Manuel ZELADA PIERREND: "Algunos apuntes sobre el acceso a la dimensión ético-religiosa en Agustín y Kierkegaard"
***

El objetivo de este trabajo es trazar un paralelo entre dos temas presentes en los libros 10 y 11 de las Confesiones de Agustín y el pensamiento de Kierkegaard. Tales temas –a decir, la búsqueda de Dios (libro 10) y el tiempo en el alma (libro 11) – consideramos, guardan semejanzas estrechas con la forma en la que Kierkegaard describe el modo de aproximarse a la verdad y el modo de ser del hombre, respectivamente. Pensamos que Kierkegaard reelabora tales temas en una dirección práctica –principalmente en El concepto de angustia, Migajas filosóficas y el Postscriptum.
Aunque para dar cuenta de las semejanzas entre ambos autores sería necesario un estudio previo e íntegro de la obra de Agustín y Kierkegaard, creemos que el análisis de los temas sugeridos revela un importante punto de contacto en sus concepciones de la religiosidad y la existencia humana.
El libro décimo, Sobre la búsqueda y el conocimiento de Dios, inicia con la siguiente frase: “Que yo te conozca, conocedor mío, que te conozca como tú me conoces, Virtud de mi alma, entra en ella y ajústala a ti para que la tengas y poseas sin mancha ni arruga. Esta es mi esperanza, por eso hablo y en ella me gozo cuando mi alegría es sana
[1].
Con esta frase, Agustín manifiesta su intención al confesarse y buscar a Dios: anhela conocerlo porque reconoce en ese conocimiento la posibilidad de alcanzar la virtud de su alma. Ahora bien, tal conocimiento exige un acto de sinceridad. Lo que implica confesar aquello que sabe de sí y aquello que ignora de sí
[2]. El objetivo de la confesión mostrado aquí es, pues, tomar una actitud de sincera apertura.
La posibilidad de esta ha sido fruto de un largo proceso de transformación espiritual en el cual también se enmarca el libro 10. El análisis de la memoria como facultad no se aparta de la intención de confesión: el fin no es describir las condiciones generales del conocimiento humano, sino dar cuenta de la búsqueda y encuentro con Dios. Desde luego, la estrecha relación entre Dios y verdad conlleva a un acercamiento al tema del conocimiento, pero la preocupación última de Agustín se concentra en la virtud y la felicidad (no hay contradicción en esto; por el contrario, parece más adecuado pensar ambos aspectos como complementarios dado que es Dios el que ilumina al alma en relación con la verdad y es en relación con Dios que el alma puede orientarse a una vida feliz
[3]).
La búsqueda de Dios procede, en un primer momento, a través del conocimiento sensible, pero la posibilidad de ver en ellas las cosas divinas no se halla presente en el conocimiento mismo de estas cosas. Así que Agustín empieza a indagar con su intelecto y buscar en su memoria. Pero esta no contiene aquello que busca. En este punto, la búsqueda sufre un giro: el santo reconoce que no puede ir más allá de su memoria, ya que hacerlo implicaría olvidar aquello que está buscando, pero a la vez no ve en el puro estudio de sus capacidades la posibilidad de encontrar a Dios. Regresa, por lo tanto, a uno de los puntos principales de la invocación con la que abrió el libro: la búsqueda de Dios es búsqueda de la vida feliz. No hay forma, por lo tanto, de disociarla de una búsqueda práctica y comprometida
[4].
Al plantear este giro, Agustín retoma el argumento del Menón: es imposible buscar aquello que no se conoce, puesto que toda búsqueda supone la capacidad de reconocer aquello que se busca
[5]. Así, la búsqueda de la vida feliz supone un cierto conocimiento de la vida feliz. Pero ello no lleva al santo a suponer una preexistencia del concepto de vida feliz en el alma; en este punto se aparta de la reminiscencia platónica. Por el contrario, Agustín considera que la posibilidad de buscar la vida feliz se halla condicionada por un deseo de verdad común al género humano. El argumento, en síntesis, afirma que aunque los hombres tengan diferentes nociones de lo que sea una buena vida, todos consideran que una vida en la que vivan engañados es miserable frente a una en la que vivan conociendo la verdad[6]. Pero esta verdad no es algo que se alcance mediante un ejercicio de rememoración; la verdad agustiniana remite a Dios directamente y este se halla en todas partes y ninguna a la vez[7]. La ubicuidad de Dios invierte la respuesta platónica: si de él dependen la verdad y la vida feliz, no se debe a que se halle contenido en nosotros, sino a lo inverso: nosotros podemos acceder a la verdad y la vida feliz gracias a que Dios puede irradiar su luz sobre todas las cosas y, con ello, también sobre nosotros.
Así, la exigencia de confesión presentada por Agustín para sí mismo puede entenderse en un sentido doble y complementario: como un reconocimiento de la diferencia esencial existente entre la creatura y la divinidad; y como una apertura sincera de la primera a la segunda para hallar plenitud.
La diferencia esencial entre Dios y el hombre queda más clara en la distinción entre eternidad y temporalidad presente en el libro undécimo. En él, Agustín describe la creación del mundo y la perspectiva de Dios sobre esta como una perspectiva eterna. Es decir, Dios no llevó a cabo la creación en un intervalo de tiempo dado, sino que esta está permanentemente siendo creada por Dios desde una perspectiva atemporal: Dios se halla más allá del tiempo
[8].
El hombre, con su intelecto, puede acceder al conocimiento de la creación y, como vimos en el análisis del libro décimo, a la verdad, pero su acceso es radicalmente distinto del de Dios: se da en el tiempo. Como humanos, tenemos la capacidad de distinguir entre pasado, presente y futuro. Sin embargo, tal capacidad, contemplada desde el hecho de que el tiempo pasa, hace imposible afirmar que el tiempo exista como pasado, presente o futuro. Ciertamente, el pasado y el futuro carecen de actualidad, mientras el presente carece de posibilidad de representación:
