JOSÉ LUIS VEGA: "La virtualidad como realidad total"
Universidad de Buenos Aires (UBA)

INTRODUCCIÓN
Declaro desde este comienzo que al menos tres circunstancias convergen en la redacción de este trabajo. La primera es el reencuentro con las Jornadas inspiradas en la Obra de Kierkegaard. La segunda consiste en una percepción que a título personal se extiende en más de veinte años hacia atrás Tal percepción identifica cómo cierto intelectualismo esotérico va hechizando a las personas hacia el culto por el autoconocimiento como una especie de gnosticismo progresista que, a la vez que promete liberar los poderes individuales en favor del logro de un bienestar ilimitado, también predica por una fraternidad universal, compasiva, holística, fundada en la “Inteligencia del Todo”, “lo divino” (que es una “energía”, no un Alguien) o en la afirmación de que “lo divino nos constituye”. Por último, la tercera circunstancia consiste en nuestro contexto mundial de pandemia.
El itinerario que aquí se propone se circunscribe a fundar sus tesis principales en diálogo con la gran Obra de nuestro pensador danés El Concepto de la Angustia.[1]

I. EL CONCEPTO DE PECADO EN EL CONCEPTO DE LA ANGUSTIA
Kierkegaard comienza esta Obra situando el tratamiento del concepto del pecado fuera del campo de la Ética, dado que la Ética indica qué debe hacerse, y la reflexión ética que funda este deber es una reflexión racional, que supone que el conocimiento del bien implica la elección del mismo.
Precisamente, este marco de la reflexión ética opera bajo el supuesto de un intelectualismo moral, presente en las enseñanzas de Sócrates, que Platón desarrolla en numerosos diálogos. Según este intelectualismo moral, conocer el bien será condición suficiente para querer el bien y obrar ese querer. Esto está presente en Gorgias:
Sócrates: Siguiendo el mismo razonamiento, el que conoce lo justo, ¿no es justo?
Gorgias: Indudablemente[2]
Las acciones que implican querer algo, transparentan cierta finalidad.  Es decir, el querer se orienta a un fin a alcanzar. Y el medio debe ser tomado como lo que racionalmente es considerado adecuado para lograr dicho fin[3]
Ahora bien: que alguien tenga el poder de hacer lo que le parezca no significa necesariamente que ese alguien haga lo que quiera. El querer no coincide necesariamente con el poder de hacer cualquier cosa. Precisamente, el querer, en la exposición socrática, está relacionado necesariamente con el bien[4].  Y esta noción de querer será conservada por Kierkegaard, pues este querer está asociado a un conocimiento real y completo del bien. Aristóteles se ha opuesto a este intelectualismo socrático observando que en la práctica los hombres hacen el mal, aunque conozcan que está mal hacerlo:
“Sócrates, en efecto, combatía a ultranza esta teoría, y sostenía que no hay incontinencia, porque nadie obra contra lo mejor a sabiendas, sino por ignorancia”[5]
Pero, esto es insuficiente, porque la pasión obscurece el conocimiento, y, en este sentido, dicho conocimiento no es pleno en sí mismo, y por eso no puede ser realmente efectivo. Esto es lo que hace que Aristóteles observe en la figura del incontinente que muchas veces se obra mal a sabiendas de que se lo hace, porque su entendimiento está ofuscado. Aristóteles mismo lo afirma:
“Los incontinentes tienen estos modos de ser. El hecho de que tales hombres se expresen en  términos de conocimiento, nada indica, ya que incluso los que se encuentran bajo la influencia de las pasiones, recitan demostraciones y versos de Empédocles, y los principiantes de una ciencia ensartan frases, pero no saben lo que dicen [6]
No obstante, el aporte de Aristóteles reside en que el conocimiento puede ser obscurecido por las pasiones. No es un conocimiento eficiente, y tal obscurecimiento implica la acción de algo que está fuera de la racionalidad, y que se expresa en el deseo. Kierkegaard ve que este obscurecimiento del conocimiento por la fuerza del deseo obedece a que hay un factor que permite la acción del deseo sobre lo que se conoce, de modo de que el conocimiento pierda efectividad. Este factor estará vinculado, para nuestro pensador danés, con la voluntad. La voluntad no queda automáticamente determinada por el conocimiento. La voluntad puede retardar su elección ante lo que el conocimiento le propone como lo que es bueno. En términos de Ricoeur, la voluntad tiene una capacidad reflexiva, signada por la atención:
“El poder de detener el debate no es más que el poder de conducirlo, y este imperio sobre la sucesión es la atención…El índice de actividad de la duración es la atención…La vacilación está ligada a la pasividad de la existencia corporal ..La clarificación consiste en desenredar los valores confundidos de la afectividad, y en reunir los esbozos sucesivos de un valor en una idea que se afirma progresivamente”[7]
La condición encarnada, es, para Ricoeur, esa pasividad en que se enraízan el deseo, las pasiones, y que, desde la atención, que tiene el, poder de conectar y desconectar, emergen, interfiriendo la elección instantánea del bien que es entendido y que se intenta configurar en cierto valor.
