Son conocidas las circunstancias bajo cuya incitación Søren Kierkegaard redactó y publicó –salvo el último- los diez números que componen la revista El instante. Pese a la importancia que revisten esos sucesos, no dejan de presentar una faz anecdótica, que sólo se desvanecerá poco a poco a través del desarrollo argumental de las páginas de El instante. Es que los hechos históricos, en la medida en que se encadenan unos con otros en una sucesión ininterrumpida, jamás superan de por sí la dimensión de lo anecdótico o, a lo sumo, de lo interesante, para decirlo en palabras del propio Kierkegaard.
El devenir histórico, tomado por sí, es apenas un fluir inconsistente sin sentido ni finalidad algunos. No viene de ninguna parte, ni se dirige a ninguna parte. Eliminada la ilusión progresista, tan pertinaz en aquellas cabezas que sólo atinan a captar los aspectos más groseros y rudimentarios de la modernidad, el desfile sin solución de continuidad de los hechos históricos se muestra como una repetición tediosa e inconducente. No en vano dice Hegel al comenzar sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal: “Vemos un ingente cuadro de acontecimientos y actos, de figuras infinitamente diversas de pueblos, Estados e individuos, en incesante sucesión. Cuanto puede introducirse en el ánimo del hombre e interesarlo, todo sentimiento del bien, de lo bello, de lo grande, se ve solicitado y promovido, por todas partes se conciben y persiguen fines (…) En todos esos acontecimientos y accidentes vemos sobrenadar el humano hacer y padecer (…) Unas veces vemos moverse difícilmente la extensa masa de un interés general y pulverizarse, sacrificada a una infinita complexión de pequeñas circunstancias. Otras veces vemos producirse una cosa pequeña, mediante una enorme leva de fuerzas, o salir una cosa enorme de otra, en apariencia, insignificante. Por todas partes el más abigarrado tropel (…) Y cuando una cosa desaparece, viene otra al momento a ocupar su puesto. El aspecto negativo de este pensamiento de la variación provoca nuestro pesar. Lo que nos oprime es que la más rica figura, la vida más bella encuentra su ocaso en la historia. En la historia caminamos entre las ruinas de lo egregio (…) Todo parece pasar y nada permanecer”.[1] Claro que para Hegel la consideración de la historia no se agota en esta visión -a su juicio superficial- basada en la categoría del cambio, de la variación. Razón y Espíritu, inmanentes a la historia y secreto motor de su desarrollo, darán sentido a este a primera vista “abigarrado tropel”, reducido luego a mera “astucia de la Razón”.
Sabemos que tanto Federico Nietzsche como Søren Kierkegaard seguirán otro camino que Jorge Guillermo Federico Hegel, tanto en este rubro como en muchos otros. La historia no posee para ellos un sentido teleológico inmanente. Para el joven Nietzsche (pienso en su segunda Consideración intempestiva, “Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida”), el devenir histórico es pura disolución –una de las vertientes de lo que más tarde denominará “nihilismo”-. De ahí, el peligro que entraña el exceso de conciencia histórica que advierte en sus contemporáneos. El peligro se agrava cuando –como sucede en su tiempo, conforme al hegelianismo imperante- una cultura cree ser la meta de todas las que le precedieron y estima que su tarea sólo consiste en volver una y otra vez sobre los pasos que condujeron a ella. Por eso su historicismo, la conciencia histórica hipertrofiada. Sin ignorar la historia, es preciso atender al elemento no-histórico, supra-histórico, que se entrecruza aleatoreamente con ella y del que son testimonio la religión y el arte, que abrevan en ese elemento. En base a argumentos similares, rechazaba Nietzsche en El nacimiento de la tragedia y en la primera Intempestiva, titulada “David Struss, el confesor y el escritor”, la historización del cristianismo.
