Universidad Católica de Santa Fe
Abstract
Søren Kierkegaard, ha sido llamado entre otros tantos seudónimos, “el caballero de la subjetividad”, precisamente porque reivindica a la misma, sin por ello caer en el subjetivismo.
El propósito del presente trabajo es hacer honor a dicha denominación, reflexionando desde el danés, la obra titulada El regreso del Hijo Pródigo, del afamado pintor holandés, Rembrandt Harmensz. van Rijn, de 1663-65.
A tal efecto, se tomará la noción de “estadios existenciales” con los que Kierkegaard intenta explicar el acontecer del individuo, del singular (den Enkelte). Para ello, recorreremos sucintamente los diversos estadios estético, ético y religioso en las personas del “Hijo Pródigo”, tomando como hilo conductor al “amor”, que se hace presente bajo diferentes aspectos en dichos estadios.
Para acompañar este análisis, nos ayudaremos además, con el escrito de Henri J. M. Nouwen titulado El regreso del Hijo Pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, sin olvidar que nada de esto sería posible, si no tuviéramos en cuenta la fuente de la que emanan todas estas inspiraciones: la parábola del Hijo Pródigo.
Entiendo muy bien, que se me podría objetar la no pertinencia de este trabajo en el marco de las presentes jornadas. Rembrandt es, aproximadamente, 200 años anterior a Kierkegaard, por lo que es claro que no se ajusta a lo sugerido: la recepción del danés por los llamados “postkierkegaardianos”. En todo caso, lo que sí podría considerarse como post Kierkegaard, es la relación que, a partir de él, se pudo establecer con el reconocido pintor holandés.
Exposición acerca de los estadios existenciales
El pensamiento kierkegaardiano apunta a una dirección: reivindicar la categoría de “individuo” frente a las totalizaciones en las que se vio envuelto y que someten al hombre a una enfermedad tan grave, que puede llevarlo a la muerte.
El bálsamo sanador lo encontrará cuando “orientándose hacia sí mismo, queriendo ser él mismo, el yo se sumerja, a través de su propia transparencia, en el poder que le ha planteado.” (Kierkegaard, 1941, pág. 22). Esta afirmación, que aparece de manera explícita en El tratado de la desesperación, (o traducido también como La enfermedad mortal) supone la noción de existencia y la consecuente remisión a la categoría de “estadios existenciales”.
La noción de “estadios” es más que significativa en Kierkegaard. Con ella intenta comprender los modos de existencia real con las que el “individuo” o “singular”[1], debe atravesar, como caminos, que se presentan ante él con la urgencia de ser transitados, no con premura, sino con conciencia de ser necesarios, para llegar a la meta de todo hombre para, en palabras de Kierkegaard, llegar a ser un “individuo”.
Tales estadios no son excluyentes, ni definitivos. Algunos, se presentan como “invitadoramente” sensuales, apetecibles, descomprometidos; otros, con la presencia de la responsabilidad y el compromiso, y finalmente otros, que convocan a vivir la “paradoja de la fe”, tal como nos lo menciona el danés, en numerosas ocasiones.
Estadio estético
Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte de herencia que me corresponde”.
Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía
Y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
Lucas, 15, 11-14
“Existir”, es una experiencia que atraviesa a todo singular y por la que todo singular debe atravesar. Por ello, el esteta no se diferencia del resto sino en la manera en cómo existe. Su vida, se caracteriza por la existencia vivida desde el punto de vista de la temporalidad, del goce momentáneo. Se halla ligada al instante, se convierte en una discontinuidad en la que cada acto debe ser una primera vez, cada realidad concreta, se trueca en “absoluto”.
Kierkegaard afirma en Estadios en el camino de la vida que la “esfera estética es la esfera de la inmediatez” (Kierkegaard S. , Estadios en el camino de la vida, pág. 499) y con ella comienza el devenir espiritual, en la realidad de un sujeto que no es todavía nada donde, continua diciendo, “la inmediatez es precisamente la indeterminación” (Kierkegaard S. , Estadios en el camino de la vida, pág. 229) y, en tanto que tal, su ser se diluye en una pura simplicidad, incapaz de contener relación alguna, incapaz de autorreflexión o interiorización por lo cual él inmediatamente es lo que él es. (Kierkegaard S. , Aut-Aut, 1989, pág. 193)
Nuestro autor ha identificado al esteta con múltiples personajes que afirman sus determinaciones de manera propia e individual – Don Juan, Fausto, el Judío Errante, entre otros-. Si bien la figura significativa es la del seductor, análisis realizado en la primera parte de Aut-Aut y en el artículo primero de Estadios en el camino de la vida, en líneas generales, las características propias de este estadio son: la infinitud interior, la negatividad absoluta, el aburrimiento, lo puramente posible, la realidad poética, el vacío de la nada y la creencia en una libertad infinita.
