Según nos informa entre otros Guillermo Dilthey, el problema de hasta qué punto es legítimo inferir la existencia a partir del concepto, fue intensamente discutido durante el siglo XVIII. Por supuesto, con exclusión de las corrientes empiristas, para las cuales la existencia no se distingue de un cúmulo de impresiones puntuales que, sin embargo, no trascienden los límites de una subjetividad tan psicológica como en definitiva universal que no altera su configuración cartesiana. Además la estructura de la experiencia, piedra de toque de todo reconociendo de existencia, es en el empirismo una pura construcción conceptual.
Es Manuel Kant quien pone fin provisoriamente a esa discusión, al sostener la imposibilidad de inferir la existencia a partir del concepto, cuya expresión palmaria es su célebre refutación de la prueba ontológica de la existencia de Dios, por no mencionar aquí su más compleja teoría de la existencia del yo –principio originario de la apercepción- que invalida los desarrollos de la psicología racional, presentados ahora como paralogismos de la razón pura. A raíz de ello, Jean Wahl aventura conferir a Kant la paternidad del existencialismo. Dice textualmente: “Podemos, incluso, comenzar la historia de la filosofía de la existencia por Kant mismo. Fue él quien dijo que no es posible deducir de la esencia la existencia, quien se opuso, por consiguiente, a la prueba ontológica. La existencia deja de ser perfección, es posición”.
Sin embargo, la presunta ajenidad de la existencia respecto del concepto en Kant es engañosa. Y esto por dos lados distintos. La existencia es correlato de la intuición sensible, nítidamente distinguida ahora del entendimiento creador de conceptos y dotada de sus propias e irreductibles estructuras apriorísticas. Pero si bien por este lado la existencia excede el concepto, no lo hace respecto de la subjetividad trascendental –oportuna ampliación del sujeto cartesiano-. Por otro lado, la subjetividad moderna tampoco es excedida por la tan mentada cosa en sí –residuo de la operación cognoscitiva, si se quiere-, accesible en definitiva a la razón práctica, al uso práctico de la razón y congruente con ella y sus exigencias. En suma: aunque en la filosofía de Kant la existencia sobrepasa el concepto, no es una determinación suya al nivel de las otras que le pertenecen, no excede la figura de la subjetividad inaugurada por Descartes. Y eso es lo que importa. Téngase en cuenta además que hasta aquí se habla de la existencia de “cosas” en forma general, no específicamente de la humana en su peculiaridad.
Pero será con Jorge Guillermo Federico Hegel y su subjetividad absoluta donde la subjetividad moderna en clave cartesiana alcanzará su máxima expresión. Para ello fue necesario eliminar tanto la intuición sensible –en cuanto producto de una facultad de conocimiento relativamente extraña a la razón- como asimismo la perturbadora cosa en sí. Aunque la operación fue preparada por algunos de los sucesores inmediatos y más notorios de Kant, Hegel logrará su cometido merced a su peculiar dialéctica, fundada en la negatividad, ya presente embrionariamente en la duda cartesiana.
Es Carlos Marx, sin embargo, quien da el último paso, decisivo, en esta dirección, al advertir que el nombre auténtico de la subjetividad absoluta es el Capital. En la figura del Capital y de su lógica inmanente –no necesariamente del capitalismo- la subjetividad moderna se instala definitivamente como dueña y señora de lo que es. Fuera de este hallazgo extraordinario, malentendido en términos de “materialismo” opuesto al “idealismo”, Marx –sobre todo en sus escritos juveniles- no hizo más que equivocarse, al no comprender cabalmente su propio acierto. Me refiero a las temáticas del materialismo –ya mencionado-, el humanismo, la alienación y, por sobre todas las cosas, la idea peregrina de que una clase social, feudataria del Capital, el proletariado, encerraba la potencialidad dialéctica de subvertir la lógica del Capital, por implicar una negatividad aún no desplegada. Las famosas contradicciones de la “sociedad civil” que Hegel, supuestamente, habría omitido o minusvalorado. ¿Lo descaminó el humanismo, ese romanticismo impotente de una subjetividad retrógrada? Tal como pensaba Hegel –y por eso su doctrina del “fin de la historia”, casi siempre malinterpretada- ya no restaba ninguna negatividad por desplegar, la misión de la subjetividad moderna había concluido; de ahí no la desaparición pero sí el cambio de “ritmo” de todo acaecer venidero. Ahora bien, como pensaba Marx, no obstante, lo encarnado en la historia no era el Espíritu, la Idea, la Razón o comoquiera denominárselo, sino el Capital. El Capital es la figura culminante de la subjetividad moderna en su configuración cartesiana, que muy lejos de ser algo meramente humano es la evolución ulterior del principio ontológico fundamental de la ciencia, del saber, tal como lo instituyó Renato Descartes.