A este respecto, se verá cómo Kierkegaard, en su análisis de la angustia, converge a la detección del factor que hace posible el obscurecimiento del conocimiento, de modo que se haga posible la ignorancia a la cual Sócrates aludía. Pero, con la diferencia de que no será una ignorancia sin más, sino una ignorancia que es efecto de la voluntad de no atender al conocimiento del bien, actuando inmediatamente conforme al mismo, cuando el bien ya ha sido captado como tal por el entendimiento.
Precisamente, esto se dirige a la elucidación del pecado.
El pecado, en tanto categoría, es alumbrada por la revelación bíblica. Es la innovación cristiana. Porque constituye un salto que sobrepasa las exigencias de la razón, en tanto es un salto cualitativo de la libertad en tanto posibilidad, ante la posibilidad misma y completamente indeterminada de elegir.
 Desde el punto de vista psicológico, al pecado le corresponde el sentimiento de la angustia. Kierkegaard, a través del pseudónimo Vigilius Haufniensis, procura esclarecer el pecado examinando la doctrina del pecado original. Pues, decir que el pecado entró en el mundo a través del pecado original es explicar el pecado en base al pecado mismo. El pecado original será entonces el pecado de Adán: será el primer pecado. Y esto invade y contamina a cada individuo humano, porque allí donde está el individuo está la especie entera. Kierkegaard expone a través del pseudónimo que el pecado de Adán viene del interior de Adán mismo, denegando la posibilidad de un agente exterior al hombre que pudiera ser la instancia tentadora que lo invita a pecar.
Las razones con que Kierkegaard desarrolla este argumento toman en consideración el estado de inocencia original. A este estado de inocencia original lo equipara a un estado de ignorancia. Precisamente, porque interpreta que la prohibición de comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, significa, para Kierkegaard, el estado de desconocimiento del bien y del mal por parte de Adán y de Eva, y, por tanto, la imposibilidad de que en tal estado de inocencia se sea libre para elegir entre el bien y el mal:
“La inocencia es ignorancia. En la inocencia no está el hombre determinado como espíritu, sino sólo anímicamente en la unidad inmanente con la naturaleza. El espíritu solo está soñando”[8]
No obstante, y, curiosamente, se afirma que la angustia no es ninguna imperfección, y no es algo que haga menguar la libertad agraciada de la inocencia:
“La angustia que hay en la inocencia no es, por lo pronto, ninguna culpa; y, además, no es ninguna carga pesada, ni ningún sufrimiento que no pueda conciliarse con la felicidad propia de la inocencia”[9]
En este sentido, Adán y Eva no son totalmente humanos en cuanto a la efectiva actualidad del espíritu presente en ellos. Esto implicaría que la libertad deba entenderse también como una especia de potencialidad incierta, que navega sobre la nada, y que por “nada” debe entenderse aquí la pura posibilidad de poder elegir sobre el indefinible reino de lo posible:
“La posibilidad de la libertad no consiste en poder elegir lo bueno o lo malo… La posibilidad de la libertad consiste en el poder de poder …. La angustia no es una categoría de la necesidad, pero tampoco lo es de la libertad. La angustia es una libertad trabada, donde la libertad no es libre en sí misma, sino que está trabada, aunque no trabada por la necesidad, mas, por sí misma.[10]
Sin embargo, es necesario detenerse en esta afirmación de Kierkegaard de que el estado de inocencia es un estado en el cual el espíritu está como en un sueño: Es decir, en el estado de inocencia, según esta interpretación, el hombre no está en condiciones de entender la prohibición, de manera cabal. No obstante, Adán y Eva, por otra parte, deberían estar en condiciones de entender la prohibición como tal, es decir, en tanto prohibición. Esto es, de entender que, de no cumplir la prohibición, sobrevendrá la muerte.
Resulta extraño aquí que Dios declare un mandato de consecuencias existenciales extremas, sin que Adán ni Eva estuvieran en condiciones de entender el contenido completo del mandato divino, el cual incluye las nociones del bien y del mal. Y más, aún, resulta extraño que se dirija dicho mandato crucial a sujetos privados de una lucidez espiritual suficiente. Adán y Eva están, desde su inocencia, en una condición espiritual más virtual que real. En consecuencia, resulta extraña la desproporción entre una situación de virtualidad, y que es la del  vértigo de la libertad al experimentarse a sí misma como puro poder de elegir, ante el abismo de todas las posibilidades, por un lado, y, por otro,  las consecuencias terribles que encarnan de manera trágica y tan real, si la elección que parte de la autoconsciencia virtual es la elección de una desobediencia al mandato de Dios, en el cual Dios mismo es tan explícito respecto de la contundencia de las radicales consecuencias de no cumplirlo.
