Dos son los supuestos que rigen esta comunicación. El primero: que el pensamiento trasciende el tiempo y, tanto más, el espacio. Esto es, si puede hoy leerse a Kierkegaard con provecho, no habrá de importar demasiado desde qué lugar se lo lea. El segundo: hay en la poesía algo divino, cuando no la misma divinidad. Decía Borges en su apócrifo Informe Brodie que entre los Yahoos (pero también entre hebreos y griegos) la raigambre de la poesía en lo divino se corroboraba como un dato concreto. Así refiere, con su lacerante ironía, el trato que reciben los poetas en esa tribu singular:
A un hombre se le ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado (under a holy dread). Sienten que lo ha tocado el espíritu, nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los arenales del Norte.[1]
Algo similar pareció haber entrevisto Søren Kierkegaard: el camino que más cerca nos deja de la iluminación es el de la poesía (si bien, esto es claro, no nos conduce directamente a ella). Lo que sigue es, pues, el mero señalamiento de la continuidad de un pensar que no se deja separar del todo de un sentir (“poderoso pensador y sentidor danés”, lo llamó alguna vez Unamuno[2]). La constatación de una misma interioridad que habita en dos cuerpos. Tal vez, después de todo, los románticos no estuvieran tan descaminados y el arte finalmente no sea más que la continuación de la religión por otros medios…
Kierkegaard compone entre 1847 y 1849 trece discursos edificantes, agrupados en tres series que serían luego reunidas en un volumen titulado Los lirios del campo y las aves del cielo. Fruto de la exhaustiva lectura kierkegardiana del Evangelio según San Mateo (VI, 24-34), despliegan –de forma consecutiva– las enseñanzas que nos brindan los lirios y los pájaros (presentadas en consonancia con la tríada de los estadios); las falsas preocupaciones de los paganos (donde lirios y pájaros pasan a jugar el papel de cristianos y paganos respectivamente); y, por último, las observaciones acerca del silencio, la obediencia y la fe. Todo ello en el bucólico marco de la naturaleza y el debido amor a Dios. Estos discursos habrán de ser parte de la obra del danés que pondremos a dialogar aquí con la poesía de Atahualpa Yupanqui.
En una mínima semblanza de Atahualpa diremos que fue el seudónimo elegido por Héctor Roberto Chavero (1908-1992), acaso el mayor exponente del folklore local (si es que tal clasificación pudiera llevarse a cabo y si, una vez realizada, llegara a servir de algo). Principalmente conocido por su labor como cantautor, fue asimismo un destacado guitarrista; escritor de un refinado y austero laconismo y poeta. Su obra, bien que prolífica, es fragmentaria y dispersa. Su biografía a un tiempo expone y justifica ambas características: “fui creciendo en la llanura, donde la espuela y el relincho no fueron jamás ruído, sino música.” Trashumante como todo trovador, iría ganando y perdiendo coplas. Al perder a su padre, a los 14 años, comienza un largo periplo que lo llevará incluso a batirse en favor de la causa yrigoyenista. De amplia proyección internacional, su obra se manifiesta verdaderamente universal (realizó giras por los países europeos de rigor: España, Francia, Alemania, pero también por aquellos que podrían llegar a resultar más distantes o insospechados tales como Turquía, Israel o Japón). Fronteras adentro, su música atravesó todos los estadios posibles: de la indiferencia (su primer registro, en discos de pasta, data de 1936 y era parte de una promoción de yerba mate[3]), a la persecución, pasando por esporádicos períodos de popularidad; de la censura reiterada al merecido homenaje. En 1985 obtendría el Premio Konex de Brillante como mayor figura de la historia de la música popular argentina. En 1986 el gobierno francés lo condecora con el título de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras y en 1987 recibe el homenaje de la Universidad Nacional de Tucumán. En sus Memorias, se define a sí mismo sencillamente como un argentino, “cantor de artes olvidadas”. Si, como quería Ortega y Gasset, el hombre es la suma de sus deseos y sus desdenes, convendrá cerrar esta semblanza con la concisa enumeración de afectos que figura en su autobiografía:
Amo la naturaleza. Amo a Juan Sebastián Bach. Amo al árbol, al viento y al caballo. Y abrigo un anhelo, para mí profundo y soñado. El de sumarme un día a la legión de los Anónimos, sin nombre, sin imagen, sin historia personal. Sólo un canto de amor y de paz que el viento lleva hacia un mundo de hermanos.[4]
Ya desde sus primeros Diarios, Kierkegaard deja entrever una inquietud acerca del hombre de campo y el modo peculiar de vivenciar su espiritualidad que suele tener. En esas tempranas páginas había escrito:
