JOSÉ MIRANDA JUSTO: "Søren Kierkegaard – la heterogeneidad, el devenir y el sentido de la infinitud"
Universidad de Lisboa - Portugal

josemmjusto@gmail.com

 
            En los últimos años, he intentado tratar la heterogeneidad como categoría filosófica. Sin embargo, antes incluso de poder ser tratada como categoría filosófica, la heterogeneidad es una constatación. La heterogeneidad es constatable a dos niveles: al nivel de aquellas autorías que producen obras en variadísimas direcciones, y al nivel de aquellas obras que, en una visión de conjunto o en cada una de sus partes constitutivas, presentan una ineludible diseminación de funcionamientos internos.
 
            1. De la heterogeneidad autoral a la heterogeneidad constitutiva
            Comenzaré por la constatación de la heterogeneidad al nivel de las autorías no unitarias. Son muchos los ejemplos de este tipo de heterogeneidad. En las artes visuales, por lo menos desde el advenimiento de DADA, la enorme diseminación de diferentes tipos de intervención de un mismo «artista» ganó una implementación y un enraizamiento realmente significativo, si no radicalmente creativo y rector en la escena artística. En nuestros días podríamos ejemplificar esa diseminación autoral con los casos de Gerhard Richter, de Pedro Cabrita Reis, de Bruce Nauman o de Wolfgang Tillmans. En el plano de la escritura, incluso antes de los Modernismos, encontramos autores capaces de desarrollar su actividad en una gran panoplia de posibilidades estilísticas, formales, de género o de arquitectura de sus creaciones. Rabelais, Lessing, Hamann o Goethe son ejemplos anteriores aún a los románticos; estos, a su vez, son ejemplos que abren las vías a la posteridad modernista, en particular por la elección del fragmento como modalidad de un pensar abierto a la productividad inconclusa. Entre los modernos se destacan un Fernando Pessoa, un James Joyce o, por acaso, un Jorge Luis Borges. Sin embargo, mirando el conjunto de esa estirpe de autores heterogéneos, el ejemplo mayor que pretendo observar más de cerca es precisamente el autor que aquí nos concierne y nos reúne: Søren Kierkegaard.
            Cuando se aborda, literaria o filosóficamente hablando, el caso Kierkegaard, la orientación dominante va en el sentido de estudiar la variedad de textos –y momentos de los textos– en búsqueda de puntos de contacto o de conexiones que permitan «unificar» lo diverso, o sea, que permitan «reducir» la heterogeneidad a la unidad. Lo que propongo y defiendo es una actitud diametralmente opuesta a esa «metodología» dominante. En vez de forzar la unificación, se trata de aceptar la heterogeneidad. En vez de reducir y aplastar la riqueza de la heterogeneidad, se trata de buscar los modos de enfrentarse productivamente con la creatividad exuberante de los textos. Porque,desde el punto de vista en que me coloco, en Kierkegaard como en tantos otros casos, lo que verdaderamente importa no es el autor, sino los textos, como auténticos seres vivos, como sujetos de un diálogo provechoso y productivo con nosotros, como sujetos capaces de determinarnos parcialmentey determinar al propio autor. Friedrich Schlegel y Friedrich Schleiermacher dijeron, en circunstancias diferentes pero perfectamente complementarias, que el lector entendía la obra mejor que el respectivo autor. Tenían razón en parte; aquella razón que destituye al sujeto autoral de su soberanía totalitaria en relación con el texto. Ahora es momento de decir que el texto, en su dinamismo imparable, se entiende a sí mismo mejor que el respectivo autor y el respectivo lector. Pero es necesario añadir que el texto que se entiende a sí mismo siempre mejor es, en rigor, un texto que se transforma constantemente, un texto que deviene otro. Es eso lo que me interesa: el texto en devenir. Y, como intentaré mostrar, en el caso de Kierkegaard ese devenir de los textos es exactamente una contrapartida de la respectiva heterogeneidad.