Desde este estado virtual del espíritu en la situación de inocencia, la libertad, en tanto pura posibilidad de poder, frente a la totalidad de la posibilidad misma, en tanto horizonte virtual de elección, siente angustia. Esta angustia no es considerada como una imperfección, sino que es la vivencia de la libertad respecto de su poder indeterminado, de esa nada, que es en verdad también su estado virtual de espíritu, el cual desaparece en la realidad de su elección consumada. Precisamente, en dicha realización se rompe el ensueño, y, en el caso especial de la elección de comer del fruto del árbol prohibido, la libertad despierta ya culpable. Del espíritu que es un ensueño se pasa a la persona integralmente culpable de su elección.
Es decir: en este estado virtual del espíritu, y de la consciencia de sí, sobreviene la angustia como experiencia de esa indeterminación intrínseca por la que el espíritu no se ha pronunciado ante sí mismo con el gesto real de su libertad que asume su elección. Lo cual implica que en el estado mismo de inocencia el hombre existe ante Dios de manera incompleta, en un sentido esencial: vive virtualmente, vive como posibilidad de ser espíritu, vive como posibilidad de ser libre.
Tal vez, las cosas fueron en verdad diferentes. Tal vez, en el relato de la caída, la pareja humana de origen escucha el mandato, que contiene la prohibición, y al escucharla la entiende completamente, pero añadiendo –y esto es lo crucial- que la entiende tal como las cosas se entienden desde la unión real con Dios: las cosas se entienden desde la intimidad lúcida con Dios, desde la cual tanto Adán como Eva son plenamente ellos mismos, y están ante sí mismos con toda la radicalidad de su semejanza espiritual con el Creador. Pero, ¿qué añade esto? Que, en la unión amorosa, las cosas no se ven unilateralmente. Las cosas se escuchan desde el amor divino que les declara el mandato, no como una amenaza, sino como un gesto de protección sublime.
Por consiguiente, es preciso, para que la tentación sea efectiva, que el primer objetivo consista en obscurecer la identidad misma del Creador, haciéndolo a Dios sospechoso de soberbia. De hecho, en el relato de la tentación, la serpiente miente dos veces: saluda a Eva preguntando por qué Dios les prohibió comer de todos los frutos del Edén, y no solamente de los frutos del árbol del conocimiento del bien y del mal. Eva reacciona con lealtad y le responde a la serpiente que sólo del árbol del conocimiento del bien y del mal Dios les había prohibido comer. A lo que la serpiente responde que eso es porque Dios quiere reservarse para sí la exclusividad de su poder total, para que nadie se le parezca, de modo de que todos dependan de Él. Es así como con esta doble mentira la serpiente abre la posibilidad del pecado.
El pecado consiste en perseguir el hechizo de un bien (ser como Dios) pero bajo la ingratitud (ya no depender de Dios), lo cual implica la ingratitud de pretender y elegir ser sí mismo sin Dios, con total indiferencia a lo heredado, que es el don del ser mismo recibido, desde la gratuidad amorosa y libre de Dios. La promesa de la autosuficiencia ontológica y moral implica el desprecio de la condición de herederos del don infinito que Dios dispensa a sus creaturas. No es ocioso poner en evidencia cuántas publicaciones de nuestra época instan a creer que podemos ser lo que nos plazca con sólo desearlo y con sólo pensarlo, ya que estas propagandas afirman “el pensamiento crea la realidad”. 
Se trata del hechizo del poder total, que daría autosuficiencia y plenitud, sin necesitar a ningún otro en la vida para poder ser plenamente quien se es.
En verdad, el pecado combina una promesa bajo una desfiguración aberrante de la identidad de Dios, operada por la serpiente, contra Dios, y, contra Eva, Adán, y, en ellos, contra todo, inclusive, contra sí misma. Desde esta desfiguración aberrante de Dios, la serpiente insta a Eva a una ingratitud que desprecia el don infinito recibido del propio ser y de la propia vida.  
Por eso, la angustia no tiene lugar en la unión efectiva que al calor del amor y de su transparencia entregada, celebra el encuentro, y entiende a la vida sólo en la reciprocidad con Dios. La angustia ya implica haber pensado en la posibilidad de distanciarse de Dios, de olvidarlo, despreciando el amor de Dios expresado en todo lo recibido de manos del Creador. La angustia es la expresión de una consciencia de aquel que sabe que herirá el corazón de quien lo ama y confía en él. La angustia ya declara la pérdida de la inocencia, que es la pérdida de la memoria que recuerda, pues recordar volver a hacer presente en el corazón la historia amorosa que comienza con la donación que Dios da a la creatura.