Pues bien, dentro de los límites demarcados por este horizonte transcurre nuestra existencia cotidiana. Fenómenos tan familiares como la globalización, la masificación, el consumismo, el imperativo del goce, la declinación del Padre y tantas otras cosas, no son más que efectos del dominio omnímodo de la lógica del Capital.
Como podrá verse fácilmente, lo dicho trasciende en mucho el estrecho marco de las meras doctrinas filosóficas, la lucha entre escuelas, los debates académicos y demás. Si el Espíritu Absoluto o el Capital fueran simples teorías filosóficas que se consumen en sí mismas (¿las hay?), la discusión presentaría un interés muy limitado, muy menor.
Supuesto pues que no nos satisfaga este estado de cosas, se torna tan urgente como imperioso buscar alternativas que, obviamente, deberán evitar la confrontación, ya que en ese caso quedaríamos atrapados en la lógica hegeliano-marxista, cuya esterilidad es manifiesta; una lógica que –lo hemos dicho- el mismísimo Hegel creía histórico-conceptualmente superada, como también entrevió esporádicamente –aunque no vio- Marx, en sus descripciones más agudas de la lógica del Capital.
Así las cosas, será útil explorar las doctrinas de aquellos pensadores que han ensayado caminos diferentes; personalmente, he acompañado durante muchos años las andanzas de Federico Nietzsche. Recorriendo esos caminos nos topamos también con Søren Kierkegaard.
Una vía transitable consiste en resaltar todo aquello que represente un escollo o un obstáculo a la mediación infinita, sin caer por ello en la trampa de afirmar una naturalidad inmediata que sería fatalmente fagocitada por la dialéctica de la negatividad o, lo que es lo mismo, por la subjetividad absoluta. Conjuntamente, se trata de desarrollar lógicas alternativas que obedezcan a otros principios y a otro estilo de desarrollo. Nadie ha dicho que con ello nos opongamos a la modernidad o, peor todavía, intentemos restituir figuras de la subjetividad perimidas; más bien, por el contrario, acaso contribuyamos a abrir paso al despliegue de las potencialidades más genuinamente modernas, aún germinales. Nadie ha dicho que la subjetividad de filiación cartesiana sea la configuración irrebasable, o por lo menos única, del hombre moderno. ¿O acaso el superhombre nietzscheano es un sujeto premoderno? Quizá incluso, eso sí, la modernidad aún por venir implique la necesidad de superar al hombre.
Pero dejemos esto. La lógica del obstáculo –o del escollo, si se prefiere- es la repetición. Tanto Nietzsche como Kierkegaard apelan a ella, aunque comprendida de distinta manera. También Sigmund Freud y Jaques Lacan; asimismo, Martín Heidegger. Nietzsche cree factible la repetición creadora en el estadio estético; allí anida –entre otras- su temática del estilo. Para Kierkegaard, en cambio, ella parece sólo cabalmente posible en el ámbito de la fe. Ejemplos paradigmáticos son en este sentido el Job de La repetición y, sobre todo, el Abraham de Temor y temblor.
