ANNA FIORAVANTI: "La palabra 'prójimo': su fuerza transformadora en la voz de Kierkegaard”
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En las Jornadas del año pasado, estuve tratando de poner de relieve algunas palabras que habían transformado por completo mi existencia en el sentido de la salvación. Tras distinguir el modo en que dice las palabras un autor de premisas y un autor esencial, había elegido en especial la palabra “verdad” y la palabra “repetición”. Esta vez, opté por otra palabra que considero tan transformadora y central como aquellas y es la palabra “prójimo” refiriéndolas por contraste a otras dos, que son “humanidad” y “otredad”.
En primer lugar, deberíamos tener en cuenta que, en la concepción kierkegaardiana, no hay “la humanidad” sino como pura abstracción.
Para ello, oigamos qué dice el propio Kierkegaard del primer concepto en Las obras del amor, libro publicado en 1847:

Ninguno de nosotros es el puro ser humano. El cristianismo es demasiado serio como para decir disparates en torno al puro ser humano; él sólo quiere hacer puros a los seres humanos. El cristianismo no es ningún cuento de hadas, si bien la gloria que promete es más magnífica que toda la que posee el cuento de hadas; tampoco es una ingeniosa construcción intelectual, la cual resultaría difícil de entender y exigiría además una condición: una cabeza ociosa y un cerebro vacío.[i]
            Del mismo modo, “la otredad” sería algo tan poco tangible como “la humanidad”. En el mismo libro, hay también una breve cita que, en danés, dice así: »Næsten« er hvad Tænkerne vilde kalde det Andet, y que, literalmente, podría traducirse como: "«el prójimo» es aquello que los pensadores llamarían el otro". Y a continuación, agrega: “En vista de lo cual, si por los pensadores fuera, no sería ni siquiera necesario que existiese el prójimo.”[ii]
            Es decir, tanto el puro ser humano como el otro serían modos generales de construcción intelectual con que los pensadores, los filósofos, elaboran sus sistemas, y que sólo servirían, como se advierte en el tono irónico con que lo dice Kierkegaard, para prescindir del prójimo.
Por eso, aquí no voy a abordar el tema de la otredad o del otro, tal como a él se han referido los filósofos de antes y de ahora, sino sólo a lo que, en rigor, el cristianismo llama prójimo. ¿Qué es lo que hace la diferencia? Fíjense que en español, igual que en danés, la palabra “otro” es un pronombre indefinido, tanto si se lo usa en función sustantiva (“El otro ni le habló”) como en función adjetiva (“El otro chico se fue”). El puro ser humano, el otro, son conceptos generales, que permiten hablar en tercera persona, de un modo, muchas veces, lejano y objetivo. Justamente se puede hacer referencia a ellos, tratar sobre ellos, convertirlos en tema de elucubraciones teóricas o reflexiones académicas, pero es evidente que el que está allí no es un próximo, alguien que está aquí, cerca, frente a mí, al lado mío, alguien de quien sea posible escuchar el llamado y responderle, o bien, alguien a quien llamar y que nos responda.
            En cambio, el prójimo nos va a permitir alumbrar al puro ser humano o la pura otredad a la luz del singular, del que ha de llegar a ser prójimo para que aprendamos a amar, en el otro desdibujado, a nuestro prójimo.
            Pues ese que los pensadores llamarían el otro no es nada más ni nada menos, dice Kierkegaard, que “aquello en lo que ha de verificarse lo egoísta del amor de sí”,
[iii] es decir, alguien que no es el prójimo. De manera que es una impostura, por talentoso y erudito que sea el exégeta, hacerle decir a Kierkegaard que el centro o el punto arquimédico de su concepción de la vida es el sujeto absoluto, el individuo, la otredad o cualquier vaguedad semejante. Él mismo escribe que “es una desgracia que cada vez que un hombre sensato abre la boca, inmediatamente haya millones, listos — para malentenderlo”, en la última entrada del Diario de 1837.[iv]
Diez años más tarde, en 1847, insistirá sobre lo mismo en “Las obras del amor”
                       
