Universidad Andrés Bello - Santiago de Chile
En su primer discurso edificante, titulado En la espera de la fe, Kierkegaard alude a la fe como el “bien supremo”, un “bello y verdadero tesoro”. Es, sin embargo, una experiencia imposible de dar a otro, y su grandeza consiste en que para el verdadero creyente Dios es su maestro y su felicidad. Pero sí se puede desear la fe para otro. Ahora bien, la fe sólo es posible obtenerla bajo la condición de desearla.. Se convierte, entonces, en algo imprescindible, aunque no todos la alcanzan.
A juicio de Kierkegaard la fe “es la única fuerza capaz de vencer al porvenir”, ya que cuando hayamos vencido al futuro podremos retornar al presente y nuestra vida obtendrá su significado en él (el futuro lo es todo, en cambio, el presente es sólo una parte). Hablar de fe es hablar de espera, y a esta última la acompaña la noción de porvenir.
Que el hombre se preocupe es una prueba de su origen divino. Si no hubiese futuro, tampoco habría pasado y, al igual que los animales, seríamos prisioneros del momento, reos del instante. Este tener la mente puesta en el futuro también es un signo de la nobleza humana; puesto que ennoblece sobremanera luchar contra el porvenir, presentarle batalla. “¿Cómo tendremos que afrontar el futuro? Cuando un marino está en alta mar y cuando todo cambia a su alrededor, cuando las olas nacen y mueren, no clava su mirada en las olas, porque cambian. Mira las estrellas. ¿Por qué? Porque ellas son fieles; así eran para nuestros padres y así lo serán para las generaciones futuras; así son ahora. Entonces, ¿cómo triunfar sobre el cambio? Por medio de lo eterno. Se puede triunfar sobre el porvenir gracias a lo eterno que es su fondo y que permite también sondearlo. Y ahora, ¿cuál es la fuerza que en el hombre es eterna? Es la fe. Y ¿cuál es la espera de la fe? La victoria o como dicen las Escrituras, en términos tan conmovedores dentro de su gravedad, ‘todas las cosas cooperan al bien de aquellos que aman a Dios’”[1].
Un verdadero creyente no deposita su confianza en las promesas del mundo, sino en Dios. Por esta razón, la espera de la fe nunca defrauda, salvo que uno mismo se decepcione privándose de ella. Si el alma no espera la victoria de la fe, entonces no cree realmente. Así nos perdemos con frecuencia porque “buscamos una seguridad para nuestra espera en lugar de entrar en nuestra fe, seguros de creer”[2]. El creyente no exige ninguna prueba que asegure su espera (la fe espera una eternidad). Se afirma en la certeza de creer que al fin será salvo.
Creer es hacerlo en un Dios que no se muestra de manera evidente. Kierkegaard, por tanto, no intenta dar pruebas de la existencia de Dios. Como señala en sus Migajas filosóficas “Si Dios no existe, entonces es imposible querer demostrarlo, pero si existe, entonces es una locura querer demostrarlo, pues en el momento que comienzo la demostración, lo he supuesto no como algo dudoso –eso es lo que una suposición no puede ser, ya que es suposición-, sino como algo establecido, porque en caso contrario no hubiera comenzado, ya que se entiende fácilmente que todo esto se haría imposible si Dios no existiera”[3]. Dicho de manera más simple: los argumentos que buscan probar racionalmente la existencia de algo siempre suponen la existencia de aquello de lo que se busca demostrar la existencia. Kierkegaard ejemplifica esto con Napoleón: su existencia explica sus hechos, pero de los hechos de Napoleón no se puede derivar su existencia.
Vemos, sin embargo, que las ideas de Kierkegaard en torno a Dios, al estado religioso y a la fe atraviesan casi toda su obra. Ya en su Diario íntimo el pensador danés señala que “la fe consiste en mantener firme la posibilidad”[4]. Esta afirmación, escrita en la intimidad de sus reflexiones, alude a que, sea cual sea la circunstancia adversa que enfrentemos, lo que complace a Dios es que la persona no pierda la esperanza: “Ahora he llegado a la fe en el sentido más profundo….En Dios todo es posible”. En cambio, lo que desmoraliza es la queja continua de pensar que es imposible o es demasiado tarde para obtener lo deseado.
