ROBERTO MARIO MAGLIANO: “Amor y justicia en Søren Kierkegaard”
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Lo “suyo” como obra de la justicia
Sí es cierto lo que afirma Kierkegaard en el capítulo IV de Las obras del amor: “No, el amor no busca lo suyo”.[1] Lo “suyo” no pertenece al mundo del amor, sino al de la justicia. Es distintivo de la justicia –dice Kierkegaard- el dar a cada uno lo suyo, y exige al mismo tiempo lo que es suyo. Kierkegaard conoce la vieja tradición romana que definió para la posteridad el concepto de justicia: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi.[2] Esta definición pertenece al jurisconsulto Ulpiano (s. II-III d.C.) y ha quedado como una de las más grandes contribuciones a la cultura occidental. Ulpiano complementó la citada definición cuando fijó los tres mayores preceptos del derecho, a saber: “honeste vivere”, “alterum non laedere” y “suum quique tribuere”.[3] No es una definición de origen cristiano, aunque después el cristianismo la tomara y la adaptara. Esta conclusión es sumamente importante por cuanto Kierkegaard se empeña en diferenciar permanentemente lo pagano de lo cristiano. Y Ulpiano y sus conceptos no son cristianos sino paganos. No obstante el concepto de justicia ya pertenece al acerbo de Occidente y del cristianismo, el que también le pertenece.
Ahora bien, el amor –el verdadero amor, que en Kierkegaard es el amor cristiano- no busca lo “suyo”. Lo “suyo” es lo que distingue la esencia de la justicia de la del amor. La esencia de lo “suyo” es a su vez lo “propio” de cada uno; en el amor no hay ni “mío” ni “tuyo”; si no hay ni “mío” ni “tuyo” tampoco hay nada “propio”. Concluye Kierkegaard que si nada es “propio”, se torna imposible (¿vano?) buscar lo “suyo”. Entonces cabe preguntarnos ¿qué importancia tiene para la vida de los hombres el mandato bíblico de perseguir la justicia? ¿Son de naturaleza tan distinta el amor y la justicia que no es posible el reino de ésta en la tierra? ¿La justicia está un peldaño más abajo que el amor? ¿O sólo podrá estar a la misma altura que éste si reconoce su primacía incondicional?
Sin embargo, en el capítulo I “La vida oculta del amor y su capacidad de ser cognoscible en los frutos” exhorta a que no guardemos silencio si nuestro amigo, nuestro amado, nuestro hijo o quienquiera sea el objeto de nuestro amor, hace valer su derecho a exigirnos que se lo expresemos con palabras (aunque esta expresión sea una señal insegura de amor), dado que dicho derecho constituye el haber del otro. La emoción por las palabras de amor no es propiedad nuestra sino del otro, y su manifestación pertenece a su haber. Si el corazón rebosa por ello no se tiene por qué sentir vergüenza de dar honradamente a cada uno lo suyo.[4] No podría decirse entonces que Kierkegaard niegue la justicia, o que no haya algo “debido” al otro (y por ende que le pertenezca en propiedad), por el cual tenga derecho a exigirlo. Pero el acceso a ese reclamo requiere de una mediación –propio de la esencia de la justicia- que es la intervención del tribunal.