            Mi insistencia en la heterogeneidad kierkegaardiana levantará objeciones, sin dudas, por parte de aquellos lectores y comentadores de Kierkegaard que se habituaron a ver toda la producción del autor orientada, en última instancia, hacia un único horizonte de carácter religioso, según la perspectiva avanzada en El punto de vista de mi obra como autor, redactado en 1848, pero solo publicado póstumamente. Esta visión de orientación unitaria de la obra para una finalidad religiosa ha sido cuestionada por algunos críticos, por lo menos desde la publicación, en 1989, de la versión danesa del estudio de Joakim Garff, más frecuentemente citado en inglés con el título de «The Eyes of Argus: The Point of View and Points of View on Kierkegaard’s Work as an Author»
[1]. Garff, como es sabido, efectuó un meticuloso trabajo de desarticulación de la perentoria declaración kierkegaardiana de un direccionamento único del conjunto de la obra, direccionamento ese que tendría por finalidad primera y última un tratamiento integral del dominio de lo religioso o, diciéndolo de una manera quizás más rigurosa, una caracterización del «devenir cristiano».
            El artículo de Garff se volvió inspirador de algunos comentadores y encontró ecos significativos en trabajos que buscan cuestionar esa misma unidad religiosa del conjunto de la obra kierkegaardiana. Es el caso del libro A Confusion of the Spheres, de Genia Schönbaumsfeld
[2], en el cual la autora subraya, en particular, el hecho de que El punto de vista es fundamentalmente una asumida «distorsión» de la historia de la escritura y publicación del llamado corpus kierkegaardiano. En el sentido de dejar clara esta «distorsión», Schönbaumsfeld cita pasajes –de hecho muy bien conocidos– de las anotaciones del expolio de Kierkegaard: «El punto de vista de mi obra como autor no debe ser publicado, no, no […] no puedo caracterizarme [fremstille mig; también «presentarme», «exhibirme», «traducirme»] con entera verdad. […] Que yo, así, no pueda caracterizarme enteramente significa que soy, de hecho, esencialmente un poeta – y aquí he de permanecer.» (1849; SKS Journalen NB9:78) Estos pasajes, en la concepción de Schönbaumsfeld, muestran la «distorsión» a la que Kierkegaard somete su propia obra, en el sentido en que la distorsión se encuentra en El punto de vista precisamente como texto que ejecuta la transformación de una obra multiforme y, en gran parte, eminentemente poética –o estética, si queremos ir en el sentido de la propia terminología de Kierkegaard en otros momentos–, en una obra de carácter religioso o, por lo menos, en una obra concebida toda con un único horizonte de naturaleza religiosa, un horizonte siempre activo y determinante desde el inicio.
            Schönbaumsfeld permanece, tal vez, un poco por debajo de lo fundamental, en la medida en que no parece creer completamente en las propias palabras de las anotaciones kierkegaardianas que cita. De hecho, en una curiosa nota, precisamente relacionada al uso de la palabra «poeta», en la cita transcrita encima, la comentadora escribe: «Kierkegaard se llama a sí mismo un poeta en vez de un filósofo para distinguirse de los sistemáticos como Hegel y los idealistas alemanes. Esto no implica que Kierkegaard sea un poeta en el sentido común de este término.» (Schönbaumsfeld, 2007:66, nota) Schönbaumsfeld no adiciona nada sobre esta oposición entre el filósofo y el poeta, o sea, nada dice de fundamental sobre el significado profundo de la auto-caracterización de Kierkegaard como poeta.
