Juan Carlos SÁNCHEZ SOTTOSANTO: La pasión según Kierkegaard
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Esta presentación anhela cumplir con un doble propósito; en primer lugar, brindarles a todos una cálida bienvenida a las Undécimas Jornadas Kierkegaard, que este año se titulan “Kierkegaard: una pasión”. En segundo lugar, y utilizando o remedando el método de comunicación indirecta como gustaba nuestro amigo danés (y más indirecta aún, porque lamentablemente no puedo estar presente en este momento), hablar de la pasión según Kierkegaard. Elegí adrede un título equívoco; quizás lo único no condenable de él sea el artículo “la”. Pues, ¿de qué hablamos cuando hablamos de “pasión”? ¿por qué “según”? ¿Quién es (y utilizo adrede también el presente y no el pretérito) Kierkegaard? Las preguntas no son inocentes, por supuesto.
En nuestra habla cotidiana pasión puede remitirnos al deseo amoroso o a un hobby o a un equipo deportivo. Yendo a un diccionario podemos descubrir sus etimologías en el latín passio y en el griego pathos. En los vericuetos de la jerga escolástica, heredera del aristotelismo y del estoicismo, las pasiones pueden ser todas las afecciones de nuestra voluntad. Podemos hablar de pasiones que son virtudes y de otras que son vicios, y sincretizarlas con los conceptos cristianos de nuestra imagen y semejanza de Dios pero también con la herencia del pecado. Podemos hablar de pasión como padecimiento, o ponerle una mayúscula y allí entrar en la Pasión por excelencia, la de Cristo, que ha inundado toda una iconografía, toda una literatura, todos los catecismos. Los cristianos recuerdan (supuestamente) esa pasión a través de símbolos y rituales, el más conspicuo de ellos el de la llamada “semana santa”. El Cristo flagelado y después crucificado es una presencia tan fuerte que aún los no cristianos pueden introducir en las metáforas del lenguaje esas imágenes del Calvario. Erasmo, generosamente, habló también de la “pasión de Sócrates” y así, a partir de dos tremendos dramas individuales, se crean los grandes pilares de aquello que, para bien o para mal, llamamos Occidente.
Sobre el “según”, podemos decir que podríamos haber optado por otros adverbios y preposiciones, y hablar de la pasión de, por, hacia, ante, contra Kierkegaard. Y en cuánto a Kierkegaard, sospecho que todo “apasionado” por él tendrá más de un recaudo o sentimiento de imposibilidad al desear caracterizarlo. Posiblemente ese apasionado sienta, como Sócrates ante el oráculo délfico, que cuánto más intenta conocerlo más inaprehensible le resulta, pero paradójicamente esa inaprehensibilidad vuelve a Kierkegaard aún más apasionante. No suelen manejarse así las despistadas entradas de las enciclopedias que, sotto voce SK, nos hablarán de fechas, del autor de, de un filósofo, de un teólogo, de un escritor, del padre del existencialismo o de tres estadios o del introductor del concepto de angustia en el léxico filosófico o cosas por el estilo. Pero de interrogar a Kierkegaard –o en su defecto, a algunos de sus libros, en especial a aquellos no firmados con seudónimo sino con su propio nombre- nos encontraríamos con la autoconciencia de ser “solamente” un escritor religioso; que la pasión por excelencia es la fe; que el clímax pasional de una vida es ese punto cuasi místico (aunque detestaba el misticismo) que él llamó “instante”, la irrupción de la eternidad en el tiempo –y ya no el tiempo como imagen móvil de la eternidad como quiere el Timeo de Platón- para poder escuchar (o no escuchar, o escandalizarse ante) la voz de nuestro contemporáneo, el Cristo de los Evangelios, ante el cual las dimensiones cronológicas, históricas, geográficas, sencillamente se desmoronan ante la singularidad ebullente de ese escuchar o de ese ignorar en el cual se construye nuestra libertad.
Recordemos, sin embargo, que Kierkegaard siempre se erige como nuestro contemporáneo, pero que las cronologías oficiales nos dicen que murió un 11 de noviembre de 1855 y por lo tanto este miércoles, en estas mismas Jornadas, se cumplirán los 160 años de su muerte o, si queremos ir más allá con un paralelismo, con la pasión y muerte de ese individuo que creyó en el cristianismo pero que también sabía de su propia imposibilidad de ser un cristiano a plenitud. Del individuo que, tras una prolongada lucha –o agonía, en su sentido etimológico- contra la cristiandad, perversión nefanda, burguesa y cómoda del verdadero cristianismo, murió colapsado cuando esa cristiandad, institucionalizada y sintiéndose traicionada por un pensador de valía, se ocupó en terminar con sus ya frágiles nervios. En ese sentido, la pasión de Kierkegaard –léase la fe, léase Jesucristo- lo llevó al padecimiento casi con rigores tan fuertes como los del Jesús histórico. Casi al martirio: en el sentido vulgar del término, pero aún más y nuevamente, en el etimológico: TESTIGO con su vida y con su muerte de su pasión por Cristo y su adversión (otra pasión) hacia esa caricatura de la palabra de Cristo que era –es- la cristiandad.