Si la historia tiene un “sentido”, éste consiste en alejarnos de lo esencial, disolverlo en su sucesión ininterrumpida. Lo esencial, por su parte, se obtiene únicamente por un salto, sin mediaciones, como puede apreciarse sin dificultad en la tercera Consideración intempestiva, “Schopenhauer como educador”, donde Nietzsche exalta al respecto las figuras del artista, del filósofo y del santo.[2]
Algo parecido sucede en Kierkegaard, de allí -por ejemplo- sus consideraciones sobre la contemporaneidad del discípulo, que tanto le ocupan en Migajas filosóficas. Sin embargo, por lo menos en El instante -sin negar su insignificancia en cuanto mero devenir, carente de necesidad (Migajas filosóficas)- la historia se muestra como el teatro de operaciones de una canallada tremenda, un verdadero delito, como veremos en detalle más adelante.
Por ahora digamos que las publicaciones de El instante se inauguran con la proclama de la intempestividad de la intervención. Es que lo esencial, lo decisivo, nunca es conforme a este tiempo, conforme al siglo. Siempre irrumpe con el rostro de lo inactual. Lo decisivo se instala “de repente y de un golpe (con intensidad)”, para decirlo con las propias palabras de Kierkegaard. Mientras tanto, los tiempos que corren están signados por el “hasta cierto grado”, por la evitación cuidadosa del “o lo uno o lo otro”, única vía de acceso a lo incondicionado. El “hasta cierto grado” se vincula con la falta de carácter, otro de los rasgos distintivos, según nuestro pensador, del hombre de la época. Además, el “hasta cierto grado”, esa templada mediocridad, al bloquear la decisión, trasforma al cristianismo en un disparate.
Un Kierkegaard apasionado e inflexible, quizás intuyendo el inminente final de su vida, renuncia a sus seudónimos -recurso para expresar las distintas perspectivas existenciales al compenetrarse con ellas- y resuelve a su pesar instalar lo decisivo en el instante, que de este modo adquiere cierta ambigüedad inevitable, puesto que ahora indica tanto la temporalidad propia del acceso a lo incondicionado como la circunstancia que promueve su intervención.
Los textos de El instante están atravesados por ciertas recurrencias, algunas de las cuáles intentaremos resumir aquí. Acaso la primera digna de mención es la incompatibilidad entre el cristianismo y el Estado, que se exacerba al sostener éste una Iglesia oficial, con su correspondiente cohorte sacerdotal. Simplemente, el Estado y sus funcionarios eclesiásticos imposibilitan el cristianismo. Quizá el punto álgido de la incompatibilidad entre el cristianismo y el Estado se encuentre en la relación inversamente proporcional que mantienen con las cifras, a saber, el primero justamente una relación inversamente proporcional a ellas, mientras que en el caso del segundo es directa. El “todos somos cristianos”, impulsado por el Estado y cultivado por la casta sacerdotal, es la negación acabada del cristianismo, que sólo puede tener cabida en una existencia singular. El “todos somos cristianos” –repetido hasta el cansancio en estos papeles- es el axioma fundante de la cristiandad. “El cristianismo ha sido suprimido por la propagación”, dice textualmente Kierkegaard, sin exculpar de ello incluso a los mismos apóstoles.
Lo dicho abre inmediatamente hacia otros aspectos cruciales tratados en El instante. Ante todo, al papel de los sacerdotes, enemigos del cristianismo y protagonistas destacados en la construcción de la cristiandad; como veremos, la repulsa más artera del cristianismo que pueda concebirse. Sabido es el papel nefasto que atribuye también Nietzsche a los sacerdotes (cf. sobre todo La genealogía de la moral) pero la crítica de ambos, si bien coincidente en algunos puntos, tiene aristas diferentes. Los dos relacionan estrechamente, eso sí, la práctica sacerdotal con el poder. Ahora bien, Kierkegaard carga las tintas sobre la forma de vida de estos presuntos “testigos de la verdad”, bien remunerados, interesados por su carrera y los ascensos correspondientes, por sus ventajas terrenales, afectos al buen pasar, al matrimonio y a su descendencia, en fin, a toda una manera de cursar la existencia repudiada expresamente por el Nuevo Testamento, en cuya autoridad exclusiva –según una relación libre con él- se basa Kierkegaard a lo largo de los diez números de El instante.