En efecto, Kierkegaard afirma que la justicia lleva lo “propio” a los tribunales.[5] ¿Acaso se necesita la mediación del tribunal para que opere la justicia del mismo modo que se necesita la mediación de Dios para que nazca el “amor al prójimo”? Son los tribunales los que determinarían qué es lo que cada uno tiene derecho a llamar “suyo” y juzgan y castigan a aquellos que no diferencian entre “lo mío” y “lo tuyo”. Cada uno puede hacer con lo “suyo” lo que le plazca, una vez que se haya resuelto en litigio lo que le corresponde debidamente. Pero en verdad Kierkegaard siempre habla de la justicia como la causa que produce todos esos resultados, incluyendo las acciones de los tribunales. Parece que cuando habla de la “justicia” se está refiriendo a la “administración de justicia” que se lleva a cabo propiamente en el asiento del tribunal. Por lo tanto el tribunal es la mediación por la cual la justicia actúa y produce sus efectos. El tribunal pone en acción la justicia y es en él donde se obtiene y consagra la obra de la justicia. No hay reproche de la justicia cuando cada uno busca lo que le pertenece por los medios que ella autoriza. Cuando a alguien se le despista lo suyo o lo de otro, la justicia interviene, pues es la encargada de cuidar la seguridad general.[6] Gracias a que la justicia tiene esta potestad y esta finalidad es que cada uno tiene lo “suyo”, lo que a cada uno legítimamente le pertenece.[7]
Lo “suyo” como obra del amor
En algún momento –dice Kierkegaard- puede producirse una desgracia que todo lo confunde, un terremoto, una guerra, una revolución. Tamaños cambios hacen que la justicia no pueda asegurar a cada uno lo “suyo” y hacer valer la diferencia entre “mío” y “tuyo”. Le es imposible en la confusión mantener el equilibrio de la balanza, arrojándola lejos de sí. Un estado así genera desesperación y la justicia no es ajena a ello. Pero el amor también puede entrar en confusión. El amor mismo es ya una revolución, un cambio. Pero, a diferencia de la justicia, es el más alegre y vivificador de los cambios, que transforma a quien es “presa” de él. Para Kierkegaard la confusión del amor provoca en los amantes que no haya entre ellos ya más “mío” ni “tuyo”. Si esto es así la revolución del amor es verdaderamente absoluta. ¿Acaso la obra del amor es la poderosa fuerza que supera la obra de la justicia? Sin un dejo de perplejidad afirma Kierkegaard: “¡Asombroso: hay un tú y un yo, y no hay ni mío ni tuyo!”.[8] “Tuyo” y “mío” son pronombres posesivos que se forman a partir de “tú” y “yo” respectivamente. Parecería -dice Kierkegaard- que en todas partes donde haya un “tú” y un “yo” debiera darse un “tuyo” y un “mío”. Y se da en todas partes -dice Kierkegaard- a excepción del amor, puesto que el amor es la revolución de todos los fundamentos. Cuanto más profunda sea la revolución del amor más perfecta será la desaparición de la diferencia entre lo “tuyo” y “mío”, y más perfecto será el amor.[9]
Ahora bien, hasta aquí ¿en qué momento del pensamiento de Kierkegaard nos encontramos? Sabemos que entre amor y justicia hay una diferencia esencial, dada por el carácter de “suyo” -en tanto “propio”- que incumbe a la justicia. Lo “suyo” y lo “propio” no es de pertenencia del amor. Sin embargo, no podemos retacearle a quien amamos lo que en propiedad le correspondería como “suyo”, como ha señalado Kierkegaard en el capítulo 1 de Las obras del amor. Pero sería un dar en el orden del amor, no en el de la justicia. El carácter de “suyo” en verdad no desaparece nunca, sólo que puede estar en dos órdenes distintos: en el de la justicia y en el del amor. Lo “suyo” no desaparece, porque Dios también busca lo “suyo”, y siendo el amor absoluto, lo busca dándolo todo. Y Cristo también busca lo “suyo” viniendo al mundo para entregarse al sacrificio redentor por todos.[10] Pero el amor ha producido una transformación tal que ha sido capaz de hacer desaparecer la diferencia entre “tuyo” y “mío”. En otras palabras, no desaparece lo “tuyo” y “mío” sino su diferencia. Esta diferencia es borrada por el amor.
