SEBASTIÁN CYMBERKNOP: "El pensamiento de Kierkegaard como ocasión para la verdad"
UBA - UCES
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A la consigna planteada en estas Jornadas, a mi entender, sólo puede formularse la siguiente respuesta: el pensamiento de Kierkegaard fue para la modernidad una suerte de revelación, ya que nos ha traído un tipo de conocimiento sobre nosotros mismos inalcanzable de cualquier otro modo, por el hecho de que ignoramos desconocerlo. A la manera de un Sócrates moderno, Kierkegaard nos interpela a retomar la exigencia eterna de elegirnos a nosotros mismos, pero esta tarea resulta imposible si a la vez no elegimos volvernos discípulos suyos, permitiendo que su obra nos enseñe el camino a seguir.
Ahora bien, como discípulo, me resulta imperativo que al compartir mi aprendizaje lo haga desde mi posición como individuo concreto, para no caer en la comicidad de hablar sobre algo de lo que no me he apropiado previamente. En este sentido, y sin esquivar el marco de una reflexión filosófica, de lo que puedo dar testimonio es del modo en que la capacidad de introspección de Kierkegaard me afectó de un modo decisivo.
Su primer enseñanza consiste en una advertencia sobre la vida moderna, que por un lado nos impone diferentes vías para evitar la angustia, la culpa y la desesperación, etiquetándolas de estorbos en el camino hacia una vida plena; y por el otro nos impulsa a valorar exacerbadamente aquellos estilos de vida, siempre asociados al consumo, en los cuales solo encontré mi propia pérdida. La vida moderna, dice Kierkegaard, eleva hacia las nubes la cuestión de la felicidad[1], cuando lo cierto es que la finalidad última de todo ser humano consiste en perderse a sí mismo para ganarse a sí mismo. A lo que apuntan estas reflexiones es a mostrarnos otra posibilidad de relacionarnos con la angustia, la culpa y la desesperación, categorías que no indican algo detestable que le sucede a una persona sino que se encuentran emparentadas con lo que ésta es y con su verdad última.
Por lo tanto, angustia y desesperación son caminos de paso obligado en la vida, y quien se ha atascado allí se encuentra, sin saberlo, a un paso de la libertad. La angustia fue algo omnipresente en todos los momentos de mi vida, y nunca me resultó difícil entrever su relación con la desesperación, como si una cosa llevara a la otra. Sólo al volverme contemporáneo de Kierkegaard pude frenar esa obsesión de querer librarme de la misma, al comprender que se encontraba emparentada con la libertad. Esto me llevó a entender que cuando uno desespera, en apariencia lo hace respecto de algo, pero lo cierto es que siempre desespera de sí mismo por su carencia de eternidad. Es decir, la desesperación tiene su origen en nosotros mismos, consiste en una desproporción en lo más íntimo de nuestro ser[2] y todas nuestras desgracias no hacen sino revelar que ya estamos desesperados.
Kierkegaard argumenta que angustia y libertad se encuentran relacionadas porque la angustia no es sino la posibilidad de la libertad, ya que la libertad aparece ante sí misma en la vivencia de la angustia[3]. Mi gran equivocación estaba en ignorar que mi libertad se encontraba en aquello de lo que tanto quería liberarme. Claro que la libertad no se trata de algo puramente mental, ni tampoco consiste en hacer lo que uno quiere, sino que la misma reside en la estructura dialéctica de nuestra subjetividad que nos condena a oscilarentre la necesidad y la posibilidad. Comprendí así que mi angustia no era la consecuencia de mi incapacidad para vivir bien, sino que apuntaba a lo que yo tenía de más perfecto, que es la libertad. Fue así como pude empezar a relacionarme de una manera diferente con todas mis experiencias dolorosas.
