado, no como una división del tiempo sino como una categoría general del tiempo, lo que se deduce del valor que le acuerdan al recuerdo y la reminiscencia. “La eternidad griega está hacia atrás, como el pasado al que se entra reculando”, mientras que para el pensamiento “moderno” la eternidad está “hacia adelante”.[15]

¿Cómo vive el existente el instante, ese “equívoco en que el tiempo y la eternidad se tocan”, ese cortocircuito entre los dos extremos inconmensurables? Como una confrontación con su diferencia constitutiva, como una conmoción, como una turbación. Todo lo contrario de “la homeostasis subjetivante del principio de placer”, diría Lacan. El instante es diferencia pura (“intensidad”, en términos de Deleuze)[16]; es heterogeneidad, acontecimiento, y siempre implica la desestabilización del sujeto.

Tres. Subjetivación

El instante es ruptura de la continuidad temporal, pero hay sin embargo etapas sucesivas, en la vida de un individuo, que corresponden a tres estadios, representados por tres figuras paradigmáticas: el estadio estético (Don Juan), el ético (Sócrates) y el religioso (Cristo). El estadio estético es el de la “inmediatez primera”, en la que reinan la imaginación, la sensación, el sueño, la ambigüedad y la multiplicidad. “Lo estético es en el hombre aquello por lo cual él es inmediatamente el que es, lo ético, aquello por lo cual deviene el que deviene”, escribe en su segunda carta B al esteta A en O bien..., o bien[17]. El estadio ético, que se aplica a la realidad, es de una “exigencia infinita”, puesto que en esa etapa el individuo debe esforzarse por realizar una síntesis entre los términos de las contradicciones existenciales (la exterioridad y la interioridad, la generalidad y la particularidad, la continuidad y la discontinuidad), síntesis que consisten en mantener los términos contradictorios en su contradicción misma; es también el estadio de la elección de sí. El estadio religioso, que es el de la realización completa, es el más difícil de llevar a cabo, porque la elección viene de Dios y no del individuo, pero ese privilegio es sin embargo accesible a todos, ya que no exige ninguna aptitud especial sino la de estar listo (como Abraham) para hacer un “salto” en la trascendencia, en virtud de la fe.[18]

Aunque no es imperativo pasar por los tres estadios (los múltiples matices de la existencia del esteta pueden colmar toda una vida, por ejemplo) y la duración de cada etapa depende del grado de realización al que llegue cada individuo, la sucesión está determinada y se pasa de un estadio al otro por un corte absoluto, por una ruptura. En términos de Kierkegaard, se llega al estadio ético por una “suspensión” de la estética y es necesaria una “suspensión” de la ética (y un “salto” en la trascendencia) para llegar al estadio religioso. Pero si hay solución de continuidad entre los estadios, necesidad de “salto”, hay dos categorías existenciales que se sitúan entre esos estadios y que implican –como ellos– una “mirada” y una “postura” existencial: la ironía y el humor. “La ironía es la zona límite entre lo estético y lo ético; el humor, la zona límite entre lo ético y lo religioso”, escribe Climacus en Posdata...[19] Esas zonas límites, que marcan la posibilidad de entrar en el estadio ético y una posible salida, juegan un papel fundamental en lo que Kierkegaard llama el “devenir subjetivo”, en lo que podría llamarse, simplificando los términos, “subjetivación”.

Allí donde el esteta, ese sujeto plural que vive en la “inmediatez primera”, no capta las contradicciones de la existencia, el ironista, que se separa de la inmediatez y toma distancia, las capta y pone “lo cómico” (la contradicción despojada de sufrimiento) entre él y el mundo. Retomando la comparación con el teatro que Kierkegaard, en su obra pseudónima, supo poner brillantemente en escena, se puede decir que el ironista es el espectador de ese teatro del absurdo que es la comedia de la existencia y que en ese gesto de separación del escenario, en ese acomodarse en la butaca, se afirma a sí mismo. El sujeto se constituye así, en tanto unidad, como un punto de fuga, o bien como una perspectiva o un punto de vista. Intelectual, la ironía, que es “la cultura del espíritu”[20], es ante todo una afirmación de sí que puede preceder, en la secuencia de los estadios, la elección de sí ética.