Decíamos más arriba que, según Kierkegaard, sólo puede ser cristiano el individuo singular. Un Estado cristiano, un pueblo cristiano, una civilización cristiana, un mundo cristiano, o sea, el “todos somos cristianos”, es para él un contrasentido que, sin perjuicio de su gravedad, no deja de tener sus aires de comedia. Comedia, tomar a Dios en broma, jugar al cristianismo: otra constelación sobre la que volveremos. Pues bien, ¿qué es ser cristiano para Kierkegaard? Aquí las cosas se ponen serias. La seriedad, exigida por lo eterno, otro tópico en que insiste Kierkegaard en su polémica con la cristiandad. Ser cristiano, para Dios, es la discordia del singular con la especie. La fórmula es pues el singular contra los otros. Únicamente se puede ser cristiano a contracorriente. Los más, sin embargo, consideran bienestar la manada, el uno con otros, como los animales. Imposible no evocar aquí la referencia nietzscheana al rebaño, destinada por antonomasia al “último hombre”, al cristiano tardío.
Pero esto no es todo; mejor dicho, recién comienza. Ser cristiano es pura renuncia y sufrimiento; es seguir a Cristo, sufrir por sus enseñanzas, sufrir como sufre la verdad en este mundo. “¿Qué es el cristianismo del Nuevo Testamento? La verdad que sufre. En este mundo mediocre, lamentable, pecador, malo e impío la verdad debe sufrir”.[3] Por eso, el único vínculo auténtico con Cristo es la imitación. No existe otro. El sufrimiento cristiano incluye como ingrediente fundamental padecer a los hombres. “El cristianismo del Nuevo Testamento –escribe Kierkegaard- es lo contrario a los hombres (para los judíos un escándalo, para los griegos una locura); está destinado a exasperarnos”.[4] Ser cristiano es desear morir, odiarse a sí mismo, siempre en contraposición a los otros, al “hombre natural”. Ser cristiano, según el Nuevo Testamento, existir cristianamente, es puro tormento, pena y miseria. El Nuevo Testamento jamás puede ser agradable para el hombre. La vida cristiana es exactamente lo contrario de lo que al hombre le gusta. ¿Otra manera –distinta a la nietzscheana, aunque no necesariamente incompatible- de decir que el hombre debe ser superado? Lo cierto es que en ambos pensadores registramos un desprecio análogo por el hombre, afecto naturalmente a la masa. “El cristianismo se funda, como presupuesto, en la concepción de que el género humano es un género perdido”.[5] Ser cristiano es tan distinto de ser hombre como éste lo es del animal. ¿Es preciso traer a colación la palabra de Zaratustra? “¿Qué es el mono para el hombre? Una irrisión o una vergüenza dolorosa. Y justo eso es lo que el hombre debe ser para el superhombre: una irrisión o una vergüenza dolorosa”.[6]
Pero ahora, el colmo. Si el cristianismo exige amar al enemigo es porque Dios quiere ser amado y es el peor enemigo del hombre, su enemigo mortal –humanamente entendida la cosa, cabe aclarar-. Dios quiere que el hombre muera, muera para el mundo. Odia aquello en que el hombre por naturaleza deposita su vida. Sólo se puede amar a Dios si se muere para el mundo. Terrible, pues, el amor de Dios (genitivo subjetivo y objetivo). Cristianismo según el Nuevo Testamento es amar a Dios en el odio al hombre, en el odio a sí mismo, al padre, a la madre, al hijo, a la esposa. En el cristianismo, el individuo singular se desprende de todas sus relaciones inmediatas, ¿caso contrario, de que otra forma se singularizaría? Transformación total, dolor para la familia. Por amor, Dios quiere que el hombre muera para este mundo, irremediablemente perdido. Por amor, Dios nos quiere transformar en muertos para este mundo, por eso nos martiriza. Se trata de vivir como muerto, en verdad, significado teológico del bautismo. Llegar a ser cristiano -nunca se puede serlo, así, sin más- es llegar a ser infeliz para esta vida. Dios nos hace infelices por amor; bienaventurado es quien no se escandaliza.