Ahora bien, si enla angustia se anuncia la libertad, entonces ésta desaparece, en principio, con la realidad de la libertad, momento en el cual también entra en escena el espíritu[4]. Esto acontece cabalmente con la elección que, para Kierkegaard, no versa sobre el desarrollo de nuestros talentos naturales o sobre quién será el amigo y el amado, ya que todo esto forma parte de nuestra existencia exterior[5] y, por ende, de una comprensión anodina de la vida. Todas estas consisten en elecciones inmediatas, y deben considerarse estéticas, porque versan sobre lo fortuito y lo particular, razón por la cual no pueden configurar una verdadera elección. El ser humano tiene infinitud en sí y por ello la verdadera elección debe comprender lo infinito. De lo que se trata, por lo tanto, es de elegir la elección. Lo propio del ser humano es que su sí mismo es un elegir, anterior incluso a la elección entre el bien o el mal. Un claro ejemplo de ello es el del Don Juan, personaje que cree ser libre porque todos los días elige a una mujer distinta con quien pasar la noche, y sin embargo es preso de la inclinacion porque no puede elegir una sola con la cual constituir una familia. Ahora bien, si lo propio del ser humano es elegir, es porque éste consiste en una síntesis de contrastes extremos[6] que deben armonizarse de algún modo, ya que está lo corporal por un lado y la psiquis por el otro. Lo corporal es lo fortuito, lo accidental, lo instintivo y lo finito, mientras que la psiquis es el asiento de nuestras facultades, esto es, del conocimiento, la imaginación, el sentimiento y la voluntad. Si bien el conocimiento es la facultad que nos permite relacionarnos con lo general, la imaginación es la facultad instar omnium porque es el medio de la infinitización[7]. Ahora bien, alma y cuerpo no se encuentran simplemente relacionados sino que además sabemos que están relacionados, y esto nos posibilita a su vez a ponerlos en relación de un modo distinto, que puede ser ético o religioso. Dicho en otros términos, la relación entre cuerpo y alma se encuentra inmediatamente determinada pero a la vez puede ser determinada espiritualmente. Es en esta posibilidad de relacionar espiritualmente alma y cuerpo donde radica nuestra libertad y a la vez la fuente de la angustia, ya que esta última aparece cuando la relación entre cuerpo y alma es determinada sólo naturalmente. Cuando se elige la elección, la libertad deja de ser una posibilidad y pasa a ser real. La libertad, por lo tanto, consiste en una tarea, o un deber, encargada de coordinar lo fortuito con lo general[8], si la elección es ética, o bien lo fortuito con lo trascendente, si la elección es religiosa. No debe pensarse este deber como una obligación impuesta desde fuera[9], porque el mismo nos concierne existencialmente, siendo lo único que libera[10]. Elegir verdaderamente, por lo tanto, consiste en elegirse a sí mismo, en elegir la elección de poner en relación alma y cuerpo, en definitiva, en elegir el modo en cómo nos relacionamos con aquello que hacemos, sentimos y pensamos. Según Kierkegaard, es el modo de hacer las cosas, antes que las cosas mismas[11], lo importante.
Ahora bien, podría pensarse que Kierkegaard articula su noción del yo alrededor de estos cuatro pilares: la mónada leibniziana, la ignorancia socrática, la ἐνέργεια aristotélica, y la facultad de la voluntad, proveniente de la tradición judeocristiana.En este sentido, el yo, al igual que la mónada, consiste en una relación alma/cuerpo[12], contiene en sí la totalidad del universo (y para Kierkegaard el mundo de la interioridad es la realidad), y finalmente consiste en una multiplicidad de relaciones[13]. Por su parte, encontramos la sabiduría socrática en su propuesta del individuo como un ser que se encuentra determinado senso-anímicamente y al mismo tiempo sabe que lo está, en la cual parece hacer eco ese saber que Sócrates tenía respecto de su propia ignorancia. Este saber por consistir en una relación del individuo consigo mismo no es de naturaleza contemplativa sino ética, porque si se tiene conocimiento de que se es una relación entre cuerpo y alma entonces también se vuelve posible modificar dicha relación, gracias a la voluntad. Este saber, por ende, consiste en una reflexión sobre sí que es al mismo tiempo acción[14], y lo correcto por lo tanto es hablar de elegirse a sí mismo en vez de conocerse a sí mismo[15]. Es así como Kierkegaard llega a la conocida formulación del yo como una relación que se relaciona consigo misma, en la cual resuena la definición del motor inmóvil aristotélico como un pensar que se piensa a sí mismo[16]. Para Aristóteles el motor inmóvil es ἐνέργεια y es eternidad, pero también lo son aquellas actividades opuestas al movimiento en las cuales su acabamiento no es el resultado de un proceso sino que se identifica con las mismas[17]. En otras palabras, se trata de aquellas actividades que tienen su fin en sí mismas. El yo consiste en una actividad de este tipo, pero a diferencia de la eternidad griega además deviene, puesto que para Kierkegaard la eternidad no puede entenderse rectamente si no se relaciona con el tiempo[18]. Es por ello que afirma que el yo como tal no existe, sino que se encuentra en permanente devenir[19], aunque cabe aclarar que solo deviene concreto en virtud de la elección. Esta enseñanza fue crucial para mí, al revelarme que aquello que estamos destinados a alcanzar es la libertad y no la felicidad, lo que nos sitúa ante un desafío todavía mucho más grande puesto que la angustia y la desesperación impiden conocer el camino hacia la libertad. Es decir, libertad y verdad también se encuentran entrelazadas, ya que la falta de libertad es un fenómeno de la libertad y el individuo se encuentra en la no-verdad porque desconoce la razón por la cual se ha hecho preso de sí mismo. Sin embargo, la verdad de la que tiene que apropiarse para ganar su libertad no es localizable introspectivamente, sino que se encuentra en la trascendencia, por lo que necesita dejar de pensar y empezar a creer.