Para Kierkegaard, la fe es un salto y, por tanto, un riesgo donde la plena inseguridad humana se transforma en la plena seguridad de lo divino. Este salto no puede ser menguado por la razón. El objeto de la fe es la paradoja, es la absoluta sumisión a la más completa perplejidad. Solamente la fe nos permite alcanzar a Dios sin negar su infinita diferencia y su infinita trascendencia.
La fe tiene que ver con un abandono absoluto de sí mismo y posición total del hombre entero. Es la culminación existencial, el compromiso radical del ser en la que se alcanza el máximo grado de interior (pura objetividad). La fe es también una adhesión personal a la figura de Cristo, es el "riesgo de la aceptación apasionada de una incertidumbre objetiva". La fe es más bien un asunto relativo a la gracia y no a heroicidades espirituales; o sea, no se consigue tras un gran esfuerzo. Como ella tiene que ver con la paradoja o el absurdo, se cree contra la razón y no sólo sobrepasándola, "creer consiste en perder la razón para ganar a Dios". El heroísmo de la fe consiste en atenerse a ser totalmente uno mismo, en atreverse a mostrarse desnudos ante Dios, como fruto de una decisión personal. Kierkegaard lo dice así: "Por fe entiendo yo aquí lo que en alguna parte designa Hegel muy justamente a su manera: la certeza interior que anticipa la infinitud"[5].
Quien existe, lo hace ante Dios. O sea, el ser finito se coloca ante el Ser infinito. Este infinito se ha encarnado en el tiempo y en el espacio. Dios se hizo hombre. El existente es testigo de una paradoja. Lo eterno se manifiesta ante una existencia temporal.
¿Acaso esta situación no genera angustia? Para Kierkegaard, en unión con la fe, la angustia, como posibilidad de la libertad, es educativa, porque agota las cosas finitas y descubre las mentiras de ellas. Siendo honrado y teniendo fe puede un individuo ser educado por la posibilidad. Pero si alguien engaña a la posibilidad que debiese educarlo, entonces no poseerá nunca una fe verdadera. La angustia de la posibilidad puede hacer presa en un determinado individuo, pero la fe es lo que le salva. Si la angustia no conduce a la fe, sino que aparta al sujeto de ella, ese individuo está perdido: "Ahora bien, cuando el individuo es educado en la fe por la angustia, ésta extirpará justamente lo que ella misma produce".[6]
Quien no quiera hundirse en una finitud miserable necesita de la fe para lanzarse profundamente sobre la infinitud. Sólo con ayuda de la fe puede la angustia educar a la individualidad para que encuentre descanso y reposo en la Providencia. El hombre de fe de algún modo está aislado y es por sí mismo señor de la resignación.
En el fondo, para adquirir la fe hay que renunciar a la razón. Kierkegaard repite continuamente ese principio esencial del cristianismo de que lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe, ya que ésta empieza precisamente donde termina el pensamiento: "La fe, sólo la fe, libera al hombre del pecado; sólo la fe puede arrancar al hombre de manos del poder de las verdades necesarias que se han apoderado de su conciencia tras haber gustado el fruto prohibido. Y sólo la fe proporciona al hombre el valor y la audacia necesarios para mirar de hito en hito la muerte y la locura, para no inclinarse, impotente, ante ellas".[7]
En la fe hay una ardua batalla para conquistar lo posible: "Más para Dios todo es posible. Ahí radica la lucha de la fe, lucha insensata por lo posible. Pues sólo lo posible puede proporcionar la salvación”.[8] Y como el ser humano no puede vivir sin lo posible, el sendero de la fe se abre al ser todo posible para Dios.
Kierkegaard piensa que la falta de fe es una impotencia o que se experimenta la impotencia como una falta de fe. Una testimonia la otra. La fe va más allá de los límites de la filosofía. El discurso racional de la filosofía no puede privar al hombre de su fe. Si el ser humano fuese un ser sin una fe que lo uniera a Dios y sin una conciencia eterna que lo vinculara con lo sagrado, sería entonces una fuerza salvaje, vacía y desenfrenada: "Es preciso tener fe en Dios en las cosas pequeñas, de otra manera nuestras relaciones con Él no son verdaderas".[9]
Aprender a angustiarse es una aventura que todos deben correr; si no lo hacen sucumben: el que se ha angustiado en la debida forma ha aprendido lo más alto que cabe aprender y con su fe logrará vencer esa angustia. Al ser el hombre mismo el que produce la angustia, se angustia más mientras más grande es.