            De hecho, la oposición fundamental que se establece en el pasaje citado del espolio de Kierkegaard es, antes que todo, la oposición entre pensador religioso y poeta. La oposición entre poeta y filósofo, a mi entender, no solo es secundaria, sino que tiene realmente un alcance muy diferente a la primera. Veamos. Kierkegaard declara abiertamente que no debe ser publicado el escrito en que intentó caracterizarse desde el principio como un pensador religioso. En esta declaración tendremos que ver inmediatamente una negación radical de cualquier unificación de su obra bajo una única intención. En segundo lugar, Kierkegaard declara su incapacidad de auto-caracterizarse con entera verdad. Lo que esto significa es la imposibilidad asumida por el propio Kierkegaard de auto-reducirse a un único tipo de autoría, a una única intencionalidad de sus escritos, que constituyese una «verdad» objetiva de la escritura. Es, por lo tanto, el propio Kierkegaard que, en un momento de suprema claridad de su autoconsciencia, aleja completamente la posibilidad de aplastar la multidireccionalidad de su inventiva debajo de un entendimiento unidireccional y ultrarreductor del conjunto de la obra. En tercer lugar, es muy obvio de esta forma que la auto-designación como poeta no puede necesariamente ser ella misma reductora a un único tipo de productividad creativa. «Poeta» no puede, en el citado contexto, significar ni exclusivamente «filósofo» o «pensador» (como Schönbaumsfeld parece entender) ni tampoco el mero poeta, «en el sentido vulgar del término». El término poeta, en este contexto, tiene que ser leído en un sentido extraordinariamente amplio, capaz de reunir todas las modalidades de la escritura – en verdad, las infinitas modalidades de la escritura– que se abren ante el «genio», no en el sentido estrictamente kantiano de este término, por ejemplo, sino en un sentido anterior que Kierkegaard conocía muy bien, o sea, el de la llamada «Geniezeit», periodo en que pontificó Johann Georg Hamann, el heterogéneo por excelencia, y que Kierkegaard tanto consideraba. Estas modalidades interminables de la escritura van desde la reflexión filosófica heterodoxa hasta la escritura fragmentaria aglutinadora de lo reflexivo y lo metafórico, pasando por diversas vertientes de la poiésis, tal vez entrelazadas unas con las otras, cubriendo situaciones tan distintas como la narrativa, la aforística, la poesía didáctica, la poesía lírica, la fábula o la inventio más radicalmente liberada de las reglas y convenciones tradicionales. Cuando Kierkegaard se declara poeta, añadiendo que es en ese lugar que ha de permanecer, está obviamente refiriéndose a obras como O lo uno o lo otro, La repetición, Temor y temblor, las Etapas del camino de la vida, pero también a otras como las Migajas filosóficas, el Postscriptum definitivo y no científico a las migajas filosóficas, El concepto de angustia, e igualmente a otras como los Discursos edificantes, Ejercitación del Cristianismo y todas aquellas obras suyas de carácter más o menos abiertamente religioso, de la misma forma que se refiere a todos los proyectos que todavía pululaban en sus innumerables anotaciones. Es, pues, de una profunda heterogeneidad que nos hablan las declaraciones de Kierkegaard en el pasaje citado por Schönbaumsfeld. A esa heterogeneidad podemos llamarla, por lo tanto, heterogeneidad poética.
            Quería referirme además, en contraste con la actitud relativamente modesta de Schönbaumsfeld, otra actitud más radical y, a mi ver, más productiva, igualmente inspirada, por lo menos hasta cierto punto, en el artículo antes mencionado de Joakim Garff: se trata del posicionamiento de Laura Llevadot, investigadora de la Universidad de Barcelona, y de su joven colaborador Juan Evaristo Valls. Cito a partir de un artículo firmado por los dos, titulado «Before the Word / Antes de la palabra. Kierkegaard, an Artist Without Works», presentado en el primer taller del proyecto «Experimentation & Dissidence», que dirijo en el Centro de Filosofía de la Universidad de Lisboa:
            Sabemos que Kierkegaard mató al Padre, y sabemos que uno de sus objetivos más importantes era destruir el estatuto orgánico del autor mediante la proliferación de sus seudónimos. […] el objetivo de Kierkegaard cuando habla acerca de su producción literaria no es decir la verdad, y sí confundir, ficcionalizar y distorcer aún más la multiplicación de voces […]. Kierkegaard continuamente se desautoriza a sí mismo como autor: “Después de mi muerte nadie encontrará ni un mínimo pedazo de información en mis papeles (este es mi consuelo) acerca de aquello que realmente llenó mi vida; nadie encontrará aquello que está escrito en la médula de mi ser que explique todo.” Sin embargo, la evidencia contenida en esta afirmación no abolió la metafísica del comentario. […] El texto [kierkegaardiano] continúa siendo concebido como unitario, el fragmento continúa siendo pensado como una pieza que debe encajar en el puzle final, y muy poca atención se le presta al hecho radical y verdaderamente subversivo de que, al matar al Padre, Kierkegaard puso fin igualmente al Hijo – o sea, a la obra en cuanto Hijo. Él arruinó el carácter orgánico de la obra.