Pero en medio de la naturaleza, ahí donde el hombre, exento del aire a menudo sofocante de la vida, respira más libremente, allí el alma se abre con docilidad a toda noble impresión. Allí el hombre se afirma como señor de la naturaleza, aunque también siente en ella algo más alto, algo ante lo cual debe arrodillarse, siente la necesidad de entregarse a ese poder que lo gobierna todo.[5]
Años después, entre los papeles recopilados por un tal Hilarius Bogbinder, aparece uno que preguntándose acerca de lo que hace que el hombre de mar o el hombre de campo tenga más temor de Dios que el hombre de ciudad, se responderá con una nueva pregunta:
¿No se debe a que en la solitaria llanura, en el mar abierto, algo se experimenta, y ese algo se experimenta de tal manera que hay que mantenerse firme frente a él?[6]
Atahualpa se nos presenta, pues, como la forma quintaesencial de esta alusión; sólo que, para ser exactos, no muestra la trémula beatitud de la que habla el encuadernador danés, ni –tanto menos aún– la obediencia que postula el pastor filósofo. En efecto, Atahualpa pareciera no poder extraer las debidas enseñanzas de los sagrados maestros que son el lirio y el pájaro; no poder alcanzar la iluminación que éstos proponen en términos kierkegaardianos. Según la lectura edificante que Kierkegaard lleva a cabo sobre el Evangelio, la enseñanza es precisamente la despreocupación y Atahualpa siempre se mantuvo preocupado. Asimismo, éste es un poeta y Kierkegaard considera que ningún poeta puede adoptar o siquiera transmitir las enseñanzas de la naturaleza (debido, paradójicamente, a su misma sensibilidad). Así pues, hacerse poeta será carecer de seriedad.
Tanto en Kierkegaard cuanto en Atahualpa, se da un mismo modo de comunicar: el mensaje se pasa de uno en uno. No se invoca, se convoca. El danés tiene por todo oyente al singular, al Enkelte; Atahualpa al paisano, a quien lleva ‘país adentro’[7]. Ambos apuntan a la gente común y resignan dadivosos el común de la gente. Oradores susurrantes, sabedores de la eficacia de la comunicación directa. El carácter populoso del folcklore empieza en la intimidad de un fogón. Ambos entendieron la dialéctica que existe entre el individuo y la multitud. Después de todo: “la arena es un puñadito, pero hay montañas de arena…” Sin embargo, como llevamos dicho, Atahualpa elige el camino del pagano y no se resuelve a servir a Dios. Opta temerariamente por servir a dos señores: al arte y a algo tan inconmensurable como un país. Pese a haber señalado en una de sus coplas no ‘tener cuentas con Dios’, puede verse en su obra un progresivo desengaño y un posterior escepticismo con respecto a la espiritualidad religiosa. En tanto Kierkegaard, en clave schopenhaueriana, había advertido ya que a lo único que debe renunciar el hombre es a la voluntad, siendo ésta la responsable última de todas sus elecciones y sus desdenes (mujer, hijos, nación, etc.). De este modo, el existencialista danés hostigará duramente al poeta –ironizándolo– por no comprender el Evangelio, pese a su sensibilidad. El poeta sólo aspira llegar a ser lo anhelado, lo cual supone “el hallazgo del desaliento…el consuelo que descubre la desolación.”[8] Cabe preguntarse aquí, no obstante, si Atahualpa es el tipo de poeta en el que está pensando Kierkegaard al escribir estas palabras. Su poesía tiene más que ver con vindicaciones de clase y demandas bien concretas de orden político, cosa que dificilmente pudiera predicarse de autores como Andersen, Mozart o Scribe (tales los modelos de poeta que concebía Kierkegaard). Si bien no parece claro que pudiera hacerse sobre su obra una lectura en clave narcisista, sí es pasible de ser tomado –justamente– por un sujeto colectivo, que busca desentenderse de su singularidad. Si bien puede resultar un poco desolador corroborar que para el Kierkegaard pastor, este ocuparse con el prójimo, este cuidar de los demás, sea esencialmente nada, dicha desolación se desvanece al saber que existe una instancia de contención mucho mayor. Puesto que lo primero es buscar el Reino de Dios y todo lo demás es nada. Siendo esta búsqueda, algo inexorablemente individual que cada uno debe emprender necesariamente por su propia cuenta y riesgo. En efecto, sólo Dios puede preocuparse –y ocuparse– de sus creaturas. Lo que Kierkegaard le criticará a los poetas es, pues, que van en busca de la soledad y el silencio pero solo en su calidad de caja de resonancia de sus propios dolores. Aunque en el caso de Atahualpa no sean sus dolores individuales sino los de todos aquellos que comparten su condición (de hecho, bien podría decirse que sus coplas cantaron las desdichas de todo un continente), sigue revistando en las filas de lo que el danés llamó ‘la multitud’. Alejándose cada vez más del problema principal que es el alcanzar la realización como individuo singular.