Si, entonces, hay algo de tiempo que se pueda concebir como indivisible en partes, por muy pequeñas que sean, solo ese momento es el que debe llamarse presente. El cual, sin embargo, huye tan rápido del futuro al pasado que no se detiene ni un instante siquiera. Porque, si se detuviese, podría dividirse en pasado y futuro y el presente no tiene espacio ninguno
[9].
Ante esto, la posibilidad que plantea Agustín es que si pasado y futuro existen, lo hacen en el alma como recuerdo y expectativa, respectivamente. Así, esta respuesta se manifiesta sobre nuestro modo de experimentar el tiempo. Tal dirección tiene sentido si recordamos el marco de la confesión y, en él, la intención de indagar por las cosas divinas desde el reconocimiento de la diferencia entre la creatura y la divinidad. La pregunta por el tiempo se enmarca también en la pregunta por la naturaleza de Dios y por cómo el hombre puede acercársele
[10].
De este modo, la expectativa y el recuerdo son los modos en los que el alma puede actuar y conocer en el pasar del tiempo. Con ello, Agustín ya no solo describe el modo de experimentar el tiempo, sino de ser del alma
[11]. El tiempo define, por lo tanto, el modo de ser del hombre; la forma de la totalidad de su actuar se halla condicionada por su situación temporal. No podemos llevar a cabo nada sino es temporalmente y, sobre todo, sin la atención necesaria para no perdernos en el flujo temporal[12]. Con ello, podemos ver que el tema de la búsqueda de Dios articula dentro de sí el del tiempo en el alma: la razón por la que es relevante el reconocimiento de la situación temporal del alma es porque revela el modo de ser del hombre y expresa sus límites, los cuales condicionan el modo en que sea posible la búsqueda de Dios.
Así como en Agustín la búsqueda de Dios exigía una apertura y una indagación del creyente sobre sí mismo, en Kierkegaard exige lo mismo y se desarrolla de manera muy semejante al tratamiento de los dos temas de Confesiones analizados. Para poder presentar de manera más ordenada la dirección práctica tomada por nuestro autor danés, desarrollamos primero el tema del tiempo en el alma y después el de la búsqueda de Dios.
Kierkegaard, como el santo, considera que la temporalidad es algo inherente al modo de ser del hombre. En el Concepto de angustia, describe al hombre como una síntesis de cuerpo y psique que es, a su vez, una síntesis de temporalidad y eternidad
[13].  Para entenderlo, es necesario considerar, en primer lugar, que esta es una unidad en la que ninguna de sus partes puede ser tomada aisladamente. Así, no puede prescindir del cuerpo ni de la psique. El problema aparece cuando consideramos la situación temporal de esta unidad.
Como Kierkegaard explica, lo propio de la temporalidad es ser sucesión infinita e
infinito desaparecer[14]. Con esto, nuestro autor da cuenta del tiempo como un pasar; pero, ¿qué desaparece en la temporalidad? Pues, en primer lugar, la temporalidad misma y esto porque está constantemente convirtiendo lo futuro en pasado. Pero también la existencia temporal del hombre. De ahí que, en Migajas filosóficas, Kierkegaard afirme, sobre la situación temporal de la realidad (el devenir), que esta se halla continuamente actualizándose como posibilidad, pero al ser temporal, tal actualización es aniquilada inmediatamente. Así, la perspectiva resulta bastante semejante a la de Agustín. Para quien la acción del alma, al darse en el tiempo, consumía la expectativa traduciéndola en recuerdo.
Ahora bien, ¿en qué sentido se puede afirmar que el hombre constituya una unidad a pesar del tiempo? Tal pregunta contiene una dimensión práctica ineludible: todo ser humano vive atravesando momentos, ninguno de los cuales es idéntico a otro y, sin embargo, es capaz de reconocerse en ellos como subsistiendo. El tema de la subsistencia se vincula al de la identidad dado que el tipo de subsistencia que Kierkegaard busca es aquella por la cual uno sería capaz de dar cuenta de sí como una totalidad presente, pasada y futura, aquella que articule su vida de manera íntegra. La posibilidad de esta unidad integral radica en que este lleve a cabo un actuar particular de manera continuada y atenta. Por así decirlo, el problema se concentra en el instante presente del actuar. Podemos decir, por ello, que Kierkegaard sigue un desarrollo de la relación entre tiempo y alma semejante al realizado por Agustín y lo dirige, finalmente, hacia un problema concreto que descansa, junto con su solución posible, en el actuar. A esto nos referimos con la dirección práctica kierkegaardiana.
Pero, ¿cómo es esta acción que conduce a la unidad integral del ser humano? En primer lugar, tal acción es siempre singular; es decir, es algo que uno debe realizar por sí mismo. No hay, por lo tanto, un manual o una guía sobre cómo realizarla. De ahí que las descripciones que ofrece Kierkegaard sobre esta sean siempre externas y parciales. De todas ellas, nos interesa la presente en Migajas filosóficas por tocar tres tópicos presentes también en el libro décimo de las Confesiones: la verdad, la reminiscencia y la búsqueda de Dios.
El primer tema surge en relación con la pregunta: ¿cómo es el que el hombre puede conocer la verdad?
[15] Aquí, conviene aclararlo, Kierkegaard no entiende por verdad el conocimiento adecuado de una cosa. Nuestro autor distingue entre esta, como verdad objetiva, y la verdad subjetiva, que es la que le interesa. La primera diferencia radica en que la verdad subjetiva exige una relación entre conocimiento y existencia concreta que no exige la objetiva. Ello implica no solamente un compromiso con la verdad, sino también un reconocimiento de la situación y el modo en que esta verdad es mostrada[16]. La relación entre verdad objetiva y verdad subjetiva no puede traducirse simplemente en una oposición entre verdades éticas o prácticas y verdades teoréticas, sino que la verdad subjetiva se coloca a la base de la posibilidad de comprensión y desarrollo de la verdad objetiva. Toda actividad y toda vida, exige un cierto grado de compromiso.
