Introducción
Las obras del amor es un libro complejo en el que se introducen varios temas discutidos desde perspectivas de análisis a veces contrapuestas.[1] Al presentar el problema del deber, por ejemplo, son planteados simultáneamente, tanto el subjetivismo del individuo ético como el sentido formalista y universal de la idea de prójimo. Al mismo tiempo, se destaca el aspecto concreto del prójimo que otorga contenido y particularidad al problema del amor “por deber”, forzando al sujeto solipsista y burgués que critica Adorno, a trascender sus propios límites para salir al encuentro de la irreductible peculiaridad o diferencia radical del otro.[2]
En lo que al subjetivismo respecta, la obra hace hincapié en la auto-examinación socrática, pues obliga al individuo a preguntarse por su propio modo de amar. No se centra en el objeto del amor sino en el sujeto. No busca alguien a quien amar sino amar al objeto dado, ya sea elegido o encontrado. El sentido último del amor a los difuntos radica justamente en la elaboración de una “crítica” del sujeto que ama. El difunto oficia de prueba y medida del amor para el sujeto existente, pues “el guardar amorosamente memoria de los difuntos es la obra del amor más desinteresado, libre y fiel de todos. Decídete, pues, a ponerlo en práctica; recuerda así a algún muerto, y cabalmente con ello aprenderás a amar a los vivos con un amor desinteresado, libre y fiel. En la relación con un difunto tienes la pauta a que has de ajustarte.” [3]
En lo que respecta al sentido simultáneamente universal y particular de la definición de “prójimo”, es menester detenerse en los capítulos segundo y cuarto de la primera parte del libro. Mientras en el capítulo segundo, se hace hincapié en el aspecto conceptual de la definición de prójimo, basado en la idea de fordoblelse o duplicación del propio yo, que busca dar cuenta del otro de modo “universal”, en el capítulo cuarto, se subraya la necesidad de amar a los hombres que vemos. Es necesario tener presente que, lo más importante del asunto no radica en amar al primero que aparece, sino en amar al otro con sus “concretas” y “particulares” determinaciones. El tema de lo concreto no se vincula tanto con la inmediatez, sino con otras dos cuestiones más fundamentales. La primera tiene que ver con un principio de aceptación del otro en su absoluta particularidad[4], y la segunda, con la “necesidad” humana de amar y ser amado por un ser humano determinado.
Evidentemente, en Las obras del amor coexisten el formalismo y el universalismo, por un lado, con el materialismo y el particularismo, por el otro. Se discuten tanto posturas realistas como espiritualistas, en un contexto que en lenguaje contemporáneo puede describirse como el de la relación teoría-praxis. El problema radica en cómo articular estas oposiciones y en evaluar si existe una supremacía de alguno de los términos sobre el otro. Subrayar sólo uno de los términos y no dar cuenta del otro significa obviar el aspecto polisémico del planteo de Kierkegaard.
Amor auténtico o desnaturalización del amor sensual
El amor romántico es fruto del instante y la inmediatez, carece de imperativo, salvo el del goce, y se centra en un objeto único y exclusivo. Sus características impiden convertirlo en base o fundamento de una ética, pues su fin se agota en “sí mismo”. Es decir, no es posible planificar o universalizar este tipo de amor para transformarlo en regla. Esta última exige “persistencia en el tiempo” y “continuidad en la determinación”. El sentimiento amoroso, por el contrario, no es capaz de prefijar ni su duración ni la continuidad exigida por la ética, pues depende del fluctuar de la emoción. La sensibilidad en su etapa hedonista o estética sólo se ve compelida a actuar por el devenir, o bien de su propio fluir, o bien del fluir del objeto amado.