Ahora bien, angustia y desesperación se vuelven fácilmente comprensibles con la formulación del yo como ἐνέργεια. La primera aparece cuando la tarea no se lleva a cabo, porque por un lado ésta tiene que realizarse, ya que ella misma es su propia finalidad, pero por otro lado esto puede no suceder, ya que depende de la voluntad. Por su parte, la desesperación aparece cuando el yo se desentiende de su verdadera finalidad al poner una condición fuera de sí mismo, en cuyo caso se encuentra condicionado por su entorno. Esto sucede en la búsqueda de fines relativos tales como el éxito, la grandeza, el reconocimiento, la fortuna, etc., lo que a su vez implica haber perdido todo fundamento en la eternidad.
Cuando el individuo elige y se gana a sí mismo se produce una paradoja, ya que esto implica que eternidad y tiempo han entrado en relación en lo que Kierkegaard denomina el instante. Este enfoque plantea una manera diferente de relacionarnos con el tiempo, porque si no elegimos éste, en tanto que intuición sensible, consistirá en un mero pasar de largo ajeno a nosotros que se desvanece en el infinito, pero si nos relacionamos con la eternidad en la elección nos volvemos partícipes activos del tiempo, posibilitando su división en presente, pasado y futuro[20]. Esto es posible porque la eternidad, cuando está en el tiempo, sólo puede estarlo en el futuro[21], ya que lo eterno se refleja en lo posible y lo posible pertenece por completo al futuro. Lo posible es en lo único en lo que puede reflejarse la eternidad porque comparte con ésta su inconmensurabilidad. Por lo tanto, si el yo es una tarea, esta implica además una espera, que se diferencia de la expectativa porque no tiene como objeto lo meramente posible, sino la posibilidad en la que se refleja la eternidad. Esperar, por lo tanto,significa otorgar existencia mediante una decisión a una posibilidad que, por reflejar la eternidad, no tiene una forma concreta. Esta falta de contenido concreto en la posibilidad es fundamental para que la espera pueda tener su condición en sí, para tenerse a sí misma como su finalidad, y no volverse desesperación. En la espera todo es nuevo otra vez porque todo vuelve a ser posible, y por esta razón la espera es el remedio para la desesperación. Aprender a esperar trae consigo quietud y calma,puesto que nos libra de todo aquello que pasa fuera nuestro y que no podemos controlar. Sin embargo, la espera no supone una liberación completa de la angustia. Según Kierkegaard la misma en cierto punto es deseable, ya que puede cumplir una función pedagógica si nos empuja a esperar.