La angustia es correlativa a la plena consciencia de que se está siendo infiel, y esto es la pesadumbre de aquél que cometerá un crimen: aniquilar la confianza plena que Dios tiene en la libertad del hombre. Rasgar el corazón de Dios, infligiéndole una tristeza de muerte, con el puñal de la ingratitud y de la deslealtad, que cava la fosa de su ensueño como el fugitivo que escapará para no dar la cara ante quien “asesinó” con su traición.
Es el corazón mismo de Dios el que está en un completo estado de inocencia virginal, donde lo virginal no es otra cosa que su disponibilidad íntegramente ofrecida en favor de Adán y de Eva, su íntegra transparencia divina desde la que se alegra con su fe perfecta en Adán y en Eva, contemplando la promesa amorosa que significa para Dios la novedad de ser Él junto a su creatura humana.
Precisamente, Dios tiene en esta Fe perfecta, la Esperanza perfecta de crecer ante Sí gracias a la novedad de amarse fuera de Él mismo, recibiendo el Amor del hombre. El Amor y el encuentro perfeccionan y expanden el horizonte de sentido para quienes se aman y se encuentran, con todo lo inédito que un verdadero encuentro depara en el siempre más de su devenir.
Esto también incluye a Dios mismo, pues, su grandeza incomparable consiste en que Él es el Amor Perfecto, porque es Trinitario, porque es Reciprocidad Perfecta, mediante la cual ninguna de las Tres Divinas Personas es unilateralmente ni autosuficientemente Dios fuera de esta Reciprocidad, libre y amorosamente consumada eternamente.
Podría decirse que Dios es la eterna consumación de la Libertad que se entrega con su Sí Perfecto a la Reciprocidad del Amor.
Dios es la consumación eterna de esta elección perfecta, en la cual se revela que, elegirse a sí mismo, es elegir encontrarse perfectamente, asumiendo todo lo que amenace a la intención sincera de permanecer en ese encuentro. Por eso, son la permanencia, la fidelidad y la lealtad las condiciones de posibilidad del conocimiento perfecto que únicamente el Amor puede otorgar.
De hecho, Eva surge de un pedido de Adán, pedido que a su vez es el corolario de un pedido de Dios. Dios quería saber cómo Adán nombraría a cada una de sus creaturas. Dios no sabe y quiere saber. Quiere saber cómo el hombre, que es su creatura excepcional, nombra, reconoce, da identidad, acoge en su presencia y otorga a cada creatura esa presencia nueva que es el regalo impar del reconocimiento. Por el reconocimiento de Adán, cada creatura es nuevamente sí misma desde la valoración con que Adán la agasaja, disponiéndose a recibirla en su presencia que ama, valora, conoce, mira, siente, y quiere libremente todo ello. Cada creatura ahora tiene el rostro nuevo de ser mirada y reconocida, agasajada y valorada por Adán, cada una en lo irrepetible de su don misterioso, en el que se recrea –pero jamás se repite vanamente-  el misterio amoroso de Dios mismo.
Todo esto acontece ante la mirada expectante de Dios, que quiere saber y aprender de Adán. En esta escena excepcional, Dios aprende del hombre, de Adán, y Adán aprende que le falta alguien, alguien que será el tesoro y también el meollo donde su misterio masculino se trasciende fuera de la pura coincidencia consigo mismo. Esto Adán lo vive, porque este ser especial se revela no estando entre las creaturas que Dios le presenta. Eva, la Mujer, no está entre las demás creaturas, pero es ante la visibilidad de las creaturas cómo Adán va despertando a que falta ese alguien que es Eva. Y Eva es presentida como alguien, no como algo, y como alguien a la vez totalmente otra respecto de Adán, pero a su vez entrañablemente íntima al misterio masculino de Adán. Adán pide a Dios por este alguien, y Dios sumerge a Adán en un sueño, en una muerte indolora, lo desblinda, lo desprotege, le saca su armazón costillar, y desde esta vulnerabilidad totalmente abierta e indefensa Eva puede nacer de Adán para encontrarse con Adán junto a Dios. 
Acaso sea un remate magnífico que corona la esencia del acto creador, que no puede no ser amoroso. Crear es desblindarse, para amarse fuera de sí, en otros, pero en otros capaces de amar, siendo esos otros sacados de la entraña de la propia libertad amorosa del mismo creador.
El creador no puede menos que admirarse de esa otredad irreductible a él y a cualquier otra cosa, que es su creatura. Esta admiración es conmoción integral: resuena “Y vio Dios que era bueno” como perfección emotiva y final ante cada momento creador.