Ahora bien, la repetición adquiere en Kierkegaard el rostro de una devolución o restitución potenciada. Lo mismo, pero elevado a la potencia. La repetición no reitera ni suma sino que potencia. Y esa potenciación acontece en el terreno de lo finito, si bien en virtud del absurdo y la paradoja. Desde una perspectiva más abarcadora, pareciera que en Kierkegaard todo devenir tiende a potenciarse dentro de sus propios presupuestos.
Por cierto, no cualquier diseño de la subjetividad es susceptible del hallazgo de la repetición. Tanto la “definición” del superhombre, en el caso de Nietzsche, como la de la existencia, en el de Kierkegaard –una relación que se relaciona consigo misma, si bien es planteada por otra relación (La enfermedad mortal)-, emplazan de antemano a ambos pensadores fuera de los alcances del prototipo de la subjetividad moderna que, debido a su propia estructura, sólo puede ser progresista. Lo dicho no implica que en la definición kierkegaardiana de la existencia falte la reflexión.
Ciertamente, tales aprehensiones de la subjetividad –me refiero a Nietzsche y a Kierkegaard- sólo son posibles más allá de lo ético –respetado, sin embargo, por este último; no así por Nietzsche quien únicamente ve en ello, al menos hacia fines del siglo XIX, un avatar postrero del cristianismo decadente (en términos kierkegaardianos: del imperio de la “cristiandad”). Así dice en Aurora: “El cristianismo en su lecho de muerte ha devenido un tierno moralismo”. No obstante esta diferente evaluación, ambos retroceden a lo que los alemanes llaman “la eticidad de la costumbre” para comprender la naturaleza de lo ético, ambos desprecian por igual la compasión –hacho nada excepcional entre los grandes filósofos- y Søren Kierkegaard, al identificar lo ético con lo general, lo considera una degradación de la existencia en su irreductible singularidad (cf. en Temor y temblor la inconmensurabilidad entre los sacrificios de Ifigenia e Isaac).
Al introducir la palabra ‘singularidad’ hemos tocado otro punto clave. No hay que perder de vista que la subjetividad cartesiana (trascendental, absoluta) es siempre universal, aun cuando se trate de un individuo universal –como advirtió sagazmente Hegel en su Fenomenología del espíritu, capítulo “Razón”- La singularidad, en cambio, el singular, es irreductible a lo general, a lo universal y no porque se asiente en ciertas peculiaridades naturales, idiosincrásicas, puramente azarosas; podríamos decir acaso “estéticas”, en la terminología de Kierkegaard. Lo universal sólo está en condiciones de absorber lo particular como caso y ejemplo; nunca lo singular. Es por este rasgo definitorio que la existencia, proyectada en términos post hegelianos, rehúsa y sobrepasa su inmersión en la subjetividad moderna, es decir también, en el Capital.
Vale la pena transcribir la primera definición de ‘singular’ que ofrece el Diccionario de la Real Academia porque implica un verdadero cortocircuito lógico, asaz sugerente y no exento de comicidad: “Solo, sin otro en su especie”. Ahora bien, ¿una especie que contiene un único individuo es todavía una especie? Recíprocamente, ¿un individuo que constituye por sí solo una especie es todavía un individuo? Las determinaciones lógicas de “especie” e “individuo” colapsan en este caso, anulándose mutuamente. Parálisis, destrucción y ruina. La segunda definición del Diccionario aporta también lo suyo, que ayuda a enriquecer el concepto. ‘Singular’: “Extraordinario, raro o excelente”.