[3]
            Laura Llevadot y Juan E. Valls cuestionan frontalmente no solo la unidad del «texto» kierkegaardiano, por lo tanto de la obra vista como un todo, sino también la unidad del autor Kierkegaard, avanzando deliberadamente con la idea de un autor de tal modo fragmentado y ficcionalizado que se «desautoriza» completamente, o sea, pierde por entero el estatuto de sujeto de la obra, el estatuto de «autor en sí», detentor soberano de la «verdad» de su «obra», la cual, mientras tanto, desapareció completamente en su supuesta cristalización definitiva y hermenéuticamente constituida. Tenemos aquí una de las facetas de aquello que llamé antes el texto en devenir, efectivamente emancipado de su supuesto autor. De hecho, lo que me interesa verdaderamente, en este y otros contextos, no son los autores sino los textos. Los textos kierkegaardianos constituyen un extenso combate contra el uno, contra la unificación, contra la reducción a la unidad y contra la autoridad de un autor. Es de esta negatividad que nace la positividad de esos textos o, mejor dicho, las positividades –en plural– de esos textos interiormente y exteriormente heterogéneos. Por positividades de los textos entiendo aquello que los textos hacen, aquello que ponen y que no estaba puesto antes, aquello que radicalmente crean, o sea, aquello que resulta efectivamente de su devenir.
            Ahora bien, aquí, en este punto de la reflexión de Llevadot y Vals, la heterogeneidad gana, por lo tanto, dos vertientes complementarias: una es la explosión de la «obra», una explosión que significa no solo el pasaje al plano de lo fragmentario radical, incapaz de ser reconducido a cualquier tipo de totalidad, sino también erupción de una infinidad de vías de lectura, asentada en elecciones determinadas por factores decididamente no pertenecientes a cualquier tipo de cierre totalitario; la otra vertiente es la de la destrucción del «estatuto orgánico del autor», el cual pierde definitivamente su carácter de sujeto independiente y único, con un lugar aparentemente definitivo, social y literariamente determinado, al mismo tiempo que pasa a tener que ser entendido solo como un sujeto disperso, diseminado, resultado de una proliferación de factores de subjetividad tan inestables en sí propios como los fragmentos de «su» supuesta «obra».
 
              2. De la heterogeneidad al devenir
            Los diferentes niveles de heterogeneidad que, de este modo, podemos señalar en Kierkegaard nos conducen directamente a la cuestión del devenir. La razón es relativamente simple: la heterogeneidad de la «obra» y la heterogeneidad del «autor» no son meras constataciones estáticas; en uno como en otro caso, la heterogeneidad sucede, es un evento, lo que significa que es en el tiempo que la misma existe y que existe como cambio, como transformación, como verdadera inestabilidad, como transcurrir de un proceso, o sea, de un devenir. Es sabido cómo el tema del devenir es importante en Kierkegaard; procuraré demostrar a continuación cómo el tema del devenir en Kierkegaard puede (y debe) ser leído a la luz de la categoría de la heterogeneidad e, inclusivamente, como un componente inalienable de un concepto filosófico de heterogeneidad. Añado que este ejercicio de relación íntima entre la categoría de heterogeneidad y ciertos tópicos sobresalientes del corpus kierkegaardiano podía ser hecho con otros filosofemas típicos de Kierkegaard, como, por ejemplo, el salto, el venir a la existencia, el instante o la repetición, pero dejaré esos otros problemas para una circunstancia posterior.
            Para abordar la cuestión de la naturaleza de este devenir – que, en este segundo momento de la presente conferencia, ya forma parte necesariamente del tratamiento filosófico de aquella categoría de heterogeneidad que comenzamos por presentar apenas como constatación – es necesario, antes que todo, establecer una distinción clara entre diversidad, multiplicidad y heterogeneidad, i.e. entre tres figuras fundamentales de la diferencia.