El hombre que vive estéticamente es el que vive cada momento como si fuese eterno. No guarda memoria del tiempo y por tanto, hace de este momento concreto, instantáneamente vivido, su eternidad. Invierte la relación.
Llegada esta instancia, y haciendo gala de la “subjetividad”, de la que Kierkegaard es un férreo exponente, incluimos en esta serie de personajes al “Hijo Pródigo”.
Esta pintura, supone un relato implícito, una historia no contada, pero vívida en sus personajes. Su nombre es fiel reflejo de ello El regreso del Hijo Pródigo. Hablar de “regreso”, implica que antes hubo una partida. ¿Qué acontecimientos habrán suscitado dicha partida? Y esta no fue una partida común, como cualquier otra. Implicó antes un reclamo: la parte de la herencia.
No vamos a entrar a analizar en detalle lo que dicho reclamo significó, a tales efectos Nouwen (1992) dedicó algunas páginas de su libro para repensar este hecho. Lo que sí vamos a decir es que tal solicitud fue realizada por alguien que, desde su juventud, creyó que aquello era lícito.
Y emprendió la marcha. No hubo necesidad de mirar atrás, -no había atrás-, o mejor dicho, simuló que no existía, creyendo cierta dicha “simulación”. Y comenzó su andar, un andar que se dirigía al encuentro con lo novedoso, con lo sensual, buscando algunas veces la cantidad, otras la calidad, mostrándose en ocasiones petulante, frívolo, haciendo a veces hasta el ridículo…confiando vanamente en que cada acto realizado era fruto de una elección, y al mismo tiempo desconociendo que en aquel acto electivo, no aparecía lo fundamental. Es decir, desconociendo que si no me elijo “elegirme” en lo que elijo, no soy plenamente libre. Kierkegaard da sobradas muestras de este falso ejercicio de la “libertad” en numerosos pasajes de su obra.
Se alejó, sin saber que estaba enfermo. La dolencia no radicaba en su cuerpo, sino en su espíritu, mejor dicho, en su falta de espíritu. Y se transformó en un “espectador”, que al separarse de su Padre y de su Hermano, también se separa de sí mismo. Para Kierkegaard, el esteta se halla imposibilitado para el amor ya que no puede, ni siquiera, elegir (aunque también podría trocarse el “elegir” por “existir”), al no encontrar razones para optar entre esto y lo otro. “No es existencia, sino posibilidad de la existencia tendente a la existencia, y llega a estar tan cerca de ésta que uno casi siente cómo se desperdicia cada instante en la medida en que no se llega a una decisión.” (Kierkegaard S. , 2010, pág. 252) Tal indecisión lo lleva al aburrimiento, del que intenta salir divirtiéndose, haciendo lo que le agrada en cada instante. No se da cuenta que la diversión no es más que un placebo que no cura la profunda enfermedad que se extiende irremediablemente.
La existencia del esteta se asemeja a la del hijo menor. Así como “soy el hijo pródigo cada vez que busco el amor incondicional en donde no puede hallarse” (Nouwen, 1992), de la misma manera soy esteta, cada vez que voy tras el amor cual objeto a coleccionar. Y, cuando se ha coleccionado bastante, a la par de que se lo ha gastado todo, es posible que sobrevenga la desesperación.
En el reconocimiento de la condición de su propia existencia, el hijo se angustia, y esa angustia, que lo lleva a desesperar, lejos de arrebatarlo definitivamente de los brazos de su padre, lo conduce nuevamente, de regreso a casa.