… precisamente por las palabras y dichos, como único fruto del amor, se conoce si un ser humano ha arrancado las hojas a destiempo, de suerte que no conseguirá fruto alguno, y eso por no hablar de lo verdaderamente terrible, a saber, que en las palabras y dichos se conozca precisamente alguna vez al estafador.[v]
            Ahora bien, ¿quién es el prójimo? Una pregunta que, en el relato del Evangelio, hacen los fariseos para escabullir el bulto. La respuesta es que el prójimo es el que está más próximo de mí mismo, pero no el más próximo en el sentido de la predilección, es decir, el amigo, el amado, que se extravían y extravían al amigo y al amante con sus exigencias mutuas y múltiples. Tampoco hay que entender que el amigo o el amante estén excluidos del prójimo, como también se malinterpreta con bastante frecuencia. En el texto danés, más acorde con el espíritu del Evangelio y de la lengua hebrea (e incluso griega: deca-logos, diez palabras), Kierkegaard denomina Budets Ord, literalmente palabra del mensaje, lo que en las traducciones al español se conoce, sin atender al espíritu original, como “mandamiento”. Ahora bien, la palabra del mensaje dice que “has de amar a tu prójimo como a ti mismo”, lo cual ya supone una capacidad de amor en mí y por mí, no olviden esto. La palabra del mensaje no pide que ame a mi prójimo más que a mí mismo, no me pide un imposible. Ya los trágicos griegos enseñaban que nada hay en exceso sin que sobrevenga la desgracia. Basta con leer cotidianamente las noticias policiales de los diarios para saber hasta dónde es capaz de llevarnos ese amor de preferencia si no lo resguardamos, si no lo protegemos, con la ayuda del amor al prójimo. Basta con leer novelas y poemas románticos, con escuchar tangos, rancheras, habaneras o canciones de flamenco, con ver programas de televisión o películas, para percibir hasta qué punto nuestra vida está maleada por esa mezcla de ansia de posesión, celos y miedo a perder, que llamamos amor y que es desesperación pura. Ni los maestros de Grecia ni más de dos siglos de cristianismo, nos han llevado a la comprensión y la puesta en acto de la palabra del mensaje, que en Lucas, 10, 27, se resume así: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.» El judeo-cristianismo no pide amar a un Otro con mayúscula abstracto, sino al Señor tu Dios, con tu ser íntegro y todas tus energías, porque, parafraseando en algún sentido la canción de Charly García, “Confesiones de invierno”, Dios no es un empleado en el mostrador, que espera regateos, concesiones, alguien a quien le das para recibir, alguien con quien se pueda traficar. En el amor al prójimo, la dificultad se plantea cuando aparece el riguroso y preciso “como a ti mismo”, que te deja sin escapatoria, que deja sin escapatoria al entusiasmo poético que crea la ilusión de poder amar a otro ser humano más que a sí mismo o, incluso, más que a Dios. Así como la angustia es el vértigo de la libertad, porque sólo se agarra de la finitud para sostenerse, la pasión del amor de preferencia es el vértigo de la infinitud, la temeridad de lo enigmático que conduce a la blasfemia que agrada y entusiasma al poeta, dice Kierkegaard: querer a otra persona más que a Dios.
            El amado, el amigo, en cierto sentido, son  lo opuesto del prójimo, porque el amado, el amigo, son amados con predilección en contraposición al mundo entero. El amor al prójimo, en cambio, incluye a todos y cada uno de los hombres, entre los que se encuentran también el amado y el amigo, y aun al enemigo. En realidad, el amante en sentido mundano no ama al amado ni siquiera como a sí mismo, por más que pretenda amarlo más que a Dios o más que a sí mismo, ya que amarlo como a sí mismo implicaría tener que renunciar a la pasión amorosa si así lo exigiera el amado, y ahí te  quiero ver.
Escuchemos, en la voz de Kierkegaard, el sentido de la parábola del samaritano:

