JOSÉ LUIS VEGA: "La palabra como presencia y abismo (entre el dolor de la finitud y la compasión infinita)"
Universidad de Buenos Aires

  1. PSEUDÓNIMOS, SÍMBOLO, MIRADA
Silenciando métodos, la palabra kierkegaardiana se escoge en pseudónimos como Johannes Climacus y Anticlimacus, los cuales son personajes y pensadores, y se escoge en obras de sus firmas respectivas, como Migajas filosóficas, La Enfermedad Mortal, Ejercitación del Cristianismo.
Se escoge, no menos, en obras donde es Kierkegaard mismo quien firma, como Mi punto de vista, o Las Obras del Amor.
Mencionar esta selección sirve para poner en evidencia, casi redundantemente, que la palabra del maestro danés se realiza en los gritos sin horizonte, en las sordinas de metáforas que se dilatan hasta desaparecer en el misterio en que se quieren nombrar, también en las murmuraciones que penetran los laberintos de la memoria, revisando las obscuridades de esas decisiones que, ante sí mismas, se reconocen libres, como puede ser una libertad que sabe de sí en la medida en que experimenta el campo de fuerzas involuntarias que la condicionan y junto con el que debe entrelazar sus acciones. Ya acertadas, en un caso, ora destructivas, en el otro…
También esas palabras rezuman esas alabanzas primaverales con el aire nuevo de la naciente inocencia feliz del niño que se va reconociendo ante la Vida y entre los vivos, ante la dicha de sus padres que lo miran agradecidos de que él esté, y de que esté con ellos.También las palabras de Kierkegaard murmuran esos semitonos nocturnos, en los que la ausencia y la nostalgia espejan la desmesura de existir, y de tener que cargar con esta desmesura, tanto con el honor de quien es Glorificado con un don maravilloso, como con el peso que a veces se compara con el que Sísifo arrastra en su condena.
 
La palabra kierkegaardiana también se entreteje de esas alteraciones que hacen de los acordes afectivos ese tránsito por el que las almas deben ser tocadas como en un piano completo de ochenta y nueve notas que la Vida necesita para ir desde el Cielo hasta el Infierno.
Del mismo modo que la materia recorre la tabla de Mendeléyev para “entender” por qué ella se trasunta en energía, y, ésta misma en materia, desde el extremo hipotético de la pureza explosiva del Big Bang, hasta la materialización no menos imaginaria de una quietud absoluta. Como ese plenum materialis que Parménides teorizó al hablar del Ser, entendiendo “Ser” desde la intransigencia que rechaza cualquier posibilidad de ser junto al no ser.
Esta Quietud sin entusiasmos es tan inmutablemente idéntica a sí misma que cualquier intento de imaginarla no puede evitar evocar la idiotez ensimismada de un autismo aniquilante.
 
Esta palabra de Kierkegaard no parece elegir nunca nacer en las ilusiones de conquistar el mundo del pensamiento con pensamientos sin mundo, o sea, pensamientos sin hogares heridos, sin nacimientos celebrados, sin inviernos donde la existencia se enjuta baldía e insensible, como aquella de ese niño que dormirá en una callesolitaria del Universo, pero que, no obstante,bendecirá al Firmamento, prefigurando a Dios, haciéndolos renacer a Ambos en el arrojo heroico de esperar amanecer mejor mañana,sólo eligiendo creer nuevamente en los hombres, en la Vida, que se le presenta siempre lo suficientemente abundante de luces y muerte como para pensar en un milagro escrito para él.
Mientras los hombres pasan a su costado con la urgencia desesperada de quien se declara, tácitamente, incapaz de estar disponible.
La palabra kierkegaardiana nace en la extenuación del intento por experimentar la libertad, el bien, el desamor, pero tal como son en alguien, no en un estado abstracto y ajeno a la travesía de existir.
Tal como son en ese alguien, recibiendo la tonalidad irrepetible que resuena en los timbres de la carne y del espíritu de aquél.
Porque los pensamientos que no se pueden tocar con el alma no son pensamientos, sino el esquelético juego especulativo que cree penetrar la vida allí donde sólo hay fósiles recargados de hipótesis dialécticas que sólo simulan animarlos, como se anima un muñeco con electricidad, como imaginó el doctor Frankenstein con su creatura monstruosa, privada del instinto, la razón, el sentimiento y la libertad.
 