Esta última es la imagen del amor romántico que Kierkegaard parece construir en varias de sus obras. A ella contrapone la imagen del “amor cristiano”, objeto del deber moral y fundamento de la ética. Lo complejo del análisis no radica en la formulación de dos paradigmas de amor, sino más bien en lo contrario. En Las obras del amor queda explicitado que existe un único modo auténtico de amar. Con este enunciado se hace patente el problema. Si Kierkegaard permitiera la subsistencia de la “contraposición” esbozada en las primeras páginas, no se convertiría en blanco de ciertas críticas. Pero, al referirse a un único modo de amar, es difícil continuar pensando el fenómeno amoroso en términos de “sentimiento” o “emoción”, y en este sentido, parece inevitable sostener que esta postura supone una cierta “desnaturalización” del amor. Esta desnaturalización no implica solamente desechar la comprensión del fenómeno amoroso que ofreciera el mundo antiguo, -el modelo aristotélico de la amistad, por ejemplo-, sino también la esbozada por la literatura romántica. La gravedad del asunto consiste en que Kierkegaard rechaza toda explicación histórica previa del amor, para delinear una concepción cuya inspiración es cristiana, pero cuyos resultados vuelven difícil proseguir denominando “amor” a un fenómeno que: a) es objeto de un imperativo moral; b) no es provocado en el corazón de ningún hombre si no es por la intervención de un “tercero”; c) exige el “olvido de sí”; d) no se origina en la inmediatez de la vida anímica del hombre y supone además su “radical transformación interior”.
Kierkegaard, sin embargo, intenta mantener el sentido primigenio del amor preferencial, y sostiene entonces que éste cobra total magnitud por medio de la “transformación interior” que exige el cristianismo, la cual consiste, en última instancia, en una praxis inabordable “teóricamente”. De modo que, el sentido auténtico del amor preferencial sólo puede ser expresado por el cristianismo. Este enunciado, a su vez, no puede ser demostrado, sino que debe ser creído, pues el amor es. Es decir, o bien se acepta la asunción dogmática presentada aquí, o bien se la rechaza convirtiéndose automáticamente en un representante más del “egoísmo”. No existe otra alternativa posible.
Ahora bien, si Kierkegaard intentara dar cuenta de la peculiaridad del concepto de “amor” guiado por la regla cristiana, debería dejar subsistir, no obstante, “otros modos posibles de amar”. En algunos pasajes de Las obras del amor parece inclinarse por esta alternativa. Sin embargo, si se tratara de una posibilidad cierta, no podría luego introducir la dicotomía “amor auténtico/ amor inauténtico”, pues al hacerlo rechaza de hecho la idea de amor como fenómeno cuyas manifestaciones son múltiples. En todo caso, el amor no cristiano resulta ser siempre expresión de lo inauténtico. A su vez, descarta todo tipo de amor que no origine una “transformación radical”. Estas exclusiones indican que el eje del análisis es de carácter unidimensional aun cuando no quede explícitamente formulado de ese modo.[5]
Modos de amar
Existe un aspecto complejo del planteo de Kierkegaard vinculado, por una parte, con la noción de subjetividad, y por otra, con los modos de amar. Cuando se afirma la existencia de un único tipo de amor auténtico, se puede fácilmente correr el riesgo de negar el amor. Dado que el sujeto que ama es un individuo particular, el amor no puede convertirse en regla universal, y menos aún en imperativo. Transformar el amor en objeto de un imperativo supone desconocer por completo la subjetividad. Esta se ve afectada por la sensibilidad de maneras diversas, que si bien pueden “generalizarse”, no pueden, no obstante, universalizarse. Tener esta pretensión implica pensar el amor desde un punto de vista meramente formal. Si bien este modo de aprehender el fenómeno amoroso puede ser útil a los fines de formular una ética, no lo es cuando se trata de pensar el amor del modo más completo posible como fenómeno autónomo. Elidir la sensualidad conduce a la abolición misma del aspecto prístino y primitivo de lo amoroso, cuyo origen primero, lo reconozca Kierkegaard o no, es sensitivo, y cuya transformación radical conduce también a una modificación del “estado de ánimo”.