Es de tal magnitud lo que el amor suprime, que al eliminar la diferencia elimina también la naturaleza de “propio” que tiene lo “suyo”. Lo “suyo” es “propio” gracias a la diferencia, es en ésta que podemos decir “esto es tuyo y aquello es mío”. Si no está presente la diferencia, no podemos decir entonces qué es “mío” y qué es “tuyo”. Entonces, si lo “tuyo” y lo “mío” es producto de una presencia (la de la diferencia) ¿En qué consiste la revolución del amor? ¿Qué tiene que hacer el amor para eliminar esa presencia? Kierkegaard afirma: “Su perfección [la del amor] residirá esencialmente en que no se revele que, oculta en el fundamento, haya yacido y yazca, con todo, una diferencia entre mío y tuyo… [subrayado propio]”.[11] Es decir, que el amor debe calar de tal modo en los fundamentos que no se revele nunca que hay una diferencia entre “tuyo” y “mío”. Debe ser una revolución tan profunda que impida que la presencia oculta de lo “propio” en el fundamento jamás emerja. Esta es precisamente la obra del amor. Con esta obra revolucionaria del amor –cristiano-, en el orden del amor, buscar lo “suyo” (en tanto “propio”) queda relegado al amor de sí –al egoísmo-.[12] Y lo “propio” –en tanto esencia de lo “suyo- queda reservada al orden de la (administración de) justicia, la que ya se encuentra estremecida por dicha revolución y se encontrará cada vez más cuanto más profunda sea.[13] ¿Qué será pues lo “suyo” a partir de la revolución del amor?
En el amor de la pasión amorosa y la amistad se produce un sacudimiento del amor de sí y, por ende, de lo “tuyo” y de lo “mío”. El enamorado y el amigo están fuera de sí, como dice Kierkegaard, fuera de lo “propio”, lo que hace que no haya diferencia ahora entre “mío” y “tuyo”. Ahora lo “mío” se ha trocado en “tuyo”, y lo “tuyo en “mío”. Kierkegaard sostiene que aún subsiste un “mío” y un “tuyo”, sólo que ahora por efecto del trueque producido por la revolución del amor no se remiten al primer e inmediato amor de sí, donde lo “mío” se mantiene en litigio con lo “tuyo”. Ahora son un “mío” y un “tuyo” comunes, integran una comunidad. Por eso, ya no es un amor egoísta, porque el amor se ha vaciado de lo “propio” para convertirse en un amor de lo “común”. Es una variante de lo “tuyo” y de lo “mío” pero sin el componente de lo “propio” del puro amor egoísta. Como dice Kierkegaard, ahora hay una comunidad perfecta de “mío” y “tuyo”. “Tuyo” y “mío” se han convertido en “nuestro”.[14] No obstante, Kierkegaard advierte que en el amor de la pasión amorosa y la amistad, la revolución del amor “de sí” no es lo suficientemente profunda desde los fundamentos.[15]
Todavía para Kierkegaard puede existir la posibilidad de que la diferencia entre “tuyo” y “mío” se halle como dormida y se despierte el litigio entre lo “mío” y lo “tuyo” del amor de sí. Kierkegaard se pregunta: “¿Cómo se podrá abolir por completo la diferencia de mío y tuyo? La diferencia de mío y tuyo constituye una relación de oposición, solamente subsisten el uno en y con el otro…”.[16] Como la diferencia entre “tuyo” y “mío” -en la relación de amor de la pasión amorosa y la amistad- es una relación de oposición; y no habrá relación si falta uno de los dos términos, la forma de “abolir por completo” la diferencia entre “tuyo” y “mío” (y que nunca quepa la posibilidad de que despierte) es eliminar uno de los dos términos de la relación. Aquí la forma que cobra la no-revelación-de-la-diferencia (de la que hablamos más arriba) es la forma de la completa eliminación de uno de los dos componentes de la pasión amorosa o de la relación de amistad.