Por eso, la palabra de Kierkegaard impone que nos abramos al miedo y al amor al mismo tiempo, para que allí, en lo secreto que somos, nos veamos nombrados por cada uno de sus personajes, por cada uno de los títulos de sus Obras, en los cuales, nunca hay atenuantes que difuminen las cuestiones existenciales decisivas.
Antes bien, dichos encabezamientos tienen los acentos de esas profecías que desafían al lector a ponerse en la presencia de una voz ante la cual, o bien decidirán huir, sabiendo que se huye y que esto es una total decisión, o bien decidirán escucharse, mirarse, en esa voz frontal, profunda como una espada pura sin límites, para elegir qué hacer con lo que de esa escucha surja, y que surge en general como súplica y mandato a la vez.
 
 
Así somos congregados ante esa palabra, que resplandece como la melena de un león, la corona de un monarca que irradia elocuencia, profundidad, originalidad, autoridad, y ante la cual devolvemos ese aplauso que sólo se afina desde nuestro corazón, nunca demasiado humano, contra lo que Nietzsche enfatizaba, y que agradece ser tan humano y tan sagrado, cuando experimenta esa dicha de agradecer, y de admirarse de la presencia de un elemento paradójicamente extraño e íntimo, un elemento divino, sin el cual, su humana naturaleza no es comprensible como tal.
Esta gratitud que se derrama desde este corazón que agradece, se debe a que esas palabras son honorables, conmovedoras, tan universales como originalmente singulares y personales, porque nos abarcan a todos en nuestros rumbos y elegías más radicales, porque nos sorprenden alumbrándonos en nuestras encrucijadas, ante las cuales no podemos más que reconocernos, en toda nuestra hondura, en toda nuestra precariedad, en toda nuestra debilidad, y en toda nuestra grandeza.
 
Del mismo modo, Anticlimacus congrega a Johannes Climacus y al propio Kierkegaard, para reconocerse el mismo maestro danés en la medida real de su opción por Cristo:
 
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Si Anticlimacus es el pseudónimo que, antes de oponerse a Climacus, se pone en su lugar, en el sentido de que Anticlimacus tiene clara consciencia de su perfección cristiana, y ante esta consciencia Climacus es la vacilación pura de un alma que no aceptaría comenzar a considerar si es posible que él tuviera la mínima virtud para reconocerse cristiano, esto mismo se comprobará, al menos una vez, en cualquier hombre que intentare abrazar el misterio de Cristo.
Kierkegaard reconoce que las voces de Anticlimacus y de Climacus son palabras que dialogan desde él, y más allá de él, porque en esas palabras pseudónimas complementarias, y no estrictamente rivales, Kierkegaard reconoce el abismo abierto en la transparencia de sí mismo, ante sí mismo, cuando medita encarnadamente lo que significa ese abrazo que debe ser capaz de comprender el arco infinito que va desde el Viernes Santo hasta la Resurrección.
 
Si Johannes Climacus es el filósofo especulativo que intenta demarcar el territorio legítimo de la filosofía, para no solamente separarla, sino, asimismo, resguardarla de las discusiones religiosas, Anticlimacus no es en esencia un personaje, sino un ideal de cristiandad, ideal ante al cual el propio Kierkegaard se entrega voluntariamente para ser juzgado, junto a toda la Cristiandad.
 
Las palabras pseudónimas en general son palabras que son arrancadas de la travesía espiritual desde la que Kierkegaard no es un mero contemplador teorético de lo que significa ser cristiano.
Esas palabras constituyen la compasión y el mismo dolor de tener que ser dichas, para vivir de manera real el exceso misterioso y divino que se abate como un alud sobre la consciencia humana, su buena fe, su obscuridad involuntaria, pero, no menos, sobre esa otra y esencialmente distinta obscuridad mortífera, que el propio hombre elige levantar sobre sí, como se levanta un muro inclaudicable para luego no tener otra alternativa que maldecirse ante él.
 
Es en este sentido que se puede observar cómo, esta condición agonal de la libertad humana, se halla totalmente expresada en el pasaje que sigue de La Enfermedad Mortal, resaltando síntomas de la obstinación narcisista, que, en nuestro tiempo, se manifiestan en el afán del individuo por convencerse de su presunta autocmpletud, de su poder ilimitado, pretendidamente avalado en estas ilusiones por doctrinas holísticas que harían del Universo una Totalidad Perfecta, en la cual lo que es y lo que acontece son idénticos a lo que, respectivamente, debe ser y debe acontecer:
 

“Lo curioso es que, con todo ese esfuerzo desesperado por ser sí mismo, lo único que el yo consigue es no llegar a ser nunca ningún yo real. En toda esa dialéctica en la cual trabaja, no hay ningún punto de apoyo firme, es decir, eternamente firme. La forma negativa del yo ejercita tanto el poder que desliga como el poder que ata, y por eso, puede en todo momento volver a empezar de nuevo de y de la manera más arbitraria, que, por mucho que se persiga una idea, siempre quedará la acción correspondiente encerrada dentro de una hipótesis”[2]
 