Subsiste, no obstante, la posibilidad de que Kierkegaard presente el amor como imperativo sin el objetivo de formular una ética, sino con la intención de sugerir lo contrario, esto es: la imposibilidad de establecer los principios generales de una teoría ética. En este caso, habría que pensar qué consecuencias se deducen de la obligación de amar. Probablemente, ni el formalismo ni la “desnaturalización” de la forma intuitiva de pensar el fenómeno amoroso serían vistas como dificultades. Ciertamente, desde esta otra perspectiva, no existiría a priori ninguna objeción al intento de aprehender el fenómeno amoroso de manera contra-intuitiva. Si bien se carecería de “completud” en la descripción del fenómeno, se podría dar cuenta de cierto tipo particular de amor. El inconveniente radicaría en que este tipo particular de amor fuera definido como el único auténtico.
Sujeto y Objeto del amor
Si bien Kierkegaard introduce una distinción entre dos tipos de amor, el amor preferencial o egoísta (Forkjerlighed), y el amor no preferencial o cristiano (Kjerlighed), la diferencia entre ambos sólo forma parte de un recurso expositivo. El filósofo danés cree que existe un único modo de “amor auténtico”: el que exige un cambio radical en la “forma de vida” de quien se arriesga a “practicarlo”. El amor deviene “práctica del olvido de sí ” pues exige la erradicación de cualquier signo que suponga referencia egoísta al yo. El que ama no debe esperar reciprocidad en el amor, debe amar a pesar de no ser correspondido y debe entender su amor como una “deuda infinita”. Esta forma peculiar de praxis es incomprensible en el seno del pensamiento yoico o subjetivista (¿cómo podría plantearse el amor sin sujeto?). El nivel de entrega que exige la “comprensión” cabal del otro como “absolutamente” diferente de sí mismo, impide centrar el análisis en el ego. No obstante, Kierkegaard hace referencia tanto al sujeto que ama, como al que es amado. Este último no es otro que el “prójimo” (“primer tú”- y no el “otro yo”) en un sentido absolutamente universal –nadie puede quedar excluido- aunque no “abstracto”. Esto significa que el amor se vuelve “inobjetable”. Siempre habrá alguien plausible de transformarse en “objeto” de amor, aun cuando amar auténticamente significa desentenderse por completo del “objeto”.[6] La elección del “objeto” de amor es completamente indiferente. Es más, elegir un objeto “amable” no es otra cosa que mostrar la “preferencia” o inclinación por determinadas características particulares que vuelven “deseable” a cierto objeto. Este modo de proceder es típico del amor de sí o amor egoísta, que no ama en el otro al “primer tú” sino al “otro yo”. El amor de sí posee carácter “reflexivo”, pues elige el objeto de su amor partiendo de “sí”. Sólo ama en el otro el “reflejo de sí mismo”. Es incapaz de amar en el otro al “otro”.
Ciertamente, es evidente que el amor no puede realizarse sin sujeto. Por eso Kierkegaard discute el amor auténtico a partir de dos presupuestos: en primer lugar, nadie puede amar a otro si no se ama antes a sí mismo. El amor de sí es el punto de partida de la discusión sobre el amor. No obstante, es necesario distinguir entre un modo positivo de amarse a sí mismo, y un modo negativo que conduce al “egoísmo”. El objetivo del libro consiste justamente en subrayar la necesidad de superar este falso modo de amor para tener acceso a la auténtica praxis amorosa. El olvido de sí o negación de sí mismo son exigidos solamente como momentos necesarios de la superación del egoísmo, pero no en sentido absoluto, ya que, sin sujeto el amor no puede ser practicado.
Para quienes plantean la necesidad de que ágape transforme y no elimine a eros, es fundamental entender que esta “transformación” implica la erradicación del elemento negativo de eros, esto es: el egoísmo. Despojado del egoísmo el amor sensual queda transfigurado. He aquí el problema: ¿es ágape un mero “correctivo”? ¿es necesario introducirlo para transformar a eros? ¿Piensa Kierkegaard que existe alguna posibilidad real de que persista el amor natural en sentido no egoísta? ¿No supone acaso que la característica definitoria del amor sensual es el egoísmo?[7] ¿Y entonces, lo que pretende que ágape transfigura no es otra cosa que un modo de eliminación?