Como los caminos que serpentean las laderas contrapuestas de un monte, Kierkegaard y Yupanqui habrán de cruzarse al menos en un punto. Hay un momento en el cual ambos comulgan: la ponderación del silencio como instancia a conquistar, como conditio sine qua non de toda comunicación espiritual. Kierkegaard define al silencio como “el temor de Dios”, puesto ques es –literalmente– el estar anonadado ante su presencia, corroborar la nada que somos ante Él. Así, pondrá especial énfasis en la cualidad ‘persuasiva’ del silencio, dado que a diferencia de lo que ocurre con el habla –cuya mera presencia confronta– el silencio hace que el hombre pueda llegar a ‘hablar’ con Dios. Asimismo, en Atahualpa encontramos una progresiva búsqueda del silencio, incluso de su representación. Siendo que el hombre tiene el don del habla, el silencio supone una complicada destreza: el hombre ha de tornarse callado. Puede resultar interesante observar que, en la reverdecida proliferación de los discursos ecologistas en la actualidad, pareciera soslayarse un hecho tan sencillo como este: el hombre no es pura naturaleza (nunca lo ha sido). Comulgar con la naturaleza supone un árduo y complejo aprendizaje. Ese pasado bucólico al que suele aludirse en la retórica de greenpeace parece estar bastante más lejos de lo que se postula (si es que existió alguna vez).
Kierkegaard y Atahualpa comparten, pues, una misma valoración del silencio, que poco tiene que ver con la mera ausencia de sonidos. Mucho menos con la falta de expresión; por el contrario, el silencio pareciera suponer una multiplicidad de sentidos. Se trata, pues, de una comunicación que se da en otro registro: el de la singularidad. Precisamente, Atahualpa dejaría asentado en sus Memorias que una de sus mayores obsesiones había sido la de representar el silencio, la de poder subsumirlo en los estrechos márgenes del pentagrama. También Kierkegaard dirá que el silencio puede oírse y que hay silencios sumamente ‘elocuentes’ como los del pagano. De hecho, solo callando habremos de tener acceso al instante (categoría fundacional en el existencialista danés), verdadera piedra de toque de la singularidad. Del silencio también hará depender la capacidad de tolerar los sufrimientos: cuando uno se torna callado, se simplifica y se empequeñece. En cambio, cuando uno empapela de palabras sus padecimientos, acaece la angustia y la desesperación. Si bien Kierkegaard reconoce que el lenguaje poético se acerca al silencio, sabe que cabalmente no lo es. El silencio es, por el contrario, plena receptividad. Es dejarse interpelar por la palabra de Dios, es, en síntesis, pura posibilidad.
Quisiera poner fin a estas palabras, recordando unos versos del poeta oriental Romildo Risso (1882 – 1946), al cual musicalizara de manera definitiva Atahualpa Yupanqui. El poema se llama El Aromo e ilustra, según creo, de manera cabal la distancia que separa a ambos autores tanto como aquello que los une. Yupanqui recita:
Hay un aromo nacido
en la grieta de una piedra.
Parece que la rompió
pa' salir de adentro de ella.
Está en un alto pela'o,
no tiene ni un yuyo cerca,
Viéndolo solo y florido
Tuito el monte lo envidea.
Por su parte, dice Kierkegaard:
Nosotros los hombres, o un hombre en el lugar del lirio, diríamos: “cuando se es un lirio, y hermoso como el lirio, es una broma muy pesada, inaguantable, esa de que se le asigne a uno un sitio en semejante lugar, para tener que florecer en un contorno que no puede ser más desfavorable, como a la medida para hacer añícos la sensación de la propia hermosura; no, ¡eso es intolerable! ¡eso es de seguro una contradicción de parte del Creador!” Así pensaría y se expresaría un hombre, o nosotros los hombres, si estuviésemos en lugar del lirio; y en seguida nos marchitaríamos de pesadumbre.[9]
En efecto, si se cambia el sustantivo ‘lirio’ por el de ‘aromo’, damos con una misma situación: la incomprensión del mensaje silente de la naturaleza. Sigue diciendo Kierkegaard:
Ser bello en cuanto lirio no tiene realmente ningún mérito, ¡pero serlo en esas circunstancias, en semejante contorno que hace todo lo posible por impedirlo! Ser en semejante contorno plenamente sí mismo y defenderse íntimamente, burlándose de toda la influencia del contorno… ¡eso sí que tiene mérito! Pues el lirio es, a pesar del contorno, sí mismo, porque es incondicionalmente obediente a Dios.[10]
Y concluye:
El lirio y el pájaro hacían de la necesidad virtud, tú también has de procurar salir airoso en la misma empresa. También tú estás sometido a la necesidad; la voluntad de Dios acaece de todas las maneras, por tanto, empéñate, cumpliendo la voluntad divina con una obediencia sin condiciones, en hacer de la necesidad una virtud.[11]
Volvamos ahora a Atahualpa y le oiremos decir:
Pero hay que d’ir y fijarse
como lo estruja la piedra.