La segunda diferencia entre estas dos verdades, es que la verdad subjetiva no es nunca una verdad determinada mientras la verdad objetiva está siempre determinada por el objeto del cual sea verdadera. La verdad subjetiva se configura por la infinitud divina, no posee nunca un contenido determinado en relación con el ser sino que se proyecta a un contenido siempre abierto a un nuevo aporte o reconfiguración
[17]. En síntesis, podemos decir que la verdad subjetiva es la posibilidad de dar sentido a nuestras otras verdades a partir de la presencia de la infinitud en nosotros.
Ahora bien, dado que nuestro conocimiento es temporal y la verdad subjetiva exige la infinitud, ¿cómo es que puede buscarse? La respuesta que da Kierkegaard es muy semejante a la agustiniana. Como Platón, considera que la condición debe ser previa a nosotros, pero no solo epistemológicamente previa –la infinitud divina no preexiste en el alma– sino ontológica: es necesario que la infinitud se nos revele de alguna manera. Así como para Agustín, la ubicuidad de la verdad divina era posibilidad para el conocimiento de la verdad, para Kierkegaard la precedencia de la infinitud es la que posibilita la aparición de la verdad subjetiva. Nuevamente, si para Agustín esto exigía un reconocimiento de los límites de las posibilidades y conocimientos humanos, y una apertura a la gratuidad divina, para Kierkegaard ambas exigencias persisten bajo la forma de dos movimientos: la resignación infinita y la significación infinita
[18].
El primer movimiento consiste en el reconocimiento racional de la imposibilidad de acceder a la infinitud desde la situación temporal del conocimiento objetivo. Esto se da porque la infinitud es la que dota de estabilidad y sentido a la verdad objetiva tanto como a la propia vida del individuo: la verdad subjetiva ofrece el marco general de existencia en el cual el individuo puede dar cuenta de sí como unidad y, también, en el cual los juicios objetivos tienen sentido. En otras palabras, sostiene y escapa a las posibilidades del conocimiento objetivo. Kierkegaard argumenta sobre esta imposibilidad: para demostrar la existencia de algo, yo debo presuponer su existencia, ya sea mental o empírica. Cuando afirmo que algo existe, no afirmo una propiedad del ser de algo, sino que afirmo que ese algo se sitúa o no en un determinado marco previo de existencia.
Así, si yo quiero probar que Dios existe, debo presuponer su existencia. Si asumo que hay en ciertos hechos evidencia de su existencia, entonces solo he probado que vinculo ciertos hechos con una existencia ya presupuesta. Si, por el contrario, asumo que no hay hechos que prueben su existencia y, por lo tanto, intento probar que aquello desconocido que no se me muestra en la experiencia es lo que llamo infinitud o Dios, pruebo que no los vinculo
[19]. En ambos casos, la existencia aparece como algo que no puedo demostrar objetivamente. La conciencia de esta imposibilidad, sin embargo, no anula mi deseo de certeza sobre la misma. Aun cuando mi razón no pueda hallar certezas sobre mi existencia o la existencia de las cosas, esto no hace que no las desee ni, aún más, que yo las desee. El reconocimiento, a la vez, de ese deseo sincero y la imposibilidad de alcanzarlo por medio de mis facultades es lo que Kierkegaard llama resignación infinita[20].
Es interesante notar las semejanzas con el modo en que opera Agustín la búsqueda de Dios en el libro décimo. El santo va descartando progresivamente la posibilidad racional de conocer a Dios hasta llegar a una especie de aporía, aceptando la imposibilidad de trascender la memoria sin olvidar la búsqueda, ante lo cual regresa a los temas presentes en su invocación inicial y manifiesta su preocupación más íntima: el deseo de la vida feliz. Del mismo modo, Kierkegaard descarta la posibilidad de hallar una certeza sobre la existencia por medio del conocimiento objetivo, pero ello no implica que los esfuerzos por conocer los alcances del pensamiento objetivo hayan sido vanos. Por el contrario, es gracias a esos esfuerzos que el individuo puede, finalmente, tomar conciencia de su situación real en relación con la infinitud divina. En términos kierkegaardianos, es gracias a esta resignación infinita que es posible la significación infinita.
Esta puede entenderse bien como un ejercicio por el cual el individuo llega a renovar o reafirmar el modo en que articula su experiencia de vida. Lo que la resignación infinita ha revelado es que el individuo no puede solucionar las aporías de la existencia con el pensamiento y, aún más, que el pensamiento mismo no puede dejar de enfrentarse a estas aporías. En otras palabras, ni la existencia se puede afirmar como totalidad comprendida por el pensamiento, ni el pensamiento puede resolverse en una totalidad separada de la experiencia: el pensamiento no puede dejar de pensar la existencia ni la existencia puede ser pensada como tal por el pensamiento. Lo que se juega en el ejercicio de la significación infinita es la relación entre creencia y acción. El examen, renovación y afianzamiento de sus creencias, podríamos decirlo, significó para Agustín la posibilidad de articular su vida en una unidad resignificada. Desde luego, tal reconocimiento supone una constante actividad racional: es la razón la que descubre sus propios límites y la que halla en sí una pasión inherente por la existencia
[21]. Así, los movimientos de la resignación infinita y la significación infinita realizados de manera atenta en un actuar continuo son los que permiten la consolidación de una vida íntegra que, también para Kierkegaard, se puede entender como búsqueda de Dios en tanto infinitud.