Al creer en aquello que incluso parece absurdo o imposible, la fe resulta el gran remedio contra la angustia, pues con esa ilimitada confianza en Dios nada hay que pueda angustiar al creyente y menos hundirle en el abismo. Es evidente que en la concepción de Kierkegaard, "la fe no ha sido dada al hombre para apoyar las pretensiones que tiene la razón de dominar el universo, sino para que el hombre llegue a ser dueño de este mundo que Dios creó para él. Al hacernos pasar a través de lo que la razón rechaza como algo absurdo, la fe nos conduce hacia aquello que la razón misma identifica con lo que no existe. La razón le enseña al hombre la obediencia, la fe le otorgó el poder del mundo".[10]
Quien no se angustia es porque tiene muy poco espíritu. Algunos se glorían de no angustiarse, pero únicamente quien ha recorrido la angustia de la posibilidad está educado para no tener más angustia. Aunque no debemos angustiarnos ante los hombres ni ante las cosas. En la posibilidad todo es igualmente posible y el educado por ella comprende tanto lo espantoso como lo agradable y sabrá apreciar la realidad en su justa medida, sabiendo que es mucho más ligera que la posibilidad; la fe es imprescindible para esto. Solamente la fe puede darnos una buena defensa contra todos los sofismas y trampas de la angustia: nadie más que la fe puede dar "contraorden a la angustia sin angustia. Pero solamente la fe puede llevar a cabo esto, sin acabar por ello con la angustia; lo que hace es más bien arrancarse por la fuerza eternamente a la mirada mortal de la angustia".[11]
El hombre verdaderamente grande no será olvidado en este mundo. Unos alcanzarán la grandeza porque esperaron lo posible, otros porque esperaron lo eterno, pero los más grandes serán los que esperaron lo imposible. El más grande de todos es el que amó a Dios: "Hubo quien fue grande a causa de su fuerza, quien fue grande gracias a su sabiduría, quien fue grande gracias a su esperanza, quien fue grande gracias a su amor, pero Abraham fue todavía más grande que todos ellos: grande porque poseyó esa energía cuya fuerza es debilidad, grande por su sabiduría, cuyo secreto es locura; grande por la esperanza, cuya apariencia es absurda y grande a causa de un amor que es odio a sí mismo".[12]
Kierkegaard destaca que el ejemplo de fe por excelencia es Abraham, que inmola a su hijo Isaac no sólo sin justificación racional y moral, sino que contra moral y razón. La fe motiva todo el comportamiento de Abraham, comportamiento que a los ojos humanos puede parecer absurdo. Sin embargo, Abraham entendió que ningún sacrificio es demasiado duro cuando es Dios quien lo pide. Creyó en lo absurdo sin dirigir a Dios miradas enternecedoras, ni súplicas para que le evitara esas pruebas. Nunca quiso ir más allá de la fe y por eso fue bendecido y hoy es venerado y considerado nuestro padre en la fe: "Por la fe abandonó Abraham el país de sus antepasados y fue extranjero en la tierra que le había sido indicada. Dejaba algo tras de él y también se llevaba algo consigo: tras él dejaba su razón, consigo se llevaba su fe y si no hubiera procedido así nunca habría partido, porque habría pensado que todo aquello era absurdo. Por su fe fue extranjero en la tierra que le había sido indicada, donde no encontró nada que le trajese recuerdos queridos, antes bien, la novedad de todas aquellas cosas agobiaba su ánimo con una melancolía nostálgica. ¡Y, sin embargo, era el elegido de Dios en quien el señor tenía toda su complacencia!".[13]