Eva puede conocer a Dios desde Adán, y Adán se pierde de Dios desde Eva. Y Dios pierde a Eva y a Adán, desde ese agente externo que elige el mal por el mal mismo, y que, por lo tanto, es la desfiguración de una libertad que se ha exterminado a sí misma, en su monstruosa decisión de soliviantarse hasta la altura de ponerse a sí misma como el valor superior a cualquier otro valor. Una libertad que no se consagra a nada, y que por esto mismo no se destina a nadie. Una libertad tal conserva el poder de desdecirse indefinidamente, para no entregarse nunca. Pero esto es precisamente la forma fatal de alienarse y pervertirse, y de elegir esta autodestrucción por el resto de la eternidad, en esa murmuración propia de lo demoniaco que rechina sus dientes, para llamar la atención de ese corazón dispuesto a dejarse engañar, desde las mentiras en las que ese corazón se hace cómplice. Esta libertad devenida en monstruo sólo puede aparentar que puede, sin poder nada. Lo demoníaco es la absoluta impotencia para amar, disfrazada de virtualidad que promete al hombre todo poder, para ser autosuficiente, autocompleto y señor del mundo. 
Precisamente, esta es la virtualidad del enmascaramiento del poder, lo propio de lo demoniaco, tentando con el bienestar ilimitado que sería fruto del poder total que cada individuo debe descubrir en sí mismo, porque en esta tentación se declara que cada individuo es un pequeño dios, iguales a lo “divino de que estamos hechos”.

II. LA VIRTUALIDAD ACTUAL 
Sería trivial denostar la virtualidad como modo de comunicarnos. Sería trivial convertir a un espléndido instrumento tecnológico, en el que la inteligencia humana puede dignamente aplaudirse, en el enemigo que nos deshumaniza. Porque como nos recuerda Kierkegaard mismo, la tentación no viene de afuera, aunque Kierkegaard esto lo usa para rechazar la idea de un tentador extraño al hombre mismo:
“Y dicho esto, tampoco dejaré de confesar lisa y llanamente que no me es posible enlazar ninguna de mis ideas concretas con la serpiente del relato bíblico. Por otra parte, con lo de la serpiente está ligada una dificultad completamente distinta, a saber, que de ese modo se hace que la tentación venga de fuera. Esto está en total contradicción con la misma enseñanza de la Biblia, en concreto contra el conocido texto clásico de Santiago, según el cual «Dios no tienta a nadie ni puede ser tentado por nadie», sino que «cada uno es tentado por sí mismo”[11]
Sobre este respecto, debería decirse que, si la inocencia es regalo de una Alianza con Dios, la destrucción de dicha Alianza tiene como negro espejo, la complicidad pecadora del hombre con el mal mismo a través de un factor externo al hombre, porque la misión del hombre, que es su identidad en acción mostrándose como finalidad superior, es hacer presente en la Creación y en la Historia, a Dios mismo.
Por esto, el pecado del hombre debe tener historia, y la historia no tiene al hombre a solas como su exclusivo comienzo. En consecuencia, debe haber un agente externo al hombre que posibilite el pecado humano. Este factor externo debe tener el poder de mostrarse como alguien, pero que en verdad es la desfiguración maligna de un ser personal, que se ha pervertido a sí mismo, al pervertir su misión especial.  Este ser personal es una creatura angélica, que debía confirmar el don que recibe en un “sí” relampagueante desde el cual no media tiempo ni historicidad alguna, sino la elocuencia total de un encuentro en el que se decide instantáneamente todo.
El pecado de este Ángel singular no tiene historia, y es la condición para que el pecado entre en la historia del hombre.
No obstante, en este lugar es preciso decir que si en el hombre, el pecado, en su comienzo, entra por medio de un Tentador ajeno al hombre, también es necesario establecer que al final, la condena eterna del hombre requiere de un no a Dios pronunciado contra Dios y ante Dios, desde la total lucidez, no obscurecida por ningún factor retardante. Porque de lo contrario, seguiría siendo absurdo que la condena deviniera de una lucha entre el conocimiento y un factor que lo obscurece pugnando contra el conocimiento.  Más allá de que se pudiera alegar que es la voluntad misma la que permite dicho obscurecimiento, siendo culpable por eso. Pues, en ese caso, la voluntad volvería a contar con un aliado externo, como Aristóteles indicaba cuando reconocía la incontinente desde sus pasiones, que emborrachaban su consciencia. La cuestión decisiva es elegir el mal, ante la lucidez completa del bien. Esta elección definitiva no puede hacerse con aliados. Porque la responsabilidad debe ser exclusiva, y tan definitiva que por eso es irreversible la consecuencia.