Hasta aquí me he referido a la angustia y la desesperación, pero no todavía a la culpa. Kierkegaard explica que la culpa y la libertad también están ligadas, ya que cuanto más profunda es la reflexión que el individuo tiene sobre sí mismo[22] tanto más su angustia se transforma en culpa. Esto quiere decir que es la libertad la que proyecta la culpa y al hacerlo la pone. Nuestra relación con la culpa también resulta ambigua, ya que al mismo tiempo se la quiere y no se la quiere, dado que carece de objeto, al igual que la angustia. Por esta razón nunca se es culpable de una falta en particular, sino que se es culpable infinitamente. Es en base a la simpatía por la angustia por la que todo individuo se vuelve culpable, ya que la angustia es una libertad trabada de la que éste es responsable. Esta perspectiva me resultó sumamente útil para poder manejar mi culpa, neurótica la mayoría de las veces, porque me permitió diferenciar la culpa de lo culposo. Esto último supone una relación externa con la culpa, pues tiene que ver con el temor que uno tiene de volverse culpable y su desconocimiento de que ya lo es. Comprendí así que ser culposo no me hacía ni más noble ni mejor persona, sino que solo ponía de manifiesto mi simpatía antipática por la culpa. Ahora bien, si la culpa no es tan deseable como pareciera, lo mismo cabe para su antídoto, el arrepentimiento. Kierkegaard argumenta que éste nunca se vuelve libertad, porque traba la acción y termina por resultar ambiguo respecto de lo que tiene que suprimir[23].Por lo tanto, torturarse con la culpa es también una elección, puesto que la culpa nunca tiene verdaderamente un motivo externo[24]. Sólo desde dentro de sí misma la libertad puede definir si será libertad o culpa. Sin perjuicio de ello, el arrepentimiento no es del todo indeseable, ya que al igual que la angustia, también cumple la función pedagógica de mostrarnos el camino hacia la eternidad.
Dijimos anteriormente que el remedio para la desesperación es la espera y que ésta produce en el individuo un cambio de la eternidad. Por ello, Kierkegaard argumenta que lo que se encuentra en juego en la desesperación es nuestra relación con Dios[25], ya que Dios es la eternidad. En un principio esta afirmación me resultaba sumamente extraña, porque no podía entender qué relación podía tener Dios con mi desesperación por todo aquello que me frustraba. La respuesta dada se encuentra en el hecho de que si uno consiste en una relación que se relaciona consigo misma, como tal tiene que derivar de otra relación, por lo que uno sólo puede relacionarse adecuadamente consigo mismo si a la vez se fundamenta lúcidamente[26] en esa relación que le dio origen. No es muy difícil caer en la confusión de concebir a Dios como un anciano de barba que maneja todo lo que acontece en el mundo desde una nube. Pero Kierkegaard pone todo en otra perspectiva, argumentando que Dios es untérmino que no denota ningún ente concreto y que no alude a nada pensable, sino que apunta a la paradoja, con la cual choca apasionadamente la razón por no poder conocerla[27]. Por lo tanto Dios es una alteridad radical que no se encuentra fuera del individuo, pero que tampoco se revela en la simple introspección. Relacionarse con Dios es relacionarse con otra relación e implica en definitiva un modo diferente de relacionarse consigo mismo. Dios es lo absolutamente heterogéneo[28], singularidad con la que sólo es posible cierto acercamiento si a la vez el individuo también se vuelve una singularidad, transfiguración que solo es viable si se sustrae del mundo. Por ello, la relación con la eternidad determina que la tarea consista en un abandono de sí, ya que sólo renunciando a todo el individuo puede diferenciarse absolutamente de todo. Por lo tanto la abnegación es el horizonte en el que se produce el cambio de la infinitud en el interior del individuo, cambio de la eternidad cuyo efecto inmediato consiste en dejar de orientarse desde de su interioridad hacia el afuera y pasar a orientarse hacia sí mismo. Esta elección no supone en modo alguno el sacrificio de sus impulsos ya que éstos pertenecen a lo corporal y por lo tanto a su aspecto exterior. En este sentido, Kierkegaard afirma que en la abnegación todo nuestro ser estético es conservado, lo que implica que la tarea consiste en relacionarse por un lado relativa y mediatamente con nuestros fines externos, ya que de lo contrario se desesperaría, y por el otro relacionarse absolutamente con la eternidad, fin absoluto y único por el cual puede ser puesto el yo.