No es difícil constatar en múltiples programas de desarrollo personal, tan buscados hoy por personas que (para señalar el mejor tipo de casos) con buena fe apuestan por una carrera exitosa como emprendedores, que las bases de estos programas incluyen esas visiones deterministas y holísticas, en las que desaparece el mal, pues, como se dijo, lo que es y lo que sucede coinciden, respectivamente, con lo que debe ser y con lo que debe ocurrir. No resulta infrecuente leer frases que afirman “Todo es perfecto, y ocurre en el modo y en los tiempos perfectos”, como si hubiera un Plan Universal omnipotentemente exhaustivo, que incluyera los ajustes que nuestra propia consciencia debe transitar a fin de lograr despertarse hacia niveles evolutivos subsiguientes.
Este Plan Omniabarcante no deja espacio para la libertad, en el sentido profundo de ésta: el sentido por el que la libertad es capaz de crear y poner en la existencia algo que no podría existir si ella no se dispusiera a realizarlo como donación y servicio, de manera que, por existir en esa forma irrepetible, personal y libre, ese algo adquiriera una nueva luminosidad, desde la cual se profundizan las posibilidades totales de su identidad, de su virtualidad y de su poder para el bien.
Esto significa que el bien, las virtudes, el amor, como también el mal, el odio, la venganza, adquieren nueva entidad cuando acontecen en un alma que los elige: quedan revelados, y existen de un modo nuevo, irreductible a ser meras ejemplificaciones intercambiables de un significado común y general.
Para el amante, que su amada sea respetuosa, compasiva, profunda, hace que la compasión, la profundidad y el respeto queden exaltados y perfeccionados por existir en ella, que los eleva, dándoles la existencia irrepetible de su ser, al elegirlas como forma decidida de vivir.
Ciertamente, para que exista esta posibilidad mejor posible, debe coexistir con ella, la peor posibilidad, y que consiste en que la libertad cuenta con el poder de maldecirse a sí misma, maldiciendo su querer hasta ser el desatino insoluble de un no querer, que deviene tal por rechazar para siempre el querer que quiere al amor.
 
Este yo individualista de estas épocas, que quiere ser poderoso, debe incluir en sus fórmulas programáticas la convicción de que debe soltar lo que sea, sosegándose en el dogma que impone que todo debe terminar, que todo debe morir, que todo es impermanente, pues esta impermanencia es el médium evolutivo de la consciencia feliz y exitosa.
Por eso, aparecen matices que consagran al desapego como clave actitudinal para liberarse de cualquier forma de dependencia, inclusive la indispensable y esencial al amor, esa, gracias a la cual el amor se compromete, trazando horizontes en su proyecto de permanecer junto a lo que ama, porque para el amor, ya no es lo más importante el camino que él puede consumar hasta el Bien Supremo, sino que lo importante y prioritario es llegar a ese Destino Glorioso junto a su ser amado.
 
Porque en el amor se descubre la paradoja de que en verdad ser más verdaderamente sí mismo es un fruto que se recoge en lo inédito del encuentro amoroso con quien amamos y nos ama.
 
Precisamente, en este proyecto narcisista -que curiosamente arremete contra el ego- de estas épocas de sueños todopoderosos y exitosos, se añade una confusión más: la confusión que identifica al espíritu con la energía.
Mientras la energía y la materia se traducen mutuamente bajo una dialéctica causal, el espíritu, que es libertad y autoconsciencia, es quien es capaz de elevarse por sobre las configuraciones predeterminadas de la energía, de modo de poner al servicio de un ideal suprapersonal todo lo que en el plano meramente natural y causal está dispuesto sin libertad para satisfacer su fin propio, fragmentario y meramente relativo.
El espíritu es el único capaz de elevar la dimensión predeterminada de la naturaleza, transformándola en recurso para las obras en las que el amor revela que es el único fin, y el único principio, y el que, paradójicamente, no puede realizar nada sin que la libertad ponga todo a su disposición, fielmente y creativamente con el sello único de su presencia en la vida.
 
Este es el punto de apoyo eterno desde y sobre el que el “yo” debe ponerse de pie, y al que Kierkegaard hacía alusión en la cita de arriba.
 