¿Es posible concebir, desde una perspectiva nietzscheana, una expresión más acabada del nihilismo que el padre de Zaratustra adjudica al cristianismo; nihilismo entendido en este caso como negación del valor de la vida en su inmediatez pletórica? Sin embargo, es precisamente este nihilismo extremo el que le permite a Kierkegaard escapar de la trampa inmanentista de la subjetividad absoluta; dicho en otros términos, del hegelianismo, sin retroceder por ello a ningún estadio premoderno, por más que en ocasiones valore positivamente el cristianismo primitivo. Kierkegaard es un moderno y un moderno que descose con su cristianismo exasperado la sutura panteísta de la metafísica de la subjetividad, versión de lo moderno que hoy llega a su culminación y agotamiento simultáneos en la figura del Capital. “(…) en nuestro tiempo sin carácter se hace necesario el divorcio, la separación de lo infinito y lo finito, entre el afán por lo infinito y lo finito, entre el vivir por algo y el vivir de algo, esas cosas que nuestro tiempo –de manera totalmente indecorosa- ha puesto en el mismo ropero, ha hecho confluir o confundir, mientras que el cristianismo, con la pasión de la eternidad, con el más terrible «o lo uno o lo otro», las mantiene separadas por un profundo abismo”.[7]
Ahora bien, aunque la cristiandad haya sido propiciada por el Estado y sus funcionarios eclesiásticos, sus raíces calan más hondo. Se nutren, en verdad, de la hipocresía humana. La hipocresía es inseparable del hecho de ser hombre. La cristiandad se funda pues, en última instancia, en que el hombre es un hipócrita nato. Demasiado cobarde para rebelarse frente al acontecimiento de la encarnación, para rebelarse frente a la palabra del Nuevo Testamento, el hombre optó por inventar un nuevo tipo de cristianismo que sustituyera la religión del sufrimiento por la de la alegría de vivir. Pero no pensemos aquí en una afirmación triunfante de la vida –como acaso se de en el paganismo más auténtico o en la filosofías de Baruch Spinoza o de Federico Nietzsche-; no y mil veces no, apenas se trata del confort y la comodidad.
Permítaseme aquí a modo de digresión una observación personal: me parece que la filosofía del acontecimiento, hoy tan en boga –trátese del Ereignis heideggeriano o de la revolución-, podría incluirse sin dificultad en la hipocresía denunciada por Kierkegaard. Porque el único acontecimiento auténtico ha sido, es y será la venida de Cristo. No hay otro, los demás son meras sustituciones, con todo lo que ello implica. Conste que no lo afirmo desde una posición religiosa o confesional, ni mucho menos. En una filosofía auténticamente pagana no existe acontecimiento alguno; no es una categoría que forme parte de ella.
Sin embargo, la sustitución que abrió paso a la cristiandad no se llevó a cabo de un día para otro. Fueron necesarias muchas generaciones para que se consumara. Si la historia cumple alguna función es, pues, la de posibilitar esta canallada. Canallada que adquiere las características de un delito, de un acto criminal, análogo al asesinato de Dios que denuncia Nietzsche en La gaya ciencia y en Así habló Zaratustra. Objeto entonces antes bien de una investigación policial que de un discurso poético, para decirlo en términos del propio Kierkegaard. Escuchemos de nuevo brevemente a Nietzsche, en el conocido discurso de “El hombre frenético”: “«¿A dónde se ha ido Dios?», gritó, «¡yo os lo voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado –vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos!» (…) «¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo nos consolamos los asesinos de todos los asesinos? Lo más sagrado y lo más poderoso que hasta ahora poseía el mundo, sangra bajo nuestros cuchillos -¿quién nos lavará esta sangre? ¿Con qué agua podremos limpiarnos?»”.[8]
La cristiandad es una ilusión prodigiosa, sostenida y alimentada por el Estado, la Iglesia oficial y sus funcionarios, los sacerdotes. Como toda ilusión, aunque nos aparte de la realidad, tiene sus beneficios secundarios: permite al hombre natural seguir sus inclinaciones espontáneas pero ahora consagradas por el simulacro religioso. Escribe Kierkegaard: “«Cristiandad» es este repugnante devaneo de querer permanecer de lleno en la finitud y encima –apoderarse de las promesas del cristianismo”.[9] El precio, claro está, es la pérdida de la apertura a la eternidad. Pero, ¿importa esto al común de los hombres? Por lo general, los hombres aman la ilusión y reposan en ella. La indolencia y la apatía humanas contribuyen poderosamente a ello.