La lógica o, más precisamente, la lógica de la subjetividad absoluta (el Capital) sucumbe ante la emergencia de la singularidad. Dicho con propiedad, se paraliza. Pero esto no es todo, ni mucho menos. Aunque quizá sería más apropiado y estricto –apelando a Heidegger- hablar de “existenciarios”, otra categoría fundamental en tren de obstaculización es en Kierkegaard la de escándalo (La enfermedad mortal). Tren de obstaculización, cabe aclararlo, que lejos de agotarse en un mero detenimiento se acrecienta sí mismo sin cesar. El escándalo, en efecto, aunque se opone relativamente a la fe, impide zanjar la distancia infinita entre Dios y el hombre, sin perjuicio de la encarnación. Obstáculo o escollo a la mediación: no en vano σκανδάλον significa en griego caída, tropiezo, inducción a pecar, obstáculo para hacer caer, trampa. La subjetividad absoluta tropieza con el escándalo, cae en esa trampa. Mantener la diferencia absoluta entre Dios y el hombre –pese a su inseparabilidad- preserva además (es decir, hubiera preservado) de los tremendos holocaustos que signaron el siglo XX: bolchevismo y nazismo. Pretender instalar el Paraíso en la Tierra, esto es, abolir la distancia entre el hombre y Dios, desencadena necesariamente –por razones lógicas- el más horrendo de los infiernos.
He dicho infierno: lo demoníaco, sin embargo, en su lógica inmanente, es también a su manera un obstáculo a la mediación (Temor y temblor, Gloster, más tarde Ricardo III). Escuchemos Kierkegaard, por más que desagrade a algunas insípidas almas beatas: “Igual que lo divino, lo demoníaco tiene la propiedad de hacer entrar al individuo en una relación absoluta con ello”. “(…) en cierto sentido, hay infinitamente más bien en un demoníaco que en los seres vulgares”.
Se sabe la importancia que tiene para Freud lo demoníaco, identificado por él con la pulsión de muerte, lo más esencial de toda pulsión, cuya lógica –no podría ser de otra manera- es la repetición. Digo Sigmund Freud, esto es, otro impugnador de la subjetividad absoluta y, por ende, del Capital y no precisamente por simpatizar con el socialismo. La referencia a Freud excluye –casi es innecesario decirlo- al grueso de loa psicoanalistas; ellos son al fundador del psicoanálisis algo análogo a lo que eran para Kierkegaard los funcionarios religiosos –los pastores- respecto a la verdad del cristianismo. Por su parte, Nietzsche explorará a su manera lo demoníaco; allí encuentran su lugar Dionisos, los impulsos tenebrosos, etcétera.
En esta atmósfera irrumpe el pecado. Sus alcances son demasiado vastos, sus aristas demasiado numerosas, su profundidad demasiado abismal, como para referirnos seriamente a él en este breve ensayo. Incluso cuando nos limitáramos a Kierkegaard. Tal vez en el pecado resida el escollo más duro, la piedra más difícil de remover.
Kierkegaard y Nietzsche comparten también su interés por la psicología, ciencia que cada uno de ellos desarrolla por su cuenta –intuitivamente, por decirlo así, las más de las veces- como antídoto eficaz contra la ontología cartesiana de la subjetividad. En Más allá del bien y del mal, Nietzsche pide que la psicología vuelva a ser la reina de las ciencias.
Silencio, soledad y aislamiento son en ambos, por otra parte, condiciones sine qua non de elevación de la existencia por encima del rebaño inauténtico –la “cristiandad”-, que los dos desprecian por igual.
Volvamos por un momento y para finalizar a la fe, culminación de la existencia, según Kierkegaard, en cuanto relación absoluta con lo absoluto. En definitiva, la fe es la única posibilidad de la existencia –únicamente dada a la singularidad excepcional, se entiende- de salir al encuentro de un Real –Dios- allende el mundo puramente representacional del cual jamás les es dado sustraerse a la subjetividad absoluta. La subjetividad moderna cerró las puertas a lo real y extravió la llave.
Por fin, si algo es inherente a la subjetividad de filiación cartesiana, si algo le permite afirmarse sobre sus propios pies, es la certeza, el aseguramiento. Contrariamente, la fe kierkegaardiana se mueve en un horizonte de incertidumbre que no excluye la angustia y la miseria, como ilustra magistralmente Kierkegaard a propósito de Abraham.