Abraham era realmente un ejemplo extraordinario de perseverancia en la fe; el tiempo pasaba y seguía creyendo. "Si su fe sólo se hubiese referido a una vida venidera, habría podido desprenderse fácilmente de todo, apresurándose a abandonar un mundo al cual ya no pertenecía. Pero la fe de Abraham no era de esa especie, si es que puede existir una fe semejante, pues en verdad no es fe, sino su más remota posibilidad, capaz de descubrir su objeto en el extremo límite del horizonte, aun cuando esté separada de él por un poderoso abismo donde la desesperación tiene su sede".[14]
Kierkegaard, gran admirador de Abraham, considera que éste nos da una notable lección de fe, puesto que "la expresión ética de la acción de Abraham es el asesinato. La expresión religiosa, que Abraham estaba dispuesto a sacrificar a su hijo y a sus esperanzas por el solo hecho de que así lo quiso Dios. Pero ¿qué convierte el asesinato en un acto sagrado? Johannes (pseudónimo de Kierkegaard) se atormenta ante el pensamiento de la profunda ansiedad que Abraham debió experimentar. Sin embargo, lo hizo seguro de que Dios mantendría su promesa y de que él, Abraham, recibiría de nuevo a su hijo”.[15]
Abraham creyó en un Dios que le obligaba a actuar en contra de su propia ley, y con un mandato que parecía también anular su propia promesa. Kierkegaard ve en Abraham dos movimientos de fe: el primero es el "movimiento de infinita resignación"; porque Dios lo quiere, Abraham ofrece lo que le es más precioso; así ni siquiera puede justificar su acción, ya que actúa en contra de esa ley moral universal que dice "no matarás". El segundo movimiento es opuesto al primero, pero simultáneo con éste. Abraham está dispuesto a sacrificar a Isaac porque confía en que Dios mantendrá su promesa y no le permitirá transgredir la ley divina. Esto parece impensado, ya que lo propio del que se resigna es la falta de esperanza, así como lo propio del que posee esperanza es su falta de resignación.
Son movimientos de fe contradictorios y Abraham no puede contar a nadie su angustia porque nadie le comprendería. La gran lección de Abraham es que efectúa los movimientos de fe en virtud del absurdo: “Kierkegaard parece clamar que la fe cristiana es la fe en el absurdo, pues el misterio de la reencarnación que el hombre, Jesús, es Dios; que un evento temporal y, por tanto, relativo es la presencia de lo eterno es prima facie, absurdo. Kierkegaard era consciente de que, desde la perspectiva del no creyente (Johannes en nuestro caso), el hombre de fe cree en virtud del absurdo. La fe del creyente no es, sin embargo, una fe en el absurdo, sino en Dios"[16].
Habitualmente se olvida en la historia de Abraham el hecho de la angustia, pues como padre hay obligaciones con respecto al hijo. Desde la perspectiva ética uno podría decir que Abraham quiso matar a su hijo y, desde la perspectiva religiosa, que quiso ofrecerlo en sacrificio. En este conflicto radica el tormento interno de Abraham. ¿Cómo resolverlo? Desde la perspectiva de la razón no hay forma de escoger la fe. Ya lo dice Steiner: “La única rúbrica pertinente es la de la fe absoluta, una fe que transgrede y, por tanto, trasciende todas las reivindicaciones de responsabilidad intelectual y de criterios éticos. La disposición de Abraham de sacrificar a Isaac, su hijo, para cumplir el mandato de Dios se halla, de manera incuestionable, más allá del bien y del mal. Desde cualquier punto de vista que no sea el de una fe total, una total confianza en el Todopoderoso, la conducta de Abraham es terrible. No puede haber excusa intelectual o ética para ella”[17].