Mi prójimo es aquel respecto del cual tengo un deber, y al cumplir mi deber manifiesto que yo soy el prójimo. En realidad, Cristo no habla de conocer al prójimo, sino de llegar a ser uno mismo el prójimo, de dar pruebas de ser el prójimo, igual que el samaritano dio prueba de ello mediante su misericordia; pues mediante ella no es que diera pruebas de que el agredido era su prójimo, sino de que él era el prójimo del agredido. El levita y el sacerdote eran en un sentido más próximo el prójimo del agredido, pero no quisieron saber nada de ello; en cambio el samaritano, que por los prejuicios era inducido a la desavenencia, comprendió sin embargo a la perfección que él era el prójimo del agredido. Escoger un amado, encontrar un amigo es sin duda un trabajo de nunca acabar, pero al prójimo se le conoce fácilmente, se le encuentra fácilmente, con tal de que uno mismo reconozca su deber.[vi]
            Se ve, en este último párrafo, cómo queda establecida de inmediato una relación transformadora de solidaridad responsable, es decir, que responde, y que no es una mera transacción o un intercambio. De hecho, es posible que el samaritano no haya vuelto a ver nunca más al agredido. Sin embargo, esa proximidad requiere una acción que conlleva el cumplimiento de un deber. No es algo que dependa de mi antojo, de mi simpatía o antipatía, de lo atareado que estoy o no, de preferencias egoístas o convenios utilitarios. El contraste se tensa al máximo, puesto que el levita y el sacerdote eran maestros de la ley, y el samaritano, una especie de hereje, de extraño, de enemigo, un casi paria, a los ojos del pueblo judío. A ese pueblo, seguramente, pertenecía el hombre que venía de Jerusalén y al que dejaron medio muerto los salteadores. De modo que la pregunta capciosa del legista: “¿Y quién es mi prójimo?” (Lucas, 10, 29) en seguida quedó desbaratada, porque la respuesta de Cristo no fue una definición ni un discurso explicativo para tratar de conocer al prójimo o hacer una teoría acerca de sus características y las condiciones que tienen que determinarse para que se pueda integrar esa categoría. La respuesta fue un llamado a la acción, la menos trabajosa y la más fácil de todas: reconocer el propio deber de amar a aquél con quien se produce el encuentro y ponerlo por obra, sin discriminaciones de ninguna clase. De ahí, las palabras finales “vete y haz tú lo mismo” (Lucas, 10, 37), para hacer manifiesto no sólo que al prójimo se lo descubre sin rodeos (rodeos que sí hicieron el levita y el sacerdote, para esquivarlo, no obstante ser religiosos), sino también hacer manifiesto que vos mismo, vos misma y yo misma somos el prójimo cuando advertimos nuestro deber y lo cumplimos.
            La invitación que hace Kierkegaard al querido lector, al oyente mío, como nos llama, es a seguir escudriñando el camino señalado por alguien que no dice la verdad, sino que es la verdad, pero justamente la verdad no para ser dicha, explicada, definida, teorizada o sistematizada, sino para ser vivida, en nuestra travesía de Jerusalén a Jericó, la verdad, que es una relación de fidelidad, un comportamiento a decidir (no algo que ya está hecho), una relación entre personas, una acción que está haciéndose o que va a hacerse, creyendo y confiando en la firmeza de lo que se ha de cumplir. El propósito de Kierkegaard, creo yo, era poder echar alguna luz sobre la tarea del individuo singular en una comunidad que rompe todos los esquemas. Así como al traducir, me sorprendió por primera vez la palabra desesperación en danés (fortvivlelse = for + tvivl + sufijo else) también me sorprendió el verbo pertenecer (høre til = oír a/ante/por y høre hjemme = oír + casa / lo familiar). La comprensión del prójimo conduce entonces a que oigamos a, a que lo oigamos como a lo familiar, a que oigamos como a los de casa a quienquiera  que se nos presente en el camino.
De manera que a las palabras transmitidas por Lucas y citadas más arriba, que eran las de la Ley y los Profetas, las del Antiguo Testamento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo», habría que añadir el mensaje nuevo que transmite Juan (13, 34): «Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros». ¿Cuál sería, entonces, la novedad? Justamente esa proposición modal intercalada, aquella con la que Jesús señala el modo: “como yo os he amado”.
 
[i] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, Editorial Sígueme, Salamanca, 2006, págs. 96-97.
[ii]] Søren Kierkegaard, op. cit., pág. 40.
[iii] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, Editorial Sígueme, Salamanca, 2006, pág. 40.
[iv] Søren Kierkegaard, Los primeros diarios–Volumen I –1834-1837, Universidad Iberoamericana, México, 2011,   pág. 160.
[v] Søren Kierkegaard, op. cit., pág. 29.
[vi] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, Editorial Sígueme, Salamanca, 2006, pág. 41.
 
 
 
 
Lucas 10, 25-37
 
Se levantó un legista y dijo, para ponerle a prueba: 'Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?'
Él le dijo: '¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?'
Respondió: 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.'
Díjole entonces: 'Bien has respondido. Haz eso y vivirás.'
Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: 'Y ¿quién es mi prójimo?'
Jesús respondió: 'Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron, dejándole medio muerto.
Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo.
De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo.
Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión.
Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y le montó luego sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él.
Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciendo: 'Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.'
¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?'
Él dijo: 'El que practicó la misericordia con él.' Díjole Jesús: 'Vete y haz tú lo mismo.'
 

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