El problema del mal se plantea intentando superar cualquier intelectualismo, sólo si se establece que se puede querer el mal por el mal mismo, con un pleno conocimiento del bien, y con un pleno conocimiento del mal que se comete en tanto tal, y sin otro motivo que el mal que se comete, que es idéntico al motivo de ofender al bien, y, por lo tanto, a Dios, por el puro hecho de ofenderlo y destruirlo. En este sentido, habrá que distinguir el pecado original del pecado final, el que decide el resultado definitivo del juicio definitivo.
Esta aparente digresión agudiza el enfoque sobre la inestabilidad de toda virtualidad. La virtualidad que corrompe es cierta manera especial de servirnos, en este caso, de la tecnología. Podría ser a través de otra cosa. La virtualidad que corrompe inaugura el escenario donde hacer de nuestra vida la edición de la vida, para enmascarar frente a los demás, hasta que quede enmascarado frente a nosotros mismos, ese plano de nuestro ser en el que se decide lo sagrado o lo maldito de nuestra humanidad. Ese plano incompleto, transitorio, provisorio, que no tiene méritos para ser mirado como un dios. Justamente, ese plano en el cual podemos ser compasivos, fraternos, vulnerables, imperfectos, heroicos, leales, y por el que podemos enfermarnos, morir, y mostrarnos en toda nuestra precariedad existencial. La edición de nuestra vida, aún con la inspiración de las intenciones más santas, siempre está al borde de mostrar, cunado no porque lo muestra frontalmente, el regateo y el coqueteo que hacemos con la tentación de editarnos como dioses. Las redes sociales están en el blanco de esta acusación. Vivir de nuestra vida editada en las redes reitera la escena de la Tentación original.
La edición es también un buen ejemplo kierkegaardiano. Es claro como en O lo uno o lo Otro[12], el buen editor es aquel que en su decisión de editar expresa la identidad fundamental y permanente desde la que decide elegirse a sí mismo.  Define esta pretensión el hecho de que nos entregamos a las redes, a sabiendas o no (y si no lo sabemos, tampoco nos importa lo suficiente como para querer saberlo) de que somos mirados por el poder oculto de quienes nos dan el poder de mostrarnos, exhibiendo no solo nuestra vida, sino también quedando desnuda, en nuestro afán ingenuo de mostrar la edición de nuestra vida, nuestra ancestral tentación a querer ser mirados como dioses.  
Entonces, la realidad ya no es el conjunto de las inapelables condiciones de existencia, en medio de las cuales devenimos personas profundas o vacías. La realidad está para ser usada en favor de la virtualidad del ensueño de ser totales, sonrientes, dueños del bienestar ilimitado del que somos capaces gracias al exclusivo y “more expensive” saber de ciertos coachs (Gorgias podría ser uno de ellos)[13] , quienes nos enseñan el camino para ir desde lo que somos, hacia lo que queremos ser, diciéndonos directamente que “merecemos lo que soñamos”, o que “todo está en nosotros y nada está fuera, por lo tanto, nada debemos buscar en nadie ni en nada, porque la abundancia completa somos nosotros mismos, soltando lo que sea y a quien sea, porque la primera prioridad y la superior preferencia, es uno mismo”.
Ante semejante oferta del mercado de almas, se disparan heridas soterradas por años de dominación: la dominación de la mujer explota como reivindicación de mujeres totales, que creen que pueden autodefinirse a espaldas del varón, y que piensan que son dueñas de sí, y que son autocompletas. Por supuesto que esto es el reflejo de la pretensión de autodefinición total que el varón ha intentado durante siglos. Es decir, podemos imaginar que estamos ante las consecuencias mismas de lo que la serpiente prometió a Eva: “Seréis como Dios (o, seréis vosotros mismos dioses, iguales a Dios). Más, y pero aún: “seréis vuestros mismos dioses”, para abofetear al mismo Olimpo, con esta versión progresista, desde la cual, la autopercepción es criterio de realidad y verdad. ¿Cómo habrá de diagnosticarse entonces la psicosis?
También, en el terreno de la política aparecen escandalosos abismos entre posturas que trafican con injusticias de nuestros ancestros, achacables al adversario, identificando al mismo adversario con tal ominoso compendio de pecados contra el hombre, contra la patria, contra la raza, la religión o la fortuna de haber nacido tal. 