            He defendido que la diversidad es un nivel lineal de la diferencia. Son del orden de la diversidad aquellos puntos o segmentos de una misma línea que se distinguen de acuerdo con diferentes circunstancias de espacio y tiempo. En cuanto a la multiplicidad, es típica de niveles de complejidad mucho mayores que los de la diversidad. La multiplicidad solo es susceptible de ser descrita si pasamos de una ilustración al nivel de una línea trazada sobre un único plano geométrico para una geometría espacial. En la multiplicidad, diferentes puntos situados en diferentes planos establecen relaciones con otros puntos situados en otros planos. El conjunto de esas relaciones espacializadas forma una multiplicidad en la medida en que las relaciones entre las líneas así determinadas no son reducibles unas a las otras, ni a un único principio que las englobe a todas.  En este sentido, la categoría de multiplicidad apunta ya hacia un nivel de diseminación muy elevado y susceptible de abordar fenómenos verdaderamente complejos, o sea, multimodales, multivectoriales y múltiplemente combinatorios.
Sin embargo, lo que pasa con la heterogeneidad es sustancialmente diferente. La heterogeneidad no se deja caracterizar por medio de ilustraciones geométricas. Esto sucede ciertamente porque la heterogeneidad presenta un nivel de movilidad, de transformación y de infinitud superior al de la propia multiplicidad. A lo largo de los últimos tiempos, he subrayado que es necesaria una metáfora muy radical, muy «viva» y productiva para hablar de la heterogeneidad. Esa metáfora podrá ser la de la explosión.
               Fijémonos, en primer lugar, en los resultados de una explosión. Cuando se da una explosión, las partículas o fragmentos resultantes son proyectados en innumerables direcciones.  No obstante, el hecho de que esas partículas o fragmentos produzcan también innumerables choques entre sí hace que podamos decir dos cosas: no solo no existe previsibilidad en cuanto a la trayectoria de los fragmentos, sino que sucede aunque el efecto multiplicativo de las trayectorias se torne potencialmente interminable, o sea, incontable, irreductible o tendencialmente infinito.
            Es sobre todo esta infinitud tendencial de las proyecciones de una explosión, y el hecho de estar necesariamente acompañada por un conjunto de direccionamientos imprevisibles y ultradispersivos, que torna la metáfora de la explosión adecuada a la diferenciación de la heterogeneidad frente a la multiplicidad. La metáfora de la explosión, como cualquier otra metáfora que se pretenda usar para elucidar un concepto filosófico, tiene ciertamente sus limitaciones, pero lo que importa no son propiamente esas inadecuaciones de pormenor, sino el efecto de abertura de la metáfora para una visión nueva de un cierto conjunto de problemas. Es eso que, como pretendo demostrar  a seguir, sucede en particular con el tópico kierkegaardiano del devenir.
            Para los fines que aquí tengo en vista, importa en primer lugar determinar con el rigor posible lo que está en juego cuando Kierkegaard habla del «devenir». Varios comentadores, conducidos obstinadamente por la lectura estrictamente teológica de Kierkegaard, consideran el devenir kierkegaardiano exclusivamente bajo el punto de vista del «devenir cristiano», mencionado con frecuencia, por ejemplo, en el Postscriptum. Mi perspectiva es fundamentalmente diferente: el «devenir cristiano» es apenas un uso particular del devenir, una especificación de un cierto devenir dentro de una comprensión muy amplia y radical de aquello que debe entenderse por devenir. Veamos, por ejemplo, el siguiente pasaje:
            Entendido finitamente, […] el esfuerzo continuado, y perpetuamente continuado, en dirección a un objetivo, sin alcanzarlo, es rechazo, mas, entendido infinitamente, el esfuerzo es precisamente la vida y es esencialmente la vida de aquel que está compuesto del infinito y del finito. […] [El] sujeto es un existente, consecuentemente está en contradicción, consecuentemente está en proceso de devenir, consecuentemente está, si estuviera, en el proceso de esforzarse. (Pap. VI B 35:24; JP5, 276; cf. Concluding Unscientific Postscript II, p. 35)
            Este pasaje, que constaba en el manuscrito inicial del Postscriptum, fue retirado. Sin embargo, un cotejo minucioso –que no voy a desarrollar aquí– con el pasaje introducido en su sustitución, revela que no hay ninguna contradicción que señalar entre las dos. Bastará decir que el pasaje que consta de la versión impresa termina del siguiente modo: «saa længe han er existerende, er han i Vorden» (SKS, 7, 91) («mientras él sea un existente está en devenir»). Así, tomaré el pasaje que cito como apropiado para las conclusiones que pretendo sacar.