Fijarse que es un martirio
la vida que le envidean.
En ese rajón, el árbol
nació por su mala estrella.
Y en vez de morirse triste
se hace flores de sus penas...
Como no tiene reparo,
todos los vientos le pegan.
Las heladas lo castigan
L'agua pasa y no se queda.
Ansina vive el aromo
sin que ninguno lo sepa.
Con su poquito de orgullo
porque es justo que lo tenga.
Pero con l'alma tan linda
que no le brota una queja.
Que en vez de morirse triste
se hace flores de sus penas.
¡Eso habrían de envidiarle
los otros, si lo supieran !
Notemos cómo enfatiza Atahualpa el hecho de la constancia en la adversidad, el hacer de la necesidad virtud, tal como propone el danés siguiendo el Evangelio. No obstante, subyace una diferencia manifiesta: la crítica a lo que se considera un destino adverso y no una caritativa donación. Yupanqui no ve en su aromo una enseñanza de sumisión y obediencia sino, por el contrario, de resistencia beligerante en la adversidad. No hay abandono en Dios, sino reconcentrada introspección pagana. De hecho, al igual que aquello que dijéramos aquí acerca de los poetas del arrabal, Yupanqui se arroja al vacío de un mundo sin Dios. Solo que, a diferencia de aquellos (y acaso por su condición de hombre de campo), reconociendo la presencia de una espiritualidad, bien que inasible…
El canto es la abierta herida
a naides tengo a mi lado,
porque no busco piedad,
desprecio la caridad
por la vergüenza que encierra.
Soy como el león de mis sierras:
vivo y muero en soledad.[12]
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:
BINETTI, María José El poder de la libertad. Una introducción a Kierkegaard Buenos Aires: CIAFIC (2006)
KIERKEGAARD, Søren Los lirios del campo y las aves del cielo Madrid: Trotta (2007)
KIERKEGAARD, SørenEtapas en el camino de la vida Buenos Aires: Santiago Rueda Editor (1952)
KIERKEGAARD, SørenLos Primeros Diarios 1834 – 1837 Mexico DF: Universidad Iberoamericana (2011)
YUPANQUI, Atahualpa Cantar y andar Buenos Aires: Aguilar-Altea-Taurus-Alfaguara (2006)
YUPANQUI, Atahualpa Cerro Bayo Buenos Aires: Ediciones Siglo Veinte (1947)
YUPANQUI, Atahualpa Piedra sola Buenos Aires: Fundación El Mangruyo (1941)
YUPANQUI, Atahualpa Guitarra. Poemas y canciones argentinas Buenos Aires: Ediciones Siglo Veinte (1954)
YUPANQUI, Atahualpa El payador perseguido Buenos Aires: Compañía General Fabril Editora (1965)
[1]BORGES, J. L. El informe Brodie Buenos Aires, Emecé (1990); p. 191
[2] UNAMUNO, M. de: Libros y autores españoles contemporáneos, en Obras Completas Madrid: Afrodisio Aguado (1952), vol. V. p. 194
[3]La marca del producto era Néctar y su slogan “que convence al primer mate.” El disco es producido por el Mangruyo y el sello Odeón.
[4]YUPANQUI, A. Este largo camino. Memorias Buenos Aires: Cántaro (2008); p. 283
[5]KIERKEGAARD, S. Los Primeros Diarios 1834 – 1837 Mexico DF: Universidad Iberoamericana (2010); p. 26
[6]KIERKEGAARD, S. Etapas en el camino de la vida Buenos Aires: Santiago Rueda Editor (1952); p. 344
[7]Definición que el propio Yupanqui atribuía a su padre.
[8] KIERKEGAARD, S. Los lirios del campo y las aves del cielo Madrid: Trotta (2007);p 162
[9] Ibidem; p. 180
[11]Ibidem; p. 183
[12] YUPANQUI, A. El payador perseguido Buenos Aires: Compañía General Fabril Editora (1965) ;p. 76