El “salto” ético es el salto al escenario que se revela como realidad de la existencia y el instante del salto es una “suspensión” de la estética. El individuo ético no es el esteta, capaz de identificarse con todos los papeles en el escenario sin percibir que en cada instante –para él fugaz– relampaguea la eternidad, que cada sensación finita está determinada por lo infinito, que cada acto en la inmanencia puede ser trascendente. No es tampoco el ironista, que percibe estas contradicciones en acto, en buen observador, a distancia. Es el que se implica, el que asume que son esas contradicciones las que lo constituyen en tanto existente y es capaz de reflexionar sobre ellas sin dejar de sentirlas (tal es el pathos del pensador subjetivo que Kierkegaard propone y del que supo dar muestras ampliamente). Si la distancia irónica puede acordarle al sujeto cierta unidad y cierta consistencia, esa unidad se desdobla cuando se arriesga a dar el “salto” ético, porque la “exigencia infinita” consiste en una intensificación de las contradicciones existenciales en el individuo mismo.

Cada estadio supone una mayor comprensión. Cuando el individuo ético comprende su sufrimiento (para Kierkegaard, cuando ya ha estado “solo frente a Dios” después de haberse alejado de él y de sí mismo por el pecado)[21], puede tomar distancia sin salir del escenario, identificarse con todos los papeles por simpatía, ya que conoce la complicidad de todos ante el ridículo, la igualdad de todos ante lo cómico. Salta sobre sus pasos, deviene humorista y retoma, a una segunda potencia, el alma infantil: “el humorista posee lo infantil pero no está poseído por él. Es por eso que, cuando se ponen juntos a un hombre de una gran cultura y a un niño, los dos descubren al mismo tiempo lo humorístico; el niño lo expresa sin saberlo, el humorista sabe que fue expresado”, escribe Climacus en Posdata...[22]. El pensamiento, la imaginación y el sentimiento vibran al unísono en el humorista, que está más cerca de la “inmediatez segunda” en la que la sensación, el sueño, la ambigüedad y la simultaneidad (propios del esteta) son retomados a una segunda potencia –a la potencia de un sujeto singular. La ironía y el humor juegan entonces un papel fundamental en lo que Kierkegaard llama el “devenir subjetivo”: gracias a la distancia irónica, el sujeto se constituye en tanto unidad y adquiere cierta consistencia; gracias a la distancia humorística, deviene una singularidad plural. Que haya salto o no hacia lo religioso depende del posible llamado de Dios y de la presteza de la respuesta.

Cada salto (del escenario a la butaca, de la butaca al escenario, el salto sobre sí mismo o hacia la trascendencia) es un instante, independientemente del tiempo cronológico que le lleve al existente: el camino de Abraham hacia el monte Moriah, dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac, es un salto a la trascendencia: instante privilegiado del estadio religioso.[23] Pero en cada estadio hay instantes. El enamoramiento es un instante típico –pero no el único– del estadio estético, y el maravilloso Don Juan no dejó de saltar de un enamoramiento a otro.[24] El instante del esteta excepcional, del artista, es el de la captación simultánea de las percepciones inmediatas y de la sensibilidad en un movimiento musical, en un gesto artístico, o en la vibración de la lengua en el verso de un poema. El instante irónico de toma de distancia y afirmación de sí mismo puede repetirse ad infinitum. Cada instante ético es una elección de sí mismo “en futuro subjuntivo”.[25] Para el humorista, cada instante es la puesta en juego y la captación de las diferencias simultáneas (de edades y “tonalidades afectivas”)[26] en la comedia misma de la existencia, sabiendo –en su doble posición de inmediatez y distancia– que las capta.

Todos los instantes implican una ruptura en la continuidad temporal, son diferentes y confrontan al sujeto con su diferencia constitutiva. Cuando el instante es un salto, son más intensas la ruptura y la diferencia, porque llevan al individuo “hacia adelante”, a una nueva posición existencial, y pautan su “devenir subjetivo” o su “subjetivación”.

Y todo el resto del tiempo, con la continuidad de sus trabajos y sus días, en su sucesión ciega, sería para el existente en tanto existente, según Sören Kierkegaard, tiempo muerto.


[1] El nombre de un sujeto filosófico, cuando dice Yo, es siempre en cierto modo un pseudónimo”, y “es esa una verdad que Kierkegaard asumió de manera sistemática”, escribe Jacques Derrida en “Violence et métaphysique” (“Violencia y metafísica”), incluido en L’écriture et la différence (“La escritura y la diferencia”, 1967), Paris, Éditions du Seuil, col. “Points”, 1979, pág. 163.