Pero para todo esto, es necesario contar con un tentador. Porque desde la metafísica del amor y de la libertad, así se ha manifestado la esencia del pecado humano. En el caso del Ángel devenido en monstruo, su propio ser estaba definido esencialmente como la Belleza Sempiterna que acompañaría al hombre en su encuentro siempre más profundo con Dios. Esta era su identidad angélica singular. Ésta era su intimidad y su vuelo incomparable.  Cada ser, digno de tal, tiene en su unicidad esa primera libertad que es su intimidad. La intimidad de un ser lo salvaguarda de ser reducido a cualquier otra cosa que sí mismo, lo salvaguarda de ser comprendido, abarcado, poseído en su esencia. Sólo se puede acceder a ese misterio que cada ser porta de manera intransferible, solo se puede acceder a la intimidad de ese ser, desde la contemplación que aguarda a ser llamada, invitada a pasar, con la lámpara preparada para el encuentro. Por lo tanto, la identidad dada por Dios a cada creatura comporta una misión. Porque el don recibido debe multiplicarse en el amor, y esto es posible amándose en los otros del amor, que es volver a ser creado y a existir en el reconocimiento con que otro, libremente, nos agasaja y nos valora. Como Dios pidió a Adán hacerlo con cada creatura de Dios. Por lo tanto, se es creado con la misión y la libertad de cumplirla o rechazarla. Porque si se es creado para amar, no se puede ser creado sino libre del mismo Creador.  Por lo tanto, el demonio fue creado para resplandecer desde su belleza impar sirviendo a Dios al acompañar al hombre como una Lámpara sempiterna que lo iluminara en su constante progreso hacia Dios.
Y este Ángel rechazó el encargo, que es rechazarse y odiarse a sí mismo. Y haciendo del odio su camino eterno.
En nuestra época, hay un tentador evidente, que se esparce por todas las porosidades de nuestra intemperie baldía, y de todo nuestro ensueño en el que se refleja la respiración agitada de Eva a punto de llamar a Adán para pecar juntos, con la aquiescencia total de Adán.
Este tentador específico es el que nosotros mismos seguimos creando, para resguardarnos de los excesos y de las tentaciones de quienes detentan el poder que nosotros mismos delegamos para que nos gobiernen. Este tentador que nos da siempre la pista para que nuestra murmuración fugitiva e infiel consume nuestra venganza por algún inmemorial fracaso de nuestra vanidad, con la excusa de informarnos. Este tentador es el conjunto de las operaciones políticas que el periodismo sabe administrar camaleónicamente como ningún otro poder. 
La Pandemia provocó no solo la caída del PBI de las potencias del mundo. Impuso un aislamiento social preventivo, gracias al cual, muchos (entre quienes está quien aquí habla) fueron liberados de trajines que databan de años (aunque en el caso de quien aquí escribe no eran graves). Y que, así como Hume explicaba que desde la repetición secuencial entre dos hechos A y B, la asociación cree ver un enlace necesario y causal entre A y B, de la misma manera la costumbre de años de aceptar ciertos diseños que nos someten a tantos sobreesfuerzos, nos convencen finalmente de que son diseños inmutables y necesarios para nuestro crecimiento y nuestro progreso.
Por eso, la Pandemia ha mostrado la virtualidad inesencial de esos diseños que nos parecían lo más realista, concreto, innegociable, y ha mostrado no menos, que, en la reclusión forzada, comenzamos a hacer una metalectura de nuestra misma costumbre de editar nuestra vida en las redes.
Se caen las estructuras obsoletas, que abarcan la educación, la política, la relación entre el varón y la mujer, la relación de las personas con la vida, la economía, las cosas, el trabajo. En el estruendo de esta caída casi universal, la polvareda parece asegurar a nuestra emoción lúcidamente inocente que, al retirarse, veremos el desierto.
Como el pueblo hebreo luego de liberarse de la esclavitud que el mismo pueblo comerció contra sí mismo.
 Desde las gargantas fruncidas, emergen los gritos sublevados de todo el despecho que insufla en la tristeza humana la ausencia del reconocimiento fraterno, ese que Dios pidió a Adán. Porque al ser creados para amar, no nos basta mirarnos a nosotros mismos con nuestros ojos. Que, además, no están posicionados en nuestro rostro para poder llevarlo a cabo.
La abominación de la autopercepción, en tanto es proclamada, con el fanatismo que engendra el resentimiento, como criterio suficiente de realidad, es una vez más la edición pintarrajeada de la tentación original de la serpiente. Pero esta autopercepción idolatrada no sólo aparece en las discusiones de género. Aparece en nuestras posturas en todas nuestras ideas sobre las cosas cuando adquieren el talante de tiranía. Y cada vez que caemos en esta radicalidad dogmática de nuestras ideas, caemos una vez más en la miseria del relativismo, que no solo se alimenta de ostentar que no hay verdades, sino a lo sumo, perspectivas, puntos de vista, sazonados con el deconstructivismo gourmet que no es sino otra versión más del periodismo, tal vez del periodismo forense. Porque honrar nuestra mirada sobre las cosas y sobre el mundo es legítimo cuando esa mirada busca la verdad, y no cuando la mirada se sirve a sí misma. Y por supuesto que hay miradas que no miran nada, o deforman todo lo que tocan, y hay otras en cuyo brillo la verdad se anuncia como atisbo, y como inmensidad oculta en ese atisbo, pero que gracias a la visibilidad que el atisbo ofrece, dicha inmensidad puede tener realidad en la esperanza honesta de los hombres. Pero el dogmatismo, aunque hable en nombre de la verdad absoluta, cae en la misma cerrazón resentida del relativista a ultranza.