Para poder responder estas preguntas es necesario plantear previamente otra cuestión, a saber: si la relación del cristianismo con lo mundano es de absoluta oposición o si existe más bien un poder transformador del cristianismo que transfigura el mundo. A este interrogante pueden darse al menos dos respuestas. En ciertos pasajes de Las obras del amor la oposición es radical, lo mundano es caracterizado como opuesto a lo cristiano y la única alternativa para vivir una vida plena consiste en asumir la exigencia absoluta de lo cristiano, pues quien no lo hace expresa que su vida es un “error”.[8] Sin embargo, en el primer capítulo de la segunda parte del libro, se hace referencia al “lenguaje transpuesto”, que dice lo mismo que el lenguaje habitual pero de modo diferente, expresando la función metafórica que cumple el lenguaje cristiano al dar cuenta de lo edificante. “Todo discurso humano –e incluso el discurso divino de las Sagradas Escrituras- acerca de lo espiritual es esencialmente un discurso transpuesto. Es natural que sea así, o así lo exige el orden de las cosas y de la existencia misma, ya que por más que el hombre sea espíritu desde el mismo momento de nacer, sin embargo no empieza siéndolo de una manera consciente, sino que de antemano tiene que desarrollarse un cierto período sensitivo-psíquico.”[9] Este momento carente de conciencia de sí no es eliminado.“Este período previo permanece cabalmente para ser asumido por el espíritu; y así utilizado y empleado como fundamento se convierte en lo transpuesto (bliver det det overførte). Por esta razón el hombre espiritual y el hombre en cuanto ser psíquico-sensitivo dicen en cierto sentido lo mismo; sin embargo, intercede entre ambos al hablar una diferencia infinita, pues el segundo ni siquiera barrunta el misterio de la palabra transpuesta, sino que se limita a emplear la misma palabra, pero sin transponerla.”[10]
Aunque Kierkegaard tienda a sostener una posición radical, [11] en esta obra mantiene la ambigüedad y no da una respuesta última. Nada puede salvar lo mundano que es sinónimo de egoísmo, posesión y perdición. La única salvación se encuentra en lo eterno. Ahora bien, la paradigmática imagen negativa de “lo mundano” depende de haber planteado “lo cristiano” como único camino de salvación opuesto radicalmente al mundo.¿Es realmente de este modo? ¿No es acaso ésta una caricatura del mundo? ¿Es Kierkegaard consciente de ello y “produce” esta caricatura para colocar en primer plano la exigencia que supone lo cristiano frente a la cristiandad, o no hace uso de un recurso retórico sino que realmente concibe lo mundano de ese modo ? [12]
Ciertamente, en Las obras del amor la verdad del cristianismo es presupuesta como sinónimo de la negación del mundo. La verdad de lo cristiano es la no verdad del mundo. Si el cristianismo es verdadero, entonces el mundo es falso. Este planteo formalmente correcto desde el punto de vista lógico, no dice nada acerca del mundo. A su vez, la discusión sobre el cristianismo está centrada en el tema del tiempo.[13] La verdad del cristianismo se postula sobre la base de presupuestos platónicos. Mientras el mundo es temporal, el cristianismo es eterno. Lo eterno es verdadero por su carácter inmutable e invariable, y lo temporal es falso por su carácter variable y cambiante.
Es importante tener in mente que la discusión acerca de la oposición entre “lo cristiano” y “lo mundano” está ubicada en un contexto histórico teológico que la condiciona: el proceso de secularización iniciado indirectamente por el luteranismo. El problema de Lutero radica en que la imagen de Cristo redentor ha debilitado la imagen de Cristo como modelo y exigencia del cumplimiento de la ley. A su vez, como consecuencia de esta debilitamiento, se ha olvidado la necesidad de “arrepentimiento” para recibir la gracia, -que no es gratuita, sino que supone el esfuerzo humano-.[14] Kierkegaard enfrenta esta situación subrayando la imagen paradigmática de Cristo como modelo de sacrificio, y combate tenazmente el proceso de secularización planteando una diferencia radical entre ambos términos de la oposición. Por eso describe lo cristiano de manera ofensiva y escandalosa utilizando un arsenal retórico que produce una caricatura absolutamente negativa de lo mundano.[15] Sin embargo, aunque el enfrentamiento al proceso de secularización pueda ayudar a comprender el paradigma ofensivo de cristianismo que Kierkegaard construye para el mundo, no llega a explicar cuál es la verdadera imagen del mundo que posee.