[2] Me pliego aquí (trasposición de lenguas mediante) a la versión al francés del término danés Stemning que ofrece Nelly Viallaneix en su traducción del texto conocido en español como La repetición (que sería, literalmente, “La retoma”). Stemning, como el término alemán Stimmung, “pertenece –explica la traductora– a dos registros. 1. El registro sonoro es fundamental, ya que el término procede de Stemme, ‘voz’: Stemning designa la ‘tonalidad’, el acorde, incluso el preludio. 2. El registro de la sensibilidad se impone cuando el término toma un sentido figurado y designa la disposición afectiva, el sentimiento, incluso el ambiente”. (Introducción de Nelly Viallaneix a S. Kierkegaard, La reprise. Un essai de psychologie: expériences, Paris, GF-Fammarion, 1990, pág. 60). Otros traductores, según el contexto, vierten este término frecuente en Kierkegaard por “preludio”, “ambiente” o “atmósfera”, pero “tonalidad afectiva” tiene la ventaja de conservar la dualidad de registros. Por otra parte, Stemning es vecino del alemán Stimmung, término del que se sirve Nietzsche en Ecce Homo para describir la “disposición afectiva” en la que se encontraba cuando intuyó la idea del “eterno retorno”, y que fue transformado en concepto, finalmente, por Martín Heidegger.

[3] En Post-scriptum final non-scientifique aux Miettes philosophiques. composition mimico – patetico – dialectique. Apport existentiel (“Posdata final no científica a las Migajas filosóficas. Composición mímico – patético – dialéctica. Aporte existencial”, 1846, Paris, Gallimard, col. “Tel”, 1989; libro que, hasta donde llega mi conocimiento, no ha sido traducido al español), firmado –como las Migajas filosóficas– por Johannes Climacus, Kierkegaard añade al final “Una primera y última explicación”, por él firmada, en la que se refiere a su relación con los autores pseudónimos en estos términos: “Soy en efecto impersonal o personalmente un apuntador en tercera persona que produjo poéticamente autores, que son los autores de sus prefacios e incluso de sus nombres. No hay por lo tanto en los libros pseudónimos una sola palabra que sea mía; no tengo a propósito de ellos otro juicio que el de un tercero, no conozco su significación más que en tanto lector; no guardo la más mínima relación privada con ellos [...]”. No se hace responsable de los textos pseudónimos, entonces, ni guarda ninguna relación con los autores en cuestión. Pero se trata de Kierkegaard, de quien lo menos que puede esperarse es una jugada irónica, una ambigüedad flagrante (más adelante se refiere al “carácter ambiguo de la paternidad” de su producción) y más de una contradicción manifiesta, ya que al decir separarse de los pseudónimos agrega: “los conozco por haberlos frecuentado íntimamente, sé que no pueden contar con, ni desear, muchos lectores: puedan considerarse suficientemente felices si encuentran los únicos que sean deseables”. Y finalmente se responsabiliza por haberles prestado la pluma: “yo que cargo con la responsabilidad de las plumas prestadas” (los fragmentos se desgajan de la edición citada, págs. 424-426). Me extiendo sobre el “carácter ambiguo de la paternidad” de los textos pseudónimos en “Del padre, genitivo (Notas sobre el ‘caso’ del padre en Sören Kierkegaard)”, publicado en Psicoanalítica, nº 5 (“...del padre”), Buenos Aires, editorial CPN (Centro Psicoanalítico del Norte, e-mail: jayos@ciudad.com.ar), 2003.

[4] Hasta donde llega mi conocimiento, Enten-Eller (“O bien.. o bien...”, 1943), libro en que Victor Eremita, en calidad de “editor”, publica manuscritos hallados en un viejo escritorio que entiende fueron escritos por dos autores diferentes (el joven esteta A, propenso a la desesperación, y B, un personaje más anclado en lo ético que le escribe cartas a su amigo) no fue traducido al español en su totalidad, pero sí fragmentariamente. De la primera parte del libro (los ocho manuscritos de A), hay varias versiones al español de “El reflejo de lo trágico antiguo sobre lo trágico moderno”, siempre traducido como Antígona (de allí que se hable la Antígona de Kierkegaard, como si él escribiera “mi” Antígona en su nombre) y del Diario de un seductor (que A atribuye, a su vez, a un tal Johannes, conocido desde entonces como Johannes el Seductor y destinado a reaparecer en la obra pseudónima de Kierkegaard). De la segunda parte (las cartas de B), “La legitimidad estética del matrimonio” fue traducida como Estética del matrimonio por Osiris Troiani a partir de una versión francesa de la carta (Buenos Aires, Leviatán, 1991) y “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la elaboración de la personalidad” fue traducido como Estética y ética en la formación de la personalidad por Armand Marot (Buenos Aires, Nova, 1987). Seguramente hay más fragmentos transformados en libro que desconozco En el último libro citado, el editor explica en la primera nota al pie que se trata de un “estudio” extraído de Enten-Eller, “pero que constituye por sí una unidad autónoma”. ¿Por qué no? Lo cierto es con tal fragmentación se pierden los múltiples matices que se despliegan en los manuscritos de A, destinatario de las cartas de B (que publicadas por separado parecen consejos morales destinados a todo lector), y sobre todo el dialogismo interno, lo que podría llamarse la intertextualidad intratextual de los textos de Kierkegaard que, entre los muchos malentendidos que esperó sembrar, seguramente no contó nunca con el de ser entendido como un autor unívoco. Otro libro extenso y de composición fragmentaria que fue sometido a traducciones parciales es Etapas en el camino de la vida. Estudios por muchos; reunidos, publicados y editados por Hilarius, encuadernador.