Si se elimina lo “tuyo” y queda únicamente lo “mío” la consecuencia es el crimen, el delito. El criminal no reconoce en absoluto lo “tuyo”. Y lo “tuyo” pasa a lo “mío” del criminal desapareciendo toda distinción. Pero interviene la justicia, que elimina el “mío” del criminal nacido de la apropiación ilegítima de lo “tuyo” de la víctima. Y aun cuando el criminal disfrutara ilegítimamente de lo “tuyo” de la víctima, tanto menos “mío” poseerá.[17] En cambio, si se elimina lo “mío” y queda únicamente lo “tuyo”, esto es para Kierkegaard el amor auténtico, producto del sacrificio que se niega a sí mismo en todo. Pero en la eliminación de lo “mío” también se extingue lo “tuyo”. En la extinción de lo “tuyo” todo pasa al “mío” del amador auténtico. En otras palabras, todo es “mío” cuando ya nada es “mío”, cuando ya nada poseo. En verdad, ya no hay distinción entre “mío” y “tuyo”; ocurre lo que dice el apóstol Pablo –citado por Kierkegaard- “Todo es vuestro” (1 Corintios 3, 21).[18]
El “mío” del criminal carga con la maldición de extinguirse en el momento de quedar abolido por completo el “tuyo”. Por el contrario, cuando se extingue el “tuyo” del amor auténtico resulta la bendición de que todo se le vuelve “mío” y esto –para Kierkegaard- es un misterio divino-.[19] ¿Por qué un misterio? Al desaparecer todo “tuyo” desaparece la diferencia entre “mío” y “tuyo”, lo que hace que ya nada sea “mío”. Pero que nada sea “mío” hace que todo sea absolutamente “mío”, una misteriosa contradicción producto del propio amor auténtico. Éste se niega y se entrega de tal modo, que no busca que lo “tuyo” pase a manos de lo “mío”, lo que resulta, por ende, que todo sigue siendo “tuyo”. Otra misteriosa contradicción. El amor abnegado hace misteriosamente que todo sea “mío” y que todo sea “tuyo” al mismo tiempo para que la distinción se disuelva. Para que nada de lo “tuyo” pueda ser “mío”, tiene que negarse por completo el carácter de “mío” que en lo “tuyo” pueda caber. Esto es posible sólo en la entrega absoluta, puesto que entregarse significa que todo el amor es “tuyo” y nada de lo “tuyo” puede llegar a ser “mío”. Por lo tanto, sólo puede ser “mío” en la posesión que se haga del amor como absolutamente “tuyo”.
Ya no hay oposición sino totalidad de lo “mío” y de lo “tuyo”, y es esta totalidad la que hace que lo “mío” y lo “tuyo” desaparezcan por completo. Como el amor de la abnegación supone la presencia del amor de Dios, lo “mío” y lo “tuyo” se han transformado en el “suyo” divino, y en este “suyo” divino nada es “mío” y nada es “tuyo”. Todo está remitido al “suyo” divino, que no es lo “propio” -como en la justicia-, sino “abnegación”, “sacrificio”, “entrega”, en última instancia, “don” divino. Como afirma Kierkegaard “Dios es todo”.[20] El amor auténtico no entiende de las exigencias del severo derecho, ni las de la justicia, ni las del precio justo de lo “propio”. No es entendido en intercambios como los de la pasión amorosa, ni en la comunidad como corresponde a la amistad. El amor auténtico se puede resumir en lo siguiente: darlo todo sin obtener lo más mínimo a cambio.[21] Esto es lo “suyo” del amor del espíritu.
Lo “suyo” como obra de la peculiaridad
Kierkegaard dice: “…solamente el amor verdadero ama a cada ser humano según la peculiaridad de éste”.[22] El peculiar en cuanto peculiar tiene algo que le es “suyo”. Ser peculiar consiste en ser uno mismo ante Dios. Kierkegaard pone el acento en este “ante Dios” ya que para Kierkegaard Dios es el origen y la fuente de toda peculiaridad. La peculiaridad supone tener el coraje de ser uno mismo ante Dios. Coraje que se necesita para enfrentar la hazaña de ser uno mismo ante Dios con orgullo y humildad.[23] Sólo quien se arriesga a tamaña empresa de ser uno mismo ante Dios con humildad y orgullo tiene según Kierkegaard peculiaridad. La peculiaridad es un don de Dios, no es “mía”, no (me) pertenece por sí. La peculiaridad se reconoce en lo que Dios da a cada uno, no por algo que se cree poseer por uno mismo. Son la bondad y el poder de Dios los que permiten reconocer tanto lo peculiar de uno como lo peculiar del otro. El amor auténtico ama a cada ser humano según la peculiaridad de cada uno. Tal peculiaridad constituye lo “suyo” de cada ser humano. El amor auténtico no busca lo “suyo” de sí, sino lo “suyo” del otro. En consecuencia, el amor auténtico ama lo “propio” del otro, no lo “propio” de sí. ¿Cómo debe entenderse lo “propio” del otro? ¿De la misma manera que se entiende lo “propio” de la justicia?