Los invito a escuchar lo que Nouwen transcribe en sus páginas al observar el cuadro:
Tiene la cabeza afeitada. Ya no queda nada del largo pelo rizado con que el Rembrandt se había retratado, orgulloso y desafiante, en el burdel. La cabeza es como la de esos prisioneros cuyos nombres han sido sustituidos por un número. Cuando a un hombre le afeitan la cabeza, ya sea en la cárcel o en el ejército, ya sea como parte de un rito o en un campo de concentración, le privan de una marca de su individualidad. La ropa que le pone Rembrandt es ropa interior que apenas le cubre el cuerpo demacrado. El padre y el hombre alto que contempla la escena llevan amplias túnicas rojas, dándoles otro rango y otra dignidad. El hijo arrodillado no lleva túnica alguna. Su ropa amarilla con tonalidades marrones sólo le cubre el cuerpo cansado y sin fuerza. Las plantas de los pies muestran la historia de un viaje humillante. Tiene una cicatriz en el pie izquierdo, que está fuera de la sandalia. El pie derecho, cubierto en parte por una sandalia rota, habla también de miseria y sufrimiento. Éste es un hombre desposeído de todo… menos de una cosa, su espada. El único signo de dignidad que le queda es la pequeña espada que le cuelga de la cadera, símbolo de su origen noble. En medio de su degradación, se aferró a la realidad de que todavía era el hijo de su padre. De otro modo, hubiera vendido la espada tan valiosa, símbolo de su vínculo con el padre. La espada está allí para mostrar que aunque volvió hablando como un mendigo y un proscrito, no se había olvidado de que todavía era el hijo de su padre. Y volvió precisamente cuando recordó y valoró el lazo que les unía. (Nouwen, 1992, págs. 50-51)
El que comenzó buscando afuera, en una vida disipada, lejos de su padre y entregado a los placeres de la carne, en una vida de inmediatez estética, libre de compromisos, tuvo que primero volver a sí, encontrarse a sí y perdonarse. Tuvo que reconocer que la vida verdadera no se encuentra fuera de sí, sino en la responsabilidad y el compromiso, primero con uno mismo y luego con los demás, aunque allí no se concluya.
Ningún hijo pródigo, puede irse tan lejos del amor, que le impida regresar.
Estadio ético
Padre, pequé contra el cielo y contra ti,
Ya no merezco llamarme hijo tuyo. (…)
Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido
Jamás ni una sola de tus órdenes,
Y nunca me diste un cabrito
Para hacer una fiesta con mis amigos. (…)
Pero el padre le dijo:
Hijo mío, tú estás siempre conmigo,
Y todo lo mío es tuyo.”
Lucas 1, 21,29, 31
En contraposición al esteta, el ético va a representar al hombre de la elección definitiva. Esta elección es doble: primero se elige a sí mismo, buscando su ser auténtico. En segundo lugar, elige de modo firme, reflexivo, aceptando la responsabilidad e imponiéndose el deber y la obligación.
¿En qué parte de la obra se halla lo “ético”? ¿Es posible realmente encontrar una figura que represente ese estadio adecuadamente? ¿Será éste que desde las penumbras observa la escena, o aquél, que más alejando no puede dejar de mirar?
Inmediatamente surge ante nosotros este otro personaje, que compone la escena sin ocupar un lugar destacado, hasta que lo percibimos con detenimiento. Si bien hay disparidad en las interpretaciones, muchos concluyen en que es el Hijo Mayor, testigo silencioso del reencuentro. El que siempre estuvo, ocupando su lugar comprometidamente, responsablemente.
Pero observando con detenimiento, habría que repensar la posibilidad de que sea el Hijo Mayor el representante de “lo ético”, porque podría representar quizás un grado avanzado de esteticismo…
No olvido que este escrito intenta ser una resignificación, como el título lo enuncia, pero la escena, incluso la misma parábola de la que se sirve Rembrandt para plasmar la obra, no refieren a un desenlace por parte del Hijo Mayor, ambas dejan la puerta abierta. Incluso el mismo reproche “hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes”. (Lucas 15, 29). A ello se le suma la mirada, no parece conmovida, sino más bien fría, distante. Y ¿qué decir del reclamo del cabrito para festejar con sus amigos? ¿No indica también cierta necesidad de reconocimiento, de apego a lo material? Se habrá arrepentido de lo dicho? ¿Habrá sentido remordimiento? Porque el remordimiento es fundamental para dar el salto…
No creo necesario seguir buscando. La encarnación perfecta de lo ético se encuentra, también, en el Hijo Pródigo…
Si para dar el salto hay que arrepentirse… el Hijo Pródigo lo ha logrado “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo.” (Lucas 15, 21)
Fazio dice que “la existencia ética comporta una tensión hacia un telos, un esfuerzo para llegar a ser espíritu frente a Dios.” (Fazio, pág. 47) Y dicho esfuerzo se halla representado en el camino de regreso. Porque eso fue lo que hizo, no mandó a que lo buscaran, no se dejó caer entregándose a una angustia que lo redujera a un hombre incapaz de pedir perdón, sino que emprendió el regreso. Y a cada paso con que acortaba distancias con aquellas tierras ahora no tan lejanas, se iba reconstruyendo, recomponiendo, recogiendo sus miserias en aras de recomponer su espíritu.