[5] Post-scriptum... (“Posdata...”), op. cit., pág. 223.

[6] Frase del Prefacio de Filosofía del derecho, de G. F. Hegel citada por Karl Löwith en “La disolución de las mediaciones de Hegel cumplida por las decisiones de Marx y de Kierkegaard” (en De Hegel a Nietzsche. La quiebra revolucionaria del pensamiento en el siglo XIX. Marx y Kierkegaard, Buenos Aires, editorial. Sudamericana, 1968, cap. III, págs 196-245). Según Löwith, que analiza en profundidad esa coyuntura histórica, la frase en cuestión fue objeto de un debate apasionado, incluso en vida de Hegel.

[7] En “L’universel singulier”, incluido en Kierkegaard vivant (Actas del coloquio organizado por la Unesco en ocasión de los 150 años del nacimiento del danés), Paris, Gallimard, col. “Idées”, 1966, pág. 21. El libro fue traducido por Andrés-Pedro Sánchez Pascual como Kierkegaard vivo (Madrid, Alianza, col. “El Libro de Bolsillo”, 1968).

[8] Tal vez quienes no lo contradicen en este punto, quienes restituyen el malentendido y la imagen ambigua que Kierkegaard quiso dar de sí mismo, lo hayan entendido bien, a su modo. Tal es el caso, por ejemplo, de Heidegger, para quien “Kierkegaard no es un pensador sino un autor religioso; y no un autor religioso entre otros, sino el único que está a la medida de su época”. “En eso reside quizás su grandeza”, prosigue Heidegger, “suponiendo que hablar así no sea ya un malentendido”. La cita está extraída de “Le mot de Nietzsche ‘Dieu est mort’” (“La palabra de Nietzsche ‘Dios ha muerto’”, en Chemins qui ne mènent nulle part (“Caminos que no llevan a ninguna parte”, 1952), Paris, Gallimard, col. “Tel”, 1990, pág. 301.

[9] Post-scriptum... (“Posdata...”), op. cit., pág. 184. La cita está extraída de una nota al pie de un “Anexo” inserto en medio del libro (¡!), titulado “Ojeada sobre un esfuerzo simultáneo en la literatura danesa”, en el que el pseudónimo Climacus, además de referirse a su obra anterior (Migajas...), resume, explica, comenta y/o critica tanto las otras obras pseudónimas publicadas hasta entonces (O bien... o bien..., por Victor Eremita; La repetición, por Constantino Constantius; Temor y temblor, por Johannes de Silentio) como algunos Discursos edificantes del Dr. Kierkegaard, cuya tesis doctoral (“El concepto de ironía constantemente remitido a Sócrates”), por otra parte, es criticada en otra nota al pie que figura en el libro fuera del “Anexo” (págs. 59-60).

[10] Kierkegaard, Sören, Le concept de l’angoisse, en Miettes philosophiques. Le concept de l’angoisse. Traité du désespoir, Paris, Gallimard, col. “Tel”, 1990, pág. 255). Lamento tener que citar una vez más ediciones francesas, pero las que encontré en español (entre ellas, El concepto de la angustia, Buenos Aires, Austral, 1943), que no fueron traducidas directamente de la lengua danesa, se refieren al “instante” como “momento”, término poco adecuado para definir la categoría en cuestión. Puede haber otras traducciones que desconozco. A pesar de la pasión de Miguel de Unamuno, que llegó a llamar al danés “el hermano Kierkegaard”, contamos con muy pocas traducciones confiables del autor a nuestra lengua. Quienes ignoramos el danés nos vemos obligados a recurrir a sus obras completas en otras lenguas, como el alemán, el inglés o el francés.

[11] Ibídem, pág. 193.

[12] En Leçons et conversations (“Lecciones y conversaciones”), Paris, Gallimard, col. “Folio / Essais”, 1992, págs. 155-156).