A modo de conclusión
Si bien el tema de la universalidad se hace patente a la hora de “pensar” el concepto de prójimo, la particularidad del amor al otro hace que la praxis sea irreductible al concepto. La fe y la razón no coinciden. En el amor hay que tener fe. Si se piensa el concepto de prójimo, ni siquiera es necesario que exista “otro” a quien amar, pero en la praxis amorosa “el otro” concreto y real deviene necesario, pues es el centro del imperativo que interpela a la acción. Por eso encontramos dos modos de presentar el problema que son aparentemente “opuestos”. Ahora bien, “pensar” al prójimo en lugar de “amarlo” es signo de estar completamente “afuera” del cristianismo, que exige la acción de amar y desalienta todo pensamiento. El cristianismo es una praxis. El cristianismo es presentado como una “orientación” práctica dirigida a la “acción”, que todo hombre puede comprender de modo inmediato con la condición de que así lo “quiera”. En este sentido, el imperativo ético que presupone lo cristiano (“lo crístico”, diría Alvaro Valls) presenta un doble carácter. Es simultáneamente universal y particular. El discurso cristiano se dirige a “todo hombre”, dado que cualquiera tiene acceso a él, y a su vez “a cada uno”, pues exige la aceptación de la tarea por parte del individuo particular. No obstante, el universalismo ético de lo cristiano no puede concebirse “epistemológicamente”, sino “prácticamente”. En este contexto, la especulación no puede ser otra cosa que un “desvío” y Kierkegaard puede ser pensado –junto a Feuerbach y Marx- como un cultor de la “filosofía de la praxis”, cuyo interés radicó en oponerle al idealismo especulativo de Hegel la praxis amorosa cristiana.
[1] Este proceder ha generado conflictos interpretativos entre los críticos, quienes en algunas ocasiones hacen hincapié en un aspecto de los planteos de Kierkegaard, obviando completamente la postura opuesta presentada en el mismo libro. La dificultad de Las obras del amor radica, justamente, en hallar un modo de justificar la interpretación a seguir evitando la tentación de realizar lecturas simplificadoras y unilaterales.
[2] Según Gouwens, no es lícito hablar de abstracción ni formalismo pues “la comprensión kierkegaardiana del amor no es, como Barth le reprocha, pura demanda abstracta o imperativo, sino que se basa en la realización concreta del amor en la vida de Cristo.” David J. Gouwens, Kierkegaard as religious thinker, New York, Cambridge University Press, 1996, p.195, traducción nuestra. Si bien coincido con Gouwens en lo que respecta a tomar a Cristo como realización concreta del amor, creo que es pertinente dar cuenta de la duplicidad presente en Las obras del amor. Cuando Kierkegaard da el ejemplo del hombre solo en una isla que, no obstante, ama al prójimo, no hace referencia a lo concreto y material del amor sino a todo lo contrario.
[3] Sören Kierkegaard, Las obras del amor, traducido por Demetrio G. Rivero, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1965, Segunda Parte, p.243.
[4] “...Pues la perfección no consiste en que se pueda amar a una persona a pesar de sus debilidades, faltas e imperfecciones, sino que más bien consiste en encontrarla amable a pesar y con todas sus debilidades, faltas e imperfecciones.” S. Kierkegaard, ídem, Primera Parte, p.271.
[5] El problema que está a la base de esta discusión tiene que ver con el modo en que es concebido el cristianismo mismo. Esto es: por un lado, la idea de que “lo cristiano” no niega “lo mundano”, sino que lo completa o transforma, incorporando los elementos que éste último “desconoce”. Por otro, la idea de que el cristianismo implica una abolición radical de los conceptos mundanos. Kierkegaard parece moverse incómodamente en el límite de ambas posturas.