Pascal decía de Jesucristo que estará en agonía hasta el fin de los tiempos. ¿Podemos atrevernos a decir lo mismo de Kierkegaard? Yo creo que sí. Que su agonía comenzó hace dos siglos y no ha terminado, y felizmente no hay visos de que termine. Agonía en sentidos positivos, negativos y quizás neutros. Mientras podamos seguir a la escucha de su voz –siempre dirigida a un lector único y nunca erigida como una teoría abstracta- esa agonía continuará. Mientras nos interpele y lo interpelemos, e incluso decidamos dejar de escucharlo, Kierkegaard estará en una agonía –una lucha, un juego, una pasión- que no resultará en vano. Pero hay aspectos de esa agonía que no dejan de ser sorprendentes o, como querría nuestro autor, paradójicos. ¿No es acaso sorprendente que entre los “apóstoles” más ilustres de nuestro “escritor religioso” hayan sobresalido, con la notable excepción de un Gabriel Marcel en el campo católico o de un Karl Barth en el protestante, pensadores o artistas no creyentes de la talla de un Heidegger, un Sartre, un Camus, un Kafka, un Bergman? ¿No es sorprendente realmente esta pasión? ¿O que con una pasión en sentido opuesto haya tenido detractores tan interesantes como un Lukáks o la Escuela de Frankfurt? ¿Es negativo que sus “escuchas” más trascendentes hayan negado las pasiones más fuertes de nuestro amigo, a saber, la fe y Jesucristo? No, desde el momento en que esa escucha, fragmentaria y parcial o como se quiera, ha enriquecido para siempre la cultura del siglo XX. No desde el momento en que Kierkegaard siga existiendo como “posibilidad”: posibilidad en el sentido kierkegaardeano; si las prostitutas y los publicanos eran mejores para Cristo que los fariseos y los hipócritas, ¿porqué la pasión de Kierkegaard no sería más noble en manos de los ateos y de los agnósticos que en el de los miembros de una cristiandad que sigue demostrando, día a día, su pacto tácito con los aspectos más deleznables de nuestra sociedad? Creo que esa agonía es buena; creo que puede haber un Kierkegaard pasado por el tamiz de un Lacan o incluso (o mejor aún) por el de un lector ingenuo que compra un libro de nuestro héroe en una librería de viejo y esa misma noche, con pasión, comienza una lectura no mediada por nadie.
Creo que el peligro está en otra parte. En el Kierkegaard de manual. En el Kierkegaard sistematizado cuando su horror por toda sistematicidad es más que patente en sus escritos. El Kierkegaard “paperizado” si se me permite el neologismo, es decir, reducido a la sombra gris de un paper que se alimentó de otros papers y con los que la Academia se retroaliamenta para no morir, pero que puede terminar matando de aburrimiento. Afortunadamente no existe una iglesia kierkegaardiana, pero lamentablemente sí una institucionalización de su pensamiento. Hay un Kierkegaard, en fin, reducido a un fósil al que debe viviseccionarse, fragmentarse, atomizarse, discutirse y llenarse de abstracts y key words y notas al pie que nadie lee pero que engrosan currículos. Yo tengo un amigo paleontólogo que ciertamente es un apasionado por los dinosaurios; pero felizmente también ama escuchar a pájaros vivos, ver reptiles vivos en su hábitat, y contemplar las estrellas.
Fosilizar, paperizar a Kierkegaard es matarlo dos veces, prolongar su agonía en el sentido más crudo. Es dejar de verlo como una posibilidad y crear certezas que pueden durar lo que la vida útil de un paper. Es no haber aprendido nada de él: que él es un yo que se dirige a un tú que casualmente soy yo y sólo yo.
Amemos los fósiles pero escuchemos los pájaros de nuestro patio. Ojalá estas jornadas estén llenas de apasionados por Kierkegaard, o de quienes se asomen a su voz por primera vez. Que la agonía sea posibilidad y escucha e interpelaciones mutuas.
Nuevamente les doy la bienvenida a las Undécimas Jornadas Kierkegaard.
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