Si el estadio ético tiene como modelo al hombre de familia, al trabajador responsable, entonces es claro que el trabajo ocupa un lugar importante para Kierkegaard,
Cuanto más bajo es el nivel en el que se encuentra la vida humana, más bajo queda aún la necesidad de trabajar; cuanto más alto sea ese nivel de vida, con mayor fuerza aparecerá esa necesidad. Este deber de trabajar para vivir expresa lo que es común al género humano, y expresa también, en otro sentido, lo universal, porque expresa la libertad. Precisamente trabajando el hombre se hace libre, trabajando se convierte en señor de la naturaleza, trabajando demuestra que es superior a la naturaleza. (Kierkegaard S. , Aut-Aut, 1989, pág. 182)
Si bien, no sabemos si implora trabajo a su padre, sí sabemos que le pide que lo trate como tal, “ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.” (Lucas 15, 19). Esta súplica, bien puede representar el reconocimiento de lo perdido, no meramente a nivel material sino a nivel existencial. Y esta realidad se expone en amorosas palabras que salen de boca de su Padre, “comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado”. (Lucas 15, 23-24) Quizá valdría decir “estaba perdido y se ha encontrado” (el destacado es nuestro).
Estadio religioso
Cuando todavía estaba lejos,
su padre lo vio y se conmovió profundamente;
corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. (…)
Dijo a sus servidores: “Traigan en seguida la mejor ropa
y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo
y sandalias en los pies.
Lucas 15, 22
Quizás podríamos coincidir en que toda la obra kierkegaardiana, tiene como fin último conducirnos al estadio religioso, ya que el estadio ético no es definitivo. Citando a Fazio “delante de Dios siempre estaremos en deuda. En otras palabras, no es posible cumplir a la perfección con el deber ético, con lo general, y estar en perfecta regla con el Absoluto.” (Fazio, pág. 52) Por tal motivo, hay que dar el salto.
Es más que conocido quién es, para el danés, el que representa el modelo de lo “religioso”. La historia de Abraham, en Temor y temblor se yergue como paradigma del hombre de fe. Aquel que no cuestiona sino que cree. Aquél que no desconfía sino que avanza en el desierto. Aquél que no se burla cuando le dicen que tendrá un hijo a pesar de sus entrados años. Finalmente, aquél que se entrega totalmente al cumplimiento de una petición que supera todo lo esperado, todo lo deseable, todo lo entendido como éticamente “correcto”, porque entiende que “perderla (a la razón) para ganar a Dios, es el acto mismo de creer”. (Kierkegaard S. , 1941, pág. 59) O también, “porque la fe comienza precisamente donde acaba la razón.” (Kierkegaard S. , Temor y temblor, 2008, pág. 63)
Sin embargo, este escrito no refiere solo a Kierkegaard, sino también a la última obra que Rembrandt pintó antes de morir. Y de igual forma se incorpora la hermenéutica del propio Nouwen quien a modo de “estadios” va colocándose a sí mismo en la persona de cada uno de los que componen la escena, reflexionando sobre ellos pero también sobre sí mismo, viéndose a sí mismo no sólo como hijo pródigo, ni como hijo mayor, sino además como lo que debe llegar a ser: el padre.
Nouwen describe la figura del Padre, de una manera exquisita:
Las manos. Son algo diferentes la una de la otra. La izquierda, sobre el hombro del hijo, es fuerte y musculosa. Los dedos están separados y cubren gran parte del hombro y de la espalda del hijo. Veo cierta presión, sobre todo en el pulgar. Esta mano no sólo toca sino que también sostiene con su fuerza. Aunque la mano izquierda toca al hijo con gran ternura, no deja de tener firmeza.