            Es muy obvio que en este pasaje, a todos títulos notable, el «devenir» (Vorden) no es de ninguna forma tratado en el ámbito de las limitaciones típicas del «devenir cristiano». Se trata aquí de aquello a lo que podríamos llamar desde ya un devenir no particularizado, un devenir sin determinación de un horizonte único, o sea, un devenir abierto.
            Examinemos, pues, con alguna atención el contexto en que surge este devenir. Nótese, para comenzar, que el pasaje citado se inscribe en un contexto amplio en que Kierkegaard/Climacus se debruza sobre la existencia y el existente. Así, la primera conexión que nos importa subrayar es precisamente aquella que se establece entre el «existente» y el «devenir». Esta conexión está mediada por un término crucial: el «estar en contradicción». El existente está necesariamente en contradicción, o sea, el existente no puede ser encarado como alguien que tenga quizás un único direccionamiento, alguien que sea reductible a una naturaleza simple; el existente es necesariamente complejo. Y esta complejidad del existente significa, antes que todo, una lucha interior, un enfrentamiento fundamentalmente dinámico de principios de vida mutuamente opuestos. El existente es eminentemente una forma de vida, y las formas de vida que lo sean plenamente son obligatoriamente contradictorias, o sea, interiormente plurales, por un lado, y, por otro, situadas en un terreno de desajustes profundos, un terreno al que debemos desde ya llamar un campo de crisis, i.e. un campo de separaciones y dilaceraciones siempre multiplicadas, lo cual podrá efectivamente generar potenciales uniones o apaciguamientos, pero los cuales, más tarde o más temprano, se abren nuevamente a la inconformidad y, por consecuencia, a la renovación interminable de la crisis. El existente es, por lo tanto, eminentemente cinético, móvil, transformacional.
             Es de este carácter transformacional del existente que debemos partir hacia la comprensión de la conexión entre el existente y el devenir. ¿Qué es el devenir si no la contrapartida cierta, inevitable, de la movilidad interior del existente? El devenir es un acontecer que tiene lugar de modo necesario en aquellos seres que son verdaderamente existentes. Y, porque los existentes viven en contradicción interna, entonces el devenir no solo resulta de la crisis propia de los existentes, como es él mismo cambio plural, i.e. multidireccional. Si el devenir es cambio y transformación, entonces también es parte integrante de los fenómenos que se abrigan debajo de la designación de diferencia o, por lo menos, debajo de una cierta concepción de la diferencia.
            Detengámonos, aunque de manera muy breve, en la categoría filosófica de diferencia, tal como fue tratada por Gilles Deleuze. En Différence et répétition
[4], Deleuze no está interesado en la diferencia «empírica», «extrínseca», en aquello que se podría llamar diferencia epistemológica, pero sí en la «diferencia» […] pensada en sí misma y no representada, no mediatizada» (Deleuze, 1968:91), en la diferencia ontológica, expresión que Deleuze retoma de Heidegger (id.:90), o sea, en aquello a que también llama, la «desigualdad en sí misma». Esta desigualdad no se apoya en la negatividad de la distinción entre una cosa y otra, y sí en el carácter positivo, afirmativo, de una diferencia que radica en el propio ser. Consecuentemente, la diferencia en sí misma solo puede ser pensada en términos de heterogeneidades diversas que se refieren a las «series» que  brotan del ser o que habitan el ser, y que se relacionan por vía de una especie de diferencia de la diferencia. Deleuze dice: «Llamamos el dispar [dispars: término creado por Deleuze, de traducción particularmente difícil] […] a esta diferencia en sí, en segundo grado, que pone en relación las propias series heterogéneas o dispares.» (id.:157)