  1. EPÍLOGO
 
La palabra siempre es una tensión hacia eso que la excede, y que la fundamenta excediéndola, pero, que no menos, y, asimismo, necesita de ella toda su inspiración y querer para que ese fundamento mismo se complete en la libertad que se ha determinado hacia ella como su sentido y su destino.
Por tanto, la palabra nunca es total, como nunca hay totalidad sin su palabra.
Mucho menos si es el Amor Quien habla.
Por tanto, la palabra amorosa es ofrecida como ese hueco, esa gloriosa incompletitud, sin la cual no es posible despertar en la consumación de un encuentro, que siempre es Alianza, riesgo, libertad, gratitud, permanencia, novedad, identidad.
Propongo pensar que la palabra kierkegaardiana -a la cual he honrado, al menos con la intención de lograrlo, en las páginas precedentes- le sobran acentos que tiemblan desmedidos por enfocar la culpa, casi como marca esencial de lo humano.
 
Propongo pensar que el mismo Anticlimacus no sería aceptado por Dios mismo: tal vez Dios sería falible y pecador ante una norma absoluta como la que este pseudónimo personifica, pero como Idea platónica de lo Cristiano
Pues ¿cómo juzgaría Anticlimacus a ese Padre que en cada crepúsculo sale a las orillas de su reino a esperar al hijo perdido, mientras aparentemente es algo indiferente con su hijo mayor, también aparentemente fiel y pletórico de méritos de buen hijo?
EL Padre hace una fiesta sin pedir explicaciones, porque, si bien no sale de los dominios de la verdad de su Reino, siente que esa verdad es más importante cuando su hijo perdido participa de ella.
Como si su hijo, eligiendo esa verdad, resignificara el sentido final de la misma, y del propio Reino, y de la vida de su Padre.
 
Propongo pensar en esto.
No sin mi gratitud de que puedo hacerlo porque las palabras del maestro danés lo permiten, lo inspiran, y, tal vez, secretamente, lo sueñan.
 
Solía decir que muchas veces en el mismo catecismo se predica la Idea Platónica de Dios, velando el mismo relato del Cristo Vivo.
El pensamiento griego ha identificado la perfección con la autosuficiencia ontológica, con la independencia perfecta.
El Primer Motor de Aristóteles lo ejemplifica egregiamente.
 
Leibniz, añade en su Teodicea la ilusión moderna de un Plan Perfecto, por concebirlo perfecto en sus predeterminaciones minuciosas que no dejan espacio para el azar, aunque Leibniz no deje de expresar que pretende desmarcarse del determinismo.
Pues, aunque Leibniz diga que el hombre es libre, cada hombre singular existente que existe, existe porque su existencia, y no la de ciertos otros, realizan la -idea del Mejor Mundo Posible.
El problema es que ese hombre singular que es necesario bajo la necesidad hipotética del principio de lo mejor, haga lo que haga, no puede contradecir al Plan que diagrama a este Mundo Mejor.
 
Acaso, en una verdadera Alianza, la libertad adquiere consciencia de su grandeza cuando ve que el destino y el sentido completo del Plan depende también de ella, lo cual significa que ella descubre que tiene el poder de contradecir y malograr el mismo Plan.
 
En este sentido, Cristo es esa realización absoluta que enfoca con gratitud y admiración supremas la bendición de la naturaleza humana, a la que Dios le consagra todo su porvenir divino, pues tan grande es la conmoción de Dios por la condición humana, que elige como destino no querer ser Dios sin el hombre.
 
Sólo por eso Dios puede proponer con todo su Poder, una Alianza. Que no es el Contrato Social de Hobbes.
 
Lo exactamente divino de Dios es su Amor: esa cualidad que en Éles ser y libertad, gracias a la cual Él descubre en las entrañas de su ser Trinitario a todas las posibilidades en que Él, como Amor, se completaría en la reciprocidad libremente realizada por el sí amoroso del hombre, cuyo paradigma es el sí de María, pero no menos el de muchos otros que con plena lealtad, confianza, generosidad, y libertad dieron al mundo y a Dios mismo un testimonio absoluto, que se convierte en admirable para Dios, cuando Dios comprueba que eso surge abriéndose paso desde la vulnerabilidad de la carne y del tiempo.
Un testimonio que, como una nueva e irrepetible luz, resignifica el sentido de Dios mismo, de la Historia, del Bien, del perdón, de la Fe, de lo humano.
Vulnerabilidad que resplandece elevada por Cristo en su Resurrección, y en su Ascensión como una cualidad, un testimonio que Dios recibe, y con el cual se perfecciona, uniendo a su divinidad sin comienzo, la condición encarnada, que, desde Cristo, se recrea en tantos hombres y mujeres admirables y santos de la Historia.
Que es Historia del hombre, pero no menos Historia y Destinación de Dios.
 

[1] Kierkegaard, Diarios y Papeles SV p.6251, 1849
[2] La Enfermedad Mortal, Guadarrama, 1984, p 108.

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