¡Qué diferente es la mano derecha! Esta mano no sujeta ni sostiene. Es fina, suave y muy tierna. Los dedos están cerrados y son muy elegantes. Se apoyan tiernamente sobre el hombro del hijo menor. Quiere acariciar, mimar, consolar y confortar. Es la mano de una madre. (Nouwen, 1992, pág. 107)
Nouwen descubre maravillado lo que cree que Rembrandt dejó traslucir en su pintura: el Padre, es también Madre “es, sin lugar a dudas, Dios, en quien femineidad y masculinidad, maternidad y paternidad, están plenamente presentes.” (Nouwen, 1992, pág. 108)
Por lo que a este trabajo respecta, nada de lo dicho por los autores citados tiene desperdicio. Sin embargo, quizá sería posible intentar una interpretación más, que uniera a modo de síntesis las obras del danés y el holandés.
Observando con detenimiento, la figura del Padre puede encarnar también el paradigma del hombre religioso. Del mismo modo que Abraham, guarda silencio. Cuando su joven hijo le reclama “su” parte de la herencia, no lo inquiere, calla. No le pregunta a dónde se dirige, aunque en su corazón siente el dolor de la partida. Sabe que su hijo tiene que, alejándose, volver a sí, separándose, reunirse consigo mismo, perdiéndose, reencontrarse. ¡Qué difícil debe resultar ser “padre”, ser “Abraham”!
A primera vista, pareciera que el sufrimiento de Abraham es inconmensurable, igual que su fe. ¡Pedirle Dios que mate a su hijo! Silencio. Pareciera que nada puede justificar este hecho tan inmoral. Y justamente, desde la ética no hay respuesta conciliadora. Desde la ética no. Por eso hay que suspenderla y hay que buscar ¿respuesta? en otro lugar, fuera de sí. Abrirse a la fe y con ella, dar el salto hacia lo Absoluto.
¿Y en el caso del Padre? ¿El que su hijo le reclame su parte, no encierra en sí ya algo doloroso de sobrellevar? Nouwen refiere en su libro que reclamar la herencia es igual a decir, “no puedo esperar hasta que mueras, así que dame mi parte”. Y el Padre, guarda silencio. “Me marcho”, anuncia el hijo menor, y no lo detiene. Aun sabiendo que el alejamiento de su hijo representa algo más que las ansias de un joven por ver el mundo con sus propios ojos, no interviene. De alguna manera, el Padre también se enfrenta a la pérdida de su hijo. Sólo si él quiere, va a regresar. Y calla.
Conclusión
Si hay algo en que coincidimos, es en que todos somos hijos y todos debemos hacer nuestro camino.
Éste relato se compone de otros tantos. En un caso, hubo uno que sin llegar a ser un individuo, creyó elegir. Creyó que la elección que realizaba era absolutamente libre: o permanecía junto a su padre, o iba en busca de su propio destino… Este Aut-Aut, para Kierkegaard no es real. Esta elección desconoce el hecho de que primero debe elegirse a sí.
Un segundo caso, nos colocó ante dos posibles interpretaciones. La primera, en la que el Hijo Mayor podría encarnar al hombre “ético”, queda irresuelta. La segunda, más nítida, nos coloca frente alguien que, reconociéndose desesperado, se arrepiente aceptando las consecuencias responsablemente.
En tercera instancia, nos encontramos ante aquél que representa al “caballero de la fe”. El que es capaz de renunciar a la certidumbre y abrazar el riesgo, “puede que mi hijo no regrese”. Es probable que no sean comparables sus vivencias. De hecho, el mismo Kierkegaard, a propósito de Abraham, duda de que se “halle una sola analogía en la historia universal”. (Kierkegaard S. , Temor y temblor, 2008, pág. 68)
Es posible que para algunos pueda tratarse este escrito como el intento forzado de leer en uno lo que otro dice… Pero bueno, a mi favor, les recuerdo que la propuesta no era otra que resignificar una obra de Rembrandt, desde una lectura en clave kierkegaardiana…
Fazio, M. (s.f.). Guía del pensamiento de Kierkegaard.
Kierkegaard, S. (1941). Tratado de la Desesperación. Buenos Aires: Santiado Rueda Editor.
Kierkegaard, S. (1989). Aut-Aut. Milano: Adelphi.
Kierkegaard, S. (2008). Temor y temblor. Buenos Aires: Losada.
Kierkegaard, S. (2010). Post Scriptum no científico y definitivo a "Migajas Filosóficas". España: Salamanca.
Kierkegaard, S. (s.f.). Estadios en el camino de la vida.
NOUWEN, H. J. (1992). El regreso del Hijo Pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt. España: PPC, Editorial y Distribuidora, SA.
[1] En danés den Enkelte, es la categoría con que Kierkegaard quiere representar al hombre, a todo hombre.