            Ahora, es precisamente esta concepción de la diferencia que puede ser sopesada con la pluralidad y heterogeneidad del devenir kierkegaardiano. La diferencia que detectamos a nivel interior del existente es, en verdad, una diferencia ontológica, en la medida en que no necesitamos comparar un existente con otro existente para encontrar la pulsación fundamentalmente creativa que la diferencia pura transporta consigo y que esta pone en movimiento en un proceso de transformación incesante del existente. La diferencia ontológica del existente reside, al final, en la disparidad que lo atraviesa. Esta disparidad, en la visión deleuziana que aquí procuramos adaptar a la comprensión kierkegaardiana del existente, es una diferencia interna de dos o varias series de ínfimos factores, series esas que, en su articulación y desarticulación primordial, son responsables por el dinamismo fundamental del existente. Si Deleuze llama «heterogéneas» a las series de que habla,  es precisamente porque son irreductibles, y, siendo irreductibles, son interminablemente responsables por un movimiento interno del diferente en sí, una transformación radicalmente inexpugnable siempre resultante del hecho de que el propio ser no puede ser encarado como unificado y, por lo tanto, destituido de vida. Así, se hace evidente que el propio devenir del existente es necesariamente del orden de la diferencia ontológica. De este modo, podemos entonces comprender que aquello que antes llamamos el devenir abierto kierkegaardiano no tenga ningún objetivo concreto, ningún fin último a alcanzar, lo cual pudiera ser capaz de determinar retroactivamente la naturaleza del devenir. Aquellos que creen que el devenir kierkegaardiano tiene que ser entendido a partir del «devenir cristiano» cometen el error de eliminar completamente del ámbito del devenir la instancia de la diferencia ontológica y de admitir que los pasos de la caminata del devenir hacia un supuesto fin se sitúan en el terreno de las meras diferencias epistemológicas.
            El siguiente paso de nuestro raciocinio en torno al pasaje citado tendrá que ser aquel que articula el devenir con el problema del infinito tal como es puesto en juego por Kierkegaard/Climacus. En verdad, en la perspectiva deleuziana que introduje antes, el movimiento –que al final está en el centro del devenir– viene de dentro del propio ser, i.e. forma parte integrante de la diferencia ontológica. Esto significa también que, en esa perspectiva, el infinito es una dimensión intrínseca de la diferencia y, consecuentemente, del devenir. Ya en Kierkegaard/Climacus, por lo menos a primera vista, el devenir parece ser una consecuencia del infinito, algo que solo se entendería en decurso del infinito.
            Veamos esta cuestión en detalle. En el pasaje citado se dice: «[…] entendido infinitamente, el  esfuerzo es precisamente la vida y es esencialmente la vida de aquel que está compuesto del infinito y de lo finito.» Hay, por lo tanto, además del infinito, otro factor del que no hemos hablado: el esfuerzo. Pero el esfuerzo está articulado con la vida; no con una vida cualquiera, sino con la vida «de aquel que está compuesto de lo infinito y de lo finito». O sea, el esfuerzo solo es exactamente igual a la propia vida cuando es «entendido infinitamente» o, lo que es lo mismo, cuando estamos hablando de aquel existente que no está solo compuesto de finitud, sino precisamente de finitud e infinitud. Sin embargo, como mejor se comprende más adelante, no quedarse en el plano de la finitud y abrirse al plano de la infinitud es de hecho una cuestión de elección. Así, Kierkegaard/Climacus introduce aquel –casi sutil– «si estuviera» al final del pasaje citado: «consecuentemente está, si estuviera, en el proceso de esforzarse». Lo que esto quiere decir es que existen aquellos individuos que se mantienen estrictamente en el plano de lo finito y existen aquellos que escogen vivir simultáneamente en el plano de lo finito y de lo infinito. Estos últimos son los que efectivamente desarrollan aquello que Climacus llama de «esfuerzo», o sea, una actividad heterogénea de verdadera vivencia multidireccional que, por eso mismo, es necesariamente transformativa, creativa y productiva, significando en consecuencia una abertura al otro y al mundo. El esfuerzo es, por lo tanto, vida, y lo es en el sentido de una vida inconmensurablemente más rica que aquel vivir que se refugia en los límites del finito o, si quisiéramos decirlo de otra manera, en los límites de lo unidireccional.