[13] Ver S. Kierkegaard, Migajas filosóficas, o un poco de filosofía (Madrid, editorial Trotta, col. “Clásicos de la cultura”, 1997, traducción directa del danés de Rafael Larrañeta), especialmente el inicio del cap. III, “La paradoja absoluta (Un capricho metafísico)”, págs. 51-57.

[14] Le concept..., op. cit., pág. 256.

[15] Ibídem, pág. 256. Esta concepción del tiempo es importante para comprender la categoría de “repetición” (literalmente “retoma”). Ver In vino veritas. La repetición (traducción directa del danés por Demetrio González Rivero), Madrid, Guadarrama, “Ediciones de bolsillo”, 1975. Resumiendo al extremo los términos: la existencia que se orienta hacia el pasado (¡oh, melancolía!) está basada en la reminiscencia (que supone una eternidad “hacia atrás”); la existencia que se orienta “hacia adelante” busca la “repetición” (“retoma”), que no es una repetición de algo pasado sino que hace nacer algo pasado al “haber sido”, y “el hecho de que lo que se repita sea algo que fue es lo que le confiere a la repetición su carácter de novedad” (La repetición, op. cit., pág. 161). A esta articulación reminiscencia / repetición se refiere Lacan en “El seminario sobre ‘La carta robada’”: “Así se sitúa Freud desde el principio en la oposición, sobre la que nos ha instruido Kierkegaard, referente a la noción de la existencia según que se funde en la reminiscencia o en la repetición. Si Kierkegaard discierne en esto admirablemente la diferencia de la concepción antigua y moderna del hombre, aparece que Freud hace dar a esta última su paso decisivo al arrebatar al agente humano identificado con la conciencia la necesidad incluida en esta repetición”. (“El seminario...”, en Escritos 2, México, Siglo veintiuno editores, 1979, pág. 46). Una pequeña aclaración respetuosa: Kierkegaard nunca identificó al agente humano con la conciencia.

[16] En Différence et répétition (1968; Paris, Presses Universitaires de France, col. “Bibliothèque de philosophie contemporaine”, 1976), Gilles Deleuze define la diferencia como “intensidad” en el capítulo V (“Synthèse asymétrique du sensible”, págs. 286-335). En la última y bien lograda traducción al español (Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, col. “Filosofía”, 2002), capítulo 5, “Síntesis asimétrica de lo sensible”, págs. 333-388.

[17] “Léquilibre entre l’esthétique et l’éthique dans la formation de la personnalité” (“El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad”), Ou bien... ou bien..., op. cit., pág. 514.

[18] Ver Sören Kierkegaard, Temor y temblor (1987; estudio preliminar, traducción directa del danés y notas de Vicente Simón Merchán), Madrid, editorial Tecnos, col. “Metrópolis, 1998.

[19] Post-scriptum..., op. cit., pág. 339.

[20] Post-scriptum..., op. cit., pág. 340.

[21] Este es un punto fundamental en El concepto de la angustia.

[22] Post-scriptum..., op. cit., pág. 372.

[23] Ver Temor y temblor, op. cit.

[24] Esta figura paradigmática de estadio estético es descripta de un modo fulgurante, al ritmo de la ópera de Mozart, en el segundo manuscrito del esteta A incluida en Ou bien..., ou bien..., “Les étapes érotiques spontanées ou l’érotisme musical“ (“Las etapas eróticas espontáneas o el erotismo musical”), op. cit., págs. 39-105.

[25] El instante ético es siempre el de la elección de sí, y podría decirse que Kierkegaard transforma la fórmula “conócete a ti mismo” en “elígete a ti mismo”, fórmulas que divergen radicalmente si se tiene en cuenta que “conocerse a sí mismo” supone un sujeto dado a priori y para el danés el “devenir subjetivo” es nada menos que la tarea de la existencia, lo cual implica no sólo que el sujeto no está dado a priori sino que cada elección de sí está orientada a “devenir subjetivo” en un futuro (que guarda un enigmático “comercio” con la eternidad) irrealizable a lo largo de la existencia pero al que se apunta, deseado y por qué no temido. Por eso me refiero al “futuro subjuntivo”, forma verbal que tenemos en español pero desgraciadamente caída en desuso. “Elígete a ti mismo en futuro subjuntivo” sería el equivalente de “elígete como el que fueres” cada vez, en el devenir, porque cada vez que uno se elige lo hace “hacia adelante”, deja de estar en tiempo presente y en modo indicativo.

[26] En cuanto a las edades: “Haber sido joven, luego devenir más viejo y al fin morir es una existencia mediocre: es también la del animal. pero reunir en la simultaneidad los momentos de la vida, ese es justamente el deber” (Post-scriptum..., op. cit., pág. 234.

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