Sepamos, entonces, que deberemos responder. Porque en la microfísica del poder no está el camino que lleva al misterio del ser, sino esa intención desmitificadora con perfume académico e instintos propios del amarillismo burgués, que quiere enrostrarnos que una vez más hemos engordado excediéndonos del peso oportuno, llenándonos con una nueva versión de esas mentiras que las generaciones humanas creen durante siglos como idiotas, cada vez que deciden creer en algo que exceda la evidencia de sus propias narices. 
O sea, el magma vital de la filosofía que es el asombro inaudito desde el que Aristóteles abre su inmortal Metafísica declarando que el hombre quiere y necesita conocer la verdad, ha quedado desplazado por un periodismo que lee en griego y en latín y cree así hace el truco de su gesto filantrópico por el que pretende persuadirnos (como Gorgias) de que, gracias a este favor mágico sin varita ni galera, despertaremos de nuestra ingenuidad patética y casi incurable.
¿Cómo responderemos a este estado de cosas, en el que la serpiente vuelve a encontrar su Amazonas para morder donde le plazca?
Precisamente, recordando que este trabajo tiene límites de extensión, y notando que dichas condiciones se han pasado hace rato por alto, queda entonces la pregunta anterior como cierre para que el lector complete este comentario, y lo salve asimismo de ser sólo nuevo material para un merecido, y, quizá, definitivo olvido.


 
 
[1] Aunque por cierto El Concepto de la Angustia completa su itinerario en La enfermedad mortal, no se hará un examen minucioso de esta última porque tal cosa no tiene lugar según el propósito de este pequeño artículo.
[2] Platón, Gorgias, 460 b
[3] Sócrates: ¿Piensas que los hombres quieren lo que en cada ocasión hacen o quieren aquello por lo que lo hacen? Por ejemplo, los que toman una medicina administrada por el médico, ¿crees que quieren lo que hacen: beberla y sufrir la molestia, o aquello por lo que la beben: recobrar la salud?
 Polo:  Es evidente que recobrar la salud…
Sócrates: Por tanto, no deseamos simplemente matar, desterrar de las ciudades ni quitar los bienes; deseamos hacer todas estas cosas cuando son provechosas, y cuan- do son perjudiciales, no las queremos. En efecto, queremos, como tú dices, lo bueno, y no queremos lo que no es ni bueno ni malo, ni tampoco lo malo. ¿No es así? ¿Crees que digo verdad, Polo, o no? ¿Por qué no respondes? 
Polo: Es verdad. (467 c; 468 c)
[4] Sócrates: Luego, si estamos de acuerdo en esto, en el caso de que alguien, sea tirano u orador, mate, destierre de la ciudad o quite los bienes a alguno, en la creencia de que esto es lo mejor para él, cuando en realidad es lo peor, éste tal hace, sin duda, lo que le parece. ¿No es así? Polo: Sí.  Sócrates: ¿Y hace también lo que quiere cuando lo que hace es, en realidad, un mal para él? ¿Por qué no contestas? Polo: Creo que no hace lo que quiere. (468 d)
[5] Aristóteles, Ética a Nicómaco, VII, 2, 1145 b 28
[6] Aristóteles, Ética a Nicómaco, VII, 3, 1147 a 19.23
[7] P. Ricoeur, Lo Voluntario y lo involuntario, págs., 170, 171, 178.
[8] S. Kierkegaard, El Concepto de la Angustia, pág. 87
[9] Ibíd, pág. 88
[10]Ibíd. pág. 99.
[11] Ibíd, págs. 96-97
[12] S. Kierkegaard, O lo Uno o lo Otro, Un fragmento de vida, II.
[13] Platón, Gorgias, 452 d-e: Sócrates: “Pues aquí tienes a Gorgias que afirma, contra lo que tú dices, que su arte es causa de un bien mayor que el tuyo. Es evidente que después de tal afirmación él preguntaría: ¿Qué bien es ése? Que conteste Gorgias. Pues bien, Gorgias, piensa que ellos y yo te hacemos esta pregunta y contéstanos: ¿Cuál es ese bien que, según dices, es el mayor para los hombres y del que tú eres artífice? Gorgias: El que, en realidad, Sócrates, es el mayor bien; y les procura la libertad y, a la vez permite a cada uno dominar a los demás en su propia ciudad. Sócrates: ¿Qué quieres decir? Gorgias: Ser capaz de persuadir, por medio de la palabra, a los jueces en el tribunal, a los consejeros en el Consejo, al pueblo en la Asamblea y en toda otra reunión en que se trate de asuntos públicos”

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