            Así, podemos decir que al final, al contrario de lo que podría parecer, es la propia heterogeneidad interna de la diferencia la responsable por un devenir que sea, en todos los aspectos, vivencia transformativa y transformadora. No es el infinito en sí mismo que es responsable por el devenir. Lo que efectivamente sucede es que la heterogeneidad de la diferencia se identifica con la heterogeneidad de la infinitud; por lo tanto, de un modo tal vez poco ortodoxo, podemos releer al propio Deleuze a la luz de Climacus y comprender que la llamada «heterogeneidad de las series» es al final una infinitud profundamente heterogénea que se alía profundamente y desde siempre a la propia diferencia ontológica.
            De este modo, la infinitud no está por detrás del devenir y, obviamente, el devenir no es un mero efecto de la infinitud. Lo que estamos obligados a concluir no  pasa, de hecho, por ninguna relación causa-efecto. Lo que aquí tenemos, eso sí, es una relación tan profunda entre el devenir y la infinitud que estamos forzados a decir que las dos cosas, desde un cierto punto de vista, son solo una, o sea, cada una de ellas se muestra incapaz de ser pensada independientemente de una conceptualización en términos de radical simultaneidad con la otra. Ahora, la simultaneidad de la infinitud y del devenir se revela rigurosamente en el concepto de heterogeneidad que reúne esas dos formas conceptuales. Es la heterogeneidad del infinito –el hecho de que la infinitud no tenga un solo sentido y, por el contrario, sea potencialmente omnidireccional– que, en conjunto, se revelan en el proceso de «esforzarse», i.e. en aquello que un autor como Nietzsche llamaría de un «decir sí a la vida».
            Así, el pasaje de Climacus que citamos muestra bien el papel de la heterogeneidad en un tópico crucial del pensamiento de Kierkegaard. Este tópico es el de la infinitud. Una infinitud pensada en términos de verdadera heterogeneidad está muy lejos de poder ser vista, como muchos comentadores pretenden, en términos de una línea recta meramente direccionada hacia un fin, aunque ese fin pretenda ser el de la consecución de lo religioso. Lo que la categoría de heterogeneidad nos enseña es que ¡lo infinito es infinito en infinitas direcciones! De otra forma, no sería infinito. Consecuentemente, no puede, de ninguna manera, confundirse el infinito con una única elección de vida, la pretendida para el religioso. 
*****
             En unas Jornadas dedicadas al tema “¿Qué aprendemos hoy con Kierkegaard sobre nuestra existencia?”, me siento particularmente inclinado a entender este “hoy” en el plano de una reflexión filosófica que preste atención a ciertos problemas colocados por Kierkegaard, como pensador experimentante y disidente, pero también una reflexión que se preocupe con las profundas resonancias contemporáneas de esos problemas en nuestro presente filosófico, o sea, en los conceptos filosóficos que hoy exigen nuestra más intensa atención. En esa circunstancia, busqué hacerlo en relación con una categoría contemporánea que, a mi ver, merece un interés especial: la categoría de la heterogeneidad. Estoy muy agradecido por la atención que han dispensado.

Traducción del portugués: Yamicela Torres Santana
 

[1] Ver la reproducción de la versión inglesa de este texto en Jonathan Rée y Jane Chamberlain (eds.), Kierkegaard: A Critical Reader, Oxford / Malden: Blackwell Publishers, 1998, pp. 75-102.
[2] Genia Schönbaumsfeld, A Confusion of the Spheres. Kierkegaard and Wittgenstein on Philosophy and Religion, Oxford / New York: Oxford University Press, 2007, sobre todo págs. 61-68.
[3] In José Miranda Justo, Elisabete M. de Sousa, Fernando M. F. Silva (eds.), From Hamann to Kierkegaard. First Workshop of the Project Experimentation and Dissidence, Lisbon: CFUL, 2017, pp. 65-78, en particular pp. 66-67; accesible en http://experimentation-dissidence.umadesign.com/wp-content/uploads/2016/11/From-Hamann-to-Kierkegaard_e-book.pdf .
[4] Vd. Gilles Deleuze, Différence et répétition, Paris: Presses Universitaires de France, 1968.

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