El imperio de la cristiandad genera una compleja situación civilizatoria. Kierkegaard oscila entre considerar a la cristiandad una máscara sofisticada del paganismo o, sencillamente, la desaparición de toda forma de religiosidad. Lo cierto es que siempre ostenta una opinión más favorable hacia el paganismo en su versión canónica o, incluso, hacia el ateísmo, que hacia la cristiandad. Por momentos sostiene que bajo el nombre de cristianismo vivimos el paganismo o que la cristiandad es el paganismo apaciguado por el hecho de ser cristianismo. Es más: la función del sacerdote es asegurar a la sociedad contra el cristianismo, es decir, vivir el paganismo garantizado y reforzado por el cristianismo. Pero en otros pasajes dice que no somos cristianos y ni siquiera paganos o que nuestra época se caracteriza por la indiferencia, con lo cual no tiene religión ni predisposición para ella, puesto que la religiosidad es inseparable de la pasión. Los hombres de nuestro tiempo desconocen qué es la religión, la clase de pasión que requiere cualquier religión (cristiana o no). La vida religiosa está enferma o muerta. La salud mundana es enfermedad y viceversa, desde la perspectiva religiosa. En este sentido, el culto dominical del cristianismo oficial es, a su juicio, menos espiritual que el del paganismo. A su vez, es preferible elegir no ser cristiano a serlo por definición (“todos somos cristianos”), como se estila en la cristiandad. Hasta tal punto, que no se ve por qué los animales domésticos no podrían llegar a ser cristianos, ironiza Kierkegaard. Además, burlarse de Dios no es equívoco, pero sí lo es hacerlo en nombre de Dios, como la cristiandad.
La paradoja es que hoy la cristiandad es el mayor obstáculo al cristianismo. Su lucha no es ya con judíos y paganos sino con cristianos, con los cristianos de la cristiandad, esto es, también, con la mediocridad, con el ser con otros, igual que los otros, con el ser individuo público, con la ausencia del individuo singular.
Muchas veces he reflexionado sobre este problema, desde una óptica algo distinta. Pienso que la religión –en un sentido tan amplio que incluye también su falta- determina en última instancia la vida de los hombres. Pues bien, la decadencia del paganismo tuvo su condigna respuesta civilizatoria con el surgimiento y el triunfo del cristianismo. Es incuestionable, a mi manera de ver, que hoy nos encontramos ante una declinación del cristianismo, similar en muchos aspectos, mutatis mutandis, a la del paganismo en la antigüedad, pero con la notable diferencia de que en la actualidad no se avizora ningún reemplazo, excepto quizá algunos fundamentalismos deleznables o la proliferación de sectas crepusculares. Ahora bien, ¿será necesaria todavía una religión para todos, una fe común, o los tiempos estarán maduros para otra cosa? Cabe la posibilidad, no obstante, de que el cristianismo –en la figura de la cristiandad- se prolongue indefinidamente en el tiempo, sin mayores sobresaltos. En este caso, la decadencia del cristianismo se transformaría en el horizonte permanente dentro de cuyos marcos se desenvolvería la vida de la humanidad futura, mostrando en este aspecto una diferencia apreciable con el paganismo clásico y su derrumbe. Con la salvedad importante –si atendemos a Kierkegaard- de que es justamente el paganismo quien impera bajo la máscara de la cristiandad.