Lo “propio” del otro es su peculiaridad. Cada ser humano si ama auténticamente debe amar siempre lo “propio” del otro, jamás lo “propio” suyo. De llegar a ser así, todos los hombres amarán a su prójimo en lo “propio” que cada prójimo tiene. Lo primero que tiene de “propio” el prójimo es, precisamente, la condición de tal. Esta primera condición de “propio” que resulta del amor auténtico (y no de la justicia) lleva a una segunda condición: que el prójimo sea libre e independiente, que se convierta en él mismo, que pueda estar y mantenerse por cuenta propia.[24] Cuando Kiekegaard formula la pregunta: “Este ser humano se mantiene solo….gracias a mi ayuda”, si la ayuda es por amor auténtico, la ayuda debe ocultarse[25] al prójimo, precisamente para que el prójimo sea capaz de mantenerse solo. Si no fuera así, si la ayuda que se le presta al prójimo es de tal modo que queda en evidencia que se mantiene solo precisamente por la ayuda de otro, en primer lugar, la ayuda brindada no será por amor auténtico sino por amor egoísta. Y en segundo término, no se habrá independizado, porque deberá reconocer que ha llegado a mantenerse solo porque alguien lo ha ayudado. Esto le generará un deber de justicia y no de amor, porque estará obligado para con el otro en la misma cantidad que el otro le ha dado. Por lo tanto, no habrá amor sino debito, pues, deberá en algún momento devolver el equivalente de la cantidad recibida. Queda entonces obligado para con él.
Lo máximo entonces –dice Kierkegaard- es que sea capaz de mantenerse por su cuenta, sin vínculo de dependencia con nadie. Lo “propio” (en cuanto “suyo”) será ahora lo producido por su propia cuenta, fruto de su libertad e independencia, es decir, por obra de su peculiaridad. La ayuda del amador auténtico se ha ocultado para que la peculiaridad del prójimo pueda emerger con toda plenitud. Pero en el fondo, en su ocultarse absolutamente desinteresado, deja patente la verdadera ayuda que sostiene la peculiaridad del prójimo, la ayuda de Dios. Por eso dice Kierkegaard que el amador auténtico comprende que, esencialmente, todo ser humano se mantiene él solo gracias a la ayuda de Dios, y que de lo que se trata es de no impedir la relación entre Dios y el otro ser humano, a punto tal que toda la ayuda del amador auténtico desaparezca infinitamente en la relación con Dios.[26] Esta es una verdadera prueba del carácter sacrificial del amor auténtico. ¿Le queda al amador auténtico alguna satisfacción por su sacrificio? Sí, el saber que ha sido un colaborador de Dios, una mera actividad en manos de Dios, un instrumento al servicio de las obras del amor.
A modo de conclusiones
Hemos mostrado hasta aquí tres dimensiones en las que Kierkegaard ubica la esencia de lo “suyo”: la primera, la que señalamos como su ámbito natural, la dimensión de la justicia. La segunda, la dimensión del amor (cristiano) auténtico. Y la tercera, la dimensión de la peculiaridad.
Kierkegaard cree en la justicia, pero comprende que la justicia busca afianzar lo “suyo” en cuanto “suyo”, asumido bajo la forma de una exigencia. La justicia sirve para reclamar y defender lo “propio”. En la justicia hay algo de “egoísmo”, pero como se asienta en lo debido, lo “propio” resulta legítimo. No obstante, para reafirmar lo “suyo” la justicia se atribuye el carácter de severidad. Más arriba se mencionó el “severo derecho”, que bien puede extenderse a la misma justicia.