 
 
 
 
Bibliografía:
Agustín
1992 Confessiones. Oxford: Oxford University Press.
1944 De beata vita. Washington: Catholic University of America Press.
 
Kierkegaard, Soren
1997 Migajas filosóficas o un poco de filosofía. Madrid: Trotta.
2000 Escritos. V 1. Madrid: Trotta.
2006 Escritos. V 2. Madrid: Trotta.
2007 Temor y temblor. Madrid: Alianza.
2008 El concepto de angustia. Madrid: Alianza.
2009 Postscriptum no científico y definitivo a Migajas Filosóficas. México: Universidad Iberoamericana.
 
 
[1] Confessiones, X, 1. [Todas las traducciones son nuestras]
[2] Ibíd., 5.
[3] Cfr. De Beata Vita.
[4] Cfr. Confessiones, X, 5-17.
[5] Cfr. Ibíd., 18-19.
[6] Cfr. Ibíd., 23.
[7] Cfr. Ibíd., 24-26.
[8] Cfr. Ibíd., XI, 4-11.
[9] Ibíd., XI, 15.
[10] Cfr. Ibíd., XI, 1.
[11] Cfr. Ibíd., 28.
[12] Cfr. Ibíd., 30.
[13] Cfr. Concepto de angustia, 156-163.
[14] Cfr. Ibíd., 157-158.
[15] Cfr. Migajas filosóficas, 27-28.
[16] Cfr. Postscriptum, 191-196.
[17] Cfr. Ibíd.,  196.
[18] Cfr. Temor y temblor, 85-109.
[19] Cfr. Migajas filosóficas, 51-65.
[20] Cfr. Temor y temblor, 85-104.
[21] Cfr. Migajas filosóficas, 67-79, 89-91.

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