La fe es lo más grande que se puede poseer; la fe sabe que Dios cuida incluso de lo más insignificante: "sólo las naturalezas inferiores llegan a olvidarse de sí mismas y se convierten en algo nuevo: la mariposa ha olvidado que antes ha sido oruga, y es posible que más adelante llegue a olvidarse de que fue mariposa, hasta el punto que podría convertirse en pez. Las naturalezas profundas nunca se olvidan de sí mismas y nunca se convierten en algo diferente de aquello que siempre fueron".[18]
La resignación infinita es el último estado que precede a la fe; para alcanzar la fe hay que resignarse, así uno podrá descubrir su valor eterno. El caso de Abraham ejemplifica una suspensión teleológica de lo ético. Abraham obra en virtud del absurdo y gracias a eso recupera a Isaac. Abraham traspasa la esfera de lo ético y accede a la grandeza por una virtud estrictamente personal. El mandato ético más importante que conoce Abraham es "amará el padre a su hijo". Abraham va a sacrificar a su hijo "por amor a Dios y, por lo tanto, del mismo modo por amor a sí mismo. Por Dios porque éste le exige esa prueba de su fe, y por sí mismo porque quiere dar esa prueba".[19]
Abraham llegó a ser un héroe, no porque se libró de la paradoja, el tormento y la miseria, sino porque alcanzó la grandeza precisamente a través de ellos. Él calla, no puede hablar, es allí donde se dan su angustia y su miseria. No puede decir a nadie lo que Dios le ha exigido, no puede decir que es una prueba, pues arruinaría todo. En la paradoja de la fe hay miseria y angustia. El hombre de fe está constantemente sometido a prueba y en su angustia siempre cabe la opción de que se eche atrás. Pero Abraham no lo hizo y siendo testigo se convirtió en maestro. La pasión más grande y más alta del hombre es la fe y nadie puede rebasarla.
Como bien sostiene George Steiner, para comprender el Génesis 22 hay que pensar en la noción de absurdo. “Los actos de Abraham son radiantemente absurdos. Se convierte en el caballero de la fe, cabalgando como Don Quijote cual campeón de Dios, sufriendo la repugnancia humanista y el ridículo. Su morada es la paradoja. Su salto “cuántico” de y hacia una fe deslumbrante le aísla por completo. Lo heroico y lo ético pueden generalizarse. Pertenecen a sistemas de valores y representación discutibles. La fe es radicalmente singular. El encuentro con Dios tal y como Abraham lo experimenta es, eternamente, propio de un individuo, de un ser particular en contacto con la infinitud. Sólo ante un caballero de la fe, en su soledad y silencio insoportable width=100%s, aparece el Dios vivo inconmensurable y a la vez tan cercano que erradica, consume los límites del yo. No hay Sinagoga, no hay ecclesia que pueda albergar a Abraham mientras avanza, en mudo tormento, hacia su cita con el Eterno”.[20]
Kierkegaard se siente anonadado cuando piensa en Abraham. Sin duda, no pudo ser fácil para él referirse al caballero de la fe si, por otra parte, él mismo no se sentía cristiano, pues como afirma en “El instante” “Siempre he declarado que no tengo fe”. Esto lo dice en relación con el ideal cristiano. Kierkegaard considera que se halla muy lejos de él, porque lo importante no es comprender lo más alto (algo de lo que él es capaz), sino hacerlo (cosa que él no hacía). “La Providencia me colmó, exclama, del don de comprender la verdad en un grado tan alto, que raramente se concede a un hombre; así como también me otorgó eminentes dotes para la exposición de esta verdad. Sólo hay un punto en que debo humillarme: no haber tenido valor para ser yo mismo aquello que he comprendido”[21].
A pesar de este juicio sobre sí mismo, Kierkegaard tuvo que soportar el escarnio y la burla pública por enfrentarse a la iglesia oficial de su patria, puesto que ésta acomodaba en su prédica el cristianismo al mundo y no educaba al individuo por medio del sufrimiento, sino que dispensándolo de él. Durante toda su vida y sobre todo al final, el filósofo danés fue un verdadero creyente que estuvo dispuesto, como auténtico hombre de Dios, a hacer y sufrir todo por el Bien, puesto que si la fe no da frutos de amor es estéril e hipócrita. En él, sensible a toda miseria y grandeza humana, hay un anhelo real de pureza que se refleja en su inmenso deseo de perfección. Incluso, poco antes de morir, muchos de sus padecimientos cesaron, pues creía haber alcanzado su verdad, aquella por la que tanto había combatido.