[6] “Es una aberración desconsoladora, y por cierto demasiado extendida, ésa de tener que oír hablar a todas horas de cómo ha de ser el objeto del amor para que sea amable de veras, en vez de hablar de cómo ha de ser el amor para que sea auténtico.” ibídem, Primera Parte, p.273.
[7] Aparentemente, el amor propio posee dos sentidos. Un sentido negativo representado por det Selviske (lo egoísta), y un sentido positivo basado en la negación de sí mismo. El problema consiste en que, como ha señalado Sylvia Walsh, “…él [Kierkegaard] no parece reconocer ninguna habilidad por parte del amor natural para amar sin egoísmo.” Sylvia I. Walsh, “Forming the Heart: The Role of Love in Kierkegaard” in Richard H. Bell, ed., The Grammar of the Heart, New York, Harper & Row, 1988, pp. 234-256. (p.248, traducción nuestra) Al sostener que “lo egoísta es lo sensual” (ibídem, Primera Parte, p.117) hace difícil pensar en la posibilidad de descubrir un sentido positivo de amor propio no corregido por la comprensión del amor como imperativo. Es decir, el amor natural no llega jamás a descubrir el sentido no egoísta del amor.
[8] “...Lo auténticamente cristiano es por completo y siempre todo lo contrario de lo que el hombre natural comprende con la mayor facilidad y naturalidad.” Sören Kierkegaard, ídem, Segunda Parte, p. 211.
[9] ibídem, Segunda Parte, pp. 11-12.
[10] íbidem, Segunda Parte, p.12.
[11] “El no creer nada en absoluto es precisamente la frontera en que empieza la creencia en el mal; porque el bien es el objeto de la fe, y por esta razón el que no cree absolutamente en nada, comienza ipso facto a creer en el mal.” ibidem, Segunda Parte, p.51. Esto es lo mismo que afirmar que el agnosticismo es el mal.
[12] Muchos han subrayado el carácter retórico de Las obras del amor, que de algún modo daría cuenta de la imagen negativa de lo mundano frente a lo cristiano, cuyo objetivo consistiría en generar la autocrítica del sujeto que reflexiona sobre el fenómeno amoroso. Adorno valora negativamente el uso de la retórica pues “la retórica es el peligro que acecha a la totalidad de la producción de Kierkegaard, la retórica de un interminable monólogo que, en cierta medida, no admite ninguna objeción externa y que avanza circularmente, sin cesuras e incluso sin articulación alguna.” Theodor W. Adorno, Kierkegaard. La construcción de lo estético, traducido por Roberto J. Vernengo, Venezuela, Monte Avila Editores, C.A., 1969, p.236. Amy Laura Hall, por su parte, considera que la estructura retórica del texto busca recuperar el sentido teológico de la ley, olvidado por sus contemporáneos. Amy Laura Hall, Kierkegaard and the Treachery of Love, Cambridge Studies in Religion and Critical Thought 9,United Kingdom, Cambridge University Press, 2002, pp. 9-10.
[13] El problema radica en el modo de comprender el “instante”, que es el punto de encuentro entre lo temporal y lo eterno. Al analizar esta cuestión el platonismo es abandonado. Kierkegaard llama a ese encuentro “paradoja”, aunque se trate de una simple contradicción lógica, ya que el instante es igual a la afirmación de T y E, o sea de temporal y eterno, o de A y –A. En definitiva, que el origen de la temporalidad sea una contradicción, es lo que Kierkegaard denomina paradoja.
[14] Según Amy Laura Hall, Kierkegaard considera que Lutero tuvo que enfrentarse al exagerado mal uso de Cristo como “modelo”, y por lo tanto se vio obligado a cambiar decididamente el enfoque, haciendo hincapié en Cristo como ofrenda. Muchos años después de Lutero, el trabajo de Cristo como modelo fue eclipsado por la fácil aceptación de la gracia. Amy Laura Hall, idem, p.19.
[15] Según Gouwens, la fuerza retórica de Las obras del amor es crucial para comprender la obra. La dialéctica de la oposición es ofensiva, y sería un error convertir el texto en algo inofensivo, puesto que la ofensa busca dirigir al lector a la auto-examinación y a la búsqueda del perdón. Ob. cit., p.190.