Kierkegaard argumenta que el cambio de la infinitud renueva, puesto que si bien deja todo como estaba a la vez hace que todo sea nuevo desde el punto de vista de la infinitud[29], lo que se plasma sobre todo en el amor. Gracias a la abnegación el individuo aprende a quererse verdaderamente, porque ya no se encuentra determinado anímicamente y porque el amor propio ya no determina fines distintos a los que le corresponden como ser eterno. Esto también nos libera de la desesperación, de depender emocionalmente de los otros, posibilitando otra manera de relacionarnos con los demás en la que pueda irse más allá de lo recíproco[30]. Ahora bien, si el yo es una tarea, cuando sufre el cambio de la eternidad, se transfigura en un deber absoluto hacia el otro y por ende en el destinatario de la interpelación de la eternidad, tal y como lo ejemplifica la historia de Abraham. Es este deber el que nos descubre quién es nuestro prójimo [31], dado que el mismo se encuentra oculto cuando el amor instintivo se obstina en la reduplicación del sí mismo en el otro a fin de verificarse[32]. En otras palabras, en el amado y en el amigo no se ama realmente al prójimo, sino a un otro que es como yo, porque en el fondo me resulta grato por compartir conmigo parecidos y particularidades.Pero, si sólo puede amarse aquello que es grato, este amor nunca puede configurarse como una verdadera elección, ya que versa sobre lo particular y carece de infinitud. Este tipo de amor lo único que hace es resaltar qué tan miserables somos algunas veces con el otro. El amor, para que sea una verdadera elección, no puede limitarse a buscar aaquella persona digna de nuestro aprecio, sino que debe encontrar digna de aprecio a cualquier persona. Caso contrario, será siempre desesperación.
Confieso sin reparos que esta propuesta se encuentra a una altura que me sobrepasa, y que difícilmente pueda ponerla alguna vez en práctica. Sin embargo, esta limitación no me inhabilita para dar el primer paso, entendiendo algo tan simple como importante: si yo elijo, no sólo podré cambiar la manera de relacionarme conmigo mismo, sino también mi relación con los demás.
[1] S. Kierkegaard, Estética y Ética en la formación de la personalidad, trad. cast. Anónimo, Sevilla, Ediciones Espuela de Plata, 2007, p. 223
[2]S. Kierkegaard, Las Obras del Amor, Salamanca, Sígueme, 2006, p. 62
[3] S. Kierekgaard, El concepto de la angustia, trad. cast. F. G. Rivero, Madrid, Alianza, 2007, p. 163
[4]S. Kierkegaard, “El Concepto de…”, p. 199
[5]S. Kierkegaard, “El Concepto de…”, p. 213
[6]S. Kierkegaard, “El Concepto de…”, p. 131
[7]S. Kierkegaard, La enfermedad mortal, trad. cast. D. G. Rivero, Madrid, Trotta, 2008, p.52
[8] S. Kierkegaard, “Estética y ética…”, p. 137
[9]S. Kierkegaard, Las Obras del Amor, Salamanca, Sígueme, 2006, p. 80
[10]S. Kierkegaard, “Estética y ética…”, p. 134
[11]S. Kierkegaard, “Estética y ética…”, p. 191
[12] G. W. Leibniz, La Monadologia, trad. cast. E. de Olaso, Madrid, Editorial Gredos, 2014, p. 184
[13] G. W. Leibniz, La Monadología, Buenos Aires, Editorial Losada, 2004, p.78
[14]S. Kierkegaard, “Estética y ética…”, p. 140
[16] Aristóteles, Metafísica, trad. cast. T. C. Martínez, Madrid, Gredos (Colección Grandes Pensadores), 2014, p. 402
[17] P. Aubenque, El problema del ser en Aristétoeles, trad. cast. Vidal Peña, Madrid, 1974, p. 421
[18]S. Kierkegaard, “El Concepto de…”, p. 177
[19] S. Kierkegaard, “La enfermedad…“, p.51
[20]S. Kierkegaard, “El Concepto de…”, p. 184
[21]S. Kierkegaard, “Las Obras del…”, p. 300
[22]S. Kierkegaard, “El Concepto de…”, p. 134
[23]S. Kierkegaard, “El Concepto de…”, p. 234
[24]S. Kierkegaard, “El Concepto de…”, p. 220
[25]S. Kierkegaard, “La enfermedad…“, p. 103
[26]S. Kierkegaard, “La enfermedad…”, p. 72
[27]S. Kierkegaard, Migajas filosóficas, trad. cast. R. Larrañeta, Madrid, Trotta, 2007, p. 53
[28]R. Otto, Lo Santo, trad. cast. Fernando Vela, Madrid, Alianza, 1980, p. 39
[29]S. Kierkegaard, “Las Obras del…”, p. 169
[30]S. Kierkegaard, “Las Obras del…”, p. 152
[31]S. Kierkegaard, “Las Obras del…”, p. 41
[32]S. Kierkegaard, “Las Obras del…”, p. 40
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