De la severidad Kierkegaard habla en el punto sobre la peculiaridad. Severidad es carencia de flexibilidad y de condescendencia para comprender a otros.[27] Quien es severo exige lo propio de cada uno y obra según su voluntad. La severidad es un atributo del juez que impone la voluntad del derecho y dice qué es lo “suyo” de cada uno. La severidad sería el atributo fundamental que separa la justicia del amor auténtico.
El amor auténtico da un paso más, borra la diferencia entre lo “tuyo” y lo “mío” y supera el egoísmo. El amor auténtico no busca lo “suyo” en cuanto “suyo”, es decir lo “propio” de cada uno, porque es entrega y sacrificio y envuelve en la totalidad del amor de Dios todo lo “suyo”. El amor auténtico –como revolución del amor- no hará desaparecer la justicia, pero la hará estremecer hasta sus raíces cuanto más profunda sea esa revolución. ¿Qué estremece la revolución del amor? El litigio residual que pueda quedar entre lo “tuyo” y lo “mío”, al transformar lo “tuyo” y lo “mío” individuales en lo “tuyo” y lo “mío” comunes.[28]
Pero aún falta una tercera elevación de las obras de la justicia y del amor: la peculiaridad de cada ser humano. El amor auténtico debe de amar la peculiaridad de cada uno. Ahora la peculiaridad constituye lo “suyo” de cada uno, por lo que el amador auténtico, no sólo no ama su peculiaridad –no busca lo “suyo”- sino que, al amar la peculiaridad del otro, ama lo “propio” del otro.
Lo que por obra de la justicia comienza siendo lo “suyo” como lo “propio” de uno, por obra del amor auténtico lo “suyo” se troca como lo “común”, para retornar lo “suyo” por obra de la peculiaridad como lo “propio” del otro.
Fuentes
Søren Kierkegaard (2006). Las obras del amor. Salamanca: Ediciones Sígueme.
[1] Kierkegaard S., (2006, p. 320).
[2] “La justicia es la constante y perpetua voluntad de dar (conceder) a cada uno su derecho”.
[3] “vivir honestamente”, “no hacer daño a nadie” y “dar a cada uno lo que le corresponde”.
[4] Kierkegaard S., (2006, p. 29).
[5] Kierkegaard S., (2006, p. 320).
[6] Kierkegaard S., (2006, p. 320).
[7] Kierkegaard S., (2006, p. 320).
[8] Kierkegaard S., (2006, p. 321).
[9] Kierkegaard S., (2006, p. 321).
[10] Kierkegaard S., (2006, p. 319).
[11] Kierkegaard S., (2006, p. 321).
[12] Kierkegaard S., (2006, p. 319).
[13] Kierkegaard S., (2006, p. 321).
[14] Kierkegaard S., (2006, p. 322).
[15] Kierkegaard S., (2006, p. 322).
[16] Kierkegaard S., (2006, p. 323).
[17] Kierkegaard S., (2006, p. 323).
[18] Kierkegaard S., (2006, p. 323).
[19] Kierkegaard S., (2006, p. 323).
[20] Kierkegaard S., (2006, p. 324).
[21] Kierkegaard S., (2006, p. 325).
[22] Kierkegaard S., (2006, p. 326).
[23] Kierkegaard S., (2006, p. 327).
[24] Kierkegaard S., (2006, p. 331).
[25] Kierkegaard S., (2006, p. 331).
[26] Kierkegaard S., (2006, p. 335).
[27] Kierkegaard S., (2006, p. 326).
[28] En tal sentido Kierkegaard dice que “…sin duda «nuestro» no está formado a partir del mío y tuyo en litigio, ya que de ahí no puede formarse ninguna asociación, sino a partir de lo mío y tuyo reunidos, trocados” (2006, p. 322).
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