Hans Urs Von Balthasar señala que Kierkegaard ha reconocido certeramente el punto de partida de la naturaleza, pero no ha descrito plenamente su contenido, ese "vértigo ante el vacío que se abre dentro de la finitud del espíritu. Aquello ante lo que se angustia el espíritu no es el vacío de la nada de su propia dimensión interna, sino el vacío que se entreabre donde la proximidad de Dios y su concreción dejan lugar a una lejanía y un extrañamiento de Dios, a una relación abstracta con un 'otro' con un 'frente a frente'”.[22] Él ha visto una "determinación intermedia" desde el tránsito de esa vida en Dios y con Dios a la vida en el pecado. Es "la angustia que está latente en la base de la inocencia y la inconsciencia, en cuanto que el espíritu adormilado presiente en su hondura su infinitud y posibilidad que se han despertado en él por las fronteras de la prohibición".[23]
Ya desde su juventud Kierkegaard experimentó esa impotencia que causa la angustia, su espíritu refinado sufrió lo indecible por este tormento de tener su voluntad paralizada, por lo que fue incapaz de gozar con las alegrías más simples y comunes a los demás hombres. Evidentemente él maldice todos los horrores de la angustia que ha avasallado al hombre caído. Sin embargo, a pesar de su personalidad extraña, Kierkegaard fue capaz de luchar contra la innata angustia de su naturaleza enfermiza y melancólica para tratar de convertirse en lo que quizás fue su máxima aspiración: ser un confesor de la verdad.
Afirma Kierkegaard que una tarea ineludible para cada individuo debe ser la de lograr por sí mismo un concepto de la vida. Hay que vivir por un ideal que despierte a los hombres a una acción libre y responsable; el gran deber humano y hasta religioso es dar testimonio de la verdad en la forma más directa e inequívoca posible: "Buscaba, no una verdad que pudiera contemplarse desinteresadamente y como un resultado externo terminado, sino una por la cual debiera vivir y morir".[24]
[1] Kierkegaard, Sören. En la espera de la fe. Universidad Iberoamericana, México D.F., 2005, p. 53
[2] Kierkegaard, Sören. En la espera de la fe. Universidad Iberoamericana, México D.F., 2005, p. 61
[3] Kierkegaard, Sören. Migajas filosóficas. Editorial Trotta, Madrid, 1997, p. 53
[4] Kierkegaard, Sören. Diario íntimo. Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1955, p. 245
[5] Kierkegaard, Sören. El concepto de la angustia. Espasa Calpe S.A., México D. F., 1990, p. 154
[6] Kierkegaard, Sören. Ibídem, p. 156
[7] Chestov, Léon.Kierkegaard y la filosofía existencial. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1947, p.26
[8] Chestov, Léon. Ibídem, p. 103
[9] Kierkegaard, Sören. Diario íntimo. Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1955, p. 116
[10] Chestov, Léon. Kierkegaard y la filosofía existencial. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1947, p.301
[11] Kierkegaard, Sören. El concepto de la angustia. Espasa Calpe S.A., México D.F.: 1990, p. 116
[12] Kierkegaard, Sören. Temor y temblor. Editora Nacional, Madrid, 1975, p. 71
[13] Kierkegaard, Sören. Ibídem, pp. 71-72
[14] Kierkegaard, Sören. Ibídem, p. 76
[15] Harsthorne, M. Holmes. Kierkegaard: el divino burlador. Ediciones Cátedra, Madrid, 1992, p.38
[16] Harsthorne, M. Homes. Ibídem, p. 41
[17] Steiner, George. Pasión intacta. Ediciones Siruela, Madrid, 1997, p. 320
[18] Kierkegaard, Sören.Temor y temblor. Madrid: Editora Nacional, 1975, pp. 106-107
[19] Kierkegaard, Sören. Ibídem. p. 128
[20] Steiner, George. Pasión intacta. Ediciones Siruela, Madrid, 1997, pp. 320-321
[21] Jolivet, Régis. Introducción a Kierkegaard. Editorial Gredos, Madrid, 1950, pp. 132-133
[22] Von Balthasar, Hans Urs. El cristiano y la angustia. Ediciones Guadarrama, Madrid, 1959, pp.128-129
[23] Von Balthasar, Hans Urs. Ibídem, p. 125
[24] Collins, James. El pensamiento de Kierkegaard. Fondo de Cultura Económica, México D.F, 1958, p. 41