¿Cómo se plantea Kierkegaard estas cuestiones? Por un lado, parecen no tener cabida en su pensamiento, al menos en el sentido de que el cristianismo es para él necesariamente experiencia de un individuo singular, a lo sumo, de unos pocos. El Nuevo Testamento –escribe casi textualmente- no ha tenido en cuenta a la cristiandad, a la enorme masa cristiana que mientras es feliz en este mundo proclama los domingos el sufrimiento en el mismo. Llega a afirmar que basta con un solo cristiano verdadero para que exista el cristianismo. Sin embargo, simultáneamente, llama a romper con la ilusión prodigiosa y ve en el abandono del sostén oficial a la religión por parte del Estado el recurso idóneo para combatir la cristiandad. “Las personas no son paganas sino que viven dichosas en la fantasía de ser cristianas”.[10] El cristianismo no necesita la protección del Estado sino persecución (y protección de Dios). Se impone liberar al cristianismo del Estado, dice. Que el Estado convierta la proclamación del cristianismo en praxis privada, agrega. Más allá, entonces, de remitir el cristianismo auténtico al individuo singular como única sede apropiada, su llamado a destruir la ilusión prodigiosa parece apuntar a un cambio civilizatorio, superador de la cristiandad.
El cristianismo quería cambiarlo todo, sostiene Kierkegaard. Mientras tanto, la cristiandad ha dejado todo como estaba pero, eso sí, ahora con el mote de “cristiano”. Así las cosas, vivimos el paganismo con la ayuda de la eternidad –no garantizada al pagano- y de que todo es cristiano. Con la castidad, los prostíbulos continúan brindando sus servicios, pero ahora son “cristianos”. La honradez y la sinceridad –predicadas por el Nuevo Testamento- no reemplazaron al engaño pagano, pero ahora el engaño es “cristiano”. Lo mismo con la seriedad y la supresión de honores. Igual con el rechazo de la conservación y la reproducción. “El cambio en relación con el paganismo es que todo permaneció inalterado, pero tomó el predicado de cristiano”.[11]
En la comedia hipócrita de la cristiandad Dios, impotente, es objeto de burla. Se torna un ser ridículo. No hay que pasar por alto que la cristiandad es el esfuerzo del género humano por sacarse de encima el cristianismo, tan opuesto a lo que al hombre le gusta. Así, el modelo deja de ser para imitar y se convierte en redentor o, lo que es igual, otorgador de beneficios. Al burlarse de Dios en su propio nombre, la comedia cristiana sustituye la seriedad del «o lo uno o lo otro» por la bondad, la mansedumbre y la buena intención. Dios se toma en broma, el cristianismo se convierte en disparate. ¿Otra vez Nietzsche? “Cuanta bondad veo, esa misma debilidad veo. Cuanta justicia y compasión veo, esa misma debilidad veo. Redondos, justos y bondadosos son unos con otros, así como son redondos, justos y bondadosos los granitos de arena con los granitos de arena (…) En el fondo lo que más quieren es simplemente una cosa: que nadie les haga daño. Así son deferentes con todo el mundo y le hacen bien (…) Virtud es para ellos lo que hace modesto y manso (…) Pero esto es –mediocridad aunque se llame moderación-“.[12]
Pero la inversión que realiza la cristiandad, la puesta en escena de la comedia que protagoniza, deben apreciarse en la vida cotidiana. Si la palabra de Dios recomendaba el celibato, si el cristianismo consentía a regañadientes el matrimonio apenas como un mal menor ante el peligro de abrasarse (San Pablo), el sacerdote, en cambio, bendice este importante paso. Si nada es menos agradable a los ojos de Dios que la procreación, la cristiandad –tal como el paganismo- estima que dar vida a un niño es obra buena. Si la condición de cristiano sólo puede resultar de una difícil y trabajosa elección, en la cristiandad el niño nacerá cristiano; de ahí el bautismo prematuro. No se puede llegar a ser cristiano cuando se es niño. Llegar a serlo implica una conciencia personal de pecado y de sí mismo como pecador. La farsa continúa con la llamada educación cristiana, cuyo objetivo es condenar los niños a la mentira. Para ni hablar de la reverenciada vida familiar. Cristianamente –escribe Kierkegaard- no hay vida familiar, gracias si puede tolerarse con indulgencia. Pero la cosa no termina allí. Cada acontecimiento repudiado por Dios y consagrado por la cristiandad, no sin la mediación del sacerdote –casamiento, nacimiento, bautismo, confirmación- es ocasión propicia para una abundante comilona, provista de todos sus consiguientes accesorios.
En El instante Núm. 10, que no llegó a publicar, Kierkegaard reafirma sucintamente las convicciones expuestas en los números anteriores, aunque acaso con un matiz más sombrío y pesimista –si cabe- en algunos aspectos. No encuentro mejor manera de finalizar este ensayo que glosar algunas de sus afirmaciones más contundentes.
Un mundo cristiano es un prodigioso castillo en el aire. Se trata meramente de un juego con millones de cristianos que se reconocen los unos a los otros en la común mediocridad. Pero se da el caso de que el cristianismo estriba, justamente, en amar a Dios en oposición a los hombres, en padecer a los hombres por la fe. Reconocerse mutuamente, recibir gloria unos de otros –así lo expresa Kierkegaard- imposibilita la fe.
El cristianismo no existe, afirma rotundamente. Falta por completo la pasión que requiere el habérselas con Dios, la cual supone una completa separación y oposición a los hombres. Para los hombres del momento, el Nuevo Testamento es demasiado fuerte, intolerable.
El cristianismo verdadero consiste en amar a Dios odiándose a sí mismo y, junto a ello, todo lo que para el hombre es la vida. La supuesta perfectibilidad del cristianismo, artículo de fe de la cristiandad, lo ha convertido en mundanidad. “El paganismo era mundanidad antes del renunciamiento; lo mundanal de la cristiandad tiene la pretensión de haber llegado más alto que el renunciamiento, al que se considera fanatismo”.[13]
Y por fin, la reivindicación del instante, exento ahora de toda ambigüedad. De ese instante que la inteligencia mundana busca tan afanosa como vanamente a partir de las circunstancias. “Si no entran en juego otra cosa que inteligencia mundana y mediocridad, el instante nunca llega (…) Mas cuando llega el hombre indicado, sí, entonces es el instante. Pues el instante es justamente lo que no está en las circunstancias, lo nuevo, la irrupción de la eternidad –pero, en el mismo momento, el instante domina hasta tal punto las circunstancias que ilusoriamente (calculado para burlarse de la inteligencia y la mediocridad) parece como si surgiera de las circunstancias”.[14
[1] G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, trad. cast. José Gaos, Madrid, Revista de Occidente, 1974, p. 47.
[2] Para quien desee profundizar los aspectos mencionados del pensamiento del joven Nietzsche puede verse S. J. Maresca, “Las Consideraciones intempestivas de Federico Nietzsche”, S. J. Maresca y otros, Verdad y cultura, Bs. As./Madrid, Alianza, 2001, pp. 15-78.
[3] S. Kierkegaard, El instante, trad. cast. Andrés R. Albertsen, Madrid, Trotta, 2012, Núm. 9, p. 175.
[4] Ídem, Núm. 4, p. 63.
[5] Ídem, Núm. 7, p. 133.
[6] F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, trad. cast. A. Sánchez Pascual, Bs.As./Madrid, Alianza, Cuarta reimpresión, 2001, “Prólogo”, p. 36.
[7] S. Kierkegaard, ob. cit., Núm. 4, pp. 64-65.
[8] F. Nietzsche, La ciencia jovial, trad. cast. José Jara, Caracas, Monte Ávila, 3era. ed., 1999, p. 117.
[9] S. Kierkegaard, ob. cit., Núm. 6, p. 105.
[10] Ídem, Núm. 2, p. 30.
[11] Ídem, Núm. 5, p. 82.
[12] F. Nietzsche, Así habló…, “De la virtud empequeñecedora”, pp. 244-5.
[13] S. Kierkegaard, ob. cit., Núm. 10, p. 186.
[14] Ídem, p. 187.